Marte Azul (18 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Jackie agitó una mano con disgusto, o frustración.

—¡Te vas justo en el momento en que más te necesitamos!

—Míralo como una oportunidad.

—Lo haré —dijo ella bruscamente. Nirgal había conseguido ponerla furiosa—. Y no te gustará nada.

—Pero tendrás lo que quieres.

—¡Qué sabrás tú de lo que yo quiero! —dijo ella con fiereza.

Art sintió que se le erizaba el vello de la nuca; el rayo estaba a punto de caer. Él se habría definido como un indiscreto por naturaleza, casi como un voyeur, pero estar allí no era lo mismo, y descubrió que había algunas cosas que prefería no presenciar. Carraspeó, y el ruido sobresaltó a los dos jóvenes. Pasó junto a Jackie y salió de la habitación. A su espalda las voces se alzaron, amargas, acusadoras, llenas de dolor, frustración e ira.

Coyote miraba con gravedad a través del parabrisas mientras llevaba hacia el sur, al ascensor, a los embajadores que viajarían a la Tierra. Atravesaban despacio los barrios bombardeados que rodeaban el Enchufe, en la zona sudoeste de Sheffield, donde las calles habían sido diseñadas para acomodar enormes contenedores de mercancías; las grúas le daban al conjunto el aspecto ominoso de las construciones de Speer, inhumanas y ciclópeas. Sax le explicaba por enésima vez a Coyote que el viaje a la Tierra no apartaría a los viajeros del congreso constitucional, que ellos participarían a través del vídeo, que no acabarían como Thomas Jefferson en París, perdiéndoselo todo.

—Estaremos en Pavonis —dijo Sax—, en todo sentido necesario.

—Entonces, todo el mundo estará en Pavonis —comentó Coyote en tono lúgubre. El viaje a la Tierra de Sax, Maya, Michel y Nirgal no le hacía ninguna gracia, y tampoco parecía gustarle el congreso constitucional; nada le complacía esos días, estaba nervioso, inquieto, irritable—. Todavía no hemos salido del mal paso —murmuraba—, fíjense bien en lo que digo. Pronto tuvieron delante el Enchufe; el cable emergía negro y reluciente de la gran masa de hormigón, como un arpón clavado en Marte por los poderes terrenales, que lo aferraban con fuerza. Después de identificarse, los viajeros entraron en el complejo y avanzaron por un ancho y recto pasaje que desembocaba en la enorme cámara en la que el cable se encajaba en el anillo del Enchufe y quedaba suspendido sobre una red de pistas. El cable estaba tan exquisitamente equilibrado en su órbita que nunca tocaba Marte; el cabo de diez metros de diámetro flotaba en medio de la sala, y el anillo del techo no hacía sino estabilizarlo; en cuanto al resto, la posición dependía de los cohetes instalados a lo largo del cable y, sobre todo, del equilibrio entre la fuerza centrífuga y la gravedad, que lo mantenía en órbita areosincrónica.

Una hilera de cabinas flotaba en el aire, igual que el cable, aunque por una razón diferente, como suspendidas electromagnéticamente. Una de ellas levitó sobre una pista hasta el cable, se enganchó a la vía empotrada en el costado occidental, ascendió sin ruido y desapareció en el anillo a través de una puerta-válvula.

Los viajeros y sus escoltas salieron del coche. Nirgal estaba ausente, tenía ya la mente en el viaje; Maya y Michel parecían excitados; Sax era el mismo de siempre. Uno por uno abrazaron a Art y Coyote, empinándose hacia Art, inclinándose hacia Desmond. Todos hablaron a la vez, mirándose, tratando de asimilar el momento; sólo era un viaje, pero lo sentían como algo más. Al fin, los cuatro viajeros cruzaron la sala y se perdieron por una escalera de reacción que los llevó a la siguiente cabina del ascensor.

Coyote y Art se quedaron allí y miraron la cabina que flotaba hasta el cable, subía y desaparecía por la puerta-válvula. Una insólita expresión de preocupación, casi de miedo, crispaba el rostro asimétrico de Coyote. Aquél era su hijo, sí, y tres de sus mejores amigos, y viajaban a un lugar muy peligroso. Bueno, sólo era la Tierra, pero Art tuvo que admitir que entrañaba un cierto riesgo.

—Estarán bien —dijo Art, dándole un ligero apretón en el hombro al pequeño hombre—. Serán como estrellas de cine allí. Todo irá bien. —Seguramente sería así. Se sintió mejor tranquilizando a Coyote. Era el planeta natal, después de todo. Los humanos estaban hechos para vivir en él. Estarían bien, era el planeta natal; pero aun así...

En Pavonis Este, el congreso había comenzado.

