Marte Azul (66 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

—Nosotros les enseñamos, ellos nos juzgan. Son severos pero justos —le explicó la matarife a Nirgal.

Recogieron frutos del huerto: melocotones, peras, albaricoques, manzanas. Si la fruta empezaba a pasarse, la recolectaban y preparaban conservas, que guardaban en grandes despensas en los sótanos de las casas para otros grupos o para ellos cuando volvieran por allí. Partieron de nuevo hacia el norte, por Lunae hasta su descenso en el Gran Acantilado, una caída dramática de cinco mil metros desde el elevado altiplano hasta el golfo de Chryse en sólo cien kilómetros.

La marcha era dificultosa en aquella tierra inclinada y desgarrada por innumerables pequeñas deformidades. Allí no había senderos, tenían que subir y bajar, trepar, retroceder, bajar, subir. La caza y los frutos silvestres escaseaban y no había casas-disco cerca. Uno de los pequeños resbaló cuando cruzaban una hilera de cactos coral que parecía una cerca de alambre viviente y cayó sobre una rodilla en un nido de espinas. Las varas de magnesio sirvieron para improvisar unas angarillas en las que cargaron al lloroso niño. Los mejores cazadores avanzaban en los flancos con arcos y flechas, preparados para disparar sobre cualquier cosa comestible que se pusiera a tiro. Fallaron varias veces, pero al fin el largo vuelo de una flecha alcanzó en plena carrera a una liebre, que se debatió hasta que finalmente la remataron. Celebraron la caza con gran algarabía, y quemaron en ello más calorías de las que obtuvieron de las escasas raciones. La matarife se mostró desdeñosa.

—Canibalismo ritual de nuestro hermano roedor —bufó mientras comía su tira de carne—. No quiero oír nunca más que la suerte no existe.

—Pero el impulsivo hombre de la lanza se le rió en la cara, y los otros parecieron satisfechos con el magro botín.

Ese mismo día descubrieron un ejemplar joven de caribú, solo y desorientado. Si conseguían atraparlo, sus problemas de comida estarían resueltos. Pero a pesar de su aire confuso, el animal se mostró desconfiado y se mantuvo fuera del alcance de los arcos, en la pendiente del Gran Acantilado, bien a la vista de los cazadores.

Acabaron por ponerse a cuatro patas y empezaron a arrastrarse con dificultad sobre la roca, ardiente bajo el sol del mediodía, tratando de moverse con la rapidez suficiente para rodear al caribú. Pero el viento soplaba a favor del animal, que cambiaba de dirección caprichosamente, ramoneando mientras andaba y echando miradas cada vez más curiosas a sus perseguidores, como si se preguntara por qué seguían con aquella farsa. También Nirgal se lo preguntaba, y al parecer no era el único; el escepticismo del caribú se había contagiado a todo el grupo. Diferentes silbidos, algunos sutiles, llenaron el aire en lo que sin ninguna duda era un debate sobre estrategia. Nirgal comprendió entonces que la caza era difícil, y que el grupo fracasaba a menudo. Tal vez ni siquiera eran buenos cazadores. Se estaban achicharrando sobre la roca y hacía un par de días que no comían decentemente. Formaba parte de la vida de aquella gente, pero ese día no era divertido.

De pronto, el horizonte oriental pareció desdoblarse: el golfo de Chryse, una llanura de azul centelleante, todavía muy lejana. A medida que bajaban, tras el caribú, el mar fue ocultando el resto del globo; la pendiente del Gran Acantilado era allí tan pronciada que a pesar de la estrecha curvatura de Marte alcanban a ver muchos kilómetros sobre el golfo de Chryse. ¡El mar, el mar azul!

Tal vez pudieran acorralar al caribú contra el agua. Pero ahora avanzaba en diagonal hacia el norte. Se arrastraron tras él, treparon a una pequeña cresta y de repente apareció ante sus ojos la costa entera: un bosque verde bordeaba el agua y bajo los árboles se veían pequeños edificios encalados. Más allá, en lo alto de un acantilado, un faro blanco.

