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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (69 page)

—Salgamos —propuso—. Salgamos a la superficie y toquemos la flauta a las puertas del amanecer.

Nadie salvo Miguel se mostró interesado. Eran gusanos dentro de una botella, habían olvidado que existía la superficie. Pero Miguel había prometido llevarla afuera muchas veces, y ahora que la estancia de Zo en Mercurio tocaba a su fin, él estaba lo bastante aburrido para acceder.

Los raíles de Terminador eran muchos, cilindros lisos y grises a varios metros del suelo sobre una hilera infinita de gruesos postes. En su majestuoso deslizamiento hacia el oeste, la ciudad pasaba junto a unas pequeñas plataformas que llevaban a búnkers subterráneos de transporte, abrasadas pistas ballardianas para aviones espaciales y refugios en los bordes de los cráteres. Abandonar la ciudad era una actividad restringida (menuda sorpresa), pero Miguel tenía un pase y gracias a él abrieron las puertas meridionales, y a través de una antecámara, pasaron a una estación subterranea llamada Martillador. Se pusieron los voluminosos y flexibles trajes espaciales y salieron a un túnel que los llevó al polvo abrasado de Mercurio.

Nada habría podido ser más limpio y austero que aquel yermo negro y ceniza. En ese contexto la risa de borracho de Miguel incomodaba a Zo más de lo habitual y bajó el volumen del intercomunicador hasta reducirla a un susurro.

Caminar al este de la ciudad era peligroso, y detenerse aún más pero querían ver el arco del sol a toda costa. Zo pateó las piedras mientras avanzaba hacia el sudoeste para contemplar la ciudad desde otro ángulo. Deseó poder volar sobre aquel mundo ennegrecido; un cohete-mochila serviría para el caso, pero por lo que ella sabía nadie se había molestado en diseñarlo. Así que avanzó con paso decidido, sin perder de vista el este. Muy pronto el sol se elevaría sobre aquel horizonte; sobre ellos, en la tenue atmósfera de neón-argón, el polvo levantado por el bombardeo de electrones se estaba transformando en una neblina blanca. A su espalda el arco del Muro del Amanecer era una llamarada blanca que no se podía mirar directamente ni siquiera con la protección del potente filtrado diferencial del visor de los cascos.

De pronto, delante de ellos, el llano horizonte rocoso oriental, junto al cráter Stravinski, se convirtió en una imagen en nitrato de plata de sí mismo. Zo contempló extasiada la danzante y explosiva línea fosforescente de la corona del Sol, semejante al incendio de un bosque de plata. El espíritu de Zo llameó al unísono; habría volado como Icaro hacia el sol si hubiera podido; se sentía como una polilla atraída sin remedio por la llama, con una especie de apetito sexual y espiritual; había empezado a gritar involuntariamente ante aquel fuego, ante tanta belleza. Los habitantes de Terminador lo llamaban el éxtasis solar, una caracterización muy acertada. Miguel lo sentía también: avanzaba hacia el este saltando de piedra en piedra, con los brazos extendidos, como Icaro tratando de alzar el vuelo.

De pronto cayó pesadamente y Zo oyó su grito incluso con el intercomunicador al mínimo. Corrió hacia él y vio su pierna izquierda torcida en un ángulo insólito; también ella gritó entonces y se arrodilló junto a él en el suelo helado. Ayudó a Miguel a levantarse y puso el brazo de él alrededor de sus hombros. Subió el volumen del intercom a pesar de que el hombre se quejaba a voz en grito.

—¡Cállate! —dijo ella—. Concéntrate, presta atención.

Avanzaron a saltos hacia el oeste, hacía el Muro del Amanecer incandescente que se alejaba de ellos. No había tiempo que perder. Cayeron repetidamente, y en la tercera caída el paisaje era ya una cegadora mezcla de blanco y negro inmaculados. Miguel soltó un alarido de dolor y entre jadeos pudo decir:

—¡Vete, Zo, y sálvate! ¡No hay razón para que los dos muramos aquí!

—¡Oh, maldita sea! —exclamó Zo, poniéndose en pie.

—¡Vete!

—¡No me iré! Cállate, cállate un momento, intentaré llevarte en brazos.

Miguel pesaba unos setenta kilos con el traje, calculó ella, así que sería sólo una cuestión de equilibrio. Mientras él balbucía histéricamente «¡Suéltame, Zo, la verdad es hermosa, la hermosura es verdad, eso es todo lo que necesitamos saber», se inclinó y le pasó los brazos por detrás de la espalda y las rodillas, y él chilló de dolor.

