Marte Azul (65 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Sólo cuando estuvo a salvo en el fondo del cañón miró alrededor y descubrió que estaba en el bosque que había vislumbrado desde arriba. Los árboles se elevaban sobre una alfombra de agujas cubierta de nieve vieja; grandes abetos y pinos, y hacia el sur, cañón arriba, los troncos inmensos, inconfundibles, de las secoyas, árboles tan grandes que de pronto el cañón pareció de poca profundidad, aunque el descenso le había llevado un buen rato. Aquéllas eran las copas que asomaban por el borde del cañón, secoyas gigantes diseñadas de doscientos metros de altura, que se alzaban como grandes santos silenciosos que extendían los brazos sobre sus vástagos, abetos y pinos, las manchas de nieve y el lecho de agujas pardas.

Los antílopes se habían adentrado en aquel bosque virgen y se dirigían hacia el sur, y soltando unos gritos festivos los cazadores salieron en pos de ellos, corriendo velozmente entre los cilindros imponentes de corteza rojiza y cuarteada que empequeñecían todo lo demás. La piel de la espalda y los flancos le hormigueaba y estaba sin resuello y mareado. Era evidente que no atraparían a los antílopes e ignoraba en qué consistía el juego. De todas formas corrió entre aquellos árboles, siguiendo a los cazadores. La mera persecución le bastaba.

Las torres de secoya empezaron a ralear, como en la periferia de un barrio de rascacielos, y Nirgal se detuvo en seco: al otro lado de un angosto claro una muralla de agua bloqueaba el cañón y su masa transparente se cernia sobre él.

Un dique. Ahora los construían con láminas transparentes, un entramado de diamante sobre un fundamento de hormigón, que en aquel caso era una gruesa línea blanca que bajaba por las paredes del cañón.

La masa de agua se elevaba como el cristal de un gigantesco acuario, cerca del fondo poblada de algas que flotaban en el limo oscuro. Más arriba unos peces plateados tan grandes como los antílopes se acercaban a la pared y luego volvían a las turbias profundidades.

Los tres antílopes se movían nerviosos ante aquella barrera, la hembra y el cervato imitando los rápidos giros del macho. Cuando los cazadores los cercaron, de súbito el macho saltó y estrelló la cabeza contra el dique con un poderoso impulso, sus astas transformadas en cuchillos de hueso. El terror ante ese acto violento, de ferocidad casi humana, paralizó a Nirgal y a los demás, pero el macho retrocedió tambaleándose. Entonces se volvió y cargó contra ellos. Volaron unas bolas y una cuerda se enrolló en torno a las patas por encima de los corvejones; el animal se desplomó hacia adelante. Algunos cazadores se abalanzaron sobre él mientras otros la emprendían a pedradas y lanzazos con la hembra y el cervato. Un grito se elevó en el aire: habían degollado a la hembra con un puñal de obsidiana y la sangre se derramaba por la arena, a los pies del fundamento del dique. Los grandes peces aparecían fugazmente en lo alto, observándolos.

Nirgal no veía por ninguna parte a la mujer del pañuelo verde. Un cazador, ataviado sólo con algunos collares, echó la cabeza hacia atrás y aulló, rompiendo el extraño silencio; describió un circulo en una suerte de danza y de pronto corrió hacia el dique y arrojó su lanza contra él. El arma rebotó y el exultante cazador asesto un puñetazo contra la dura membrana transparente.

Una mujer con las manos ensangrentadas volvió la cabeza y reprendió al hombre con mirada desdeñosa.

—Deja ya de hacer el tonto —dijo. El lancero soltó una carcajada.

—No hay por qué preocuparse. Estos diques son cien veces más fuertes de lo necesario.

La mujer meneó la cabeza con disgusto.

—Es una estupidez tentar a la suerte.

—Es sorprendente las supersticiones que sobreviven en las mentes temerosas.

—Eres un idiota —dijo la mujer—. La suerte es real.