Hacia el norte se divisaba una curva de la costa y un poco más allá una ciudad portuaria que trepaba por las paredes de una bahía con forma de medialuna en el extremo meridional de lo que entonces se reveló como un estrecho, o para ser más precisos, un fiordo, pues del otro lado de un angosto brazo de agua se elevaba una pared aún más empinada que aquella en la que estaban: tres mil metros de roca roja que emergían del mar como el borde de un continente, con profundas bandas horizontales talladas por millones de años de viento. De pronto Nirgal cayó en la cuenta de que estaban frente al imponente acantilado de la península de Sharanov, y por tanto el fiordo era Kasei y la ciudad portuaria, Nilokeras. Habían recorrido un largo camino.

Los silbidos de los cazadores se tornaron estridentes y expresivos. La mitad del grupo se sentó: un puñado de cabezas en medio de un campo de piedras que se miraban como si a todos se les hubiese ocurrido la misma idea. Poco después se pusieron en pie y echaron a andar hacia la ciudad, olvidándose del caribú, que ronzaba despreocupadamente. Bajaron la pendiente a saltos, gritando y riendo, y los porteadores del niño herido quedaron rezagados.

Los esperaron más abajo, sin embargo, bajo unos altos pinos de Hokkaido, en las afueras de la ciudad. Cuando los otros los alcanzaron se internaron en las calles altas de la ciudad, caminando entre pinos y huertas, una pandilla estridente y regocijada, dejaron atrás las casas de frentes revestidos de cristal que miraban sobre el bullicioso puerto y fueron al hospital, donde dejaron al pequeño herido. Entraron luego en unos baños públicos y después de una ducha rápida se dirigieron al barrio comercial, detras de los muelles, e invadieron tres o cuatro restaurantes contiguos con mesas debajo de sombrillas adornadas con ristras de bombillas incandescentes. Nirgal se sentó con los niños en un restaurante de cocina marinera, y al rato se les unió el herido con la rodilla y la pantorrilla vendadas, y todos comieron y bebieron copiosamente: gambas, almejas, mejillones, trucha, pan fresco, quesos, ensalada campesina, agua, vino, ouzo a mares. Tan desmedida fue la comida que cuando se levantaron se tambaleaban, borrachos, con los estómagos tensos como tambores.

Algunos fueron directamente a dormir o vomitar al hostal donde solían alojarse. El resto siguió con paso vacilante hasta un parque cercano, donde tras una representación de la ópera de Tyndall
Phyllis Boyle
habría baile.

Nirgal se tendió en el césped, detrás de los espectadores. Como a los demás, le maravillaba la habilidad de los cantantes, la exuberancia de los sonidos orquestales de Tyndall. Cuando la ópera terminó algunos ya habían digerido lo suficiente para bailar, Nirgal entre ellos, y después de una hora de danza se unió a los músicos y tocó la batería hasta que todo su cuerpo vibró como el magnesio de los platillos.

Pero había comido demasiado y decidió ir al hostal con algunos más. En el camino, alguien gritó «¡Ahí van los salvajes!» o algo por el estilo y el hombre de la lanza aulló; en cuestión de segundos él y otros cazadores se abalanzaron sobre los transeúntes, los empujaron contra la pared y los insultaron:

—¡Vigilen su lengua o les sacudiremos el polvo! —gritó alegremente el de la lanza—. No son más que ratas enjauladas, drogadictos, sonámbulos, condenadas lombrices que creen que tomando drogas llegarán a sentir lo que nosotros sentimos! ¡Una buena patada en el trasero y entonces sí que sentirán algo real, entonces comprenderán a qué me refiero!