—¡Cállate! —gritó Zo—. En este momento ésta es la verdad, y por tanto, hermosa. —Y riéndose echó a correr con él en los brazos.

El cuerpo de Miguel le impedía ver el suelo y la obligaba a mirar la llanura enceguecedora. La marcha era dura; el sudor le inundaba los ojos y en dos ocasiones volvió a caer, pero siguió corriendo a buen paso hacia la ciudad.

De súbito sintió los alfilerazos del sol en la espalda, a pesar del traje aislante. Una descarga abrumadora de adrenalina y la luz la cegó. Estaban en una especie de valle alineado con el amanecer, y poco después alcanzó la zona de sombras, atravesadas aquí y allá por la luz. Ingresaron lentamente en el Terminador propiamente dicho, la penumbra turbada por el fiero resplandor del lejano muro de la ciudad. Zo jadeaba, cubierta de sudor, más por el esfuerzo que por el sol. La visión del arco incandescente sobre la ciudad bastaba para convertirlo a uno al mitraísmo.

Aunque la ciudad estaba sobre ellos, no podían entrar directamente. Tenía que correr, dejarla atrás y alcanzar la siguiente estación subterránea. Avanzó, abismada en la marcha. Los músculos se le agarrotaban. Y allí la tenía, delante, una puerta en una colina detrás de los raíles. Corrió pesadamente sobre el liso regolito y aporreó la puerta hasta que los dejaron entrar en una antecámara, donde les dijeron que quedaban detenidos. Pero Zo se rió de los spasspolizei y se quitó el casco; luego quitó el de Miguel y besó repetidamente al sollozante y torpe joven. En su dolor, él no lo advirtió porque se aferraba a ella como un náufrago a un salvavidas. Ella sólo consiguió soltarse de su abrazo asestándole un golpe en su rodilla herida. Soltó una carcajada ante el aullido de Miguel, y se sintió arrebatada; ¡tanta adrenalina, era tan hermoso, mucho más raro que un orgasmo sexual, y por tanto mas precioso! Volvió a besar a Miguel, besos que él no sintió, y luego se abrió paso entre los spasspolizei reivindicando su estatus diplomático y la necesidad de que se apresuraran.

—Estúpidos, denle algún fármaco —dijo—. Esta noche sale un transbordador para Marte, tengo que irme.

—¡Gracias, Zo! —gritó Miguel—. ¡Gracias! ¡Me has salvado la vida!

—He salvado mi viaje a casa —replicó ella, y rió. Se acercó a él para besarlo una vez más—. ¡Soy yo quien debería darte las gracias por brindarme esta oportunidad! Gracias, gracias.

—¡No, gracias a ti!

—¡No, a ti!

Y a pesar del dolor, él rió.

—Te quiero, Zo.

—Y yo a ti.

Pero si no se apresuraba, perdería el transbordador.

El transbordador era un cohete de pulsofusión y llegarían a la Tierra dos días después. Y con una gravedad decente todo el tiempo, excepto durante la vuelta de campana.

Muchas cosas estaban cambiando debido a este súbito encogimiento del sistema solar. Una pequeña consecuencia era que ya no se necesitaba a Venus como trampolín gravitatorio para los viajes espaciales, y por tanto era pura casualidad que la nave en que viajaba,
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, pasara tan cerca del planeta en sombras. Zo se unió al resto del pasaje en la gran sala de baile con claraboya y lo observó. Las nubes de la tórrida atmósfera del planeta, un gran círculo gris contra el espacio negro, eran oscuras. La terraformación de Venus avanzaba rápidamente, pues todo el planeta permanecía a la sombra del parasol, que no era sino la vieja soletta de Marte con sus espejos realineados para hacer lo contrario: en vez de dirigir la luz hacia el planeta, la desviaban hacia el exterior. Venus rotaba en la oscuridad.

