Marte Azul (87 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Ahora eran los Dieciocho. Aunque Sax, hecho insólito, incluía provisionalmente a siete más, por la posibilidad de que el grupo de Hiroko estuviera vivo en alguna parte. Maya lo veía como una fantasía, pura ilusión, aunque Sax no fuera precisamente una persona proclive a las ilusiones, así que quizás hubiese algo de verdad en el rumor. De existencia indiscutible sólo quedaban dieciocho, y Mary, la más joven (a menos que Hiroko estuviera viva), tenía doscientos doce años, la más vieja, Ann, doscientos veintiséis; y Maya, doscientos veintiuno, un absurdo, pero ahí estaban, año 2206 en las noticias terranas...

—Pero hay gente en la segunda cincuentena —comentó Michel—, y es muy probable que el tratamiento siga funcionando durante mucho tiempo más. Tal vez no sea más que una desgraciada coincidencia.

—Tal vez.

Cada muerte parecía desgarrarlo. Se ensombrecía día a día, lo que irritaba a Maya. No había duda de que aún pensaba que debería haberse quedado en Provenza; aquélla era su ilusión, el hogar imaginario que persistía a pesar de que Marte era su hogar desde el momento en que había llegado, o desde que se uniera a Hiroko, ¡o quizás desde que había visto el planeta por primera vez en el cielo siendo niño! Nadie podía decir cuándo había sucedido, pero Marte era su hogar, y eso era obvio para todos menos para él. Seguía aferrado a Provenza y consideraba a Maya la responsable de su exilio y su tierra de exilio, y el cuerpo de Maya era el sustituto de Provenza, sus pechos las colinas, su vientre el valle, su sexo las playas y el océano. Era desde luego una empresa imposible ser la patria de alguien pero como se trataba de nostalgia y Michel consideraba beneficiosas las empresas imposibles, por lo general marchaba bien, y era inherente a la relación. Aunque a veces representaba una pesada carga para ella, y más que nunca cuando la muerte de uno de los Primeros Cien lo llevaba a ella y por tanto a pensar en el hogar.

Sax parecía enfadado en los funerales. Era evidente que veía la muerte como cruda imposición, una ostentosa fracción de la gran incógnita que sacudía el capote rojo en sus narices. Le parecía intolerable, un problema científico que había que resolver. Pero incluso a él le desconcertaban las manifestaciones del declive súbito, siempre diferentes, excepto en la rapidez y en la ausencia de alguna causa obvia. Un colapso de las ondas semejante al
jamáis vu
de Maya, una especie de
jamáis vivre
... Se barajaban múltiples teorías. Era una preocupación vital para los ancianos y para los jóvenes que esperaban envejecer; en suma, para todos. Y por eso estaba siendo objeto de un intenso estudio. Pero hasta el momento nadie había descubierto qué ocurría, y las muertes seguían produciéndose.

En el funeral de Yeli también colocaron una parte de sus cenizas en un globo que subió velozmente para soltarlas en el aire, y la ceremonia se realizó en el mismo sitio del rompeolas desde donde habían lanzado a Spencer, donde podían volverse y contemplar la ciudad. Después se retiraron al apartamento de Maya y Michel. Terapéutica también, se aferraban unos a otros. Revisaron los álbumes de recortes de Michel, hablaron de la Colina Subterránea, de Olympus Mons, del 61. El pasado. Maya parecía ausente y les sirvió té y pastel, y al final sólo Sax, Michel y Nadia quedaron en el apartamento. Todo había acabado y ella podía relajarse. Delante de la mesa de la cocina, apoyó la mano en el hombro de Michel y miró una vieja foto en blanco y negro, salpicada de salsa boloñesa y cafe, la imagen desvaída de un hombre joven sonriendo directamente a la cámara, con una sonrisa confiada e inteligente.

—Qué cara tan interesante —comentó.

Bajo su mano Michel se puso rígido. Nadia tenía una expresión afligida y Maya supo que había dicho algo inconveniente. Incluso Sax parecía turbado. Maya observó con atención al joven de la foto, pero no le recordó nada.

Salió del apartamento. Recorrió las calles de Odessa, dejó atras las paredes encaladas y las puertas y ventanas color turquesa, los gatos y las jardineras de terracota, y subió a la parte alta de la ciudad, desde donde contempló la extensa lámina índigo del mar de Hellas. Lloraba, pero sin saber por qué, sólo sentía una extraña desolación. También aquello había sucedido antes.

Más tarde se encontró en la parte occidental de la ciudad. Allí estaba el Paradeplatz Park, donde habían representado
El lazo de sangre
, ¿o había sido
Cuento de invierno
? Sí,
Cuento de invierno
. Pero ellos no regresarían a la vida.

Descendió lentamente las callejas escalonadas y se dirigió a su apartamento, pensando en el teatro, con ánimo más ligero conforme descendía. Había una ambulancia en la puerta del edificio y una ola helada la golpeó; siguió andando hasta la cornisa.

