Marte Azul (34 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Se alejó de las ruinas y regresó al vehículo por entre los olivos centenarios.

Alguien debía de cuidar los olivos porque las ramas bajas estaban podadas y una hierba pálida y seca de pocos centímetros cubría el suelo entre miles de viejos huesos grises de oliva. Los árboles estaban dispuestos en hileras que, sin embargo, parecían naturales, como si por azar hubiesen crecido guardando esa distancia entre ellos. El viento producía un susurro ligeramente percusivo en las hojas. De pie en medio del bosque, donde no veía más que olivos y cielo; se fijó de nuevo en la rápida alternancia de los dos colores de las hojas en el viento, verde y gris, gris y verde...

Se alzó de puntillas y tiró de una ramita para inspeccionar las hojas. Recordó: de cerca el color de las dos caras no era tan distinto, verde mate, caqui pálido. Pero cuando el viento agitaba una colina poblada de esas hojas, los dos colores se distinguían claramente. A la luz de la luna, alternaban el negro y la plata; contra el sol, la diferencia era de textura, mate o brillante.

Se acercó a un olivo y tocó la corteza: rectángulos rugosos y quebrados, un tono gris verdoso, semejante al del envés de las hojas, pero más oscuro y a menudo cubierto por otro verde, el verde amarillento del liquen, el verde amarillento o el gris de un acorazado. Había pocos olivos en Marte, aún no habían creado Mediterráneos. No, se sentía en la Tierra, como sí de nuevo tuviese diez años, llevaba aquel niño pesado en su interior. Las fisuras que separaban los rectángulos de corteza eran superficiales, y en algunos puntos la cubierta había caído. El auténtico color era un beige pálido y leñoso, pero como el liquen cubría casi toda la superficie era difícil estar seguro. Árboles cubiertos de liquen; Michel no había reparado en ello. Las ramas altas eran más lisas, las fisuras no eran más que líneas de color carne y el liquen, más suave, como un polvo verde.

Las raíces eran grandes y poderosas. Los troncos se expandían a medida que se acercaban al suelo y extendían unas protuberancias semejantes a dedos separados, puños nudosos que se hundían en la tierra. Ningún mistral podría desarraigar aquellos árboles. Ni siquiera un viento marciano.

El suelo estaba cubierto de huesos viejos y de olivas negras y apergaminadas. Tomó una cuya oscura piel aún estaba lisa y la desgarró con las uñas. El jugo de color púrpura le manchó los dedos y cuando lo lamió descubrió que el sabor era muy distinto del que asociaba a las olivas. Agrio. Mordió la carne, que parecía la pulpa de una ciruela, y su sabor, agrio y amargo, en nada parecido al de las olivas que solía comer excepto en el regusto aceitoso, desbocó su memoria como uno de los
deja vu
de Maya... ¡Había hecho eso mismo antes! De niño las había probado muchas veces con la esperanza de que el sabor se pareciera al de las olivas de mesa y así poder disponer de un tentempié durante sus juegos, una suerte de maná en su pequeño espacio de libertad. Pero la carne (más pálida cuanto más te acercabas al hueso) se empecinaba en conservar su desagradable sabor, que se le había fijado en la memoria como una persona, amargo y agrio. Y sin embargo ahora le resultaba agradable debido al recuerdo que evocaba. Tal vez se había curado.

Las hojas se movían en el viento racheado del norte. Olía a polvo. Una luz parduzca y neblinosa, y hacia occidente un cielo cobrizo. Las ramas se alzaban hasta alcanzar dos o tres veces la altura de Michel, y otras caían hasta azotarle la cara. Una escala humana. El árbol mediterráneo, el árbol de los griegos, que habían visto tantas cosas con claridad, que habían empleado en su percepción del mundo proporciones y simetrías humanizadas: los árboles, las ciudades, el mundo físico, las islas rocosas del Egeo, las colinas rocosas del Peloponeso... un universo que se podía recorrer en unos cuantos días. Tal vez el hogar sólo era un lugar a escala humana, dondequiera que estuviese. Por lo general, en la infancia.

Los árboles parecían animales que tendían sus plumas al viento y hundían sus nudosas patas en el suelo. Una colina que centelleaba con el embate del viento, con sus embestidas fluctuantes y sus calmas inesperadas, perfectamente reflejadas por el plumaje de las hojas. Aquello era Provenza, el corazón de la Provenza; sentía cada momento de su infancia acechando en las márgenes de su conciencia, un vasto
presque vu
que lo llenaba y rebosaba, toda una vida atrapada en aquel paisaje que murmuraba. Ya no se sentía pesado. El azul del cielo hablaba con la voz de aquella reencarnación previa y decía:
Provenza, Provenza
.

Sobre el barranco apareció una bandada de cuervos negros revoloteando y graznando
¡Ka, ka, ka!

Ka. ¿Quién había inventado la historia del pequeño pueblo rojo y los nombres que le daban a Marte? ¡Quién lo sabía! Esas historias nunca tienen principio. En la antigüedad mediterránea el Ka era un extraño doble del faraón, representado como un halcón, paloma o cuervo que descendía sobre él.

