Authors: Kim Stanley Robinson
—O para siempre —dijo Sax—. Correcto. Michel rió.
—Bueno, quizá vaya. Cuando se llegue a ese punto. —Meneó la cabeza.— Algún día podremos hacer todo lo que se nos antoje, ¿no?
El sol caía sobre ellos, el viento susurraba en la hierba, cada brizna una luminosa pincelada verde. Michel habló de Maya, al principio quejándose, luego haciendo concesiones y enumerando sus buenas cualidades, las que la hacían indispensable, la fuente de una vida excitante. Sax asentía benévolamente a pesar de que las declaraciones eran contradictorias. Era como escuchar a un adicto; pero así eran los humanos, y él tampoco era ajeno a las contradicciones.
Cuando uno de los silencios se prolongó demasiado, Sax dijo:
—¿Cómo crees que ve Ann este paisaje ahora? Michel se encogió de hombros.
—No lo sé. Hace años que no la veo.
—Rehusó el tratamiento de plasticidad cerebral.
—Cierto. Es muy testaruda, ¿eh? Quiere seguir siendo ella. Pero, en este mundo, temo que...
Sax estuvo de acuerdo. Si uno veía todos los signos de vida como contaminaciones, como un moho horrible que cubría la belleza pura del mundo mineral, incluso el azul del oxígeno en el cielo sería culpable y contemplarlo pondría en peligro la cordura. Michel compartía ese parecer.
—Temo que nunca recupere el juicio del todo.
—Lo sé.
Pero por otra parte, ¿quiénes eran ellos para juzgar? ¿Acaso Michel estaba loco por pensar obsesivamente en una región de otro planeta o por estar enamorado de una mujer muy complicada? ¿Acaso estaba loco él mismo porque ya nunca hablaría bien y tenía dificultades con ciertas operaciones mentales de resultas de una embolia y una cura experimental? Él no lo creía. Pero creía firmemente que Hiroko lo había rescatado en una tormenta, no importaba lo que dijera Desmond. Algunos considerarían eso un proceso mental puramente imaginario percibido como una realidad externa, lo que solía interpretarse como signo de locura, según recordaba Sax.
—Como esa gente que cree haber visto a Hiroko —murmuró para ver qué contestaba Michel.
—Ah, sí. Pensamiento mágico. Es una forma de pensamiento muy persistente. No dejes que tu racionalidad te ciegue hasta el punto de hacerte olvidar que la mayor parte de nuestro pensamiento es mágico, y por tanto persigue arquetipos, como Hiroko, que es una suerte de Perséfone o Cristo. Supongo que cuando alguien así muere, el impacto de la pérdida es casi insoportable, y basta con que un discípulo o un amigo apenado sueñe con el desaparecido y se despierte gritando que lo ha visto para que a la semana todo el mundo esté convencido de que el profeta ha regresado de entre los muertos o de que nunca murió. Eso es lo que ha ocurrido con Hiroko, a la que suelen ver con regularidad.
Pero yo la vi de verdad, quiso decir Sax. Me agarró de la muñeca.
Sin embargo la explicación de Michel lo había turbado, pues era congruente y encajaba con lo que había dicho Desmond. Los dos hombres extrañaban dolorosamente a Hiroko y no obstante afrontaban su desaparición y la explicación más plausible de la misma. Los procesos mentales extraños solían aparecer como consecuencia de una crisis física. Tal vez había sufrido una alucinación. Pero no, no, eso no podía ser cierto; ¡recordaba cada detalle de lo ocurrido con absoluta claridad!
Pero al meditarlo mejor comprendió que sólo era un fragmento, como el de un sueño que se recuerda al despertar, y todo lo demás escapaba dejando tras de sí una agitación casi tangible, resbaladiza y esquiva. Ni siquiera podía recordar lo sucedido antes y después de la aparición de Hiroko.
Entrechocó los dientes con impaciencia. Existían diversas clases de locura: Ann vagaba por el viejo mundo, sola; el resto avanzaba a trancas y barrancas por el nuevo mundo como fantasmas, forzándose por construirse una vida. Quizá Michel estaba en lo cierto y nunca podrían adaptarse a la longevidad conseguida: no sabían cómo emplear el tiempo ni cómo construir una vida.
Bueno, aún así, allí estaban, sentados en los acantilados de Da Vinci. No había necesidad de calentarse la cabeza con aquellas cuestiones. Como hubiera dicho Nanao, ¿qué les faltaba en ese momento? Habían disfrutado de un buen almuerzo, no tenían sed, estaban sentados al sol y al viento, contemplando una cometa que volaba muy arriba en el intenso azul aterciopelado; dos viejos amigos que charlaban sentados en la hierba.
¿Qué les faltaba? ¿Paz mental? Nanao se habría reído. ¿La presencia de otros viejos amigos? Bueno, ya habría oportunidades para eso. En ese momento eran dos viejos compañeros de armas sentados al borde de un acantilado. Después de los años de lucha podían pasarse la tarde allí si querían, con su cometa en el cielo y conversando, hablando de los amigos y del tiempo. Había habido problemas y volvería a haberlos, pero allí estaban.
