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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (91 page)

De manera que se centró en los trastornos de la memoria, abandonando el declive súbito y las cuestiones relacionadas con la senescencia. Al fin y al cabo, sólo era mortal.

Los últimos trabajos sobre la memoria ofrecían múltiples vías de aproximación. Este frente científico estaba relacionado en ciertos aspectos con el trabajo de aprendizaje que le había permitido recuperarse de su embolia. No le sorprendía, pues la memoria era la retención de lo aprendido. Las neurociencias avanzaban coordinadamente en su conocimiento. Sin embargo la retención y el recuerdo seguían siendo facultades cuyos mecanismos apenas se comprendían.

Pero aparecían indicios, pistas clínicas. Muchos ancianos experimentaban trastornos de la memoria de diversa índole, y detrás de los ancianos venía la gigantesca generación nisei, que esperaba librarse de ese mal. Era por tanto un problema candente. Miles de laboratorios se habían volcado en la investigación, y en consecuencia algunos aspectos empezaban a clarificarse. Sax se sumergió en la literatura especializada, como tenía por costumbre, y durante meses leyó intensivamente, y al cabo pudo decir que entendía el funcionamiento de la memoria, en términos generales. Aunque, como el resto de científicos, tropezó con la ineficiente comprensión de las cuestiones fundamentales, conciencia, materia y tiempo. Y en ese punto, a pesar de lo detallado de sus conocimientos, Sax era incapaz de encontrar una manera de reforzar o mejorar la memoria. Necesitaban algo más.

La hipótesis de Donald Hebb, planteada en 1949, aún se consideraba acertada, debido a su generalidad. El aprendizaje modificaba algunas características físicas del cerebro, y esta modificación codificaba de algún modo lo aprendido. En los tiempos de Hebb el rasgo físico (el engrama) se situaba en el nivel sináptico, y puesto que había cientos de miles de sinapsis por cada diez billones de neuronas cerebrales, los investigadores llegaron a la conclusión de que el cerebro podía almacenar 10
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bits de datos. En aquel momento pareció una explicación más que adecuada de conciencia humana, y como además estaba dentro de lo posible para los ordenadores, inauguró la breve moda del concepto de Inteligencia Artificial fuerte, así como la versión de la época de la «falacia de la máquina», lo contrario de la falacia patética según la cual el cerebro era la máquina del tiempo más potente. Las investigaciones de los siglos XXI y XXII, sin embargo, dejaron claro que no existía una localización exacta para los «engramas». Ninguno de los experimentos logró encontrar esas supuestas localizaciones, incluyendo uno en el que se extirparon varias porciones de cerebros de ratas después de que hubieran aprendido una tarea, con el resultado de que al parecer ninguna parte del cerebro era esencial. Los frustrados experimentadores concluyeron que la memoria estaba en todas partes y en ninguna, y esto llevó a la analogía del cerebro con el holograma, todavía más absurda que las anteriores analogías mecanicistas. Evidentemente, habían fracasado. Experimentos posteriores parecieron demostrar que los hechos significativos relacionados con la conciencia tenían que asociarse a niveles más profundos que el neuronal, lo que Sax juzgaba como una manifestación de la generalizada tendencia científica a la miniaturización durante el siglo XXII. En esa exaltación de lo diminuto empezaron a examinar los citoesqueletos de las neuronas, compuestos por series de microtúbulos huecos compuestos a su vez por treinta columnas de dímeros de tubulina, pares de proteínas globulares con forma de cacahuete de ocho por cuatro por cuatro nanómetros, que presentaban dos configuraciones distintas, según su polarización eléctrica. Así pues, los dímeros eran interruptores de encendido y apagado del esperado engrama, pero tan pequeños que el estado eléctrico de cada dímero se veía alterado por el de los que lo rodeaban, debido a las interacciones establecidas por Van der Waals. De ese modo cualquier mensaje podía transmitirse a través de las columnas de microtúbulos y los puentes proteínicos que las conectaban. En los últimos tiempos se había dado un paso más en la miniaturización: cada dímero contenía unos cuatrocientos cincuenta y cinco aminoácidos, que podían retener información mediante cambios en las secuencias. Y en las columnas de dímeros había pequeños hilos de agua, llamada agua vecinal, capaz de transmitir oscilaciones cuánticas coherentes a lo largo de los túbulos. Numerosos experimentos con cerebros de monos vivos habían establecido que mientras la conciencia pensaba, las secuencias de aminoácidos cambiaban y la configuración de los dímeros de tubulina de muchas zonas del cerebro se alteraba en fases pulsátiles. Los microtúbulos se movían, en ocasiones con un crecimiento notable, y las espinas de las dendritas crecían y establecían nuevas conexiones, provocando a veces una modificación permanente de las sinapsis.

