Authors: Kim Stanley Robinson
¿Y tú?
¿Qué?
¿Cuál es tu tarea?
¿Mi tarea? Sí, tu tarea.
...No estoy seguro. Ya te lo he dicho, te envidio. Mis tareas son... confusas. Ayudar a Maya y ayudarme. Y al resto de nosotros. Reconciliar... Me gustaría encontrar a Hiroko...
Llevas mucho tiempo siendo nuestro psiquiatra. Sí.
Más de cien años. Sí.
Y nunca has obtenido ningún resultado.
Mujer, me gusta pensar que he ayudado, aunque haya sido poco. Pero no te lo crees.
Tal vez no.
¿Crees que la gente se interesa en el estudio de la psicología porque tienen una mente atormentada?
Es una teoría bastante extendida. Pero nadie ha sido tu psiquiatra. Oh, he tenido mis terapeutas.
¿Te han ayudado?
¡Sí! Mucho. Bastante. Quiero decir que hacían lo que podían. Pero sigues sin saber cuál es tu misión.
No. Oh, yo... desearía regresar a casa.
¿Qué casa?
Ése es el problema. Es duro no saber dónde está el hogar, ¿eh? Sí, aunque yo creía que te quedarías en Provenza.
No, no. Provenza es mi hogar, pero... Pero ahora vuelves a Marte.
Sí.
Decidiste regresar.
...En cierto modo, sí.
No sabes qué hacer, ¿verdad?
No, pero tú sí. Tú sabes dónde está tu hogar. ¡Tienes eso y es precioso! ¡Deberías recordarlo y no despreciar un regalo así o considerarlo como una carga! ¡Eres tonta si piensas eso! ¡Es un regalo, maldita sea, un precioso regalo!, ¿me comprendes?
Tendré que pensar en ello.
Ann abandonó el refugio en un rover de estudios meteorológicos del siglo anterior, un trasto cuadrado y alto con una fastuosa cabina acristalada para el conductor arriba. No difería demasiado de la mitad frontal del rover en que había viajado al polo Norte en aquella primera expedición con Nadia, Phyllis, Edmund y George. Y como desde entonces había pasado miles de horas en aquellos vehículos, al principio tuvo la impresión de que todo lo que hacía era lo habitual, concordaba con su vida precedente.
Avanzó cañón abajo, hacia el nordeste, hasta que alcanzó el lecho del pequeño canal sin nombre en la longitud 60, 53 grados norte. Aquel valle había sido excavado por el reventón de un pequeño acuífero que se encauzó por una falla de graben más antigua y se desbordó por las pendientes bajas del Gran Acantilado a finales del amazónico. Los efectos de la erosión producida por el agua aún se apreciaban en los bordes de las paredes del cañón y en las islas lenticulares de roca madre del fondo del canal.
Que ahora discurría hacia el norte y se internaba en un mar helado.
Salió del coche pertrechada con un impermeable con relleno de fibra, mascarilla de CO
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, gafas y botas calefactoras. El aire era tenue y gélido, aunque allí en el norte estaban en primavera... Ls 10, M-53. Gélido y ventoso; unas hilachas de nubes algodonosas avanzaban raudas hacia el este. Empezaría una era glacial o, si las manipulaciones de los verdes se anticipaban a ella, un año sin verano, como 1810 en la Tierra, cuando la explosión del volcán Tambori había enfriado el mundo.
Recorrió la orilla del nuevo mar. Estaba al pie del Gran Acantilado, en Tempe Terra, un lóbulo de las antiquísimas tierras del sur que se internaba en el norte. Probablemente Tempe había escapado al arrasamiento general del hemisferio norte porque estaba situado más o menos en el lado opuesto al punto del Gran Impacto, que en esos momentos la mayoría de areólogos coincidían en situar cerca de Hrad Vallis, por encima de Elysium. Por tanto el paisaje resultante era curioso: unas colinas abolladas que miraban sobre un mar cubierto de hielo. La roca tenía el aspecto de la superficie encrespada de un mar rojo; el hielo parecía una pradera en lo más crudo del invierno. Agua nativa, como había dicho Michel; había estado allí desde siempre, y en la superficie. Era un hecho difícil de asimilar para ella. Sus pensamientos, dispersos y confusos, corrían de acá para allá, un estado semejante a la locura pero, con todo, distinto, conocía la diferencia. El murmullo y el lamento del viento no le hablaba con el tono de un disertante del MIT; no le sobrevenía una sensación de ahogo cuando trataba de respirar. No, se trataba de pensamiento acelerado, inconexo, impredecible, como la bandada de pájaros que veía volar en zigzag sobre el hielo para soportar el embate del viento del oeste. Ah, también ella sentía ese mismo viento embistiéndola, empujándola, como si aquel aire denso fuese la garra de un gran animal...
