Authors: Kim Stanley Robinson
Y eran impredecibles; al día siguiente Clayborne la llamó y dijo que iría con ella.
En persona Ann Clayborne ofrecía un aspecto tan castigado y marchito como Russell, y era aún más silenciosa y extraña: mordaz, lacónica, volátil y malhumorada. Apareció en el último momento con una mochila y una nueva y fina versión de consola de muñeca, negra. Su piel era de color avellana, llena de quistes, verrugas y cicatrices. Una larga vida pasada a la intemperie y en los primeros tiempos bajo un bombardeo intenso de rayos ultravioleta. En suma, estaba achicharrada. Una cabeza tostada, como los llamaban en Echus. Tenía los ojos grises y una fina raya por boca, y las líneas que iban de las comisuras de la boca a las fosas nasales parecían hachazos. No podía existir nada más severo que aquel rostro.
Pasó la semana de viaje a Júpiter en el pequeño parque de la nave, paseando entre los árboles. Zo prefería el comedor o la gran burbuja de observación, donde cada tarde se reunía un pequeño grupo que tomaba pastillas de pandorfo y jugaba al pillapilla, o fumaba opio y contemplaba las estrellas, y apenas vio a Ann en ese tiempo.
Pasaron sobre el cinturón de asteroides, ligeramente fuera del plano de la eclíptica, cerca de alguno de aquellos pequeños mundos ahuecados, sin duda, aunque no podían asegurarlo: las patatas de roca que aparecían en las pantallas de la nave podían ser cascaras vacías de minas abandonadas o albergar hermosas ciudades-estado ajardinadas, sociedades anárquicas y peligrosas, grupos religiosos o colectivos utópicos que disfrutaban de una paz dificil. La variedad tan amplia de sistemas que coexistían en un estado semianárquico hacía dudar a Zo del éxito de los planes de Jackie para organizar los satélites exteriores a la sombra de Marte; sospechaba que el cinturón de asteroides se convertiría en el modelo de la organización política futura del sistema solar. Pero Jackie discrepaba: la estructura política del cinturón venía determinada por su particular naturaleza, mundos diseminados en una ancha franja alrededor del sol. Por otra parte, los satélites exteriores se agrupaban alrededor de sus gigantes gaseosos y con toda seguridad formarían ligas, y además eran mundos tan enormes comparados con los asteroides que con el tiempo su elección de aliados en el sistema solar interior sería determinante.
Esto no convencía a Zo, y la deceleración los llevó al sistema joviano, donde podría comprobar si las teorías de Jackie tenían alguna validez. La nave trazó varias diagonales a través de los galileos para disminuir la velocidad y disfrutaron de unos magníficos primeros planos de las cuatro grandes lunas, que tenían ambiciosos planes de terraformación ya en marcha; en las tres exteriores, Calisto, Ganímedes y Europa, había problemas similares que resolver: estaban cubiertas de hielo de agua, Calisto y Ganímedes hasta una profundidad de mil kilómetros, y Europa hasta los cien. El agua no era rara en el sistema solar exterior, pero tampoco podía decirse que fuera ubicua, y por eso los mundos acuosos tenían algo con lo que comerciar. La superficie helada de las tres lunas estaba cubiena de rocas, vestigios de impactos de meteoritos en su mayor parte, condrito carbonoso, un material de construcción muy versátil. A su llegada, unos treinta años marcianos antes, los colonos habían fundido los condritos y construido las estructuras de las tiendas con nanotubo de carbono similar al utilizado en el ascensor espacial de Marte, y después de cubrir espacios de veinte o cincuenta kilómetros de diámetro con material de tienda de múltiples capas, habían diseminado debajo roca triturada para crear una delgada capa de suelo alrededor de los lagos que habían producido fundiendo el hielo.
En Calisto la ciudad-tienda se llamaba Lago Ginebra; allí tenía que encontrarse la delegación marciana con los diferentes líderes y grupos políticos de la Liga Joviana. Como de costumbre, Zo intervenía en calidad de funcionaría menor u observadora, y buscaría la oportunidad de transmitir los mensajes de Jackie a la gente que actuaría discretamente.
La reunión de aquel día formaba parte de una serie bianual que los jovianos celebraban para discutir la terraformación de los galileos, y por tanto era un contexto propicio para exponer los intereses de Jackie. Zo se sentó al fondo de la sala con Ann, que había decidido asistir. Los problemas técnicos de la terraformación de aquellas lunas eran grandes en escala, pero simples en concepto. Calisto, Ganímedes y Europa seguían un proceso similar, al menos en principio: unos reactores móviles de fusión recorrerían las superficies calentando el hielo y enviando gases a unas rudimentarias atmósferas de hidrógeno y oxigeno. Con el tiempo contaban tener cinturones ecuatoriales en los que se habría distribuido roca triturada para crear un suelo que cubriera el hielo; las temperaturas atmosféricas se mantendrían en torno al punto de congelación, y podrían establecerse ecologías de tundra alrededor de un rosario de lagos ecuatoriales, en una atmósfera respirable de oxígeno/hidrógeno.
