Authors: Kim Stanley Robinson
—¿Qué le dijo?
—No lo sé... Nada, supongo. No sabía qué decirle. Humm... pensaba que tal vez habría debido irse con Esther. El vínculo con la madre es esencial.
—No me venga con ésas.
—¿No estás de acuerdo? Creía que ustedes los jóvenes nativos eran todos sociobiólogos.
—¿Qué es eso?
—Humm... alguien que cree que la mayor parte de las características culturales tienen una explicación biológica.
—En ese caso, no lo soy. Somos mucho más abiertos. La maternidad puede ejercerse de muchas maneras, y algunas madres no son más que incubadoras.
—Supongo que...
—Créame.
—...pero Jackie lloró.
Siguieron caminando en silencio. Como muchos cráteres grandes, Moreux tenía numerosos cauces cuneiformes que convergían en una ciénaga y lago centrales. En este caso el lago era pequeño y tenía forma de riñon, y ceñía unos montículos toscos e irregulares. Zo y Russell dejaron atrás la bóveda del bosque siguiendo el difuso sendero, que pronto se desvaneció bajo la densa hierba elefante, y de no ser por el arroyo, que serpenteaba entre la hierba hacia una pradera y el lago pantanoso, se habrían extraviado. Incluso la pradera estaba invadida por la hierba elefante, grandes matas circulares que se elevaban muy por encima de sus cabezas y a menudo les impedían ver otra cosa que no fuera el cielo. Las largas hojas centelleaban bajo el lila del mediodía. Russell avanzaba a trompicones muy por detrás de Zo, mirando en derredor, y la hierba se reflejaba en sus redondas gafas de espejo. Parecía perplejo, maravillado por cuanto le rodeaba, y murmuraba para una vieja consola de muñeca que le colgaba de la muñeca.
En un meandro del lago encontraron una playa de guijarros y arena fina, y después de comprobar con un palo que no había arenas movedizas, Zo se despojó de su sudada camiseta y se metió en el agua, fresca y límpida a unos metros de la orilla. Buceó, nadó, tocó el fondo con la cabeza. En una zona de aguas profundas asomaba un bloque de piedra y trepó a él para utilizarlo como trampolín. Se lanzaba de cabeza y daba una vuelta de campana justo después de penetrar en el agua. Esa rápida pirueta, difícil y sin gracia en el aire, le proporcionaba un ligero estremecimiento de placer ingrávido en la boca del estómago, la sensación más cercana al orgasmo que había experimentado en actividades no sexuales. Repitió el salto varias veces, hasta que la sensación se amortiguó y empezó a sentir frío. Salió del agua y se tendió en la arena, y el calor de ésta y la radiación solar la envolvieron. Un orgasmo de verdad habría sido perfecto, pero a pesar de que yacía tendida ante él como un mapa sexual, Russell seguía sentado en la orilla con las piernas cruzadas, al parecer absorto en el barro, sin más atuendo que las gafas de sol y la consola de muñeca. Un pequeño primate, bronceado, calvo y arrugado como un higo, la imagen que ella tenía de Gandhi o del
homo habilis
. Eso casi lo hacía sexualmente atractivo, tan anciano y pequeño, como el macho de alguna especie de tortugas sin caparazón. Apartó la rodilla a un lado y se arqueó en una inconfundible postura de ofrecimiento; su vulva expuesta ardía bajo el sol.
—Este bioma es sorprendente —comentó él—. Nunca había visto nada semejante.
—Humm.
—¿Te gusta?
—¿Que si me gusta? Supongo que sí. Hace demasiado calor y hay demasiada vegetación, pero es interesante. Algo distinto.
—Entonces no tienes nada que objetar. No eres una roja.
—¿Una roja? —Rió.— No, soy una whig.
—¿Quieres decir que rojos y verdes no constituyen ya una división política? —preguntó él pensativo.
Ella señaló la hierba elefante y los árboles de saal que rodeaban la pradera.
—¿Cómo podrían seguir existiendo?
—Qué interesante. —Carraspeó y luego preguntó:— Cuando viajes a Urano, ¿invitarías a una amiga mía?
—Tal vez —dijo Zo, y desplazó ligeramente las caderas hacía atrás.
Él captó la indirecta y tras una vacilación se inclinó hacia delante, y empezó a masajear el muslo que tenía más cerca. A Zo le pareció que la estaban acariciando las diminutas manos de un modo hábil y experto, que empezaron a merodear por el vello pubico, actividad que parecía agradarle, porque la repitió varias veces y le provocó una erección, que ella fomentó hasta alcanzar el orgasmo. No era lo mismo que ser entablada, pero cualquier orgasmo era bueno, sobre todo bajo una tórrida lluvia de sol. Y aunque las caricias de Russell eran muy básicas, él no manifestaba ese anhelo de afecto simultáneo propio de tantos viejos, un sentimentalismo que impedía los placeres intensos que podían alcanzar dos personas por separado. Cuando dejó de temblar, rodó sobre un costado y tomó el miembro erecto de Russell con la boca, un índice que ella podía envolver enteramente con la lengua, mientras le ofrecía una buena vista de las espléndidas y estrictas formas de su cuerpo. Sus caderas eran tan anchas como los hombros de él. Continuó con la labor de su
vagina dentata
... Eran tan absurdos esos mitos engendrados por los temores patriarcales... Los dientes eran del todo superfluos, ¿acaso necesitaba dientes una pitón, necesitaba una trituradora de roca dientes? Bastaba con agarrar a las infelices criaturas por la polla y succionar y estrujar hasta que gimoteaban, ¿y qué podían hacer ellos? Podían intentar mantenerse fuera de esa trampa en la que deseaban estar, y así quedaban atrapados en una patética confusión. Y siempre estaba el riesgo de los dientes; lo mordisqueó para recordárselo y luego lo dejó correrse. Los hombres tenían suerte de no ser seres telepáticos.
