Marte Azul (42 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Pero ella había cumplido ciento cincuenta y nueve años, absurdo pero cierto. Y Art debía de andar por los setenta u ochenta, no estaba segura, aunque aparentaba cincuenta, como ocurría a menudo cuando se empezaba a recibir el tratamiento pronto.

—Tengo edad para ser tu bisabuela —dijo.

Art se encogió de hombros, abochornado. Sabía a qué se refería Nadia.

—Y yo podría ser el bisabuelo de esa mujer —dijo él señalando a una alta joven nativa que pasaba frente a la puerta de la oficina—. Y ella tiene edad suficiente para ser madre. En fin, llega un punto en que eso carece de importancia.

—Para ti tal vez.

—Pues claro. Pero eso es ya la mitad de la opinión que de veras importa.

Nadia no dijo nada.

—Mira —dijo Art—, vamos a vivir mucho tiempo. En algún momento las cifras dejarán de importar. Me refiero a que si bien yo no estuve contigo en los primeros años, llevamos juntos mucho tiempo y hemos compartido muchas cosas.

—Lo sé. —Nadia bajó la mirada, recordando. Sobre la mesa descansaba el muñón de su dedo perdido hacía mucho tiempo. Toda esa vida se había ido. Ahora era presidenta de Marte.— Mierda.

Art terminó el kava y la observó con afecto. Ella le gustaba, él le gustaba. Ya eran una pareja.

—¡Tendrás que ayudarme con el maldito asunto del consejo! —dijo ella, desolada al ver cómo se desvanecían sus tecnofantasías.

—Claro que lo haré.

—Y después, bien... Ya veremos.

—Ya veremos —dijo él, y sonrió.

Así que allí estaba, atrapada en Pavonis Mons. El nuevo gobierno estaba reunido en los almacenes porque iban a trasladarse a la ciudad de Sheffield propiamente dicha, donde ocuparían los voluminosos edificios revestidos de piedra pulida abandonados por las metanacs; se discutía si las indemnizarían por esos edificios y demás infraestructuras o si por el contrario todo había quedado «globalizado» o «cooptado» por la independencia y el nuevo orden.

—Indemnícenlos —le gruñó Nadia a Charlotte, furiosa. Pero no parecía que la presidencia de Marte fuera un cargo que hiciera saltar a la gente a una orden suya.

En cualquier caso, el gobierno se iba a trasladar allí y Sheffield iba a convertirse, si no en capital, sí en sede temporal del gobierno. Con Burroughs inundada y Sabishii arrasada por el fuego no quedaba ningún otro lugar y, para ser francos, no parecía que ninguna de las otras ciudades-tienda quisiera acogerlos. Se hablaba incluso de construir una ciudad capital, pero eso llevaría tiempo y mientras tanto tenían que reunirse en algún sitio. Por eso se trasladaron a la tienda de Sheffield, bajo su cielo oscuro, a la sombra del cable del ascensor, que se elevaba tieso y negro en el barrio oriental, como un defecto en la realidad.

Nadia encontró un apartamento en la tienda más occidental, detrás del parque del borde, un cuarto piso desde el que gozaba de una excelente vista de la sobrecogedora caldera de Pavonis. Art tomó un apartamento en la planta baja del mismo edificio, en la parte trasera; al parecer la caldera le daba vértigo. Y las oficinas de Praxis estaban en el edificio contiguo, un cubo de jaspe pulido que ocupaba toda una manzana, con ventanas de color azul cromado.

Pues bien, había llegado la hora de respirar hondo y emprender el trabajo que le habían encomendado. Era como una pesadilla en la que de pronto se había decidido prolongar el congreso constitucional tres años, tres años marcianos.

Empezó con la intención de escapar de allí de cuando en cuando y participar en algún proyecto de construcción. Cumpliría con sus obligaciones en el consejo, pero trabajar para aumentar la producción de gases de invernadero, por ejemplo, le parecía muy interesante, puesto que el proyecto tenía que afrontar simultáneamente los problemas técnicos y las exigencias de la nueva política medioambiental. Además, la llevaría a las tierras del interior, donde se hallaban las materias primas para los gases de invernadero. Desde allí podía ocuparse de los asuntos del consejo a través de la pantalla.

Pero los acontecimientos se confabulaban para retenerla en Sheffield, uno detrás de otro, aunque nada particularmente importante o atractivo comparado con lo que había sido el congreso, sólo detalles necesarios para poner las cosas en marcha. En cierto modo era como Charlotte había dicho; después de la fase de diseño venían las interminables minucias de la construcción.

Era previsible, tenía que armarse de paciencia. Podía trabajar duro en el primer asalto y luego marcharse. Mientras tanto, además del proceso de arranque, la requerían los medios de comunicación y la nueva oficina de asuntos marcianos de las Naciones Unidas, muy interesados en las nuevas políticas y trámites de inmigración, y también los miembros del consejo. ¿Dónde se reunirían? ¿Con qué frecuencia? ¿Cuáles serían sus directrices? Nadia convenció a los otros seis de que contratasen a Charlotte como secretaria del consejo y jefa de protocolo, y a su vez Charlotte contrató un gran equipo de auxiliares de Dorsa Brevia, con lo que se obtuvo una plantilla elemental. Y Mijail había acumulado mucha experiencia práctica en el gobierno de Bogdanov Vishniac. Es decir, que había gente mucho mejor preparada que Nadia para ese trabajo; sin embargo, seguían llamándola un millón de veces al día para conferenciar, discutir, decidir, designar, adjudicar, arbitrar, administrar. Era interminable.

