Authors: Kim Stanley Robinson
Ella se adelantó un paso y le golpeó en la mejilla. Sax acabó contra la pared de la galería, sentado en el suelo. No había ni rastro de Ann. Las dos mujeres lo estaban ayudando a ponerse de pie, y era evidente que no sabían si reír o llorar. Le dolía todo el cuerpo, no precisamente la cara, y los ojos le ardían. No podía echarse a llorar delante de aquellas dos jóvenes idiotas, que con su manía de seguirlo le estaban complicando las cosas enormemente; con ellas merodeando, no podría gritar ni suplicar, no podría arrodillarse y decir Ann, por favor, perdóname. No podría.
—¿Adonde ha ido? —se las arregló para preguntar.
—Se lo repito, es evidente que no quiere hablar con usted —declaró la más alta.
—Quizá debería esperar e intentarlo más tarde —le aconsejó la otra.
—¡Oh, cállense! —explotó Sax, sintiendo de pronto una irritación vehemente, próxima a la rabia—. ¡Supongo que ustedes le permitirán dejar de recibir el tratamiento y suicidarse!
—Está en su derecho —pontificó la más alta.
—Naturalmente que lo está. Pero yo no estaba hablando de derechos. Hablaba de lo que debería hacer un amigo cuando alguien actúa de forma suicida. Es un tema que seguramente desconocen. Ahora ayúdenme a encontrarla.
—Usted no es amigo suyo.
—Desde luego que lo soy. —Se había puesto de pie. Se tambaleó ligeramente cuando empezó a andar en la dirección que probablemente había tomado Ann. Una de las mujeres trató de agarrarlo por el codo. Él rechazó la ayuda y siguió adelante. Allá estaba Ann, hundida en una silla, en una especie de comedor. Se acercó a ella, como Apolo en la paradoja de Zenón.
Ella volvió la cabeza y le echó una mirada furibunda.
—Fuiste
tú
quien abandonó la ciencia, desde el principio —gruñó—. ¡Así que no me vengas con esa mierda de que no estoy interesada en la ciencia!
—Es cierto —le respondió Sax—. Es cierto. —Tendió las dos manos.— Pero ahora necesito consejo. Consejo científico. Deseo aprender. Y deseo mostrarte algunas cosas también.
Pero tras un momento, ella se levantó de nuevo y se alejó, sin mirarlo siquiera, de manera que a pesar suyo Sax vaciló. Pero salió en pos de ella; la zancada de Ann era mucho más larga que la suya y andaba deprisa, y casi tuvo que correr. Le dolían atrozmente los huesos.
—Podríamos salir aquí mismo —sugirió Sax—. En realidad no importa dónde.
—Porque todo el planeta está destrozado —musitó ella.
—Seguro que aún sigues saliendo de cuando en cuando a la hora del crepúsculo —insistió Sax—. Podría acompañarte.
—No.
—Por favor, Ann. —Ella caminaba muy deprisa y era más alta que él, y por consiguiente a Sax le resultaba difícil mantenerse a su lado y hablar al mismo tiempo. Resoplaba y jadeaba y aún le escocía la mejilla.— Por favor, Ann.
Ella no contestó ni aminoró la marcha. Avanzaban por un pasillo entre habitaciones. De pronto Ann apretó el paso, cruzó un umbral y cerró la puerta de un golpe. Sax intentó abrirla, pero ella había echado la llave.
En conjunto, un comienzo nada prometedor.
El perro y su presa. Él tenía que cambiar las cosas para que dejara de ser una cacería, una persecución. Sin embargo, murmuró:
—Soplaré y soplaré y tu casa derribaré.
Sopló sobre la puerta. Pero entonces advirtió la presencia de las dos mujeres, observándolo con mirada crítica.
Esa misma semana, una tarde, cerca del crepúsculo, bajó al vestuario y se puso el traje. Cuando Ann entró, Sax dio un respingo.
—Estaba a punto de salir —tartamudeó—. ¿Te parece bien?