—¡Suerte! ¡Destino! ¡Ka! —El hombre recogió su arma y volvió a arrojarla contra el dique; rebotó y estuvo a punto de herirlo; él soltó una risa salvaje.— Qué afortunado —dijo—. La fortuna favorece al osado, ¿no?

—Necio. Un poco más de respeto.

—Todo el honor es para el antílope por embestir el dique como lo hizo —dijo el hombre, y volvió a soltar una carcajada estridente.

Los otros cazadores no parecían hacer caso de ellos, enfrascados en el decapitamiento de los animales.

Las manos le temblaban a Nirgal mientras observaba; olía la sangre y la boca se le llenaba de saliva. Las pilas de intestinos humeaban en el aire gélido. De las bolsas que llevaban al cinto los cazadores sacaron unas varas plegadas que extendieron para transportar los cadáveres decapitados colgados por las patas. Dos hombres, en los extremos de las varas, alzaron las presas.

—Será mejor que ayudes a cargarlos si quieres comer algo —le gritó la mujer de las manos ensangrentadas al de la lanza.

—Jódete —repuso él, pero ayudó a cargar al macho.

—Vamos —le dijo la mujer a Nirgal, y echaron a andar apresuradamente hacia el oeste por entre la gran muralla de agua y las últimas secoyas gigantes. Nirgal los siguió con el estómago rugiente.

Había petroglifos en la pared occidental del cañón, animales, lingams, yonis, huellas de manos, cometas y naves espaciales, diseños geométricos, el flautista jorobado Kokopelli, apenas visibles en la oscuridad. Un sendero escalonado en el acantilado seguía unas cornisas que formaban una Z casi perfecta. Los cazadores subieron por él y Nirgal cambió el ritmo; su estómago lo devoraba desde dentro y la cabeza le oscilaba. Un antílope negro se extendía por la roca junto a él.

Unas secoyas solitarias se elevaban en el borde del cañón. Cuando alcanzaron la cima, a las últimas luces del crepúsculo, vio que esos árboles formaban un anillo alrededor del hoyo de una gran hoguera.

La cuadrilla penetro en el circulo y unos encendieron el fuego, otros desollaron las piezas y otros cortaron grandes bistecs. Nirgal se quedó de pie, mirando, con las piernas temblorosas y salivando profusamente mientras el aroma de la carne asada se difundía con el humo bajo las primeras estrellas. La luz de la hoguera formó una burbuja en la penumbra y transformó el círculo de árboles en una parpadeante habitación sin techo. El fulgor de las agujas parecía ilustrar la red capilar de un cuerpo. Unas escaleras de madera subían en espiral por los troncos y se perdían entre las ramas. Muy arriba sonaban voces como de alondra entre las estrellas.

Tres o cuatro cazadores ofrecieron a Nirgal tortas que sabían a cebada y un licor abrasador que sirvieron de unas jarras de arcilla. Le contaron que habían encontrado el círculo de secoyas unos años antes.

—¿Qué le ha pasado a la líder de la cacería? —preguntó Nirgal, mirando alrededor.

—Oh, es que la Diana cazadora no puede dormir con nosotros esta noche.

—La muy jodida no quiere.

—Pues claro que quiere. Pero ya conoces a Zo, siempre tiene un motivo.

Rieron y se acercaron al fuego. Una mujer sacó un bistec ennegrecido con ayuda de un palo afilado y lo agitó para que se enfriara.

—Te comeré entera, pequeña hermana —dijo y le dio una dentellada. Nirgal comió con ellos, carne húmeda y caliente, masticando con energía, pero engullendo, tembloroso y mareado por el hambre. ¡Comida, comida!

Dio cuenta del segundo bistec con menos ansia, observando a los otros. Su estómago se llenaba deprisa. Recordó el insensato descenso por la barranca: era sorprendente lo que el cuerpo podía hacer en tales circunstancias; había sido en realidad una experiencia extracorpórea, o más bien una experiencia tan dentro del cuerpo que rozaba la inconsciencia, se hundía profundamente en el cerebelo, en esa mente subterránea que sabía cómo hacer las cosas. Un estado de gracia.