Io, la luna interior, planteaba más dificultades, lo que la hacía más fascinante. Disparaban sobre ella grandes misiles de hielo y caldarios desde las otras lunas; al estar tan cerca de Júpiter apenas tenia agua y su superficie estaba formada por capas alternas de basalto y azufre; éste último se desparramaba sobre la superficie en espectaculares nubes volcánicas provocadas por las mareas gravitatorias de Júpiter y los otros galileos. El plan de terraformación de Io era a larguísimo plazo y sería impulsado en parte por la infusión de bacterias que se alimentaban en los arroyos de azufre que rodeaban los volcanes.
Los cuatro proyectos se veían frenados por la falta de luz, y se estaban construyendo unos espejos espaciales de increíble tamaño en los puntos de Lagrange de Júpiter, donde las complicaciones originadas por los campos gravitatorios del sistema joviano eran menores; la luz del sol sería dirigida desde los espejos a los ecuadores de las cuatro lunas, atrapadas en la marea gravitatoria de Júpiter, de modo que la duración de sus días solares dependía de la longitud de sus órbitas alrededor del planeta, que iban de las cuarenta y dos horas de Io a los quince días de Calisto; y fuese cual fuere la duración del día, recibían un cuatro por ciento de la insolación recibida en la Tierra, que en realidad era excesiva, ya que el cuatro por ciento era una gran cantidad de luz, diecisiete mil veces la luz de la luna llena en la Tierra, pero sin el suficiente calor para terraformar. Por tanto tomaban luz de donde podían: Lago Ginebra y las colonias de las otras lunas estaban situadas de cara a Júpiter para aprovechar la luz reflejada por el gigantesco globo, y en la atmósfera superior de éste flotaban linternas de gas que quemaban el helio, originando puntos demasiado brillantes para mirarlos directamente más de un segundo; los ingenios de fusión estaban suspendidos delante de discos reflectantes electromagneticos que vertían toda la luz en el plano de la eclíptica del planeta, y el gigante con franjas ofrecía ahora un aspecto aún más espectacular gracias a los puntos dolorosamente brillantes de las aproximadamente veinte linternas de gas.
Los espejos espaciales y las linternas de gas por sí solos no proporcionarían a las colonias más de la mitad de la luz que recibía Marte, pero era todo lo que podían hacer. Así era la vida en el sistema solar exterior, un asunto en cierto modo oscuro en opinión de Zo. Incluso para reunir esa cantidad de luz se requeriría una infraestructura formidable, y ahí era donde intervenía la delegación marciana. Jackie había optado por ofrecer mucha ayuda, incluyendo más ingenios de fusión y linternas de gas, y también la experiencia marciana en espejos orbitales y técnicas de terraformación a través de una asociación de cooperativas aeroespaciales interesadas en conseguir proyectos ahora que la situación en el espacio marciano se había estabilizado. Contribuirían con capital y experiencia a cambio de acuerdos comerciales favorables, helio de la atmósfera superior de Júpiter y la oportunidad de explorar, explotar y participar en las obras de terraformación de las dieciocho lunas de Júpiter.
Inversión de capital, experiencia, comercio; ésa era la zanahoria, y suculenta. Si los galíleos aceptaban la asociación con Marte, Jackie establecería alianzas políticas a su antojo y atraparía las lunas jovianas en su red. Eso era tan obvio para los jovianos como para los demás, y estaban haciendo lo posible para conseguir lo que querían sin dar demasiado a cambio. Sin lugar a dudas muy pronto recibirían ofertas similares de las ex metanacionales terranas y otras organizaciones.
Ahí era donde entraba Zo; ella era el palo. La zanahoria en público, el palo en privado, ése era el método de Jackie en todos los terrenos.
Zo dejaba entrever las amenazas de Jackie, lo que las hacía aún más amenazadoras. En una breve reunión con los funcionarios de Io, Zo les dijo al desgaire que el plan ecopoético parecía demasiado lento. Pasarían miles de años antes de que las bacterias transformaran el azufre en gases útiles, y mientras tanto el intenso campo de radio de Júpiter, que envolvía a Io y añadía más problemas, mutaría las bacterias hasta hacerlas irreconocibles. Necesitaban una ionosfera y agua; incluso era necesario que se plantearan arrastrar la luna a una órbita más elevada alrededor del gran dios de gas. Marte, hogar de la terraformación y de la civilización más sana y próspera del sistema solar, podría ofrecerles una ayuda especial o incluso hacerse cargo del proyecto para acelerarlo.
Y también en conversaciones informales con las autoridades de los Galíleos de hielo en los cócteles que seguían a los seminarios, en los bares, despues de las fiestas, paseando por el bulevar que daba nombre a la ciudad, bajo los focos sonoluminiscentes suspendidos de la estructura de la tienda. Les explicaba a esas gentes que los delegados de Io intentaban firmar un acuerdo por cuenta propia, pues partían con ventaja: un suelo sólido, calor, metales pesados, gran potencial turístico. Zo dejó caer que parecían deseosos de usar esas ventajas para volar por su cuenta y separarse de la Liga Joviana.