—Éste es un país libre —dijo ella con cansancio.
Y salieron por la antecámara juntos, al campo. Las dos mujeres se habrían sorprendido.
Tenía que ser muy cauteloso. Naturalmente, aunque estaba allí fuera con ella para mostrarle la belleza de la nueva biosfera, no convenía mencionarle plantas, o nieve, o nubes. Tenía que dejar que las cosas hablasen por sí mismas. Y quizá esto fuera cierto para todos los fenómenos. No se podía hablar en favor de nada. Uno sólo podía caminar sobre la tierra y dejar que hablara.
Ann no se mostraba sociable, apenas le dirigía la palabra. Mientras la seguía Sax sospechó que aquélla era su ruta usual. Le estaba permitiendo acompañarla.
Tal vez también le estuviera permitido hacer preguntas: eso era la ciencia. Y Ann se detenía con bastante frecuencia para examinar de cerca las formaciones rocosas. Era apropiado que en esas ocasiones él se agachara junto a ella y con un gesto o una palabra preguntara sobre lo que descubría. Llevaban trajes y cascos, a pesar de que la altura les habría permitido valerse sólo de las máscaras filtro de CO
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. Por tanto, la conversación consistía en voces al oído, como antaño.
Y él preguntaba. Y Ann respondía, a veces en detalle. Tempe Terra era de veras la Tierra del Tiempo: un pedazo superviviente de las tierras altas del sur, uno de aquellos lóbulos que penetraban en las planicies norteñas, un superviviente del Gran Impacto. Más tarde, Tempe se había fracturado a medida que la litosfera era empujada hacia arriba por la Protuberancia de Tharsis. Esas fracturas incluían las Mareotis Fossae y las Tempe Fossae que ahora los rodeaban.
La tierra en expansión se había resquebrajado lo suficiente como para permitir que algunos volcanes tardíos emergieran, derramándose sobre los cañones. Desde una cresta alta divisaron el cono distante de uno, como un cono ennegrecido caído del cielo; y más allá otro, que a Sax le pareció el cráter abierto por un meteorito. Ann negó con la cabeza esta suposición y señaló coladas de lava y chimeneas, accidentes nada obvios bajo las piedras y (había que admitirlo) una capa de nieve sucia, que se acumulaba como arena al abrigo de los vientos, volviéndose del color de ésta a la luz crepuscular.
Contemplar el paisaje en su historia, leer en él como en un libro, escrito por su propio pasado; ésa era la visión de Ann, conseguida tras una centuria de minuciosa observación y estudio, y gracias a su don natural, su amor por la tierra. Algo, en verdad, para maravillarse. Una suerte de recurso, o de tesoro, un amor más allá de la ciencia, o algo dentro del dominio de la ciencia mística de Michel. Alquimia. Pero los alquimistas querían cambiar las cosas. Una especie de oráculo, más bien. Una visionaria, con una visión tan poderosa como la de Hiroko. Menos obviamente visionaria, tal vez, menos espectacular, menos activa; una aceptación de lo que había allí; el amor a la roca por el bien de la roca, por el bien de Marte. El planeta primitivo en toda su gloria, rojo y orín, inmóvil como la muerte; muerto; alterado a lo largo de los años sólo por permutaciones químicas, la inmensa y lenta vida de la geofísica. Era un concepto extraño, el de la vida abiológica, pero ahí estaba, si uno se molestaba en buscarlo, una forma de vida, girando en el espacio, moviéndose entre las estrellas ardientes, por el universo, con su gran movimiento de sístole y diástole, su gran aliento, podría decirse. El crepúsculo de algún modo facilitaba esa perspectiva.
Trataba de mirar las cosas a la manera de Ann. Observaba furtivamente la consola de muñeca. Piedra,
stone
, del inglés antiguo
stán
, palabras afines por doquier, que se remontaban al protoindoeuropeo
sti
, guijarro. Roca, del latín medieval
meca
, origen desconocido, una masa de piedra. Sax se olvidó de la consola y cayó en una especie de ensoñación rocosa, abierta y vacía. Tabula rasa, hasta tal punto que al parecer no oyó lo que Ann le estaba diciendo; porque ella se crispó y siguió caminando. Avergonzado, fue tras ella, y se forzó a no hacer caso de su disgusto y a seguir preguntando.