Una rama resinosa chisporroteó entre las llamas. La visión aun no se le había estabilizado y todo saltaba y se desdibujaba en manchas luminosas.

El hombre de la lanza y otro cazador se acercaron a él.

—Ten, bebe esto —le dijeron, y aplastaron una bolsa de piel contra sus labios, riendo; un líquido lechoso y amargo llenó la boca de Nirgal—. Bebe un poco del hermano blanco, hermano.

Algunos hombres recogieron piedras y empezaron a entrechocarlas acompasadamente, sonidos graves y agudos. Los demás empezaron a bailar alrededor de la hoguera, aullando, cantando o salmodiando.

«Auqakuh, Qahira, Harmakhis, Kasei. Auqakuh, Mángala, Ma'adim, Bahram.» Nirgal se unió a la danza, desterrado el cansancio. Era una noche fría y uno podía acercarse o alejarse del calor del fuego, sentir su radiación contra la piel desnuda, internarse de nuevo en el frío.

Sudorosos, volvieron al cañón, tambaleándose, envueltos en las sombras nocturnas. Una mano le aferró el brazo y Nirgal pensó en la Diana cazadora brillando en la noche, pero estaba demasiado oscuro, y de pronto se encontró en las gélidas aguas de la represa con los demás, hundido hasta la cintura en limo y arena y casi paralizado por el frío. Se sumergió y volvió a la superficie con los sentidos agudizados, jadeante y risueño. Intentó salir del agua, pero una mano le aferró el tobillo y él cayó, chapoteando y riendo. Regresaron ateridos, a trompicones, al calor y la luz del círculo de árboles y bailaron al calor de la lumbre. El fuego teñía los cuerpos de rojo y las agujas de las secoyas relampagueaban bajo la girándula de estrellas, parecían vibrar en respuesta a la percusión de las piedras.

Cuando entraron en calor el fuego se extinguió, y lo guiaron por una de las escaleras de las secoyas. Las grandes ramas altas protegían las plataformas donde dormían, que oscilaban imperceptiblemente con la fría brisa que despertaba el coro de sonidos profundos del bosque. Lo dejaron solo en la plataforma más elevada, y se tendió sobre su saco. Pronto se durmió, acunado por la voz del viento en las agujas de las secoyas.

Despertó al despuntar el día. Se incorporó y apoyó la espalda en la baranda de la plataforma, sorprendido de que la noche pasada no hubiera sido sólo un sueño. Miró en derredor: era como estar en la torre del vigía de un enorme navio, y recordó su habitación de bambú en Zigoto. Pero en ese bosque todo era vasto, la cúpula estrellada del cielo, la línea negra del horizonte lejano. La tierra tendía un manto arrugado y oscuro y el agua de la represa parecía una celosía de plata.

Bajó lentamente los cuatrocientos peldaños de la escalera. El árbol debía de tener unos ciento cincuenta metros de altura, como el despeñadero del cañón que dominaba. A la luz mortecina del alba observó la pared rocosa por la que habían intentado conducir al antílope y la garganta por la que habían descendido, el dique transparente, la masa de agua.

Volvió al círculo arbóreo. Algunos cazadores estaban ya reavivando los rescoldos de la hoguera, tiritando en el frío del amanecer. Nirgal les preguntó si partirían ese día y ellos contestaron afirmativamente: hacia el norte a través de Juventa Chaos y luego hacia la orilla sudoccidental del golfo de Chryse. Una vez allí, no sabían adonde irían.

Preguntó si le permitirían acompañarlos un tiempo y la petición pareció sorprenderlos. Lo examinaron y parlamentaron largamente en un idioma desconocido para Nirgal, que entretanto se preguntaba por qué les había pedido aquello. Quería ver de nuevo a Diana, sí, pero había otros motivos más poderosos. El
lung-gom-pa
no le había proporcionado nunca las sensaciones que habia experimentado durante la última media hora de la cacería. La carrera seguramente había propiciado la experiencia —el hambre, el agotamiento...—, pero había sucedido algo inesperado y nuevo. El suelo nevado del bosque, la persecución entre los árboles, el veloz descenso de la garganta, la escena en el dique... Los cazadores dieron su beneplácito. Los acompañaría.

