Authors: Kim Stanley Robinson
El sendero ocupaba las grietas transversales de la pared rocosa y los escalones encajaban como piezas de un rompecabezas, tan regulares que era como bajar por la escalera del castillo medio derruido de un gigante. La construcción de semejantes sendas era un arte, una ocupación hermosa en la que Nirgal participaba de cuando en cuando, trasladando las piedras talladas con grúa y colocándolas en su lugar; eso significaba pasar horas suspendido de un arnés de seguridad, tirando de las finas cuerdas verdes con manos enguantadas, guiando los grandes prismas de basalto hasta su posición definitiva.
Nirgal había conocido aquella actividad al tropezar con una mujer que construía un sendero que seguía el lomo de los Geryon Montes, la extensa cadena que se alzaba en el corazón de Ius Chasma. Había pasado casi todo un verano trabajando con ella, cubriendo la mayor parte de la cadena. Ella andaba aún por Marineris con herramientas manuales, potentes motosierras, sistemas de poleas con cables muy resistentes y materiales de cementación más fuertes que la roca, creando con esmero un sendero o una escalera. Algunas de sus obras parecían accidentes naturales milagrosamente útiles, otras recordaban las calzadas romanas o las imponentes construcciones incas o faraónicas, enormes bloques ensamblados con precisión milimétrica.
Contó trescientos peldaños y luego tardó una hora en cruzar el suelo del cañón. El crepúsculo estaba cerca y la franja de cielo visible ostentaba un violeta aterciopelado que resplandecía sobre las oscuras paredes del acantilado. No había senderos en la arena en sombras y avanzó procurando evitar los pedruscos y plantas diseminados por doquier. El destello de los pálidos colores de las flores que coronaban los rechonchos cactos atraía poderosamente su mirada. Su cuerpo resplandecía también, anunciando el final de un día de marcha y la cena, pues el hambre lo roía y se sentía débil e inquieto.
Alcanzó el sendero escalonado de la pared occidental y trepó por él, adoptando el paso adecuado, admirando en las revueltas la elegancia con que se había aprovechado el sistema de fallas del escarpe, que proporcionaba un parapeto de un par de metros de altura en el lado que se abría al vacío, excepto en el tramo de una extraña pendiente de roca desnuda, donde los constructores se habían visto forzados a colocar una sólida escalera de magnesio. La subió deprisa, sintiendo los cuadríceps como grandes bandas de goma: estaba fatigado.
Un plinto a la izquierda del sendero ofrecía una vista magnífica del largo y angosto cañón. Dejó el sendero y se sentó en una especie de sitial de piedra; el viento arreciaba. Su pequeña tienda de campaña se hinchó como una seta transparente en la penumbra. Vació a toda prisa la mochila; el saco de dormir, la lámpara, el atril, todo bruñido por años de uso y ligero como una pluma, su equipo completo no pesaba más de tres kilos. Y allí en el fondo estaban el hornillo y la bolsa de vituallas.
El crepúsculo agotó su majestuosidad tibetana mientras Nirgal preparaba un puchero de sopa sentado con las piernas cruzadas sobre el saco de dormir y apoyado contra la pared transparente de la tienda, sintiendo la lasitud de sus músculos cansados. Otro hermoso día pasado.
Durmió mal esa noche y despertó poco antes del alba ventosa y fría. Empacó deprisa, tiritando, y reanudó la carrera hacia el oeste. La última de las Medusa Fossae se abría a la orilla meridional de la bahía de Amazonis y corrió con la lámina azul del mar a su derecha. Allí las largas playas estaban respaldadas por anchas dunas de arena cubiertas de un césped corto que le facilitaba la marcha. Nirgal flotó con su ritmo habitual, echando fugaces miradas al mar o al bosque de taiga a la izquierda. Habían plantado millones de árboles a lo largo de aquella estribación baja del Gran Acantilado con el propósito de estabilizar el suelo y poner fin a las tormentas de polvo. Ese gran bosque era una de las regiones menos pobladas de Marte; durante los primeros años de su existencia había recibido escasas visitas y nunca se había hablado de fundar una ciudad-tienda allí: los profundos depósitos de polvo y arenas finas desaconsejaban los viajes. Ahora esos depósitos habían sido fijados por el bosque, pero bordeando los cursos de agua había pantanos y lagos de arenas movedizas, e inestables farallones de loess que hendían la cubierta vegetal. Nirgal se mantuvo entre el bosque y el mar, en las dunas o entre los pequeños grupos de árboles jóvenes. Cruzó varios puentes sobre las anchas desembocaduras de los ríos, y pernoctó en la playa, acunado por el sonido de las olas.