Después tomaron otro baño y compartieron la hogaza de pan que él había traído en la mochila.
—¿Era un ronroneo lo que he oído antes? —preguntó Sax.
—Aja.
—¿Has hecho que te inserten ese rasgo? Ella asintió y tragó.
—La última vez que recibí el tratamiento.
—¿Los genes proceden de los gatos?
—De los tigres.
—Ah.
—Sólo produce un cambio menor en la laringe y las cuerdas vocales. Debería probarlo, es muy agradable.
El parpadeó pero no respondió.
—A ver, ¿quién es esa amiga para llevar a Urano?
—Ann Clayborne.
—¡Ah! Su vieja Némesis.
—Algo parecido, sí.
—¿Qué le hace pensar que irá?
—Puede que no quiera, puede que sí. Michel dice que está probando cosas nuevas, y creo que Miranda le resultaría interesante. Una luna destrozada por un impacto que se ha vuelto a aglutinar, luna y proyectil juntos. Es algo que me gustaría que viera. Toda esa roca, ya sabes. Ella ama la roca.
—Eso he oído.
Russell y Clayborne, el verde y la roja, dos de los más famosos antagonistas de la melodramática saga de los primeros años de colonización. Esos años transmitían una sensación tan claustrofóbica que Zo se estremecía sólo de pensar en ellos. Era evidente que la experiencia había agrietado las mentes de quienes la habían sufrido. Y encima Russell había tenido lesiones aún más espectaculares, le parecía recordar, aunque le era difícil estar segura, porque los relatos sobre los Primeros Cien se confundían en su imaginación: la Gran Tormenta, la colonia oculta, las traiciones de Maya, las discusiones, líos amorosos, asesinatos, rebeliones y demás, todo sórdido y casi desprovisto de momentos felices. Como si los viejos hubiesen sido bacterias anaerobias viviendo en un medio venenoso y lentamente hubiesen excretado las condiciones necesarias para la emergencia de una vida oxigenada.
Excepto quizás Ann Clayborne, quien a juzgar por las historias parecía haber llegado a la conclusión de que para sentir alegría en un mundo rocoso había que amar la roca. A Zo le gustaba esa actitud, y por eso dijo:
—Pues se lo propondré. Aunque debería hacerlo usted, ¿no? Propóngaselo y dígale que yo estoy de acuerdo. Podemos hacerle un hueco en el equipo diplomático.
—¿Es un grupo de Marte Libre?
—Sí.
—Humm.
Russell la interrogó sobre las ambiciones políticas de Jackie y ella contestó sinceramente en la medida de lo posible, admirando mientras tanto su propio cuerpo, los músculos trabajados suavizados por la grasa bajo la piel, los huesos de la cadera que flanqueaban el vientre, el ombligo, el erizado vello púbico (apartó unas migas que habían caído en él), los muslos largos y vigorosos. El cuerpo femenino era de proporciones más exquisitas que el masculino, Miguel Ángel se había equivocado, aunque su David apoyaba el punto de vista del escultor: un cuerpo de hombre pájaro donde los hubiera.
—Me gustaría que subiéramos volando hasta el borde —dijo ella.
—No sé volar con los trajes.
—Podría cargarlo a la espalda.
Ella echó una ojeada. Treinta o treinta y cinco kilos más...
—Desde luego. Dependería del traje.
—Es sorprendente lo que pueden hacer.
—No son sólo los trajes.
—No pero nosotros no estamos diseñados para volar. Los huesos pesados y todo eso, ya me entiendes.
—Entiendo. Ciertamente los trajes son necesarios, pero no suficientes.
—Sí —Estudió el cuerpo de ella.— Es interesante ver lo mucho que crece la gente ahora.
—Sobre todo los genitales.
—¿Tú crees?
Ella soltó una carcajada.
—Estaba tomándole el pelo.
—Ah.
—Aunque sería lógico pensar que las partes más usadas aumentaran de tamaño, ¿no?
—Sí. La caja torácica se ha ampliado, según he leído. Ella volvió a reír.
—El aire tenue, ¿no?
—Probablemente. Ocurre en los Andes. La distancia entre la columna y el esternón en los andinos es dos veces mayor que en la gente que vive al nivel del mar.
—¿De veras? Como la cavidad torácica de las aves.
—Supongo.