Era obra de Nadia, en verdad. Ella trabajó en borradores parciales y la gente empezó a unírsele, y el proceso rápidamente adquirió grandes proporciones. Una vez que las reuniones se pusieron en marcha la gente se vio obligada a ir, pues de otro modo se arriesgaban a perder la oportunidad de hablar. Nadia se encogía de hombros si alguien se quejaba de que no estaban preparados, que tenían que organizarse mejor, que necesitaban saber más.

—Vamos —decía ella con impaciencia—. Ya que estamos aquí, manos a la obra.

Un grupo variable de unas trescientas personas empezó a reunirse diariamente en el complejo industrial de Pavonis Este. El almacén principal, diseñado para albergar porciones de pista y vagones de tren, era inmenso, y se instalaron oficinas de paredes móviles contra las paredes, de manera que el espacio central quedase disponible para colocar una colección más o menos circular de mesas mal emparejadas.

—Vaya —exclamó Art cuando las vio—, la mesa de mesas. Naturalmente había quienes querían una lista de delegados para saber a quién podían votar, quién hablaría, etcétera. Nadia, que estaba asumiendo la función de presidente, sugirió que se aceptara cualquier petición para presentarse como delegación, siempre que el grupo solicitante hubiese tenido una existencia tangible antes del comienzo del congreso.

—Podemos mostrarnos bastante receptivos.

Los eruditos constitucionales de Dorsa Brevia coincidieron en que el congreso debía ser dirigido por miembros de las delegaciones votantes, y sus conclusiones sometidas a sufragio popular.

Charlotte, que había colaborado en la redacción del documento de Dorsa Brevia doce años marcianos antes, había estado al frente de un grupo de trabajo, que preparaba planes de gobierno para cuando una revolución triunfara. No eran los únicos que habían tomado una iniciativa así; algunas escuelas de Fossa Sur y de la Universidad de Sabishii habían impartido cursos, y la mayoría de los nativos presentes en el almacén eran jóvenes versados en los temas que se abordaban.

—Da un poco de miedo —le comentó Art a Nadia—. Una revolución triunfa y un puñado de abogados sale de debajo de la mesa.

—Siempre.

El grupo de Charlotte había confeccionado una lista de los delegados potenciales a un congreso constitucional que incluía todos los asentamientos marcianos con una población superior a quinientos habitantes. Por tanto, algunas personas estarían representadas dos veces, señaló Nadia, por lugar de residencia y por afiliación política. Los pocos grupos que no estaban en la lista se quejaron a un nuevo comité, que permitió la inclusión de la mayoría de los solicitantes. Y Art llamó a Derek Hastings e invitó a la UNTA a enviar una delegación; el sorprendido Hastings respondió unos días después afirmativamente. Él mismo acudiría. Después de una semana de maniobras y de resolver muchas cuestiones al mismo tiempo, habían conseguido el consenso necesario para someter a voto la lista de delegados; y puesto que había sido tan inclusiva, fue aprobada casi por unanimidad. Y de pronto tenían un congreso de verdad, en el que participarían las siguientes delegaciones, formadas por entre uno y diez miembros:

Ciudades

Acheron
Sheffield
Nicosia
Senzeni Na
Cairo
Mirador de Echus
Odessa
Dorsa Brevia
Harmakhis Vallis
Dao Vallis
Sabishii
Fossa Sur
Cristianopolis
Rumi
Bogdanov Vishniac
Nieva Vanutau
Hiranyagarba
Prometheus
Mauss Hyde
Gramsci
Nuevo Clarke
Mareotis
Punto Bradbury
Organización refugiados
Burroughs
Sergei Koroliov
Estación Libia
Cráter DuMartheray
Estación Sur
Reull Vallis
Caravasares sureños
Nuova Bologna
Nirgal Vallis
Montepulciano
Tharsis Tholus
Salientes
Plinto de Margaritifer
Caravasares de Gran Acantilado
Da Vinci
La Liga Elisia
La Puerta del Infierno

Partidos políticos y otras organizaciones

Booneanos

Rojos

Bogdanovistas

Schnellingistas

Marteprimero

Marte Libre

El Ka

Praxis

Liga Qahiran Mahjari

Marte Verde

Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas

Kazake

Redacción de la Revista de estudios Areologicos

Autoridad del Ascensor Espacial

Democratacristianos

Comité de coordinación de la actividad económica metanacional

Neomarxistas boloñesos

Amigos de la Tierra

Biotique

Séparation de l'Atmosphére

Las reuniones generales empezaban por la mañana en torno a la mesa de mesas, y después se formaban numerosos grupitos de trabajo que se trasladaban a las oficinas del almacén o a los edificios cercanos. Todas las mañanas Art entraba en danza temprano y preparaba grandes cantidades de café, kava y kavajava, su favorito. Quizá no fuera una labor importante frente a la magnitud de la empresa que se desarrollaba, pero Art se sentía satisfecho. No dejaba de sorprenderse de que se estuviese celebrando un congreso, y al observar sus dimensiones se decía que ayudar a que se mantuviera en marcha sería su principal contribución. Él no era un experto y no tenía demasiadas ideas sobre lo que la constitución marciana debía incluir. Reunir a la gente era lo suyo, y ya lo había hecho, o lo habían hecho él y Nadia, porque ella se había puesto a la cabeza justo cuando la necesitaban. Era la única de los Primeros Cien en la que todo el mundo confiaba, lo cual le confería una cierta autoridad natural. Sin alboroto, casi inadvertidamente, ella estaba ejerciendo esa autoridad.