Ése era el primer paso de un proyecto de terraformación que muchos consideraban insensato. Venus no tenía agua y sí una densa y muy caliente atmósfera de dióxido de carbono, un día más largo que su año y unas temperaturas en superficie que fundirían el plomo y el zinc. Un punto de partida nada prometedor, sin duda, pero iban a intentarlo de todas maneras, pues la humanidad seguía estirando más el brazo que la manga, aunque el brazo fuese casi divino. A Zo le parecía extraordinario. Quienes habían puesto en marcha el proyecto llegaban a afirmar que el proceso sería más rápido que la terraformación de Marte. Lo decían porque la ausencia total de insolación había tenido profundas consecuencias: la temperatura de la densa atmósfera de dióxido de carbono (¡95 bares en la superficie!) había ido bajando a razon de cinco unidades Kelvin anuales durante el medio siglo anterior. Pronto empezaría a caer la «Gran Lluvia», y en unos cientos el dióxido de carbono estaría sobre la superficie del planeta formando glaciares de hielo seco que cubrirían las hondonadas. Llegado ese momento, habría que recubrir ese hielo con una capa aislante de diamante o de roca-espuma, y luego introducir océanos de agua. El agua procedería del exterior, ya que las existencias naturales de Venus sólo alcanzarían a formar una capa de un centímetro o menos. Los terraformadores venusianos, místicos de una nueva clase de viriditas, estaban negociando con la Liga Saturnina por los derechos sobre la luna de hielo Enceledus, que esperaban arrastrar a la órbita venusiana para fundirla en sucesivos pasajes por la atmósfera, lo cual crearía océanos poco profundos sobre aproximadamente un setenta por ciento del planeta, que cubrirían los glaciares cautivos de dióxido de carbono. Quedaría una atmósfera de hidrógeno y oxígeno, se dejaría pasar alguna luz a través del parasol y entonces los asentamientos humanos serían ya factibles en los continentes elevados de Istar y Afrodita. Después de eso, quedarían por resolver los mismos problemas de terraformación a los que se enfrentaba Marte y habría que afrontar los proyectos a largo plazo específicamente venusianos, como eliminar las láminas de hielo carbónico e imprimir al planeta una velocidad de rotación suficiente para darle un ciclo diurno razonable; a corto plazo los días y las noches se regularían utilizando el parasol como una gigantesca ventana veneciana, pero en el futuro preferían no depender de algo tan frágil. Zo se hacía cargo, podía imaginar una tragedia semejante unos siglos después, cuando en Venus hubiera una biosfera y una civilización, y los dos continentes estuvieran habitados, con la Falla de Diana, un hermoso valle, miles de millones de personas y animales, y de pronto, un día, el parasol se tuerce y ssssss, todo un mundo achicharrado. Una perspectiva nada halagüeña. Por eso, antes de la inundación y erosión masivas de la Gran Lluvia, intentaban colocar bandas metálicas como líneas de latitud físicas alrededor del planeta, que luego, cuando una flota de generadores aumentados con energía solar fuese colocada en órbitas fluctuantes alrededor de Venus, constituirían la armadura de un gigantesco motor eléctrico cuyas fuerzas magnéticas originarían el torce que aumentaría la velocidad de rotación. Los creadores del sistema afirmaban que aproximadamente en el mismo tiempo que se tardaría en refrigerar la atmósfera y dejar caer la lluvia el impulso de este «motor Dyson» aceleraría la rotación lo suficiente para crear un día de una semana; y así, dentro de tal vez trescientos años, estarían cultivando en aquel mundo metamorfoseado. La superficie sufriría una erosión terrible, el planeta seguiría teniendo una considerable actividad volcánica, el dióxido de carbono atrapado bajo los mares podría escapar a la menor oportunidad y envenenarlos y esos días largos como semanas los cocerían y congelarían alternativamente; pero allí estarían, contra viento y marea, en un mundo descarnado, desnudo, nuevo.

El plan era descabellado, pero hermoso. Zo contempló con excitación el giboso globo gris a través de la claraboya, horrorizada y admirada, esperando vislumbrar los puntos diminutos de los nuevos asteroides-luna, hogar de los místicos de la terraformación, o quizá la corona de algún reflejo del espejo anular otrora marciano. No hubo suerte y sólo vio el disco grisáceo del lucero de la tarde en sombras, el sello de quienes habían acometido una tarea que hacía pensar la humanidad como una suerte de bacteria-dios que mascaba los mundos, que morían para abonar el terreno de una vida posterior, grandiosamente empequeñecidos en el esquema universal de las cosas por un heroísmo masoquista casi calvinista, una parodia del proyecto de Marte, y sin embargo igualmente magnífico. ¡No eran sino partículas en aquel universo, partículas, pero qué ideas tenían! La humanidad haría cualquier cosa, cualquiera, por una idea.