Ahora el Ka de Marte descendía sobre él, allí en la Provenza. Cuervos negros... En Marte esos mismos pájaros volaban bajo las tiendas transparentes, tan despreocupadamente poderosos en medio de las ráfagas de los aireadores como en el mistral. Les traía sin cuidado estar en Marte, era su hogar, su mundo tanto como cualquier otro, y la gente sobre la cual volaban era la misma de siempre, peligrosos animales terrestres que podían matarlos o llevarlos consigo en extraños viajes. Pero ni una sola de las aves de Marte recordaba el viaje, ni tampoco la Tierra.

Nada salvo la mente humana tendía un puente entre ambos mundos. Los pájaros volaban y buscaban comida, en la Tierra o en Marte, como siempre. Estaban en casa en cualquier lugar, volaban azotados por el viento, haciendo frente al mistral y graznando: ¡Marte, Marte, Marte! Pero Michel Duval, ah, Michel... un espíritu que residía en dos mundos a la vez, o que se había perdido en la nada que los separaba. ¡La noosfera era tan vasta! ¿Dónde estaba él, quién era? ¿Cómo iba a vivir?

El olivar. El viento. Un sol brillante en el cielo broncíneo. El peso de su cuerpo, el sabor agrio en la boca. Se sintió como si volara. Aquél era su hogar, aquél y ningún otro. Había cambiado, y sin embargo nunca cambiaría... no su olivar, ni tampoco él. Al fin en casa. Al fin en casa. Podría vivir en Marte diez mil años, pero aquél seguiría siendo su hogar.

Cuando regresó a Arles, llamó a Maya.

—Por favor, ven, Maya. Quiero que veas esto.

—Estoy ocupada con las negociaciones, Michel. ¿Recuerdas?, el acuerdo UN-Marte.

—Lo sé.

—¡Es importante!

—Lo sé.

—Caramba, ésa es la razón por la que vine aquí, estoy involucrada, me concierne. No puedo dejarlo para irme de vacaciones.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero, escucha, la política no se acaba nunca. Puedes tomarte unas vacaciones y después retomar el trabajo, que seguirá donde lo habías dejado. Pero esto... éste es mi hogar, Maya, y quiero que lo conozcas. ¿Es que tú no quieres llevarme a Moscú, no quieres visitarlo de nuevo?

—No, ni aunque fuese el único lugar sobre las aguas. Michel suspiró.

—Bien, para mí es diferente. Por favor, ven y lo comprenderás.

—Tal vez dentro de unos días, cuando haya acabado esta etapa de las negociaciones. ¡Estamos en un momento crítico, Michel! En realidad no deberías pedirme que fuese, deberías estar aquí.

—Puedo estarlo a través de la consola, no es necesario estar allí en persona. ¡Por favor, Maya!

Ella vaciló, conmovida por algo en el tono de su voz.

—Muy bien, lo intentaré. De todas maneras no puede ser ahora mismo.

—No importa, mientras vengas.

Después de esa conversación, Michel pasó los días esperando a Maya, aunque trataba de no pensar en ello. Ocupaba su tiempo recorriendo la zona en coche, a veces con Sylvie, a veces solo. A pesar del momento evocador vivido en el olivar, o tal vez a causa de eso, se sentía fuera de lugar. Por alguna razón, la nueva línea costera ejercía sobre él una gran atracción, y le fascinaba la manera en que la población se estaba adaptando al nuevo nivel del mar. Bajaba a menudo a la costa, siguiendo carreteras que desembocaban en abruptos precipicios o inesperados valles pantanosos. Gran parte de la población de los pueblos pesqueros tenía raíces argelinas. La pesca no marchaba bien, decían. Los enclaves industriales inundados habían contaminado la Camarga, y en el Mediterráneo los peces se mantenían alejados de las aguas pardas, es decir, no abandonaban las aguas azules de alta mar, a una mañana entera de navegación por rutas plagadas de peligros.

Escuchando y hablando francés, incluso aquel nuevo y extraño francés, era como si le aplicaran electrodos en zonas del cerebro que llevaban un siglo sin ser visitadas. Los celacantos aparecían con frecuencia: recuerdos de bondadosas actitudes de las mujeres hacia él, de su crueldad con ellas. Tal vez ése era el motivo que lo había impulsado a viajar a Marte: escapar de sí mismo, un tipo por lo visto bastante desagradable.

Bueno, si escapar de sí mismo era lo que deseaba, lo había conseguido. Ahora era alguien distinto. Un hombre servicial, un hombre compasivo; podía mirarse al espejo. Podía regresar al hogar y afrontarlo, afrontar lo que había sido gracias a lo que ahora era. Marte lo había logrado.

Era extraño el funcionamiento de la memoria. Los fragmentos eran pequeños y agudos, como esas espinas de los cactos, diminutas como pelos, que hieren desproporcionadamente en relación con su tamaño. Lo que recordaba mejor era su vida en Marte. Odessa, Burroughs, los refugios de la resistencia en el sur, los puestos de avanzada ocultos en el caos. Incluso la Colina Subterránea.