Y por eso fue un gran placer para Art convertirse, a todos los efectos, en el ayudante personal de Nadia. Le organizaba el día y hacía lo posible para asegurarse de que transcurriera sin contratiempos. Eso incluía en primer lugar preparar una buena taza de kavajava por la mañana, porque Nadia, como muchos congresistas, necesitaba de aquel empujón inicial hacia la sagacidad y la buena voluntad. Sí, pensaba Art, ayudante personal y dispensador de drogas, ésa era su función en aquel momento de la historia. Y se sentía feliz. Observar a la gente mirando a Nadia era un placer. Y también ver cómo ella devolvía las miradas: interesada, compasiva, escéptica, con una impaciencia súbita si pensaba que alguien le estaba haciendo perder el tiempo, con un destello de interés si le impresionaba una contribución. Y la gente advertía todo aquello, y deseaba complacerla. Intentaban ceñirse a los temas y contribuir a definirlos. Deseaban aquella mirada cálida en particular. Los ojos de Nadia eran en verdad extraños vistos de cerca: castaños, pero sembrados de innumerables partículas amarillas, negras, verdes, azules... Una mirada magnética. Nadia prestaba una profunda atención a las personas, deseosa de dar crédito, de apoyar, de asegurarse de que las opiniones no se perdían en la confusión; incluso los rojos, que la sabían enfrentada a Ann, confiaban en ella, porque no dudaban de que haría escuchar su voz. De manera que el trabajo se aglutinaba en torno a ella, y Art sólo tenía que mirarla trabajar y disfrutar, y ayudar cuando podía. Y los debates empezaron.

Durante la primera semana, muchas de las discusiones buscaban definir una constitución, qué forma debía tomar, y si era necesaria. Charlotte llamaba a esto el metaconflicto, la discusión sobre cuál era el tema de la discusión, algo de suma importancia, le comentó a Nadia cuando ésta miró de reojo con aire desdichado, «porque al definirlo definimos los límites de lo que decidiremos. Si decidimos incluir proposiciones económicas y sociales en la constitución, por ejemplo, eso difiere bastante de si simplemente nos atenemos a las cuestiones políticas o legales, o a una declaración general de principios».

Para ayudar a estructurar este debate, ella y los expertos de Dorsa Brevia habían traído varias «constituciones en blanco», que esbozaban distintos modelos de constitución simplemente cuando se llenaban los espacios en blanco, lo cual no impidió las objeciones de quienes mantenían que los aspectos sociales y económicos de la vida no debían estar sujetos a regulación. Los principales defensores de aquella forma de «estado mínimo» tenían credos muy dispares, constituyendo así un grupo de extraños compañeros de cama: anarquistas, libertarios, capitalistas neotradicionales, algunos verdes... Para los antiestatistas más radicales, designar un gobierno equivalía ya a una derrota, y consideraban que su papel en el congreso era procurar que se aprobara el mínimo de gobierno posible.

Sax supo de estas discusiones en una de las llamadas que hacían cada noche Art y Nadia, y declaró que meditaría seriamente en el tema, como era su costumbre.

—Se ha descubierto que unas pocas reglas simples pueden regular comportamientos muy complejos. Existe un modelo informático clásico para las bandadas de pájaros, por ejemplo, que sólo tiene tres reglas: mantener la distancia mínima entre individuos, no cambiar de velocidad bruscamente y evitar los objetos estacionarios. Esas reglas definen el modelo de vuelo de una bandada con bastante exactitud.

—De una bandada virtual tal vez —se mofó Nadia—. ¿Has observado alguna vez a los vencejos de las chimeneas al anochecer?

Después de una pausa llegó la respuesta de Sax.

—No.

—Bueno, pues échales un vistazo cuando llegues a la Tierra. Mientras tanto, no podemos tener una constitución que diga solamente «no cambien de velocidad bruscamente».

A Art la idea le parecía divertida, pero Nadia no le veía la gracia. No tenía demasiada paciencia para discutir las menudencias.

—¿No es eso el equivalente de permitir que las metanacionales lo dirijan todo? —dijo—. ¿Sería correcto permitirlo?

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