Authors: Kim Stanley Robinson
Bly lo ayudó a sentarse en la cabina del barco, junto a una barandilla.
—Ah, bien.
El barco cabeceaba y daba guiñadas en medio de la densa niebla. Un día oscuro y lúgubre sobre las aguas, que estallaban en los cambios de fase de las ondas, y entonces el agua y la niebla se confundían, intercambiaban los papeles. Nirgal se sentía soñoliento. Ella no había abandonado Marte, seguía trabajando en secreto. Había sido absurdo pensar lo contrario. Cuando regresara, la encontraría. Sí, era el objetivo, la tarea que se imponía. La encontraría y la obligaría a vivir al descubierto de nuevo. Se aseguraría de que había sobrevivido. Era la única manera de aliviar el peso terrible que le oprimía el corazón. Sí, la encontraría.
Lentamente la niebla se levantó. Unas nubes grises y bajas cruzaban velozmente el cielo y dejaban caer remolinos de lluvia. La marea estaba bajando y el Támesis fluía con toda su fuerza. En un caos de olas, las aguas pardas y espumosas del estuario corrían rápidamente hacia el este, hacia el mar del Norte. Y de pronto el viento cambió y empujó la marea y las olas se precipitaron mar adentro. Entre la espuma flotaban toda clase de objetos: cajas, muebles, tejados, casas enteras, botes zozobrados, trozos de madera. Los restos del naufragio. Los tripulantes del barco estaban en cubierta y se inclinaban sobre las barandillas con pequeños garfios y binoculares, y le gritaban a Bly que se alejara para evitar los objetos o que intentara acercarse para poder pescarlos. Estaban absortos en el trabajo.
—¿Qué son todas esas cosas? —preguntó Nirgal.
—Es Londres —dijo Bly—. El mar se lo lleva.
La parte baja de las nubes pasaba rauda sobre sus cabezas, hacia el este. Al mirar alrededor Nirgal vio otras barcas pequeñas en las aguas revueltas de la gran desembocadura del río, recuperando despojos o simplemente pescando. Bly saludaba a unos y otros al pasar, con la mano o haciendo sonar la sirena. Sobre el estuario salpicado de gris flotaban roncos sonidos de sirena, al parecer emitiendo mensajes que la tripulación comentaba.
De pronto, Kev exclamó:
—¡Eh! ¿Qué es eso? —y señaló corriente arriba.
Del banco de niebla que cubría la desembocadura del Támesis había surgido un barco con velas, muchas velas, dispuestas en los tres mástiles según la configuración típica, muy familiar para Nirgal aunque nunca antes la había visto. Un coro de bocinazos enloquecidos recibió esta aparición, como los perros de un vecindario ladrando desvelados por la noche, entusiasmados. Sobre esa barahúnda explotó la penetrante sirena del barco de Bly, uniéndose al coro. Nirgal no había oído en su vida un sonido tan demoledor. El aire más denso, los sonidos más penetrantes... Bly sonreía sin dejar de tocar la sirena, y la tripulación y la escolta de Nirgal, en las barandas, gritaban sin ser oídos ante la súbita aparición.
Al fin Bly dio un respiro a la sirena.
—¿Qué es eso? —gritó Nirgal.
—¡Es el
Cutty Sark
! —exclamó Bly y echó la cabeza hacia atrás con una carcajada—. ¡Lo tenían encerrado a cal y canto en Greenwich!
¡Amarrado en un parque! Algún loco bastardo debe de haberlo liberado. Qué idea tan brillante. Tienen que haberlo remolcado alrededor de la barrera. ¡Miren cómo navega!