Al alba siguió el sendero que se internaba bajo la bóveda de hojas verdes, pues la costa describía una curva hacia el noroeste. La luz era pálida y fría y a aquella hora todo parecía una sombra de sí mismo. El sendero se desgajaba en otros más desdibujados que se perdían colina arriba a la izquierda. Aquél era un bosque de coniferas, altas secoyas rodeadas de pinos y enebros de menor altura, y el suelo aparecía sembrado de sus agujas secas. En lugares húmedos los helechos se abrían paso a través de aquella alfombra parda y añadían sus fractales arcaicos al suelo salpicado de sol, y un arroyo discurría entre los estrechos islotes herbosos. No alcanzaba a ver más allá de cien metros de camino. El marrón y el verde eran los colores dominantes y el único rojo visible era el de la corteza vellosa de las secoyas. Las manchas de sol danzaban como esbeltas criaturas en el suelo y Nirgal corría extasiado entre ellas. Vadeó un arroyo poco profundo en un claro cubierto de helechos saltando de piedra en piedra, como si atravesara una habitación de la que partían pasillos que llevaban a habitaciones similares. Una corta cascada borboteaba a su izquierda. Se detuvo a beber un sorbo del arroyo, se incorporó y, con un sobresalto, descubrió una marmota que anadeaba sobre el musgo, bajo la cascada. El animal bebió y después se lavó las patas y el hocico. No había visto a Nirgal.
Se oyó un súbito rumor de hojas y la marmota intentó escapar, pero acabó en una confusión de piel moteada y dientes blancos, un lince le apresaba la garganta entre sus fauces poderosas y la sacudía con violencia, sujetándola con una gran garra.
Nirgal había saltado en el momento del ataque, pero el lince sólo después de reducir a su presa miró en su dirección. Los ojos le brillaban en la penumbra y tenía el morro ensangrentado. Nirgal se estremeció y cuando sus miradas se encontraron pensó que el felino lo embestiría con sus afilados y brillantes colmillos.
Pero no. El animal desapareció con su botín dejando una oscilación de helechos.
Nirgal reanudó la carrera. De pronto el día se tornó más oscuro de lo que cabía esperar de las nubes que invadían el cielo, reinaba una oscuridad maligna, y tuvo que observar con atención el sendero. La luz parpadeaba, el blanco picoteando el verde, el cazador y la presa. Estanques ribeteados de hielo en la penumbra. Musgo en la corteza de los árboles, vagas formas de helechos. Aquí un montón de piñas de nogal americano, allá un hoyo de arenas movedizas. El día era frío, la noche sería glacial.
Corrió todo el día. La mochila rebotaba en su espalda, casi vacía. Se alegraba de encontrarse cerca de uno de sus refugios. A veces en las carreras sólo llevaba unos pocos puñados de cereales y se las arreglaba con lo que le proporcionaba la naturaleza para sobrevivir; recogía bayas y semillas y pescaba; pero tenía que dedicarle medio día y no era mucho lo que se obtenía. Cuando los peces picaban podía considerarse increíblemente afortunado. Los dones de los lagos. Pero en la presente ocasión corría a toda velocidad entre guarida y guarida, consumía siete u ocho mil calorías diarias y aún así llegaba famélico a la noche. De manera que cuando llegó al cauce seco en el que se encontraba su madriguera y descubrió que la pared se había derrumbado y la había sepultado gritó de consternación y rabia. Incluso removió un rato la pila de piedras sueltas; había sido un desprendimiento pequeño, pero aun así habría que sacar un par de toneladas. No había nada que hacer. Tendría que apretar el paso hasta el próximo refugio, y correr hambriento. Partió de inmediato. Mientras corría buscaba cosas comestibles, piñones, cebolletas silvestres, lo que fuera. Consumió los escasos alimentos que le quedaban muy despacio, masticando largamente, atribuyéndoles un valor nutritivo mayor, saboreando cada bocado. El hambre lo mantenía despierto buena parte de la noche, aunque caía agotado en el sueño unas horas antes del alba.
El tercer día de esa inesperada carrera contra la inanición salió del bosque al sur de Juventa Chasma, a una tierra fracturada por el antiquísimo reventón del acuífero Juventa. Era dificultoso en extremo atravesar aquella zona en una línea limpia, tenía más hambre que nunca y el refugio estaba aún a dos días de marcha. Su cuerpo había consumido todas sus reservas de grasa y devoraba ahora los músculos. El autocanibalismo confería a los objetos una terrible claridad aureolada: emitían una luz lechosa, como si la realidad se estuviera volviendo translúcida. Muy pronto, como sabía por experiencias anteriores, el estado del
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daría paso a las alucinaciones. Numerosos gusanos reptaban ya en sus ojos, puntos negros y pequeñas setas azules, y en la arena, delante de sus pies borrosos, veía formas verdes que se escabullían como lagartijas.