Y cuando Nadia se reservó algo de tiempo para sí, casi por decreto, resultó que ser presidenta implicaba enormes dificultades para unirse a un proyecto particular. Todo lo que se ponía en marcha dependía de una tienda o una cooperativa, que a menudo eran empresas comerciales involucradas en operaciones mixtas, en parte obras públicas no lucrativas y en parte incluidas en el mercado competitivo. Por tanto, que la presidenta de Marte colaborase con una cooperativa en particular sería un signo de patrocinio oficial, lo cual no podía permitirse si uno quería ser justo. Planteaba un conflicto de intereses.

—¡Mierda! —le gritó a Art, con mirada acusadora.

Él se encogió de hombros, tratando de fingir que no había previsto que surgirían aquellos conflictos.

Nadia no tenía escapatoria, era una prisionera del poder. Tenía que estudiar la situación como si se tratase de un problema de ingeniería, como tratar de aplicar fuerza en un medio difícil. Si quería, por ejemplo, fábricas de gases de invernadero, estaba obligada a no unirse a una cooperativa determinada. Por tanto tenía que buscar una alternativa, la emergencia en un nivel superior: tal vez podría coordinar cooperativas.

Nadia era del parecer que había buenas razones para promover la construcción de fábricas de gases de invernadero. El Año Sin Verano había deparado violentas tormentas originadas en el Gran Acantilado que se habían abatido sobre el norte, y los meteorólogos en su mayoría coincidían en que las «tormentas interecuatoriales Hadley» tenían su causa en la desaparición de los espejos orbitales y la consiguiente disminución súbita de la insolación. Una edad glacial con todas las de la ley era una clara probabilidad, y bombear gases de invernadero parecía una de las mejores maneras de contrarrestarla. Nadia pidió a Charlotte que organizara un congreso con el propósito de obtener sugerencias ante aquella amenaza. Charlotte contactó con gente de Da Vinci, Sabishii y otros lugares, y pronto lo tuvo todo dispuesto. El congreso se celebraría en Sabishii y se denominaría «Estrategias para paliar los efectos de la disminución de insolación. M-53», sin duda a propuesta de algún saxaclón de Da Vinci.

Pero Nadia no pudo asistir a ese congreso. Los asuntos en Sheffield, relacionados con la instauración de un nuevo sistema económico, cuestión que le pareció lo suficientemente importante, la retuvieron. El cuerpo legislativo estaba elaborando la ley de ecoeconomía, poniendo músculos al esqueleto pergeñado en la constitución, y para ello se animaba a las cooperativas ya existentes antes de la revolución a que ayudaran a las subsidiarias locales de las metanacs a transformarse en cooperativas similares. Este proceso, llamado horizontalización, tenía un apoyo mayoritario, sobre todo por parte de los jóvenes nativos, y por tanto progresaba sin obstáculos. Toda empresa marciana debía ser propiedad de sus trabajadores. Ninguna cooperativa podía tener más de mil miembros, y las empresas mayores tenían que constituirse como asociaciones de cooperativas. En cuanto a la estructura interna, la mayoría elegía variantes de los modelos bogdanovistas, que a su vez seguían el modelo cooperativo de la comunidad vasca de Mondragón, en España, donde todos los trabajadores eran copropietarios y compraban su parte aportando el equivalente del sueldo de un año de trabajo al fondo de equidad, que luego se convertía en acciones cuyo valor crecía durante su permanencia en la empresa, y que finalmente se les devolvía en forma de pensión. Los consejos elegidos entre los trabajadores contrataban a los gerentes, generalmente de fuera, que podían tomar decisiones ejecutivas y cuyas actuaciones los consejos examinaban anualmente. El crédito y el capital se obtenían de los bancos centrales de las cooperativas o de los fondos iniciales del gobierno global, o de organizaciones de ayuda como Praxis y los suizos. En un nivel superior, las cooperativas del mismo ramo se asociaban para emprender proyectos de mayor envergadura y enviaban representantes a las corporaciones industriales, que ofrecían equipos de práctica profesional, centros de arbitraje y mediación y asociaciones comerciales.

La comisión económica estaba ocupada en la creación de una moneda marciana para uso interno y para el cambio de valores terranos. Se deseaba una moneda resistente a la especulación terrana; pero en ausencia de un mercado de valores marciano, toda la fuerza de la inversión terrana tendía a recaer en la moneda, el único juego de inversión que se les ofrecía. Esto provocaba una cierta tendencia a inflar el cequí marciano en los mercados monetarios terranos, y en los viejos tiempos habría disparado su valor hasta las nubes, en perjuicio de la balanza comercial marciana; pero como las metanacionales de la Tierra estaban ocupadas luchando contra su disgregación y la cooperativización, las finanzas terranas andaban algo desordenadas y carentes del viejo espíritu de especulación feroz. De manera que el cequí alcanzó una fuerte cotización en la Tierra, aunque no excesiva, y en Marte sólo era dinero. Praxis resultó muy útil en este proceso, porque se convirtió en una especie de banco federal para la nueva economía, que proporcionaba préstamos sin interés y servía como mediador en los intercambios con divisas terranas.

