Authors: Kim Stanley Robinson
El fallo de memoria de Maya lo había alterado, pero no parecia una causa suficiente. Hacía tiempo que conocía el problema de Maya y le preocupaba, de modo que un episodio más no debería haber importado. Una coincidencia, una terrible coincidencia. Mucho más tarde, cuando ya todo había sido en vano, se habían llevado a Michel y los médicos estaban recogiendo el equipo, Maya regresó y tuvieron que comunicarle lo sucedido.
La noticia la trastornó. Uno de los médicos trató de consolarla (eso no servirá de nada —se dijo Sax—, yo mismo lo he intentado) y obtuvo una bofetada. Furioso, salió al pasillo y se dejó caer pesadamente en una silla.
Sax fue tras él y se sentó a su lado. El joven sollozaba.
—No puedo seguir haciendo esto —dijo el médico al rato. Sacudió la cabeza, como disculpándose—. Es inútil. Venimos y hacemos lo que podemos, pero da lo mismo. Nada detiene el declive súbito.
—¿Y eso qué es? —preguntó Sax.
El joven encogió sus hombros inmensos y sorbió por la nariz.
—Ése es el problema, que nadie sabe lo que es.
—Seguro que hay teorías. ¿Qué dicen las autopsias?
—Arritmia cardíaca —contestó un médico que salía con parte del equipo.
—Ése es sólo el síntoma —espetó el otro, y volvió a sorber—. ¿Qué provoca la arritmia y por qué la resucitación cardiopulmonar fracasa?
Nadie respondió.
Otro misterio por resolver. A través de la puerta Sax veía a Maya llorando en el sofá. Nadia estaba a su lado, como una estatua de sí misma. Y de pronto Sax comprendió que aunque encontraran una explicación, Michel seguiría estando muerto.
Art se ocupó de los médicos e hizo algunos preparativos. Sax tecleó en su consola y miró la lista de artículos que trataban del declive súbito:
8.361 títulos. Había estudios, tablas confeccionabas por las IA, pero nada que pareciera definitivo. Estaban aún en un estadio de observación y planteamiento de hipótesis, buscando. En muchos aspectos se parecía a los trabajos sobre la memoria que había estado leyendo. La muerte y la mente; ¡llevaban tiempo estudiando esos temas tan refractarios! El mismo Michel había sugerido la existencia de una narrativa profunda que explicaba lo que no podían explicar de sí mismos... Michel el hombre que lo había rescatado de la afasia, que le había enseñado a comprender partes de su personalidad cuya existencia ignoraba. Se había ido, y no regresaría. Acababan de llevarse la última versión de su cuerpo. Rondaba la edad de Sax, unos doscientos veinte años, una edad avanzada según los antiguos estándares. Entonces, ¿por qué sentía aquella opresión en el pecho, por qué aquellas lágrimas? No tenía sentido. Pero Michel lo habría comprendido. Mejor eso que la muerte de la memoria, habría dicho. Pero Sax no estaba tan seguro; sus problemas de memoria parecían menos graves ahora, y también los de Maya. Recordaba lo suficiente como para sentirse devastada, igual que él. Recordaba lo importante.
De pronto cayó en la cuenta de que la había acompañado en los velatorios de sus tres consortes, John, Frank y ahora Michel. Y cada vez era peor para ella. Y para él.
Un globo esparció las cenizas de Michel sobre el mar de Hellas. Reservaron una parte para Provenza.
La literatura sobre longevidad y senescencia era tan vasta y especializada que Sax tuvo dificultades para organizar su asalto de la materia. Los últimos trabajos sobre el declive súbito eran obviamente el punto de partida, pero para comprender esos artículos tenía que remitirse a los anteriores y estudiar en profundidad los tratamientos de longevidad, materia que Sax había evitado siempre debido a su confusa naturaleza biológica, inexplicable y casi milagrosa. Un sujeto de estudio muy próximo al núcleo de la gran incógnita. De buen grado lo había dejado para Hiroko y el extraordinariamente dotado Vladimir Taneev, que en colaboración con Marina y Ursula había diseñado y supervisado los primeros tratamientos y las principales modificaciones posteriores.
Pero Vlad había muerto y Sax tenía interés. Había llegado el momento de sumergirse en la viriditas, en el dominio de lo complejo.
Había comportamiento ordenado y comportamiento caótico, y allí donde interaccionaban se abría una zona amplia y llena de circunvoluciones, el dominio de lo complejo. Allí era donde aparecía la viriditas, el lugar en el que la vida podía existir. Mantener la vida en el centro de esa zona de complejidad era, en sentido filosófico, lo que pretendía el tratamiento de longevidad, impidiendo que las diversas incursiones del caos (como la arritmia) o del orden (como la proliferación de células malignas) alteraran fatálmente el organismo.