Si hubiese regresado a la Tierra durante los años de la Colina Subterránea, los medios de comunicación lo habrían abrumado. Pero había estado fuera de circulación desde su desaparición con el grupo de Hiroko, y aunque no había intentado ocultarse durante la revolución, pocos en Francia parecían haber notado su reaparición. La enormidad de lo sucedido en la Tierra en los últimos tiempos incluía un fraccionamiento parcial de la cultura de los medios de comunicación, o tal vez no fuera más que el paso del tiempo; la mayor parte de la población francesa actual había nacido después de su desaparición, y los Primeros Cien no eran más que historia antigua para ellos... no lo suficientemente antigua, sin embargo, para ser de veras interesante. Si Voltaire o Luis XIV o Carlomagno hubieran aparecido, tal vez habrían causado un cierto revuelo, pero ¿un psicólogo del siglo anterior que había emigrado a Marte, una suerte de América donde todo era dicho y hecho? No, eso no despertaba el interés de nadie. Recibió algunas llamadas, algunos fueron al hotel de Arles para entrevistarlo en el vestíbulo o en el jardín, y después de eso un par de programas de París; pero les interesaba mucho más lo que pudiese contarles acerca de Nirgal. Nirgal era quien los tenía fascinados a todos, la figura carismática del grupo.

Sin ninguna duda, era mejor así. Aunque cuando Michel comía en un café, tan solo como si estuviese perdido con un rover en lo más profundo de las tierras altas del sur, en cierto modo le decepcionaba que lo dejaran de lado de aquella manera; no era más que un
vieux
entre otros, uno de aquellos cuya vida tan artificiosamente larga creaba más problemas logísticos que
le fleuve blanc
, a decir verdad...

Era mejor así. Podía detenerse en las pequeñas aldeas que rodeaban Vallabrix, como St-Quentin-la-Poterie, St-Victor-des-Quies o St-Hippolyte-de-Montaigu, y charlar con los tenderos, cuyo aspecto era el de aquellos que regentaban las tiendas cuando él había partido, y que probablemente eran sus descendientes, o tal vez incluso las mismas personas; hablaban un francés más anticuado y estable, y él les traía sin cuidado, absortos como estaban en sus conversaciones, en sus vidas. Él no significaba nada para ellos y por esa razón los veía tal cual eran. Ocurría lo mismo en las callejas estrechas, pobladas de gentes de aspecto pintoresco: la sangre norteafricana se esparcía entre la población como mil años antes, durante la invasión sarracena. Los africanos afluían en tropel cada mil años más o menos, y eso también era Provenza. Las mujeres jóvenes eran hermosas: recorrían las calles graciosamente, en grupos, con sus aún brillantes cabelleras negras flotando en el polvoriento mistral. Aquéllas habían sido las aldeas de su juventud. Carteles de plástico polvorientos, todo astroso y ruinoso...

Oscilaba constantemente entre familiaridad y alienación, memoria y olvido, sintiéndose cada vez más solo. Entró en un café y pidió casis, y al primer sorbo se recordó sentado en ese mismo café, a esa misma mesa, frente a Eve. Proust había identificado acertadamente el gusto como el principal agente de la memoria involuntaria, porque la memoria a largo plazo se fija, o al menos se organiza, en la amígdala, justo encima del área del cerebro relacionada con el gusto y el olfato. Y por eso los olores estaban profundamente ligados con los recuerdos y con la red emocional del sistema límbico, y conectaban ambas áreas; de ahí la secuencia neurológica, el olor que desencadenaba el recuerdo que desencadenaba la nostalgia. Nostalgia, un intenso anhelo del pasado, deseo del pasado, no porque haya sido maravilloso, sino simplemente porque ha sido y ha pasado. Recordaba el rostro de Eve, hablando en aquella sala atestada, frente a él, pero no lo que decía ni por qué estaban allí, naturalmente. Sólo un momento aislado, una espina de cacto, una imagen iluminada un instante por un relámpago que luego desaparecía; y siempre sin poder precisar el contexto, por más que lo intentara. Todos sus recuerdos eran así; eso eran los recuerdos cuando envejecían lo suficiente, relámpagos en la oscuridad, incoherentes, casi absurdos, y sin embargo cargados a veces de un dolor impreciso.

Salió con paso torpe del café de su pasado, se metió en el coche y regresó a casa por Vallabrix, bajo los grandes plátanos de Grand Planas, regresó al
mas
semiderruido, sin darse cuenta. Subió la pendiente, sin poder evitarlo, como esperando que la casa hubiese vuelto a la vida. Pero seguía siendo la misma ruina polvorienta junto al olivar. Y se sentó en el muro, sintiéndose vacío.

Aquel Michel Duval ya no existía. El actual también desaparecería. Viviría otras reencarnaciones y olvidaría aquel momento, sí, incluso aquel doloroso momento, así como había olvidado todo lo vivido en aquel lugar en el pasado. Flashes, imágenes: un hombre sentado sobre un muro derruido, ningún sentimiento. Nada más. Y el Michel de ahora desaparecería también.

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