En ese momento intervino Nirgal, que lo sujetó diciendo:

—Vamos, vamos, no queremos problemas. —Y de pronto un grupo de ciudadanos se les echó encima con un bramido, con los puños apretados; no estaban bebidos y no le veían la gracia a todo aquello. Los jóvenes cazadores se vieron obligados a retroceder y dejaron que Nirgal se los llevara de allí cuando los otros se dieron por satisfechos con haberlos ahuyentado. Pero siguieron profiriendo insultos, tambaleándose calle abajo, desafiantes, ufanos de su comportamiento:— ¡Malditos sonámbulos en cajas de regalo, les daremos una patada en el culo! ¡Les patearemos el trasero hasta que salgan de su maldita casa de muñecas y se den a la bebida! ¡Borregos, más que borregos!

Nirgal los reprendió, aunque se le escapaba la risa. Los camorristas estaban muy borrachos y él no se sentía precisamente sobrio. Cuando llegaron al hostal echó una ojeada al bar de enfrente, vio a la matarife y entró con los revoltosos muchachos. Los observó mientras paladeaba una copa de coñac. Los habían llamado salvajes. La mujer no le quitaba el ojo de encima, preguntándose sin duda qué pensaba. Mucho después Nirgal se levantó con dificultad y dejó el bar con los otros. Cruzaron con paso vacilante la calle empedrada, él tarareando y los otros cantando a voz en cuello
Swing Low, Sweet Chariot
. Las estrellas oscilaban sobre el agua de obsidiana del fiordo. Mente y cuerpo colmados de sensaciones, la dulce fatiga, un estado de gracia.

Durmieron hasta bien entrado el día, y despertaron atontados y con resaca. Holgazanearon un rato en el dormitorio comunal, bebiendo kavajava, y luego bajaron al comedor, y aunque juraban y perjuraban que aún estaban llenos, embaularon un copioso almuerzo. Mientras comían decidieron ir a volar. Los vientos que bajaban encañonados por el fiordo de Kasei eran poderosos, y windsurfistas y aviadores de todas las especies acudían a Nilokeras para aprovecharlos. Naturalmente en cualquier momento uno de los aulladores podía poner fin a la diversión, salvo la de los grandes jinetes eólicos. Pero la velocidad media de las ráfagas ese día era ideal.

La base de operaciones de los aviadores estaba en un cráter-isla mar adentro llamado Santorini. Después de almorzar bajaron a los muelles, tomaron un ferry, desembarcaron media hora después en la pequeña isla arqueada y se dirigieron en tropel con los otros pasajeros hacia el aeródromo.

Nirgal llevaba años sin volar y le resultó muy placentero amarrarse a la góndola de un dirigible, ascender por el mástil, soltarse y elevarse con las potentes ráfagas que surgían del cráter. Mientras subía advirtió que la mayoría de los aviadores llevaban trajes de pájaro, y le pareció que volaba con una bandada de criaturas de alas desmesuradas, más semejantes a murciélagos zorro o a híbridos míticos, como el grifo o Pegaso, que a pájaros. Había trajes para todos los gustos, que imitaban las características de algunas especies: albatros, águilas, vencejos, quebrantahuesos. Encerraban a quienes los llevaban en un exoesqueleto adaptable que respondía a la presión ejercida por el cuerpo para mantener la posición o hacer determinados movimientos, de manera que los músculos humanos podían batir las grandes alas o inmovilizarlas contra el gran torce de las ráfagas del viento y al mismo tiempo mantener el casco y las plumas caudales en la posición adecuada. Las IA del traje ayudaban a los aviadores si éstos lo deseaban e incluso podían actuar como pilotos automáticos, pero la mayor parte de ellos preferían pensar por sí mismos y controlar el traje, que exageraba la fuerza de sus músculos.

Sentado bajo el dirigible Nirgal contemplaba con una mezcla de placer e inquietud las evoluciones de aquellas aves humanas: se lanzaban en terribles picados sobre el mar, luego desplegaban las alas, describían un amplio giro y regresaban a la corriente ascendente del cráter. Nirgal pensaba que se requería una gran habilidad para volar con aquellos trajes, mientras que con los dirigibles se subía y bajaba sin sobresaltos.