Una irrupción hasta ahora desconocida del caos o del orden en la zona fronteriza del complejo, concluyó después de una larga sesión de lecturas sobre el fenómeno, que le sugirieron vías de investigación gracias a las descripciones matemáticas de la frontera complejidad-caos y la frontera orden-complejidad. Pero uno de sus apagones se llevó la visión holística del problema y la sustancia de la matemática. Se consoló diciéndose que seguramente era una visión demasiado filosófica para serle útil. Al fin y al cabo, la causa no podía ser evidente, pues de otro modo los esfuerzos concertados de toda la ciencia médica ya habrían dado con ella. Por el contrario, debía de tratarse de algún cambio sutil en la bioquímica cerebral, algo que había resistido quinientos años de intentos de penetración científica cual una hidra: cada descubrimiento generaba nuevos misterios...
De todas formas, insistió. Y tras unas semanas de lectura había logrado orientarse en aquella escurridiza materia. Siempre había creído que el tratamiento de longevidad consistía en una inyección directa del ADN del sujeto y que las cadenas producidas artificialmente reforzaban las cadenas de las células, y de ese modo reparaban las roturas y errores provocados por el tiempo. Eso era correcto, pero el tratamiento iba mucho más lejos, al igual que la senescencia era mucho más que una simple división celular defectuosa. No se trataba sólo de separar cromosomas, sino que era un cúmulo de procesos complejos, y sólo algunos elucidados. El envejecimiento tenía lugar en todos los niveles: molécula, célula, órgano, organismo. Algunos procesos senescentes de origen hormonal beneficiaban a los organismos jóvenes en fase reproductiva y sólo resultaban perjudiciales para el animal que ya había pasado esa fase, cuando en términos evolutivos ya no importaba. Algunas líneas celulares eran virtualmente inmortales; la médula ósea y la mucosidad intestinal se replicaban mientras el medio estuviera vivo, sin mostrar alteraciones debidas al paso del tiempo. Otras células, como las proteínas no reemplazadas del cristalino del ojo, soportaban los cambios provocados por la exposición a la luz o el calor con regularidad suficiente como para actuar como una suerte de cronómetro biológico. Cada línea celular envejecía con un ritmo propio, o no envejecía; de modo que no era «cuestión de tiempo» newtoniano trabajando entrópicamente en un organismo. Esa clase de tiempo no existía. Se trataba más bien de una gran cantidad de fenómenos físicos y químicos específicos con distintas velocidades y efectos. Líneas con un numero fantásticamente grande de mecanismos de reparación celular, un eficaz sistema inmunitario; los tratamientos de longevidad a menudo complementaban esos procesos, actuaban directamente sobre ellos o bien los reemplazaban. El tratamiento incluía en esos momentos suplementos de enzima fotoliasa, para corregir el ADN defectuoso, y de la hormona pineal melatonina, además de dehidroepiandrosterona, una hormona esteroide producida por las glándulas suprarrenales... Había casi doscientos componentes de ese tipo en los tratamientos actuales.
Vasto y complejo. Algunas veces Sax interrumpía sus lecturas y se acercaba paseando al rompeolas, se sentaba con Maya en la cornisa y se detenía a observar el burrito que estaba comiendo: contemplaba todo lo que iba a ser digerido por él, todo lo que los mantenía vivos, sentía su respiración, aunque jamás le había prestado atención, y de pronto se ahogaba, perdía el apetito y la fe en que un sistema tan complejo pudiera existir durante más de un momento antes de hundirse en el caos primordial y las simplicidades de la astrofísica. Como un castillo de naipes de cien pisos en medio de un vendaval. Afortunadamente Maya no necesitaba una compañía activa, porque Sax se sumía en largos silencios, abismado en la contemplación de su propia imposibilidad.
No obstante, perseveró. Ésa era la respuesta del científico cuando se enfrentaba a un enigma. Y había otros que seguían investigando, en las fronteras y en campos relacionados que iban de lo pequeño (como la virología, donde las investigaciones sobre formas de vida diminutas como los priones y los viroides estaban poniendo de manifiesto formas aún más pequeñas, casi demasiado parciales para calificarlas de vida: víridos, viris, virs, vis, vs, que tal vez jugaran un papel importante en los macroniveles...) a los grandes temas orgánicos, como el ritmo de las ondas cerebrales y su relación con el corazón y otros órganos, o la producción en la glándula pineal de la melatonina, siempre menguante, una hormona que parecía regular muchos aspectos del envejecimiento. Sax seguía todas las rutas, tratando de obtener un nuevo enfoque, más amplio y bien fundado. Tenía que estudiar lo que su intuición señalaba como más importante.
Evidentemente, no ayudaba que algunos de sus mejores razonamientos sobre la materia se hubieran perdido cuando Sax llegaba a la conclusión. ¡Tenía que encontrar una manera de grabar esas ráfagas de pensamiento antes de que se esfumaran! Empezó a hablar para sí en voz alta, incluso en público, esperando anticiparse con ello a los apagones, pero no obtuvo nada, porque no se trataba de un proceso verbal.