El viejo clíper tenía cuatro o cinco velas desplegadas en cada uno de los tres mástiles, y algunas velas triangulares entre ellos y entre el trinquete y el bauprés. Navegaba en pleno reflujo y con el viento a favor, cortando la espuma y los despojos, y la proa puntiaguda engendraba una rápida sucesión de olas blancas. Nirgal vio hombres en lo alto de la arboladura, la mayoría inclinados sobre los penóles, saludando con el brazo a la desordenada flotilla de lanchas al pasar entre ellas. Los gallardetes flameaban en lo alto de los mástiles, y una gran bandera azul con cruces rojas... Cuando pasó junto al barco de Bly, éste hizo sonar la sirena frenéticamente y los hombres rugieron. Un marinero encaramado en la verga de la vela mayor del
Cutty Sark
los saludó con los dos brazos, inclinándose sobre el cilindro de madera pulida. De pronto, como en cámara lenta, todos vieron que perdía el equilibrio y, con la boca abierta, caía hacia atrás y se precipitaba a las aguas espumosas a un costado del navío. Todos en el barco de Nirgal gritaron «¡Nooo!». Bly soltó una palabrota y aceleró el motor, que atronó en el silencio dejado por la bocina. La popa del barco se hundió en el agua y avanzaron refunfuñando hacia la figura en el agua, ahora un punto negro más, que agitaba frenéticamente un brazo.
Los pitos y sirenas de todas las barcas sonaron al unísono; pero el
Cutty Sark
no aminoró la marcha. Se alejó a toda velocidad, con las velas hinchadas por el viento, un espectáculo en verdad hermoso. Cuando consiguieron alcanzar al marinero caído, la popa del clíper estaba ya muy baja y sólo se distinguían el blanco de las velas y el negro del aparejo, y abruptamente todo desapareció, engullido por otra muralla de niebla.
—¡Qué visión gloriosa! —repetía uno de los hombres—. ¡Qué visión gloriosa!
—Sí, sí, gloriosa, pero será mejor que pesquemos a ese pobre idiota. Bly dio marcha atrás. Luego arrojó una escalerilla por el costado y ayudó a trepar por ella al marinero, que se quedó agarrado a la borda, inclinado hacia adelante y temblando, mojado como una rata.
—Gracias —dijo entre arcadas. Kev y el resto de la tripulación lo despojaron de las ropas y lo envolvieron con unas mugrientas y gruesas mantas.
—Eres un estúpido idiota —gritó Bly desde el timón—. Estabas a punto de navegar por todo el mundo en el Cutty Sark y ahora estás a bordo de
La dama de Faversham
. Eres un idiota.
—Lo sé —dijo él.
Los hombres le echaron unas chaquetas sobre los hombros, riendo.
—¡Tonto rematado, mira que saludarnos de esa manera! —Durante toda la travesía de regreso a Sheerness proclamaron su inutilidad, sin olvidarse de dar calor al pobre hombre y ponerlo a reparo del viento en la timonera, donde lo vistieron con ropas que le iban pequeñas. Él rió con ellos, maldijo su suerte, describió la caída, reconstruyó la catástrofe. Una vez en Sheerness lo ayudaron a bajar al almacén submarino y le metieron en el cuerpo un poco de estofado caliente y varias pintas de cerveza, mientras relataban a la gente del almacén y a los que iban llegando su caída desde el estado de gracia.— ¡Miren, este cretino estúpido se cayó del
Cutty Sark
esta tarde, el muy torpe, cuando salían con la marea a todo trapo, rumbo a Tahití!
—A Pitcairn —corrigió Bly.
El propio marinero, borracho perdido, narró el acontecimiento tantas veces como sus rescatadores.
—Sólo me solté un segundo, y el barco dio una pequeña guiñada y me encontré volando. No se me ocurrió que podía pasar, no se me ocurrió. Mientras bajábamos por el Támesis me había estado soltando todo el tiempo. Oh, un momento, perdónenme, pero tengo que vomitar.
—Ah, Dios, fue una visión gloriosa, de veras brillante. Llevaban más trapo del necesario, desde luego, sólo era para irse con estilo, pero Dios los bendiga por eso. Qué visión.
Nirgal estaba mareado y sentía una cierta desazón. Veía la habitación invadida por una oscuridad brillante, excepto en algunos puntos, donde había unas franjas que lo deslumbraban, un claroscuro de objetos confusos, Brueghel en blanco y negro, y había tanto ruido.
—Recuerdo la inundación de la primavera del trece, cuando el mar del Norte entró en mi dormitorio...