La recorrió hasta que el cansancio la obligó a sentarse en un banco. Enfrente, en un café terraza, un hombre calvo con mostacho blanco, bolsas bajo los ojos, mejillas regordetas y nariz roja tocaba un asmático bandoneón. Llevaba la tristeza de su música en la cara. El sol se ponía y el mar estaba en calma, con esas anchas franjas de lustre viscoso que las superficies líquidas mostraban a veces, todo teñido de naranja por el sol que se hundía detrás de las montañas. Relajada, acariciada por la brisa marina, miró las gaviotas que planeaban en lo alto. De pronto el color del cielo le resultó familiar y recordó haber mirado desde el
Ares
la bola moteada de naranja de Marte, el planeta no mancillado, antes de que entraran en órbita, como un símbolo de la felicidad que los aguardaba. Nunca había sido más feliz que entonces.

Y sobrevino de nuevo la sensación, el aura preepiléptica del
presque vu
, el mar centelleante, una vasta significación que lo bañaba todo, inmanente pero inalcanzable. Y un pequeño estallido de comprensión le reveló que cada aspecto del fenómeno era significativo, y que el significado último de las cosas siempre estaría lejos, en el futuro, arrastrándolos hacia adelante, no de los detritos del pasado sino de las imprevisibles posibilidades del futuro vivo... Sí, podía ocurrir cualquier cosa, cualquiera. Y por eso cuando el
presque vu
pasó, de nuevo no visto y sin embargo esta vez hasta cierto punto comprendido, se recostó en el banco, pletórica, vibrante: después de todo, las posibilidades de ser feliz siempre estarían en su horizonte.

Decimotercera Parte
Procedimientos experimentales

En el último momento Nirgal decidió ir a Sheffield. En la estación ferroviaria tomó el metro para el Enchufe, ciego a todo. Luego atravesó los grandes recintos hasta la sala de embarque. Y allí estaba ella.

Cuando lo vio se sintió complacida de que hubiese acudido, pero también irritada, por haberlo hecho tan tarde. Casi había llegado la hora de la partida. Subiría por el cable y embarcaría en un transbordador que la llevaría a uno de los nuevos asteroides, uno grande y lujoso, que aceleraría a gravedad marciana durante unos meses, hasta que pudieran alcanzar el adecuado porcentaje de la velocidad de la luz. Porque aquel asteroide era una nave estelar y partían hacia una estrella cercana a Aldebarán, donde un planeta semejante a Marte giraba en una órbita semejante a la terrestre alrededor de un sol semejante al sol. Un mundo nuevo, una nueva vida.

Nirgal aún no podía creérselo. Había recibido el mensaje hacía sólo dos días, y no había dormido tratando de decidir si le importaba, si debía ir a despedirla o tratar de disuadirla.

Al verla supo que no la disuadiría. Se marcharía. Quiero probar algo nuevo, le decía en el mensaje, una voz sin imagen en su consola de muñeca, la voz de Jackie: Ya no me queda nada aquí, ya he hecho lo que me correspondía. Quiero probar algo nuevo.

El pasaje de la nave estelar procedía principalmente de Dorsa Brevia. Nirgal había llamado a Charlotte para intentar averiguar el por qué. Es complicado, dijo Charlotte, hay muchas razones. El planeta al que se dirigen está relativamente cerca y es ideal para la terraformación. Que la humanidad vaya allí supone un gran paso. El primer paso hacia las estrellas.

Lo sé, había dicho Nirgal. Varias naves estelares habían partido ya rumbo a otros planetas similares. El paso ya se había dado.

Pero este planeta es aún mejor. Y en Dorsa Brevia la gente empieza a preguntarse si no será necesario poner toda esa distancia por medio para empezar de cero. Lo más difícil es dejar atrás la Tierra, y ahora la situación parece empeorar de nuevo. Esos descensos no autorizados podrían ser el principio de una invasión. Y si te detienes a pensar que Marte es la nueva sociedad democrática y la Tierra el viejo feudalismo, esa afluencia puede interpretarse como lo viejo tratando de aplastar a lo nuevo antes de que crezca demasiado. Nos sobrepasan en una proporción de veinte mil millones a dos. Y parte de ese feudalismo es patriarcado. Por eso en Dorsa Brevia se preguntan sino seria mejor alejarse. Sólo hay veinte años hasta Aldebarán y ellos van a vivir mucho tiempo. Por eso muchos se han decidido a hacerlo: grupos familiares, parejas sin hijos, personas solas. Como los Primeros Cien cuando vinieron a Marte, como en los días de Chalmers y Boone.

Por eso Jackie estaba sentada sobre el suelo alfombrado de la sala de embarque. Nirgal se sentó a su lado. Jackie alisaba la alfombra con la mano y luego escribía en el pelo. Escribió:
Nirgal.

Permanecieron sentados. La sala de embarque estaba atestada pero silenciosa. Los rostros mostraban gravedad, tristeza, nerviosismo, alegría. Algunos partían, otros despedían a los que se iban. A través del amplio ventanal se veía el Enchufe, donde las cabinas del ascensor subian en silencio y el extremo de los treinta y siete mil kilómetros descansaba suspendido a diez metros del suelo de hormigón.

Así que te vas, dijo Nirgal.