Cuando volaba en una espiral ascendente, pasó junto a una de aquellas aves y reconoció el rostro de la Diana cazadora, la mujer del pañuelo verde. Ella también lo reconoció, alzó la barbilla y sus dientes aparecieron en una breve sonrisa; entonces plegó las alas, giró y se lanzó en picado con un sonido desgarrador. Nirgal la observó desde lo alto con excitación y luego aterrado cuando ella pasó rozando el filo del acantilado de Santorini; él había creído que se estrellaría. Volvió a elevarse, en espirales cerradas. Parecía tan grácil que Nirgal deseó aprender a utilizar un traje, aunque aún tenía el pulso acelerado después de presenciar semejante zambullida; ningún dirigible podía volar así, ni de lejos. Los pájaros eran los mejores aeronautas, y Diana volaba como ellos. Ahora, además de otras muchas cosas, los humanos también eran pájaros.

Se mantenía junto a él, lo dejaba atrás, volaba a su alrededor, como si ejecutara una de esas danzas de cortejo de algunas especies; después de una hora de piruetas, ella le dedicó una última sonrisa y descendió en perezosos círculos hacia el aeropuerto de Phira. Nirgal la siguió y aterrizó media hora más tarde, deteniéndose a poca distancia de ella, que lo esperaba con las alas extendidas en el suelo.

La mujer describió un círculo alrededor de Nirgal, como si continuara aún con la danza, y luego se acercó y echó hacia atrás la capucha, dejando que su negrísima cabellera se derramara. Diana cazadora. Se empinó y besó a Nirgal en la boca; luego retrocedió y lo miró con gravedad. Él la recordó corriendo desnuda delante de los otros, con el pañuelo verde ondeando en su mano.

—¿Almorzamos? —preguntó ella.

Era media tarde y estaba hambriento.

—Claro.

Comieron en el restaurante del aeródromo, con vistas al arco de la pequeña bahía de la isla y la inmensidad de los acantilados de Sharanov, y contemplaron las acrobacias de los que seguían en el aire. Conversaron sobre vuelos y marchas pedestres, sobre la caza de los tres antílopes y las islas del mar del Norte y el gran fiordo de Kasei, que derramaba los vientos sobre ellos. Flirtearon y Nirgal sintió una placentera expectación por lo que se avecinaba. Hacía tanto tiempo... Aquello también formaba parte del descenso a la ciudad, a la civilización. El flirteo, la seducción, ¡qué maravilloso era todo eso cuando uno estaba interesado y veía que la otra persona también! Ella era bastante joven, pero en su rostro tostado por el sol la piel se arrugaba alrededor de los ojos... no era una adolescente, le había contado que había estado en las lunas jovianas y había impartido clases en la nueva universidad de Nilokeras, y que ahora pasaba una temporada con los salvajes. Unos veinte años marcianos, quizás un poco más, era difícil decirlo en esos tiempos. Adulta en cualquier caso; en esos primeros veinte años la gente adquiría la mayor parte de lo que la experiencia podía proporcionarles; después todo se reducía a la repetición. Había conocido a viejos insensatos y jóvenes sabios y viceversa. Ambos eran adultos compartiendo el presente.

Nirgal observó el rostro de la mujer mientras hablaba. Despreocupada, inteligente, segura de sí. Una minoica: tez y ojos oscuros, nariz aquilina, labio inferior dramático; ascendencia mediterránea, tal vez, griega, árabe, hindú; como ocurría con la mayoría de los yonsei, era imposible determinarlo. Era simplemente una mujer marciana que hablaba un inglés de Dorsa Brevia y que lo miraba de una manera peculiar... ¡Ah, cuántas veces en sus viajes le había ocurrido; la conversación había cambiado su curso y de pronto se había encontrado en el prolongado vuelo de la seducción con alguna mujer, y el cortejo había conducido a una cama o una hondonada oculta en las colinas...!

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