—¡Ah, no, la inundación del trece otra vez no, no me la pienso tragar otra vez!
Nirgal fue al vestuario de hombres, en un rincón de la sala, pensando que se sentiría mejor si aliviaba las tripas. El marinero rescatado estaba en el suelo de uno de los compartimientos, vomitando con violencia. Nirgal retrocedió y se sentó a esperar en el banco más cercano. Una mujer joven pasó junto a él y alargó la mano para tocarle la frente.
—¡Está caliente!
Nirgal se llevó la palma de la mano a la frente para juzgar.
—Trescientos diez kelvins —aventuró—. Mierda.
—Tiene fiebre —dijo ella.
Uno de los guardaespaldas se sentó a su lado. Nirgal le dijo lo de su temperatura y el hombre preguntó:
—¿Puede comprobarlo en su consola de muñeca? Nirgal asintió y pidió una medición.
309° kelvins
.
—Mierda.
—¿Cómo se siente?
—Caliente. Pesado.
—Será mejor que lo llevemos a que lo vea un médico.
Nirgal asintió con un movimiento de cabeza, y lo acometió una oleada de vértigo. Observó a los guardaespaldas haciendo los preparativos. Bly se acercó y les hizo algunas preguntas.
—¿Por la noche? —dijo Bly. La conversación continuó en voz baja. Bly se encogió de hombros; no era una buena idea, parecía decir, pero puede intentarse. Los escoltas salieron y Bly se echó al coleto el último trago de su pinta y se levantó. Aunque Nirgal había deslizado el cuerpo para apoyar la espalda contra la mesa, la cabeza de Bly estaba al mismo nivel que la suya. Una especie diferente, un anfibio achaparrado y poderoso. ¿Eran conscientes de ello antes de la inundación? ¿Lo sabían ahora?
Todos se despidieron, estrujándole o mimándole la mano. Trepar por la torreta de la escalera le resultó muy penoso. Salieron a la noche, fría y húmeda, amortajada de niebla. Sin una palabra, Bly los llevó al barco, y permaneció en silencio mientras ponía en marcha el motor y se alejaba del muelle. Navegaban con la marea baja, y por primera vez el balanceo del barco mareó a Nirgal. Las náuseas eran peores que el dolor. Se sentó junto a Bly en un banquillo y contempló el cono gris de agua y niebla iluminadas a proa. Cuando algún objeto oscuro se perfilaba en la niebla, Bly reducía e incluso daba marcha atrás. Una vez siseó. Siguieron así mucho tiempo. Cuando al fin atracaron en las calles de Faversham, Nirgal se sentía tan mal que no pudo despedirse adecuadamente; sólo consiguió agarrarle la mano a Bly y mirar brevemente los ojos azules del hombre. Qué caras. Se puede ver el alma de las personas en la cara. ¿Eran conscientes de ello antes? De pronto Bly ya no estaba y él viajaba en un coche que zumbaba a través de la noche. Se sentía cada vez más pesado, como durante el descenso en el ascensor. Un avión subiendo en la oscuridad; bajando en la oscuridad, los oídos le explotaron dolorosamente, náusea; estaba en Berna con Sax a su lado; sintió un gran consuelo.
Estaba en una cama, ardiendo de fiebre, y su respiración era turbia y dolorosa. Del otro lado de la ventana, los Alpes. El blanco brotaba del verde, como la muerte surgiendo de la vida, para recordarle que la viriditas era una espoleta verde que un día encendería una nova de blancura, retornando así a la misma configuración de elementos que existía antes de que la tormenta de polvo los hubiera levantado y alterado. El mundo blanco y el mundo verde; le parecía que el Jungfrau empujaba en el interior de su garganta. Quería dormir, escapar de aquella sensación.
Sax estaba sentado a su lado, sosteniéndole la mano.
—Creo que necesita volver a la gravedad marciana —le decía a alguien que no parecía estar en la habitación—. Podría ser una forma del mal de las alturas. O un vector vírico. O una alergia. Una respuesta sistémica. Edema, en cualquier caso. Metámoslo inmediatamente en un avión espacial y llevémoslo a un anillo con gravedad marciana. Si tengo razón, eso le ayudará, y si no, no le hará daño.