Parecía haber mucho disgusto en Ann. En cierto modo, eso era tranquilizador; la falta de afectos habría sido una mala señal. Durante la mayor parte del tiempo ella mostraba mucha emotividad. A veces se concentraba en la roca con tanta atención que Sax, esperanzado, creía ver en ella el antiguo entusiasmo. Otras parecía que simplemente estaba en movimiento, haciendo areología en un desesperado intento por apartarse del presente, de la historia o la desesperación, o de todo. En esos momentos caminaba sin propósito y no se detenía a examinar los accidentes obviamente interesantes que encontraban, y no contestaba a sus preguntas sobre los mismos. Lo poco que Sax había leído sobre la depresión lo alarmaba; no se podía hacer gran cosa, se necesitaban drogas para combatirla, y aún así nada era seguro. Pero sugerirle antidepresivos equivalía más o menos a aconsejarle el tratamiento, y por tanto no podía hablarle de ello. Además, ¿era la desesperación lo mismo que la depresión?
Felizmente, en aquel contexto las plantas eran penosamente escasas. Tempe no era como Tyrrhena, ni siquiera como las riberas del Glaciar Arena. Sin un trabajo activo de jardinería, sólo eso se conseguía. El mundo seguía siendo sobre todo roca.
Por otra parte, Tempe estaba a baja altura y era húmeda; el océano de hielo se encontraba unos pocos kilómetros al noroeste. Johnnie Appleseed había sobrevolado varias veces toda la línea costera meridional del nuevo mar, como parte de los esfuerzos de Biotique, iniciados varias décadas antes, cuando Sax estaba en Burroughs. Si se miraba con mucha atención, se veían algunos líquenes y pequeñas porciones de fellfield. Y también algunos árboles de krummholz, medio enterrados en la nieve. Todas esas plantas estaban en dificultades en aquel verano septentrional convertido en invierno, excepto el liquen, por supuesto. Ya predominaban los colores otoñales en las diminutas hojas de la koenigia, aferrada al suelo, en los botones de oro pigmeos, en la hierba de las nieves y por supuesto en la saxífraga ártica. Esos colores camuflaban el mundo vegetal en aquel ambiente de roca roja; muchas veces Sax no veía las plantas hasta que estaba a punto de pisarlas. Y naturalmente no se le ocurría llamar la atención de Ann sobre ellas, de manera que cuando tropezaba con alguna le echaba una rápida mirada evaluadora y seguía adelante.
Subieron a una loma que dominaba el cañón al oeste del refugio, y allí lo tenían: el gran mar de hielo, de un naranja broncíneo con las últimas luces del día. Llenaba las tierras bajas en una gran curva y formaba su propio horizonte de sudoeste a nordeste. Las mesas del terreno fracturado asomaban entre el hielo como farallones en el mar o islas de paredes verticales. A decir verdad, esa parte de Tempe iba a ser una de las líneas costeras más dramáticas de Marte; los extremos inferiores de algunas de las fossae se convertirían en largos fiordos o lochs. Y uno de los cráteres costeros estaba justo al nivel del mar y tenía una brecha en el lado del mar, lo que formaba una bahía perfectamente redonda de unos quince kilómetros de diámetro con un canal de entrada de dos kilómetros de ancho. Más al sur, el terreno fracturado al pie del Gran Acantilado crearía una verdadero archipiélago de las Hébridas, y muchas de esas islas serían visibles desde los acantilados del continente. Sí, una dramática línea costera. Como podía apreciarse ya mirando las quebradas láminas de hielo crepuscular.
