Authors: Kim Stanley Robinson
Un mar ahogado por el hielo cubría ahora buena parte del norte. Vastaos Borealis descansaba uno o dos kilómetros por debajo de la línea de referencia, y en algunos puntos hasta tres. Ahora que el nivel del mar parecía haberse estabilizado definitivamente en la curva menos uno, Vastitas había quedado bajo las aguas. Si en la Tierra hubiese existido un océano de figura similar, habría sido un gran océano Ártico, que habría cubierto Rusia, Canadá, Alaska, Groenlandia y Escandinavia, y dos mares angostos que penetrarían profundamente en el sur y alcanzarían el ecuador. Por consiguiente el Atlántico habría quedado reducido a una estrecha franja norte y una gran isla cuadrada habría ocupado el centro del Pacífico norte.
En este Oceanus Borealis había varias islas de hielo de gran tamaño y una península larga y estrecha que interrumpía su circunnavegación del globo y conectaba la zona del continente al norte de Syrtis con el extremo de una península polar. El verdadero polo norte estaba sobre el hielo del golfo de Olympia, a algunos kilómetros de la costa de esa isla polar.
Y eso era todo. En Marte no habría ningún equivalente del Pacífico y el Atlántico sur, ni del océano Indico o el Antartico. En el sur todo era desierto, con la excepción del mar de Hellas, un círculo de agua de aproximadamente la extensión del Caribe. Así, mientras que en la Tierra los océanos cubrían el setenta por ciento de la superficie, en Marte cubrían sólo un veinticinco.
En el año 2130 casi la totalidad del Oceanus Borealis estaba cubierto por el hielo. Sin embargo, debajo había grandes bolsas de agua y en el verano los lagos de deshielo se diseminaban por la superficie, y se abrían numerosas grietas. Debido a que buena parte de esa agua había sido bombeada o en su defecto extraída del permafrost, tenía la pureza de las que brotaban de la tierra, es decir, casi destilada: el Borealis era un océano de agua dulce. De todos modos, se daba por supuesto que pronto se volvería salado, pues los ríos discurrían a través del regolito altamente salado y transportaban los sedimentos al mar, el agua se evaporaba, precipitaba y el proceso empezaba de nuevo —el paso de las sales del regolito al agua hasta que se alcanzara un equilibrio—, un proceso que tenía intrigados a los oceanógrafos, porque la salinidad de los océanos terrestres, estable durante millones de años, aún no se comprendía del todo.
Las costas eran abruptas. La isla polar, oficialmente innominada, recibía distintos nombres: península polar, isla polar o Caballito de Mar, debido a su forma. Su costa en muchos puntos seguía aún desbordada por el hielo del antiguo casquete polar y en todas partes aparecía cubierta por un manto de nieve en el que el viento tallaba gigantescas sastrugi. Esa blanca superficie ondulada se extendía sobre el mar por muchos kilómetros, hasta que las corrientes submarinas la quebraban y uno llegaba a una «costa» poblada de grietas, cadenas montañosas levantadas por la presión y enormes icebergs tabulares de bordes caóticos, así como zonas cada vez más extensas de aguas abiertas. En medio de todo aquel caos de hielo asomaban grandes islas volcánicas o meteoríticas, incluyendo algunos cráteres pedestal que emergían de la blancura como grandes y oscuros icebergs tabulares.
Las costas meridionales del Borealis estaban mucho más expuestas y eran infinitamente más variadas. Allí donde el hielo lamía las faldas del Gran Acantilado varias regiones de mensae y collados se habían convertido en archipiélagos independientes, que al igual que la costa continental tenían un perfil accidentado: amenazadores acantilados cortados a pico, cráteres bahía, fiordos fossa y largas playas bajas. El agua de los dos grandes golfos meridionales permanecía líquida bajo la superficie, y en verano afloraba. El golfo de Chryse tenía probablemente la costa más agreste, porque ocho grandes canales de desagüe con mucho hielo desembocaban allí y con el deshielo se originaban escarpados fiordos. En el extremo meridional del golfo cuatro de esos fiordos se entrelazaban y formaban varias islas de buen tamaño de abruptos acantilados, un paisaje marino espectacular.
Por encima de toda esta agua revoloteaban grandes bandadas de aves. Las nubes florecían y eran arrastradas por el viento, moteando con sus sombras el blanco y el rojo. Los icebergs flotaban sin rumbo en los mares líquidos y se estrellaban contra las orillas, y las tormentas se abatían desde el Gran Acantilado con una fuerza aterradora, descargando granizo y rayos sobre la roca. Para entonces había en Marte aproximadamente cuarenta mil kilómetros de costa, y con el rápido ciclo de congelación y deshielo de los días y las estaciones, bajo el azote constante del viento, toda su extensión cobraba vida y mudaba.
Cuando el congreso terminó Nadia hizo planes para abandonar Pavonis de inmediato. Estaba harta de las peleas en el complejo de almacenes, de discusiones, de política; harta de la violencia y la amenaza de la violencia, de revoluciones, sabotajes, de la constitución, el ascensor, la Tierra y la amenaza de la guerra. Tierra y muerte, eso era Pavonis Mons: la Montaña del Pavo Real, y todos los pavos reales andaban pavoneándose y cacareando
Yo, Yo, Yo.