Ann acompañaba a Zo en algunos de esos paseos, y ésta le permitió estar presente en un par de conversaciones, intrigada por lo que opinaría de ellas. Los siguió por la orilla del lago, enclavado en el cráter. Los cráteres de salpicadura eran allí más imponentes que sus similares marcianos; el borde helado sólo se alzaba unos pocos metros sobre la superficie de la luna y formaba un malecón circular desde el que podían verse las aguas del lago, las calles herbosas de la ciudad y, más allá, la irregular planicie helada fuera de la tienda curvándose hacia el horizonte cercano. La extrema llaneza del paisaje exterior daba una indicación de su naturaleza: un glaciar que cubría todo un mundo, hielo de mil kilómetros de grosor, que sepultaba las huellas de los impactos y las fisuras causadas por la atracción gravitatoria de Júpiter.
En el lago pequeñas olas negras erizaban la lámina de agua blanca como el hielo del fondo, teñida de amarillo por la gran esfera de Júpiter, cuya giba suspendida en el cielo mostraba sus bandas de amarillo y naranja cremosos, turbulentas en los extremos y alrededor de los diminutos puntos brillantes de las linternas.
Pasaron ante una hilera de construcciones de madera, que procedía de las islas arboladas que flotaban como balsas en el extremo más alejado del lago. El verde de la hierba centelleaba y los jardines crecían en enormes bateas detrás de los edificios, bajo unas potentes lámparas alargadas. Zo enseñó el palo a sus compañeros de paseo, confusos funcionarios de Ganímedes, recordándoles el poder militar marciano, mencionando de nuevo que Io se planteaba desertar de la liga.
Ellos se fueron a cenar con expresión desolada.
—Qué sutil —comentó Ann cuando ya no podían oírlas.
—Estamos siendo un poco sarcásticas —dijo Zo.
—Eres una delincuente, digámoslo así.
—Tendré que matricularme en la escuela roja de sutileza diplomática. Tal vez uno de los asistentes accedería a acompañarme y podríamos volar alguna de las propiedades de esta gente.
Ann dejó escapar un siseo y siguió andando, con Zo a su lado.
—Es curioso que el Gran Punto Rojo haya desaparecido —comentó Zo cuando cruzaban un puente sobre un canal de fondo blanco—. Una suerte de señal. Aún espero que aparezca de un momento a otro.
La gente con la que se cruzaban en medio de aquel aire gélido y húmedo era en su mayoría de origen terrano, parte de la diáspora. Algunos hombres pájaro describían perezosas espirales cerca de la estructura de la tienda y Zo los observó atravesar la faz del gran planeta. Ann se detenía a menudo para inspeccionar las superficies talladas de las rocas, sin prestar ninguna atención a la ciudad de hielo y sus moradores, que andaban graciosamente, como de puntillas, y vestían ropas irisadas, ni a las tropillas de jóvenes nativos que pasaban corriendo.
—Es cierto que le interesan más las rocas que las personas —dijo Zo, con una mezcla de admiración e irritación.
Ann le echó una mirada de basilisco, pero Zo se encogió de hombros, la tomó del brazo y la arrastró.
—Esos jóvenes nativos tienen menos de quince años marcianos, han vivido en una gravedad cero toda la vida y no les importan ni Marte ni la Tierra. Su credo son las lunas jovianas, el agua, la natación y el vuelo. La mayoría ha adaptado genéticamente sus ojos al bajo nivel de luz y algunos hasta desarrollan branquias. Su plan para terraformar esas lunas les ocupará cinco mil años y son el siguiente escalón evolutivo, por el amor de ka, y aquí está usted, mirando unas piedras que son las mismas que en el resto de la galaxia. Está tan loca como dicen.
Ann saltó como sí le hubiesen dado una pedrada.
—Has hablado como yo cuando trataba de sacar a Nadia de la Colina Subterránea —dijo.
Zo se encogió de hombros y dijo:
—Démonos prisa, tengo otra reunión.
—La mafia nunca descansa, ¿eh? —dijo Ann, pero la siguió, mirando alrededor como un bufón marchito y enano con su viejo mono pasado de moda.
Algunos miembros del consejo de Lago Ginebra las saludaron nerviosos, junto a los muelles, y ellas subieron a un pequeño ferry que se abrió paso entre una flota de barcas de vela. Soplaba viento en el lago. Pasaron junto a una de las islas forestales. Especímenes de balsa y teca se elevaban sobre el pantanoso y cálido suelo de la isla, en la orilla los leñadores trabajaban en un aserradero insonoro que no alcanzaba a apagar el aullido de las sierras. Zo se sentía tan entusiasmada como cuando volaba, y compartió su euforia con los lugareños.