Necesitó toda su voluntad para franquear aquella tierra quebrada. Vigilaba la roca que pisaba y lo que tenía delante con igual atención, su cabeza subía y bajaba con un ritmo ajeno al de su pensamiento, que ramoneaba aquí y allá, cerca y lejos. El caos de Juventa, abajo a su derecha, era una depresión poco profunda y bastante revuelta más allá de la cual se divisaba el horizonte; era como mirar el interior de un gigantesco bol destrozado. Delante el terreno era desigual: hoyas y morones cubiertos de arena y piedras, sombras demasiado oscuras, zonas iluminadas demasiado brillantes. Oscuro y también deslumbrante. Atardecía y la luz le hería las pupilas. Arriba, abajo, arriba, abajo; alcanzó la cima de una vieja duna y descendió por la arena y los guijarros como en un sueño, izquierda, derecha, izquierda... cada paso lo llevaba unos metros más abajo y la arena y la grava le envolvían los pies. Era demasiado fácil acostumbrarse. De nuevo en suelo llano le costó un gran esfuerzo retomar el paso de carrera, y la próxima subida, aunque corta, fue devastadora. Pronto tendría que buscar un lugar donde acampar, tal vez la siguiente hondonada o un lugar llano y arenoso próximo a una cornisa de roca. Estaba famélico, debilitado por la falta de alimento, y no le quedaba nada en la mochila salvo unas cebolletas silvestres que había arrancado antes. Pero afortunadamente estaba exhausto y caería rendido a pesar del hambre.
Cruzó a trompicones una depresión poco profunda entre dos bloques de piedra del tamaño de una casa, y el relámpago blanco de una mujer desnuda que agitaba un pañuelo verde apareció delante de Nirgal, que se detuvo abruptamente y se tambaleó, sobresaltado por la aparición, y luego preocupado por el mal cariz de sus alucinaciones. Pero allí seguía ella, vívida como una llama, con franjas de sangre en piernas y pechos y agitando el pañuelo verde en silencio. Otras figuras humanas pasaron corriendo junto a la mujer y treparon a una colina siguiendo la dirección que ella les había indicado. La mujer miró a Nirgal, señaló hacia el sur, como si quisiera enviarlo hacia allí, y luego echó a correr. Su cuerpo esbelto y claro flotaba como si fuera visible en más de tres dimensiones: espalda poderosa, piernas largas, trasero redondo, ya lejana, el pañuelo verde volando en esta o aquella dirección, pues lo usaba para señalar.
De pronto Nirgal vio tres antílopes en una colina, al oeste; el sol bajo recortaba sus siluetas. Ah, cazadores. Los humanos, diseminados en un semicírculo detrás de los antílopes, los empujaban hacia el oeste agitando pañuelos desde detrás de las rocas. Todo en silencio, como si el sonido hubiese desaparecido del mundo: no había viento, ni gritos. Los antílopes se detuvieron en lo alto de la colina, y todos se detuvieron, cazadores y presas inmovilizados en un cuadro que paralizó a Nirgal, que temía parpadear por miedo a borrar la escena.
El antílope macho se movió, rompiendo la composición, y avanzó con cautela. La mujer del pañuelo verde salió tras él, erguida y resuelta. Los otros cazadores aparecían y desaparecían aquí y allá. Iban descalzos y llevaban taparrabos o camisetas, algunos con la cara y la espalda pintadas de rojo, negro u ocre.
Nirgal los siguió. Se dividieron y él se encontró en el ala izquierda, que avanzó en dirección oeste. Esto resultó acertado, pues el antílope macho trató de escapar por ese lado y Nirgal le salió al paso agitando frenéticamente las manos. Los tres antílopes se volvieron como uno solo y corrieron hacia el oeste de nuevo. La tropa de cazadores los siguió deprisa, manteniendo el semicírculo. Nirgal tuvo que esforzarse mucho para no perderlos de vista; eran muy veloces a pesar de ir descalzos. Costaba distinguirlos entre las sombras y seguían silenciosos; en la otra ala del semicírculo alguien aulló una vez, el único sonido distinto del rechinar de la arena y la grava y las respiraciones jadeantes. Los cazadores aparecían y desaparecían y los antílopes mantenían las distancias en cortas carreras. Ningún humano podría alcanzarlos. Aún así Nirgal se sumaba jadeante a la cacería. De pronto, delante, vio que los antílopes se habían detenido. Habían llegado al borde de un acantilado, la pared de un cañón; Nirgal alcanzó a ver el espacio vacío y la pared opuesta. Una fossa de poca profundidad, pues asomaban las copas de los árboles. ¿Sabían los antílopes que allí había un cañón? ¿Conocían la región? El cañón ni siquiera era visible a pocos centenares de metros de distancia...
Pero era probable que estuvieran familiarizados con el lugar, porque con un derroche de gracia, a medias trotando, a medias saltando, siguieron el borde del acantilado hacia el sur hasta una pequeña cala, que resultó ser la cima de un abrupto barranco por el cual rodaban las rocas hacia el fondo del cañón. Cuando los antílopes desaparecieron por esa hendidura, todos los cazadores se precipitaron hacia el borde, desde donde contemplaron el impresionante despliegue de poder y equilibrio de los tres animales en su descenso, con saltos formidables y resonar de roca y pezuñas. Uno de los cazadores aulló y los demás corrieron hacia la boca de la barranca con gemidos y gruñidos. Nirgal los siguió en el insensato descenso, y aunque tenía las piernas casi insensibles, sus largos días de
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le permitieron dejar atrás a los demás, saltando de roca en roca, dejándose resbalar por los tramos de tierra, manteniendo el equilibrio con ayuda de las manos, dando grandes brincos desesperados, absorto en la empresa de bajar rápidamente sin sufrir una mala caída.