Incluso visitar la Tierra. Humeante, coagulada, infecciosa, un revuelto hormiguero humano; el continuo pulular frenético en el espantoso amasijo de la historia, la pesadilla hipermaltusiana elevada a la máxima potencia; tórrida, húmeda y pesada, y no obstante, o quizá por eso mismo, un magnífico lugar para visitar. Además, Jackie quería que contactara con un par de personas en la India. Por eso Zo había embarcado en el
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, y más tarde tomaría un transbordador a Marte desde la Tierra.

Antes de ir a la India hizo su habitual peregrinaje a Creta para ver las ruinas que allí seguían llamando minoicas, aunque en Dorsa Brevia le habían enseñado a llamarlas ariádneas. Al fin y al cabo, Minos había sido el individuo que acabó con el antiguo matriarcado, así que era una de las muchas burlas de la historia que la civilización destruida llevara el nombre de su destructor. Pero los nombres podían cambiarse.

Llevaba un exoesqueleto alquilado, ideado especialmente para los visitantes extraplanetarios oprimidos por la gravedad. La gravedad era destino, decían, y la Tierra tenía mucho destino.

Estos eran semejantes a los de un pájaro, pero sin alas, mallas ajustables que acompañaban el movimiento de los músculos a la vez que sostenían; sujetadores de cuerpo entero en suma. No aliviaban del todo el efecto de la atracción del planeta, porque respirar seguía costando un esfuerzo adicional y sentía los miembros pesados, por así decir, desagradablemente comprimidos por el tejido. Se había acostumbrado a moverse con ellos en anteriores visitas y era un ejercicio fascinante, como levantar pesas, aunque no fuera especialmente de su agrado. Pero era mejor que la alternativa. La había probado también, pero distraía demasiado, impedía ver de verdad, estar allí de verdad.

Paseó entre las ruinas de la antigua Gournia inmersa en el peculiar y de algún modo submarino flujo del traje. Las ruinas de Gournia eran sus preferidas, la única localidad corriente que habían descubierto; los otros yacimientos eran palacios. Del pueblo, probablemente un satélite del palacio de Malia, no quedaba más que un laberinto de muros de piedra de metro y medio de altura cubriendo la cima de una colina que miraba al mar Egeo. Las habitaciones eran muy pequeñas, por lo general de un metro por dos, con estrechos pasillos entre ellas; todo aquello no difería demasiado de las aldeas encaladas que aún salpicaban la campiña. Se decía que Creta había sido duramente castigada por la gran inundación, igual que los ariádneos por la que siguió a la explosión de Thera, y los pequeños y pintorescos puertos pesqueros habían sido anegados en mayor o menor medida, y las ruinas de Malia y Zakros estaban bajo las aguas. Pero lo que Zo veía en Creta era vitalidad imperecedera. Ningún otro lugar de la Tierra había afrontado la explosión demográfica con tanto tino; por toda la isla las aldeas se aferraban a la tierra como colmenas, cubrían colinas, llenaban valles, siempre rodeadas de campos cultivados y huertas entre los que asomaban las calvas cabezas de las colinas, crestas esculpidas que formaban la espina dorsal de la isla. La población sobrepasaba los cuarenta millones y sin embargo la isla apenas había cambiado; había más pueblos, sí, pero habían conservado el estilo de los ya existentes, incluso de los muy antiguos como Gournia o Itanos. Una planificación urbana con una continuidad de cinco mil años que arrancaba de aquella primera cumbre de la civilización, o cumbre final de la prehistoria, tan elevada que hasta la Grecia clásica la vislumbró mil años después, conservada en la tradición oral como el mito de Atlantis, y ahora presente en sus vidas, no sólo en Creta, sino en Marte también. Debido a los nombres usados en Dorsa Brevia y la valoración del matriarcado ariádneo de esa cultura, existían fuertes vínculos entre ambos lugares; muchos marcianos visitaban Creta; había hoteles, a escala mayor, para acomodar a los jóvenes peregrinos de elevada estatura que visitaban los lugares santos: Faistos, Gournia, Itanos, las sumergidas Malia y Zakros, e incluso la ridicula «reconstrucción» de Knossos. Iban a ver cómo había empezado todo en la mañana del mundo. También Zo, envuelta en la azul luminosidad egea, recorriendo un pasadizo de piedra de cinco mil años de antigüedad, sentía que aquella grandeza se filtraba a través de las esponjosas piedras rojas que pisaba y le alcanzaba el corazón. Una nobleza que nunca tendría fin.

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