Así pues, el modelo actual afirmaba que los recuerdos se codificaban como oscilaciones cuánticas coherentes y permanentes fijadas por los cambios de los microtúbulos y sus partes constituyentes, que actuaban en el interior de las neuronas. Aunque había investigadores que sugerían la existencia de actividades significativas en niveles ultramicroscópicos que escapaban a la experimentación. Algunos veían indicios de que las oscilaciones se estructuraban siguiendo las pautas de las redes de spin descritas en los trabajos de Bao, en nodos agrupados y redes que a Sax le recordaban extrañamente el plano de un palacio: habitaciones y pasillos, como si los antiguos griegos hubiesen intuido la geometría del espaciotiempo.

En cualquier caso, de lo que no cabía duda era de que esa actividad ultramicroscópica intervenía en la plasticidad cerebral, formaba parte de los mecanismos de aprendizaje y memorización. La memoria, pues, residía en un nivel infinitamente más profundo que el supuesto hasta entonces, lo cual confería al cerebro unas posibilidades computacionales muy superiores, quizá de hasta 10
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operaciones por segundo, o incluso 10
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en algunos cálculos, lo que llevó a decir a un investigador que la mente humana era en cierto modo mucho más complicada que el resto del universo (excepto su otra conciencia, por supuesto). Sax encontraba esta explicación sospechosamente semejante a los insistentes fantasmas antropocéntricos que poblaban la cosmología, aunque a la vez le parecía interesante.

No sólo se estaba avanzando, sino que también se penetraba en niveles donde intervenían los efectos cuánticos. La experimentación había revelado que en el cerebro se producían fenómenos cuánticos a gran escala; se manifestaban allí, tanto en la coherencia cuántica global como la conexión cuántica entre los diferentes estados eléctricos de los microtúbulos, y eso implicaba que los fenómenos contrarios a la intuición y las paradojas de la realidad cuántica eran parte esencial de la conciencia. Hacía muy poco que un equipo de investigadores franceses, estimando efectos cuánticos en los citoesqueletos, había conseguido proponer una explicación razonable del funcionamiento de los anestésicos generales, después de siglos de utilizarlos alegremente.

Se enfrentaban, pues, a otro extraño mundo cuántico en el se producía actividad a distancia, en el que las decisiones no tomadas podían afectar sucesos que se habían producido de verdad, en el que ciertos sucesos parecían desencadenarse teleológicamente, o lo que es lo mismo, provocados por sucesos que parecían ser posteriores en el tiempo... A Sax no le sorprendían estas implicaciones, porque reforzaban su creencia de que la mente humana era profundamente misteriosa, una caja negra que la ciencia no podría desentrañar. La investigación tropezaba con las grandes incógnitas de la realidad.

Aun así, uno podía aprovechar lo que la ciencia había descubierto y admitir que la realidad en el nivel cuántico era un ultraje para los sentidos y la experiencia corriente. Habían tenido trescientos años para acostumbrarse y al fin se las habían arreglado para incorporar ese conocimiento a su visión del mundo y seguir adelante. Sax habría afirmado incluso que se movía con comodidad entre las familiares paradojas cuánticas. Los fenómenos eran extraños pero explicables, cuantificables, o al menos descriptibles mediante los números complejos, la geometría de Riemann y otras ramas de las matemáticas. Encontrar eso en el estudio del cerebro no debería ser una sorpresa. De hecho, comparado con la historia, la psicología o la cultura, era incluso confortante. Sólo se trataba de mecánica cuántica, algo que podía formularse matemáticamente. Y eso era mucho.

En un nivel extremadamente fino de la estructura cerebral se conservaba todo nuestro pasado, codificado en una compleja red de sinapsis, microtúbulos, dímeros y agua vecinal, y cadenas de aminoácidos, todo suficientemente diminuto y próximo para que se produjeran efectos cuánticos. Fluctuaciones cuánticas, divergencias y colapsos, eso era la conciencia. Y las pautas de fluctuación se conservaban o generaban en partes específicas del cerebro, eran el resultado de una estructura física articulada en múltiples niveles. El hipocampo, por ejemplo, tenía una importancia crítica, sobre todo la región de las circunvoluciones dentadas y la vía de nervios perforados que llevaba a ella. Y el hipocampo era extremadamente sensible a la acción del sistema límbico, justo debajo de él en el cerebro; y el sistema límbico era en muchos aspectos el asiento de las emociones, lo que los antiguos habrían llamado el corazón. De ahí que la carga emocional de un suceso estuviera estrechamente relacionada con el grado de arraigo de éste en la memoria. Las cosas sucedían y la conciencia las experimentaba, e inevitablemente esa experiencia modificaba el cerebro, se convertía en parte de él para siempre, sobre todo los sucesos realzados por la emoción. Esa descripción le parecía adecuada: recordaba mejor lo que había sentido con más intensidad... o lo olvidaba con más facilidad, como sugerían algunos experimentos, con un constante esfuerzo inconsciente que no era olvido, sino represión.