Sí, contestó Jackie. Quiero empezar de nuevo. Nirgal guardó silencio.

Será una aventura, dijo ella.

Es cierto. Nirgal no sabía qué más decir.

En la alfombra ella escribió:
Jackie Boone se fue a la luna.

Cuando te paras a pensarlo es una perspectiva estremecedora. La humanidad diseminándose por la galaxia. Estrella tras estrella, siempre más lejos. Es nuestro destino. Es lo que debemos hacer. Incluso se rumorea que Hiroko anda por ahí, que ella y su grupo partieron en una de las primeras naves estelares, la que se dirigía a la estrella de Barnard, para empezar en un nuevo mundo, para encontrar la viriditas.

Es tan verosímil como las otras historias, dijo Nirgal. Y era cierto; podía imaginar a Hiroko partiendo de nuevo, uniéndose a la diaspora de la humanidad por las estrellas, colonizando los planetas y luego adelante. Un paso fuera de la cuna, el fin de la prehistoria.

Nirgal contempló su perfil mientras ella dibujaba en la alfombra. Sería la última vez que la vería. Para ambos era como si el otro fuera a morir y podía decirse lo mismo de muchas de las parejas que se encontraban silenciosas en la habitación.

Como los Primeros Cien. Por eso habían sido tan extraños: habían abandonado a los que conocían y se habían embarcado con noventa y nueve desconocidos. Algunos eran famosos científicos, todos tenían padres, presumiblemente, pero ninguno tenía hijos, ni cónyuges excepto los integrantes de las seis parejas casadas. Personas solteras y sin hijos, de mediana edad, deseosos de empezar de nuevo. Eso eran ellos. Y eso era Jackie ahora: sin hijos, sola.

Nirgal volvió a mirarla: sonrojada, el cabello negro resplandeciendo. Ella lo miró brevemente y volvió a bajar la vista. Dondequiera que vaya, allí estaré, escribió.

Volvió a mirarlo. ¿Qué crees que nos pasó?, preguntó. No lo sé.

Miraron pensativamente la alfombra. En la cámara del cable, un ascensor levitaba lentamente. La cabina se enganchó a él y una cinta transportadora serpenteó y se acopló a su pared exterior.

No te vayas, quería decirle. No te vayas. No abandones este mundo para siempre. No me abandones. ¿Recuerdas que los sufíes nos casaron?

¿Recuerdas que una vez hicimos el amor al calor de un volcán? ¿Te acuerdas de Zigoto?

Pero no dijo nada. Ella recordaba. No lo sé.

Nirgal alargó la mano y borró el último verbo. Con el índice escribió en su lugar estaremos.

Jackie esbozó una sonrisa melancólica. Contra todos aquellos años, ¿qué podía una palabra?

Los altavoces anunciaron que el ascensor partiría en breve. La gente se levantó, hablando agitadamente. Nirgal se encontró de pie frente a Jackie, que lo miraba, y la abrazó. Tenía su cuerpo entre sus brazos, real como una roca, y su pelo le cosquilleaba en la nariz. Aspiró su fragancia y contuvo el aliento. Luego la soltó. Ella se alejó sin una palabra. A la entrada de la cinta transportadora miró atrás otra vez, y luego desapareció.

Más tarde Nirgal recibió un mensaje procedente del espacio exterior. Dondequiera que vaya, allí estaremos. No era cierto, pero le hacia sentirse mejor. Eso podían conseguir las palabras. Muy bien, se dijo mientras continuaba su vagabundeo incesante por el planeta, en vuelo hacia Aldebarán.

La isla polar norteña había sido quizás el paisaje marciano que más deformaciones había sufrido. Al menos eso era lo que Sax había oído, y caminando por el acantilado que flanqueaba el río Chasma Borealis comprendía a qué se referían. Aproximadamente la mitad del casquete polar se había fundido y las inmensas murallas de hielo de Chasma Borealis habían desaparecido a consecuencia de un deshielo que Marte no conocía desde mediados del período hespérico, y en la primavera y el verano esas aguas habían corrido impetuosas sobre la arena estratificada y el loess desgarrándolos con violencia. Los declives del terreno se habían convertido en profundos cañones de paredes arenosas orientados hacia el mar del Norte que encauzaron las aguas de los subsiguientes deshielos primaverales, modificándose rápidamente a medida que las pendientes se colapsaban y los desprendimientos de tierra creaban lagos de corta vida que desaparecían a su vez cuando la corriente se llevaba los diques, dejando sólo terrazas colgadas y deslizaderos.

Contemplando uno de éstos, Sax calculó cuánta agua debía de haberse acumulado en el lago antes de que el dique cediera. No era aconsejable acercarse demasiado al borde, por la extrema inestabilidad de las paredes de los nuevos cañones. La vida vegetal era escasa, aquí y allá una franja pálida de liquen en la cual la vista descansaba de los tonos minerales. El río Borealis era una corriente ancha y poco profunda de aguas glaciares lechosas y revueltas, unos ciento ochenta metros más abajo. Los tributarios cortaban valles colgantes menos profundos y desaguaban en opacas cascadas, como si se derramara pintura poco densa.

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