En medio de esa labor, los encuentros con Maya eran deliciosos. Si advertía que había caído la tarde, dejaba sus lecturas y bajaba hasta la cornisa, y allí, en un banco, veía a Maya contemplando el mar. Se acercaba a alguno de los quioscos del parque compraba un burrito, un giros, una ensalada o un perrito de maíz y luego iba a sentarse a su lado. Ella lo saludaba con una inclinación de cabeza y comían en silencio. Luego miraban el mar.
—¿Cómo te ha ido el día?
—Bien. ¿Y a ti?
Él no hablaba demasiado sobre sus lecturas y ella no decía gran cosa sobre sus labores hidrológicas o sobre montajes teatrales, a los que acudía en cuanto oscurecía. En realidad tenían muy poco que decirse, pero había entre los dos una atmósfera de camaradería. Y una tarde en que el crepúsculo mostró un brillo lavanda inusual, Maya dijo:
—Me pregunto qué color será ése.
—¿Lavanda? —aventuró Sax.
—Pero el lavanda es más claro, ¿no?
Sax consultó la carta cromática que utilizaba desde hacía mucho tiempo para identificar los colores. Maya dio un respingo al verla, pero él siguió estudiando su muñeca de todos modos y comparó varios cuadros de muestra con el cielo.
—Necesitamos una pantalla más grande. —Y al fin encontraron uno que parecía coincidir: violeta claro. O algo entre violeta claro y violeta pálido.
A partir de entonces aquél se convirtió en un hobby compartido. Era notable el variado colorido de los crepúsculos de Odessa, que afectaban el cielo, el mar, las paredes blanqueadas de la ciudad. Una variedad infinita para la que faltaban nombres. La pobreza del lenguaje en esta área no dejaba de sorprender a Sax, por no hablar de la pobreza de la carta cromática. El ojo podía distinguir unos diez millones de tonalidades distintas, leyó; el libro de consulta que él utilizaba contenía 1.266 muestras, y sólo una pequeña fracción de éstas tenía nombre. Así que muchas tardes mantenían en alto sus brazos y contrastaban diferentes colores con el cielo, y con frecuencia, cuando encontraban uno que se correspondía, no tenía nombre. En esos casos los improvisaban: 2 de octubre, el undécimo naranja, púrpura del afelio, hoja de limón, casi verde, barba de Arkadi. A Maya se le ocurrían infinidad de apelativos. Y en las raras ocasiones en que encontraban una muestra nominada para el color del cielo aprendían el significado de una nueva palabra, lo que satisfacía a Sax profundamente. Pero en la franja comprendida entre el azul y el rojo el inglés era increíblemente parco, no estaba preparado para Marte. Una tarde después de un crepúsculo malva, consultaron la carta metodicamente, sólo para comprobar: púrpura, magenta, lila, amaranto, berenjena, malva, amatista, ciruela, violáceo, violeta, heliotropo, clemátide, lavanda, índigo, jacinto, ultramarino... y llegaron a los prolijos azules. Pero para la gama rojo-azul eso era todo si se dejaban de lado las adjetivaciones: violeta real, lavanda agrisado, etcétera.
Una tarde despejada, cuando el sol se había puesto detrás de los Hellespontus aunque seguía iluminando el aire sobre el mar, el cielo adquirió un color familiar mezcla de naranja, rojizo y marrón. Maya lo asió del brazo y exclamó:
—¡Ése es el naranja marciano, mira, ése es el color del planeta visto desde el espacio, lo que vimos desde el
Ares
! ¡Mira! Deprisa, ¿qué color es ése, qué color es?
Consultaron la carta.
—Rojo paprika. Rojo tomate. Rojo oxidado, tendría que ser éste. Después de todo es la afinidad del hierro con el oxígeno lo que forma ese color.
—Pero es mucho más oscuro, fíjate.
—Es cierto.
—Rojo pardo.
—Pardo rojizo.
Cinamomo, siena, naranja pérsico, tostado, camello, marrón oxidado, Sahara, naranja cromo... Se echaron a reír. No acababan de encontrarlo.
—Lo llamaremos naranja marciano —decidió Maya.
—De acuerdo. Pero fíjate cuántos nombres hay para esos colores en comparación con los que se refieren a los púrpuras. ¿Por qué será?
Maya se encogió de hombros. Sax leyó el material explicativo que acompañaba a la carta para ver si aclaraba algo.
—Ah, al parecer los bastoncillos de la retina captan mejor los tres colores primarios, y por eso las gamas cercanas a ellos tienen tantas distinciones. —Entonces, en la semipenumbra purpúrea, tropezó con una frase que lo sorprendió tanto que la leyó en voz alta:— El rojo y el verde forman un par en el que no pueden percibirse simultáneamente como componentes del mismo color.
—No es cierto —apostilló Maya de inmediato—. Eso es porque utilizan un círculo de colores y esos dos se oponen.
—¿Qué quieres decir? ¿Que hay otros colores además de ésos?
—Pues claro. Los colores de los artistas; si pones una mancha de rojo y otra de verde, obtienes un color que no es ni rojo ni verde.