Nirgal trató de hablar, pero no podía respirar. Aquel mundo lo había infectado, lo había aplastado y cocido en vapor y bacterias. Sintió un golpe en las costillas: era alérgico a la Tierra. Apretó la mano de Sax e inspiró, y fue como si una cuchillada le alcanzara el corazón.
—Sí —dijo con un jadeo, y vio que Sax desviaba la mirada—. A casa, sí.
Un anciano sentado a la cabecera de una cama. Las habitaciones de hospital son todas iguales. Limpias, blancas, frías, llenas de zumbidos y luz fluorescente. En el lecho yace un hombre alto, de piel cobriza y gruesas cejas negras, con un sueño agitado. El anciano está inclinado sobre la cabeza del enfermo y la presiona levemente con las manos, detrás de la oreja. El anciano murmura con voz queda:
—No es más que una respuesta alérgica, hay que convencer a tu sistema inmunitario de que el alérgeno en realidad no es un problema. Todavía no lo han identificado. El edema pulmonar forma parte por lo general del síndrome de las alturas, pero tal vez la causa haya sido la mezcla de gases, o quizá se trate del síndrome de las cotas bajas. Es necesario sacar el agua de tus pulmones. Casi lo han conseguido. La fiebre y los escalofríos pueden atribuirse al biofeedback. Una fiebre de veras alta es peligrosa, debes tenerlo presente. Recuerdo la vez que entraste en los baños después de haberte caído al lago. Estabas azul. Jackie saltó al agua caliente de inmediato... no, me parece que antes se detuvo a mirarte. Nos tomaste a mí y a Hiroko del brazo y todos fuimos testigos de que entrabas en calor. Termogénesis sin temblor, todo el mundo tiene esa capacidad, pero la tuya fue voluntaria y de una potencia increíble. Nunca vi nada igual. Todavía sigo sin saber cómo lo hiciste. Eras un muchacho excepcional. La gente puede temblar a voluntad, así que tal vez sea eso, sólo que en el interior. En realidad no importa, no necesitas saber cómo, sólo tienes que hacerlo, si es que puedes hacerlo en la dirección contraria, para bajar tu temperatura. Inténtalo. Inténtalo. Eras un muchacho excepcional.
El anciano alarga la mano y toma la muñeca del joven. La sostiene y la oprime.
—Solías preguntar mucho. Eras muy curioso, de buena pasta. Decías:
¿Por qué, Sax? ¿Por qué? Era divertido tratar de contestar siempre. El mundo es semejante a un árbol, a partir de una hoja puedes llegar a las raíces. Estoy seguro de que Hiroko lo sentía de esa manera; seguramente fue ella quien me explicó esa teoría. Escucha, no ha sido un error que fueras en busca de Hiroko. Yo he hecho lo mismo. Y volveré a hacerlo.
Porque la vi una vez, en Daedalia. Ella me ayudó cuando quedé atrapado en una tormenta. Me aferró la muñeca, así. Está viva, Nirgal. Hiroko vive. Está en algún lugar, allá afuera. Algún día la encontrarás. Pon ese termostato interno en marcha, baja la temperatura, y algún día la encontrarás...
El anciano suelta la muñeca. Se reclina pesadamente en la silla, medio dormido, murmurando aún.
—Decías: ¿Por qué, Sax, por qué?
Si no hubiera soplado el mistral, se habría echado a llorar, porque nada era igual, nada. Llegó a una estación de Marsella que no existía cuando se marchó, próxima a una pequeña ciudad que no existía cuando se marchó, construidas de acuerdo con la arquitectura gaudiniana, bulbosa y chorreante, con un toque de la circularidad bogdanovista, que a Michel le hizo pensar en una mezcla de Christianopolis e Hiranyagarbha. No, nada le resultaba familiar, en lo más mínimo. La tierra era extrañamente llana, verde, despojada de su roca, despojada de ese
je ne sals quoi
que había dado su carácter a Provenza. Llevaba ausente ciento dos años.