—Añada grandes pectorales y pechos... Él no contestó.
—Estamos evolucionando hacia algo semejante a las aves. El negó con la cabeza.
—Es fenotípico. Si criaras a tus hijos en la Tierra, su tórax se encogería de nuevo.
—Dudo que llegue a tener hijos.
—Ah, ¿por el problema demográfico?
—Sí. Es preciso que ustedes los issei empiecen a morir. Ni siquiera los nuevos mundos están sirviendo de mucho. La Tierra y Marte se están convirtiendo en hormigueros. Ustedes nos han arrebatado el mundo. Son unos cleptoparásitos.
—Eso suena redundante.
—Pues es un término que se usa para referirse a los animales que roban la comida de sus crías en los inviernos excepcionalmente severos.
—Muy acertado.
—Deberíamos acabar con ustedes en cuanto sobrepasaran los cien años.
—O en cuanto tuviéramos hijos.
Ella sonrió. ¡Aquel hombre era imperturbable!
—Lo que llegara primero.
Él asintió, como ante una sugerencia sensata, y ella volvió a reír, aunque en cierto modo irritada.
—Naturalmente, no sucederá nunca.
—No, y además no sería necesario.
—¿No? ¿Es que van a actuar como los lémmings y van a arrojarse por los acantilados?
—No. Pero están apareciendo enfermedades resistentes al tratamiento. Los más viejos empiezan a morir. Es inevitable.
—¿Lo es?
—Eso creo.
—¿No cree que encontrarán una cura para esas nuevas enfermedades y seguirán llevando la situación al límite?
—En algunos casos. Pero la senectud es compleja, y antes o después... —Se encogió de hombros.
—Una perspectiva tétrica —comentó Zo.
Se levantó y se puso la camiseta seca. Él la imitó.
—¿Conoces a Bao Shuyo? —preguntó Russell.
—No, ¿quién es?
—Una matemática que vive en Da Vinci.
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—Sólo por curiosidad.
Avanzaron colina arriba a través del bosque, deteniéndose de cuando en cuando para mirar el paso veloz de algún animal. Un gran urogallo, algo semejante a una hiena solitaria observándolos desde lo alto de un desaguadero... Zo descubrió que estaba disfrutando de la excursión. Aquel issei era imperturbable y sus opiniones imprevisibles, un rasgo insólito en los viejos y, de hecho, en cualquiera. Muchos de los ancianos que había conocido parecían atrapados sin remedio en el espaciotiempo retorcido de sus valores, y como la manera en que la gente aplicaba sus valores a la vida cotidiana era inversamente proporcional a lo estrechamente que estuvieran ligados a ellos, los viejos habían acabado siendo Tartufos, en opinión de Zo, hipócritas con los que no tenía ninguna paciencia. Despreciaba a los viejos y sus preciosos valores, pero aquél en particular no parecía tener ninguno. Eso la hacía desear hablar más con él.
Cuando llegaron a la ciudad, ella le palmeó la calva.
—Ha sido divertido. Hablaré con su amiga.
—Gracias.
Unos días más tarde llamó a Ann Clayborne. El rostro que apareció en la pantalla era tan espeluznante como una calavera.
—Hola, soy Zoya Boone.
—¿Y...?
—Así me llamo —dijo Zo—. Así es como me presento a los desconocidos.
—¿Boone?
—La hija de Jackie.
—Ah.
Era evidente que Jackie no le caía bien. Una reacción corriente; Jackie era tan extraordinaria que mucha gente la detestaba.
—También soy amiga de Sax Russell.
—Ah.
Imposible interpretar esa exclamación.
—Le dije que viajaría al sistema uraniano y pensó que tal vez a usted le interesaría acompañarme.
—¿Eso dijo?
—En efecto. Por eso la llamo. Salgo para Júpiter y después Urano, y pasaré dos semanas en Miranda.
—¡Miranda! —exclamó Ann—. ¿Quién ha dicho que es?
—¡Soy Zo Boone! ¿Es que está senil?
—¿Ha dicho Miranda?
—Sí. Dos semanas, tal vez más, si me gusta.
—¿Si le gusta?
—Claro. Yo no me quedo en los sitios que no me agradan.
Clayborne asintió, como reconociendo la sensatez de aquella actitud, y Zo añadió con pretendida solemnidad, como si hablara con un niño:
—Hay mucha roca por allí.
—Ya, ya.
Una larga pausa. Zo estudió el rostro: demacrado y arrugado, como el de Russell, sólo que en ella las arrugas eran verticales. Un rostro tallado en madera. Al fin la mujer contestó:
—Lo pensaré.
—Se supone que tiene que probar cosas nuevas —le recordó Zo.
—¿Qué?
—Me ha oído perfectamente.
—¿Eso se lo ha dicho Sax?
—No, le pregunté a Jackie sobre usted.
—Lo pensaré —repitió, y cortó la conexión.
Qué le vamos a hacer, pensó Zo. Pero al menos lo había intentado, y se sentía virtuosa, una sensación desagradable. Los issei tenían una extraña habilidad para arrastrarlo a uno a sus realidades, y además todos estaban locos.