Tras ese primer cambio en el cerebro, sin embargo, se iniciaba el lento proceso de degradación. Por ejemplo, la capacidad de recordar variaba según la persona, pero era siempre menor que la capacidad de retención de la memoria, y muy difícil de gobernar. Había muchas cosas almacenadas en el cerebro que nunca se recuperaban. Lo que uno no rememoraba no se reforzaba, y después de ciento cincuenta años almacenado sufría una rápida degradación —así lo sugerían los experimentos—, debida al parecer a la acumulación de los efectos cuánticos de los radicales libres reunidos al azar en el cerebro. Según todos los indicios eso era lo que les estaba ocurriendo a los ancianos; un proceso de destrucción que empezaba inmediatamente después de que el suceso se hubiese grabado en el cerebro, y que con el tiempo alcanzaba un nivel de acumulación de efectos catastrófico para las oscilaciones implicadas, y por tanto para los recuerdos. Se trataba probablemente de un proceso como el empañamiento termodinámico del cristalino del ojo, pensó Sax lúgubremente.

Aun así, si uno pudiera enumerar todos sus recuerdos,
ecforizarlos
, como alguien había escrito (la palabra procedía del griego, y significaba algo así como «ecotransmisión»), reforzaría los circuitos y pondría el reloj de la degradación en el punto de partida. Una especie de tratamiento de longevidad para los más debilitados, anamnesis, o pérdida del olvido. Y desde ese tratamiento sería más fácil recordar un suceso dado, o al menos tan fácil como lo era poco después de que se produjera. En esa dirección avanzaban los trabajos de refuerzo de la memoria. Algunos llamaban a las drogas y el instrumental eléctrico empleado en el proceso
nootrópicos
, una palabra que Sax interpretaba como «que actúa sobre la mente». Había numerosos términos que se repetían en la literatura especializada; la gente había echado mano de los diccionarios de griego y latín para bautizar los fenómenos. Sax había encontrado
mnemónica
y
mnemosínico
, en honor de la diosa de la memoria; o bien mimenskesthains, del verbo griego «recordar». Sax preferia
refuerzo de la memoria
, aunque también le gustaba
anamnesis
, parecia mas adecuado para lo que trataban de hacer. Deseaba preparar un anamnésico.

Pero las dificultades prácticas de la ecforización (de recordar todo el pasado propio, o incluso una parte) eran grandes. No ya encontrar el anamnésico que estimulara el proceso, sino averiguar cuánto tiempo llevaría. Cuando uno había vivido dos siglos, no era desatinado pensar que se tardarían años en ecforizar todos los sucesos significativos de una vida. Un recorrido cronológico era impracticable en más de un aspecto. Sería preferible limpiar de alguna manera el sistema, fortaleciendo la red sin necesidad de recordar conscientemente cada uno de sus componentes. Que tal limpieza fuera electroquímicamente posible aún estaba por ver, y se desconocía asimismo cómo la experimentaría el paciente. Pero si excitaban eléctricamente la vía perforada hasta el hipocampo y se conseguía filtrar al torrente sanguíneo cerebral una gran cantidad de trifosfato de adenosina, por ejemplo, estimulando así la potenciación a largo plazo que favorecía el aprendizaje, se fijaba una secuencia de ondas cerebrales que estimulara y soportara las oscilaciones cuánticas de los microtúbulos y se forzaba a la conciencia a repasar los recuerdos que uno creía más importantes, mientras los demás eran igualmente reforzados de manera inconsciente...

Cayó en un nuevo
decelerando
de ideas y volvió a sufrir un apagón. Allí estaba, en la salita de su apartamento, en blanco, maldiciéndose por no haber tratado al menos de murmurarle algo a su IA. Tenía la sensación de que había dado con algo, algo sobre el ATP, ¿o era el LTP? Bueno, si se trataba de un pensamiento útil, ya lo recordaría. Tenía que creer en ello.

Del mismo modo que, cuanto más se adentraba en sus estudios, más convencido estaba de que el shock provocado por el episodio amnésico de Maya había precipitado a Michel en el declive súbito. Era una explicación que no podría probar nunca, y ni siquiera importaba probarla. Pero Michel no habría querido sobrevivir ni a su memoria ni a la de ella. Había amado a Maya como el proyecto de su vida, su definición de sí mismo. Ver a Maya olvidándose de algo tan básico, tan importante (como una llave para la recuperación de la memoria)... Y la conexión entre la mente y el cuerpo era tan fuerte que la distinción probablemente era falsa, un vestigio de la metafísica cartesiana o de anteriores concepciones religiosas sobre el alma. La mente era la vida del cuerpo. La memoria era mente. Y así, mediante una simple ecuación transitiva, memoria era igual a vida, y cuando la memoria desaparecía, la vida desaparecía. En aquella traumática media hora final, Michel debía de haber caído en la arritmia fatal oprimido por la angustia y la pena ante la muerte mental de su amada. Tenían que recordar para estar verdaderamente vivos. Y por eso tendrían que probar la ecforización, si es que conseguían descubrir el anamnésico apropiado.

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