Los pájaros luchaban en el aire con una habilidad temeraria. Los observó durante un rato: págalos cazando sobre oscuras franjas de agua. Esas bolsas en la superficie delataban la existencia de inmensas bolsas líquidas bajo el hielo; había oído decir que un canal ininterrumpido de agua abrazaba el mundo, aguas que circulaban hacia el este sobre la antigua Vastitas y rasgaban el hielo de la superficie, y esos rasgones permanecían líquidos durante horas o semanas. Incluso en aquel aire tan frío, las aguas subterráneas recibían calor de los agujeros de transición sumergidos de Vastitas y de las miles de explosiones termonucleares de las metanacionales a finales del siglo anterior. En teoría esas bombas habían sido enterradas profundamente en el megarregolito para que éste retuviera la radioactividad pero no el calor, que ascendía como un pulso térmico a través de la roca, un pulso que continuaría durante años. Sí, Michel podía decir que aquélla era agua marciana, pero no había mucho más que fuera natural en aquel mar.
Ann trepó a una cresta para obtener una panorámica más amplia. Allí estaba: hielo llano en su mayor parte, fracturado en algunos puntos. Inmóvil como una mariposa posada en una rama, como si aquella extensión blanca estuviese a punto de echar a volar. El vuelo de los pájaros y el paso veloz de las nubes revelaban la tremenda fuerza del viento, que lo arrastraba todo hacia el este, pero el hielo permanecía inmóvil. La voz del viento era profunda y estremecedora y chirriaba sobre innumerables bordes helados. Las ráfagas estriaban una franja de aguas grises como las zarpas de un gato; cada nuevo embate modelaba la superficie con exquisita sensibilidad. Agua. Y bajo aquella superficie barrida por el viento, plancton, krill, peces, calamares; había oído decir que producían en viveros todas las criaturas de la extremadamente corta cadena trófica antártica y que luego las soltaban en el mar. Que hervía de vida.
Los págalos revoloteaban en el cielo. Una nube de ellos se precipitó sobre algo en la orilla, detrás de unas rocas. Ann echó a andar hacia allí. De pronto descubrió el objetivo de las aves, en una hendidura al borde del hielo: los restos semidevorados de una foca. ¡Focas! El cadáver yacía sobre hierba de la tundra, al abrigo de unas dunas de arena protegidas por una cresta rocosa que penetraba en el hielo. El blanco esqueleto emergía entre la carne de color rojo oscuro, rodeada de grasa blanca y piel negra, desgarrada y expuesta al cielo. Le habían sacado los ojos a picotazos.
Dejó atrás el cadáver y trepó a otra pequeña cresta, una especie de cabo que se adentraba en el hielo, más allá del cual había una bahía circular: un cráter lleno de hielo. Dado que se encontraba al nivel del mar y tenía una brecha el agua y el hielo lo habían llenado, y ahora era una bahía perfecta para un puerto. Un día habría allí un puerto. Unos tres kilómetros de diámetro.
Ann se sentó en un peñasco del cabo y contempló la nueva bahía. Respiraba a trompicones y su caja torácica se sacudía con violencia sin que pudiese evitarlo, como durante las contracciones del parto. Sollozos, sí. Se apartó la máscara, se sonó con los dedos y se enjugó los ojos, sin dejar de llorar furiosamente. Aquél era su cuerpo. Recordó la primera vez que había tropezado con la inundación de Vastitas, en un viaje que había realizado sola, hacía mil años. Entonces no lloró, y Michel dijo que era un shock, la parálisis del shock, como cuando se sufre una herida: huía de su cuerpo y de sus sentimientos. Michel diría sin duda que la respuesta de ahora era más sana, pero ¿por qué? Le hacía daño: el cuerpo se le sacudía con un temblor espasmódico. Pero cuando cesara, diría Michel, se sentiría mejor. Drenada. La tensión habría desaparecido... la tectónica del sistema límbico. Ann desdeñaba las analogías simplistas que Michel le ofrecía, la mujer como planeta, era absurdo. Sin embargo, allí estaba, sentada, sollozando, contemplando la blanca bahía de hielo bajo las nubes veloces, sintiéndose vacía.
Nada se movía, salvo las nubes en el cielo y las zarpas de gato sobre el agua, una ráfaga detrás de otra, un centelleo gris, malva, gris. El agua se movía, pero la tierra estaba quieta.
Finalmente Ann se puso de pie y bajó por una cresta de dura shishovita que dividía dos largas playas. A decir verdad, las zonas cubiertas de hielo se parecían mucho al estado primitivo. Al bajar a la costa, la cosa cambiaba. Allí los vientos alisios sobre las aguas abiertas de la bahía en el período estival habían creado olas lo suficientemente grandes como para producir lo que llamaban hielo quebrado. Hileras de esos despojos estaban varados por encima del nivel actual del hielo, como esculturas que evocaban la fuerza del viento. Pero en el verano esos bloques habían contribuido a triturar la arena de las nuevas playas, cubiertas ahora por una mezcolanza de hielo, barro y arena, helada como el glaseado marrón de un pastel.