—Cómo le habría gustado esto a John —dijo Sax, vacilante; le costaba mucho hablar de esas cosas—. Me pregunto si habría podido hacérselo apreciar a Ann. Cómo lo echo de menos. Cuánto me gustaría que ella viera todo esto... no como lo veo yo, desde luego, sino simplemente como algo bueno y hermoso. Que apreciara cómo se organiza por sí mismo. Presumimos de gobernarlo, pero no es cierto. Es demasiado complejo. Nosotros sólo intentamos empujarlo en esta o aquella dirección, pero la biosfera global... se está organizando por su cuenta. No hay nada antinatural en ello.
—Bueno... —murmuró Michel.
—¡No lo hay! Podemos juguetear cuanto queramos, pero sólo somos aprendices de brujo. El proceso ha adquirido vida propia.
—Pero la vida que tenía antes... Eso es lo que Ann atesora. La vida de la roca y el hielo.
—¿Vida?
—Una suerte de lenta existencia mineral, llámala como quieras. Una areofanía de roca. Además, ¿quién puede afirmar que estas rocas no tienen una lenta conciencia propia?
—Suponía que la conciencia tenía relación con los cerebros —dijo Sax, puntilloso.
—Tal vez, pero ¿quién puede asegurarlo? Y si no conciencia según la definimos, sí al menos existencia. Un valor intrínseco por el mero hecho de que existe.
—Todavía conserva ese valor. —Sax levantó una piedra del tamaño de una pelota de béisbol. Por el aspecto, brecha: un cono de impacto. Tan común como la tierra, en realidad mucho más abundante que la tierra. La observó con atención. Hola, roca. ¿Qué piensas?—. Quiero decir que todavía está aquí.
—Pero no es igual.
—Nada es inalterable. De un momento al siguiente todo cambia. Y en cuanto a la conciencia mineral, demasiado místico para mí. No es que me oponga al misticismo por sistema, pero...
Michel rió.
—Has cambiado mucho, Sax, pero sigues siendo el mismo.
—Eso espero. Pero no creo que Ann sea una mística tampoco.
—¿Qué, entonces?
—¡No lo sé! No lo sé. ¿Un científico tan purista que no soporta que se contaminen los datos? No, ésa es una estúpida manera de definirlo. Reverencia los fenómenos. ¿Sabes a lo que me refiero? Adora lo que es. Vive con ello y venéralo, pero no intentes alterarlo ni ensuciarlo, arruinarlo. Creo que eso es lo que ella piensa. Aunque a decir verdad, no sé lo que piensa, pero quiero saberlo.
—Siempre quieres saber.
—Es cierto. Pero es lo que deseo saber por encima de todo. De veras.
—Ah, Sax... Yo quiero a Provenza, tú quieres a Ann. —Michel sonrió.— ¡Los dos estamos locos!
Se echaron a reír. Una lluvia de fotones caía sobre ellos y los atravesaba, allí, transparentes ante el mundo.
Poco después de medianoche, las oficinas estaban silenciosas. El asesor jefe empezó a servir café del samovar. Tres colegas esperaban en torno a una mesa atestada de pantallas.
—Las esferas de deuterio y helio3 —dijo el asesor— reciben impactos de láser, implosionan y se produce la fusión. La temperatura de ignición es de setecientos millones de kelvins, pero no supone ningún problema ya que se trata de una temperatura local y de breve duración.
—Cuestión de nanosegundos.
—Bien, eso me parece alentador. La energía resultante se expresa en partículas cargadas, contenibles en campos electromagnéticos; es decir, que no hay neutrones sueltos que frían a los pasajeros. Los campos sirven al mismo tiempo como blindaje y placa impulsora, y también como colectores de la energía que alimenta los láseres. Las partículas cargadas son dirigidas hacia la parte trasera a través del sistema de espejos que es el arco de entrada de los láseres, y el pasaje colima el producto de la fusión.
—Exacto, ésa es la parte más lograda —dijo el ingeniero.
—Muy lograda. ¿Cuánto combustible consume?
—Si se quiere conseguir una aceleración equivalente a la gravedad marciana, tres coma setenta y tres metros por segundo al cuadrado, para una nave de mil toneladas, trescientas cincuenta toneladas el pasaje y la nave, y seiscientas cincuenta el dispositivo y el combustible... hay que quemar trescientos setenta y tres gramos por segundo.
—¡Ka!, ¿y eso es mucho?
—Representa unas treinta toneladas diarias, pero se traduce en una gran aceleración también. Los viajes son muy cortos.
—¿Y esas esferas qué tamaño tienen?
—Un centímetro de radio, masa 0,29 gramos —contestó el físico—. Quemamos mil doscientas esferas por segundo. Eso proporciona a los pasajeros de la nave la sensación de gravedad continua.
—Ya veo. Pero ¿no es un elemento muy raro el helio?
—Un colectivo de Galileo ha empezado a recogerlo de la atmósfera superior de Júpiter —dijo el ingeniero—. Y parece que en la Luna hay recolección de superficie, aunque allí rinde poco. Pero Júpiter posee todo el que necesitamos.