En vista de todo esto, el consejo ejecutivo se reunía durante largas horas cada día para discutir la legislación y programas de gobierno. La tarea era tan absorbente que Nadia casi olvidó que se estaba celebrando en Sabishii un congreso que ella había promovido. A pesar de todo, las noches en que estaba de humor pasaba una última hora frente a la pantalla conversando con amigos de Sabishii, donde al parecer las cosas marchaban bastante bien. Muchos de los científicos dedicados al medioambiente habían asistido y todos coincidían en que un aumento masivo de la emisión de gases de invernadero mitigaría los efectos de la pérdida de los espejos orbitales. Naturalmente el CO
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era el gas de invernadero más fácil de liberar, pero —dado que se intentaba reducir su presencia en la atmósfera— la opinión general era que se podían producir cantidades satisfactorias de gases alternativos más complejos y eficaces. Y en principio no pensaban que fuera a suponer un problema, políticamente hablando, porque si bien la constitución exigía una atmósfera que no superase los 350 milibares en la franja de los seis mil metros, no decía nada sobre los gases que podían utilizarse. Si se liberaban los halocarbonos y el resto de gases de invernadero del cóctel Russell hasta que constituyesen cien partes por millón de la atmósfera en vez de las veintisiete partes de ese momento, la retención de calor aumentaría varias unidades Kelvin, calculaban, y podrían evitar una era glacial, o al menos acortarla. Por tanto, el plan abogaba por la producción y liberación de toneladas de tetrafluoruro de carbono, hexafluoretano, hexafluoruro de azufre, metano, óxido nitroso y pequeñas cantidades de otros elementos químicos que ayudaban a disminuir la destrucción de halocarbonos por los rayos ultravioletas.

Completar el deshielo del mar de hielo boreal era el otro objetivo obvio mencionado con más frecuencia en el congreso. Hasta que el mar no fuera totalmente líquido, el albedo del hielo reflejaría enormes cantidades de energía al espacio e impediría la existencia de un ciclo de agua activo. Si lograban un océano líquido, o, dada la alta latitud, un océano líquido al menos en verano, pondrían coto a una probable era glacial y en esencia se habría completado la terraformación: tendrían corrientes impetuosas, olas, evaporación, nubes, precipitaciones, deshielo, arroyos, ríos, deltas... un ciclo hidrológico completo. Ése era un objetivo primario, y por eso se proponían gran variedad de métodos para acelerar el deshielo: derivar el excedente de calor de las centrales nucleares al océano, diseminar algas negras sobre el hielo, desplegar transmisores de microondas y ultrasonidos como calefactores, e incluso utilizar grandes rompehielos en las banquisas más superficiales para facilitar su fractura.

Naturalmente el aumento de la emisión de gases de invernadero ayudaría en ese proceso. El hielo de la superficie del océano se derretiría cuando el aire se mantuviera regularmente por encima de 273° kelvin. Pero a medida que avanzaba el congreso empezaron a enumerarse los problemas que comportaban los gases de invernadero. El esfuerzo industrial sería ingente, similar al de los monstruosos proyectos de las metanacs, como los cargamentos de nitrógeno de Titán o la misma soletta. Y no era algo que sólo se haría una vez: la radiación ultravioleta destruía constantemente los gases, de manera que tenían que producirlos masivamente para alcanzar los niveles deseados y luego seguir produciéndolos durante todo el tiempo que los necesitaran. En consecuencia, extraer las materias primas y transformarlas en los gases deseados eran empeños faraónicos que precisaban un enorme esfuerzo robótico que incluía máquinas de minería autónomas y autorreplicantes, factorías autoconstruidas y reguladas y aviones teledirigidos en la alta atmósfera; en resumen, una empresa enteramente automatizada.

El desafío técnico no era el problema; como Nadia señaló a sus amigos en el congreso, la tecnología marciana había sido altamente robotizada desde el principio. En este caso, miles de pequeños vehículos robóticos recorrerían Marte en busca de depósitos de carbono, azufre, fluorita, emigrando de un yacimiento a otro como las viejas caravanas mineras árabes en el Gran Acantilado. Allá donde las materias se encontrasen en grandes concentraciones, los robots construirían pequeñas plantas procesadoras con arcilla, hierro, magnesio y metales vestigiales, y cuando recibieran las piezas que no pudieran fabricarse en el lugar, ensamblarían el conjunto. Flotas de excavadoras y vagonetas automatizadas transportarían el material procesado a fábricas donde sería transformado en gases que se expulsarían a la atmósfera a través de altas chimeneas móviles. No difería mucho de la extracción de gases atmosféricos en los primeros tiempos, sólo suponía un esfuerzo más amplio.

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