Ann avanzó despacio por aquel caos. Más allá había una pequeña caleta atestada de icebergs que habían encallado en los bajíos y habían quedado atrapados en el agua del mar cuando ésta se heló. La exposición al viento y al sol los había trabajado hasta convertirlos en barrocas fantasías de hielo con transparencias azuladas y rojas opacidades, semejantes a agregados de zafiro y sanguinaria. Las caras meridionales se habían derretido de forma irregular, y el agua del deshielo había vuelto a solidificarse formando carámbanos, barbas, sábanas, columnas.
Al volver la vista a la orilla reparó de nuevo en los poderosos surcos que desgarraban la arena y alcanzaban a veces los dos metros de profundidad; ¡una fuerza increíble había abierto aquellas trincheras! Los sedimentos deberían de haber sido loess formado por depósitos eólicos sueltos y ligeros, pero ahora todo era una hosca amalgama de hielo sucio y barro helado, como si un bombardeo hubiese devastado las trincheras de algún desventurado ejército.
Siguió avanzando sobre hielo opaco, luego sobre la superficie de la bahía. Parecía un mundo cubierto de semen. En un determinado momento, el hielo crujió bajo sus pies.
Se detuvo, bien adentro en la bahía, y miró alrededor. Como siempre, horizontes cercanos. Se encaramó a un iceberg de cima llana, lo que le permitió ver toda la extensión del hielo, hasta el borde circular del cráter, que parecía tocar las nubes galopantes. Aunque resquebrajado, revuelto y estriado por las crestas de presión, el hielo sugería sin embargo la lisura del agua que había debajo. En el norte se divisaba el desfiladero que se abría al mar. En el hielo asomaban unos icebergs tabulares, semejantes a castillos deformados. Un yermo blanco.
Después de intentar en vano reconciliarse con el espectáculo bajó a gatas del iceberg, caminó hasta la orilla y se dispuso a regresar al rover. Cuando cruzaba la pequeña cresta-cabo, advirtió por el rabillo del ojo un movimiento. Una cosa blanca, una persona con un mono blanco, a cuatro patas... No, un oso. Un oso polar que avanzaba por la orilla del hielo.
El animal vio los págalos revoloteando sobre la foca muerta. Ann se acuclilló detrás de un bloque de piedra y luego se tendió boca abajo en la arena. La parte delantera del cuerpo se le quedó helada. Se asomó por encima de la piedra y espió.
La pelambre de color marfil del oso amarilleaba en los flancos y las patas. Alzó una cabeza pesada, husmeó como un perro, miró alrededor con curiosidad. Echó a andar con paso cansino hacia los despojos de la foca, haciendo caso omiso de la columna de pájaros chillones. Devoró como un perro de un cuenco y después alzó la cabeza, con el hocico enrojecido. El corazón de Ann dio un vuelco. El oso se sentó sobre los cuartos traseros y se lamió una garra y luego, con la melindrosidad de un gato, se frotó el hocico hasta que quedó limpio. De pronto, volvió a ponerse a cuatro patas y empezó a subir la pendiente de roca y arena, en dirección al escondite de Ann. Trotaba, moviendo simultáneamente las patas de un lado del cuerpo y luego las del otro, izquierda, derecha, izquierda.
Ann se dejó caer rodando por la otra cara del pequeño cabo, se puso de pie y corrió por una fractura poco profunda que la llevó hacia el sudoeste. Calculó que el rover estaba al oeste, pero el oso se acercaba por el noroeste. Subió como pudo la corta pendiente de la pared del cañón, corrió sobre una franja de terreno elevado y encontró otro pequeño cañón de fractura que se dirigía algo más hacia el oeste. Otra vez arriba, sobre el terreno elevado que separaba esas fossae. Miró hacia atrás. Ya jadeaba y su rover se hallaba al menos a dos kilómetros de distancia, al oeste y un poco al sur. Aún no estaba a la vista, oculto por las desiguales colinas. El oso venía ahora por el noreste; si se dirigía directamente hacia el rover se acercaría al animal. ¿Cazaba guiándose por el olfato o necesitaba ver? ¿Era capaz de deducir la trayectoria que seguiría su presa e interceptarla?
Sin duda podía hacerlo. Ann sudaba profusamente dentro del impermeable. Bajó presurosa al siguiente cañón, que corría en dirección oeste sudoeste, y lo siguió durante un rato. Entonces descubrió una rampa suave, por la que subió. Miró hacia atrás y vio al oso polar. Avanzaba por una de las elevaciones, dos cañones más atrás, y parecía un perro grande o un cruce de persona y perro, envuelto en su pelaje blanco y paja. Le sorprendía la presencia de aquella criatura allí, pues era improbable que la cadena alimenticia pudiera sostener a un depredador tan grande. Seguramente lo alimentaban en alguna estación de apoyo. Así lo esperaba, porque si no estaría hambriento. El animal bajó al segundo cañón y desapareció de su vista, y Ann corrió en dirección al coche. A pesar del rodeo que había dado y del horizonte accidentado y cercano, confiaba en haber situado correctamente la posición del rover.