—Y las naves llevarán quinientos pasajeros.
—Ésa es la cifra que hemos usado para nuestros cálculos. Puede variarse, naturalmente.
—O sea que aceleras hasta la mitad de tu viaje, giras y durante la segunda mitad deceleras.
El físico asintió con un movimiento de cabeza.
—En los viajes cortos si, pero no asi en los largos. Sólo es necesario acelerar durante unos días para alcanzar bastante velocidad. En los viajes más largos hay que seguir un curso recto para ahorrar combustible.
El asesor jefe hizo un gesto significativo con la cabeza y fue pasando las tazas. Bebieron.
—La duración de los viajes cambiará radicalmente —dijo la matemática—. Tres semanas de Marte a Urano, diez días a Júpiter y tres a la Tierra. ¡Tres días! —Miró las caras en torno a la mesa, ceñuda.— Eso convertirá el sistema solar en algo parecido a la Europa del siglo diecinueve; ya saben, la de los viajes en tren o trasantlántico.
Los otros asintieron y el ingeniero comentó:
—Ahora nuestros vecinos viven en Mercurio, Urano o Plutón. El asesor jefe se encogió de hombros.
—O para el caso, en Alfa Centauro. Eso no debe preocuparnos. El contacto siempre es bueno. Conecten, dice el poeta, conecten. Sólo que ahora conectaremos de verdad. —Alzó su taza—. Salud.
Nirgal seguía el mismo ritmo todo el día.
Lung-gom-pa
, la religión de la carrera, la carrera como meditación o plegaria. Zazen, ka zen. Parte de la areofanía, pues la gravedad marciana formaba parte de ella; lo que el cuerpo humano podía conseguir sometido sólo a dos quintas partes de la gravedad para la que había evolucionado proporcionaba una euforia de esfuerzo. Se corría como un peregrino, a medias adorador, a medias dios. Una religión con bastantes adeptos en los últimos tiempos, solitarios que recorrían el mundo. Había algunos certámenes, carreras organizadas: el Cruce del Caos, el Sendero del Laberinto, la Transmarineris, la Vuelta al Mundo. Y entre éstas, la disciplina diaria. Una actividad sin propósito, el arte por el arte. Para Nirgal significaba adoración, meditación, olvido. Dejaba su mente vagar o la concentraba en su cuerpo o en el sendero; o simplemente no pensaba. En aquel momento corría al compás de la música, Bach, Bruckner y después Bonnie Tyndall, un autor neo-clasicista cuya música fluía como el día, en acordes altos que seguían modulaciones internas, en cierto modo semejante a la de Bach o Bruckner pero más lenta y regular, más inexorable y grandiosa. Una música apropiada para correr, aunque pasara horas sin escucharla conscientemente, absorto en la carrera.
Se acercaba la fecha de la Vuelta al Mundo, que se celebraba cada dos perihelios. Se partía de Sheffield, y los participantes podían ir hacia el este o el oeste para dar la vuelta al planeta, sin consolas ni dispositivos de navegación, dependiendo sólo de la información que les proporcionaran sus sentidos y de una pequeña mochila con alimentos, bebida y alguna ropa. Se les permitía cualquier itinerario que se mantuviera en una franja de veinte grados a ambos lados del ecuador (si sobrepasaban ese límite los descalificaban, pues los seguían por satélite), y todos los puentes se podían utilizar, incluido el del Estrecho de Ganges, lo cual engendraba rutas competitivas tanto al norte como al sur de Marineris, y las escogidas eran finalmente tantas como el número de participantes. Nirgal había ganado la carrera en cinco de las nueve ediciones, más por su habilidad para encontrar buenas rutas que por su velocidad; muchos corredores de los páramos consideraban que en el método de Nirgal había algo de naturaleza mística, lleno de extravagancias contrarias a la intuición, y en las dos últimas ediciones algunos le habían seguido con la intención de dejarlo atrás al final de la carrera. Pero cada año Nirgal tomaba una ruta distinta y hacía elecciones aparentemente tan desastrosas que sus seguidores habían abandonado la persecución y seguido itinerarios más promisorios. Otros no podían mantener su ritmo durante los aproximadamente doscientos días necesarios para recorrer más de veinte mil kilómetros; para ello se requería verdadera resistencia, ser capaz de hacer de la carrera una forma de vida. En suma, correr a diario.
A Nirgal le gustaba. Quería ganar en la próxima edición, pues así contaría en su palmares con más de la mitad de triunfos en las primeras diez carreras. Había salido a preparar el itinerario. Cada año se construían nuevos caminos: últimamente había surgido la moda de empotrar senderos escalonados en las paredes de los acantilados de los cañones y dorsas. El que estaba siguiendo no existía la última vez que había visitado aquella zona; descendía por una empinada pared de Medusa 16, y en la pared opuesta corría un sendero gemelo. Cruzar directamente las Medusas añadiría muchas pendientes al recorrido, pero las rutas más llanas daban un amplio rodeo hacia el norte o el sur, y Nirgal pensó que si todos los senderos eran tan buenos como aquél, valdría la pena el coste de la pendiente.