Caminaron todo ese día hacia el norte, siguiendo un intrincado sendero a través del caos de Juventa. Al caer la noche alcanzaron una pequeña mesa cuya cima estaba cubierta por un huerto de manzanos al que se accedía por una empinada rampa. Habían podado los árboles dándoles la forma de copas de cóctel y en las nudosas ramas se erguían los nuevos brotes. Hasta que oscureció estuvieron ocupados en los retoños con ayuda de una escalera, recogiendo de paso algunas pequeñas manzanas aún verdes, duras y acidas.

En el centro de la arboleda había una estructura de techo circular, una casa-disco la llamaron. Nirgal admiró su diseño. Sobre una base circular de hormigón, pulida hasta darle un acabado como el del mármol, se levantaban las paredes interiores, que formaban una T y sostenían el techo. En uno de los semicírculos estaban la cocina y la sala de estar, y en el otro, los dormitorios y el baño. La circunferencia, abierta en ese momento, podía cerrarse en caso de mal tiempo corriendo unas paredes transparentes de material de tienda como si fueran cortinas.

La mujer que había descuartizado el antílope le dijo que había casas-disco por toda Lunae, compartidas por varios grupos de cazadores, que atendían los huertos cuando se alojaban en ellas. Pertenecían a una cooperativa de nómadas que practicaban la típica agricultura de subsistencia, la caza y la recolección.

Algunos miembros del grupo empezaron a hervir las pequeñas manzanas para preparar conserva mientras otros asaban bistecs de antílope en un pequeño fuego en el exterior o trabajaban en el ahumadero.

Los dos baños circulares contiguos a la casa humeaban, y los que no se ocupaban de las tareas de cocina se despojaron de sus ropas y se asearon para la cena: habían pasado mucho tiempo en las tierras salvajes del interior. Nirgal siguió a la mujer, cuyas manos aún estaban manchadas de sangre seca, a los baños, al mundo del agua caliente, fuego transmutado en líquido que uno podía tocar, en el que podía sumergir el cuerpo.

Se despertaron al alba y holgazanearon alrededor de un fuego, prepararon café y kava, zurcieron ropas, charlaron, trabajaron alrededor de la casa. Después, reunieron sus pocos arreos de viaje, apagaron la hoguera y partieron. Todos cargaban una mochila o llevaban una bolsa al cinto, pero viajaban tan ligeros de equipaje como Nirgal, o incluso más, pues llevaban sólo unos delgados sacos de dormir y poca comida, y algunos lanzas o arcos y flechas coleados a la espalda. Caminaron a buen paso toda la mañana, y luego se dividieron en grupos para recoger piñas piñoneras, bellotas, cebolletas y maíz salvaje, o para cazar marmotas, conejos o ranas, o quizás alguna pieza mayor. Eran gente delgada, de rostros enjutos y costillas marcadas. La mujer le explicó que les gustaba permanecer un poco hambrientos porque eso hacía que la comida supiera mejor. Y Nirgal no lo ponía en duda, porque cada noche, tembloroso y famélico, todo le parecía saber a ambrosía. Recorrían a diario una buena distancia, y durante las grandes cacerías a menudo acababan en tierras tan ásperas que pasaban cuatro o cinco días hasta que conseguían reunirse de nuevo en la siguiente casa-disco y su huerto. Como Nirgal desconocía el emplazamiento de las casas, procuraba no separarse de algún miembro del grupo. Una vez lo dejaron a cargo de los cuatro niños para que cruzara el terreno cubierto de cráteres de Lunae Planum por una ruta más asequible, y los niños le indicaron la dirección a tomar cada vez que llegaban a una encrucijada. Fueron los primeros en llegar a la casa-disco. Los niños adoraban aquello. Los mayores solían consultar con ellos sobre cuándo creían conveniente partir, y los pequeños contestaban casi de inmediato y concordando. Una vez dos adultos se pelearon y después presentaron su caso ante los cuatro niños, que fallaron contra uno de ellos.

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