Pero por supuesto nada de eso debía ser comentado. Ninguna mención del hielo, del revoltijo de icebergs mellados en la nueva orilla. Los icebergs se habían formado según un proceso que Sax desconocía, aunque le interesaba; pero no podía manifestarlo. Tenía que guardar silencio, como si hubiese entrado en un cementerio.
Abochornado, se agachó para examinar un espécimen de ruibarbo tibetano que casi había pisado. Pequeñas hojas rojas formaban una cabezuela que salía de un bulbo rojo.
Ann estaba mirando por encima de su hombro.
—¿Está muerta?
—No. —Sax arrancó unas pocas hojas muertas del exterior de la cabezuela y le mostró las hojas brillantes de debajo.— Está endureciéndose para el invierno. Engañada por la disminución de la luz. — Sax continuó, como hablando para sí mismo:— Muchas plantas morirán, sin embargo. La inversión térmica —«la temperatura del aire se volvía más fría que la temperatura de superficie»— sobrevendrá más o menos de la noche a la mañana. No tendrán oportunidad de endurecerse. Y muchas morirán por la helada. Las plantas toleran esos cambios mucho mejor que los animales. Pero los insectos son sorprendentemente aptos, considerando que son pequeños contenedores de líquido. Están provistos de crioprotectores. Creo que podrán resistir cualquier cosa.
Ann seguía inspeccionando la planta, y Sax se calló. Está viva, quería decirle. Dado que los miembros de una biosfera dependen de los otros para existir, la planta forma parte de tu cuerpo. ¿Cómo puedes odiarla?
Pero ella se negaba a recibir el tratamiento.
El mar de hielo era una llamarada de bronce y coral. El sol se estaba poniendo, tendrían que regresar. Ann se incorporó y echó a andar, una silueta oscura, silenciosa. Sax podía hablarle al oído, incluso en ese momento, cuando ella estaba a cien metros de distancia, a doscientos, una diminuta figura negra en la gran llanura del mundo. Pero no le habló; habría sido una invasión de su intimidad, de sus pensamientos. Pero cuánto deseaba Sax conocer aquellos pensamientos, preguntarle ¿qué piensas? Háblame, Ann. Comparte tus pensamientos.
El intenso deseo de hablar con alguien, agudo como cualquier otro dolor; a eso se refería la gente cuando hablaban de amor. O más bien eso era lo que Sax reconocería como amor. Sólo el intenso deseo de compartir los pensamientos. Sólo eso. Oh, Ann, por favor, háblame.
Pero Ann no le habló. En ella las plantas no parecían producir el mismo efecto que en él. Parecía odiarlas de verdad, pequeños emblemas de su cuerpo, como si la viriditas no fuera más que un cáncer que la roca debía padecer. En los crecientes ventisqueros las plantas ya casi no se distinguían. Estaba oscureciendo, se avecinaba otra tormenta, nubes bajas sobre un mar de oscuridad y cobre. Un cojín de musgo, una superficie de roca cubierta de liquen; pero casi todo era roca desnuda, como había sido siempre. No obstante...
Y entonces, en la puerta de la antecámara del refugio, Ann se desvaneció. Al caer su cabeza golpeó contra el marco de la puerta. Sax sostuvo el cuerpo inerte cuando estaba a punto de derrumbarse sobre un banco adosado a la pared interior. A medias la cargó, a medias la arrastró a través de la antecámara. Después cerró la puerta exterior, y cuando la cámara estuvo presurizada la arrastró hasta el vestuario. Debía de haber estado gritando por la frecuencia común, porque cuando se quitó el casco, había cinco o seis rojas en la habitación, más de las que había visto en el refugio hasta el momento. Una de las mujeres que le habían puesto tantas trabas, la bajita, resultó ser el médico de la estación, y cuando colocaron a Ann sobre una mesa con ruedas que hacía las veces de camilla, la mujer abrió la marcha hacia la clínica médica del refugio, y allí se hizo cargo de todo. Sax ayudó en lo que pudo, quitó las botas de los largos pies de Ann con manos temblorosas. Su pulso, comprobó su consola de muñeca, era de 145, y se sentía acalorado y mareado.