Era el último lugar de Marte donde Nadia deseaba estar.
Quería alejarse de allí y respirar aire fresco, trabajar en cosas tangibles. Quería construir, con sus nueve dedos, sus hombros, su cerebro, construir lo que fuera, no sólo estructuras, aunque eso sería perfecto, sino también cosas como aire o tierra, partes de un proyecto nuevo para ella como era la terraformación. Desde aquel primer paseo al aire libre en el cráter Du Martheray, sin otra cosa que una pequeña máscara para filtrar el CO
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, comprendía la obsesión de Sax. Estaba dispuesta a unirse a él y su grupo para llevar adelante aquel proyecto, y ahora más que nunca, ya que la retirada de los espejos orbitales había provocado un largo invierno que amenazaba convertirse en una edad de hielo. Crear aire, crear suelo, desplazar agua, introducir plantas y animales: le parecía fascinante, por más que los proyectos de construcción más convencionales también la atrajeran. Cuando el nuevo mar del norte se derritiera y sus orillas se estabilizaran, habría que construir ciudades portuarias por todas partes, con sus malecones y paseos marítimos, canales, puertos y muelles, y los pueblos detrás de ellas treparían por las colinas. En las zonas más elevadas habría que erigir muchas ciudades-tienda y cubrir cañones. Se hablaba incluso de cubrir alguna de las grandes calderas y de conectar mediante funiculares los tres volcanes regios, o de tender un puente sobre los desfiladeros al sur de Elysium; se hablaba de habitar la península polar; habían surgido nuevos conceptos de biohabitación, planes para viviendas y edificios en árboles genéticamente manipulados, lo mismo que Hiroko había hecho con el bambú, pero a mayor escala. Sí, una constructora dispuesta a aprender algunas de las últimas técnicas tenía delante mil años de atractivos proyectos. Era un sueño hecho realidad.
Pero entonces un pequeño grupo la abordó. Le dijeron que estaban explorando posibles candidatos para ocupar los cargos del primer consejo ejecutivo del nuevo gobierno global.
Nadia los miró. Veía lo que le ofrecían como una gran trampa que avanzaba lentamente e intentó escapar antes de que se cerrara sobre ella.
—Hay infinitas posibilidades —dijo—. Hay diez veces más gente apropiada que puestos en el consejo.
Sí, admitieron con aire pensativo. Pero se preguntaban si ella se lo había planteado en alguna ocasión.
—No —contestó.
Art, que había advertido su nerviosismo, se reía.
—Me propongo construir cosas —aseguró Nadia con rotundidad.
—Podrías hacerlo igualmente —dijo Art—. El consejo es una ocupación a tiempo parcial.
—Y un cuerno.
—No, de veras.
El concepto de gobierno ciudadano figuraba en todos los capítulos de la nueva constitución, desde el cuerpo legislativo global a los tribunales y las tiendas. En teoría eran funciones a tiempo parcial. Sin embargo, Nadia estaba convencida de que el consejo ejecutivo no entraría dentro de esa categoría.
—¿No tenían los miembros del consejo ejecutivo que ser elegidos entre los del cuerpo legislativo? —preguntó.
Elegidos por el cuerpo legislativo, le contestaron alegremente. Por lo general los elegidos serían miembros del cuerpo legislativo, pero no necesariamente.
—¡Miren, ahí tienen un error en la constitución! —dijo Nadia—. Qué bueno que lo hayamos advertido tan pronto. Restrínjanlo a los legisladores elegidos y reducirán enormemente el número de candidatos...
Enormemente...
—Y aún así les seguirá quedando mucha gente válida —añadió, escurriendo el bulto.
Pero ellos insistieron. La abordaban continuamente, en diferentes combinaciones, y Nadia retrocedía hacia los dientes de la trampa. Acabaron por rogarle. Aquél era el momento crucial para el nuevo gobierno, necesitaban un consejo ejecutivo en el que todos confiaran, sería el que lo pondría todo en marcha, etcétera. Ya se había elegido el senado, ya se habían asignado los puestos de la duma por sorteo. Ahora las dos cámaras estaban eligiendo a los siete miembros del consejo ejecutivo. Entre los candidatos propuestos figuraban Mijail, Zeyk, Peter, Marina, Etsu, Nanao, Ariadne, Marión, Irishka, Antar, Rashid, Jackie, Charlotte, los cuatro embajadores a la Tierra y algunos otros que Nadia había conocido en el congreso.
—Mucha gente válida —les recordó Nadia. Aquélla era la revolución policéfala.
Pero a la gente no acababa de convencerle la lista, le repetían. Se habían acostumbrado a que ella fuese el centro equilibrador, tanto durante el congreso como durante la revolución, y antes de eso en Dorsa Brevia, y para el caso, durante los años de clandestinidad y desde el principio. Todos la querían en el consejo como influencia moderadora, como cabeza sensata, como parte neutral, etcétera.
—Lárguense —dijo ella, de pronto furiosa, aunque no sabía por qué. Parecieron preocupados por su enfado—. Lo pensaré —añadió mientras los echaba.
Al final sólo quedaron en la habitación Charlotte y Art, que tenían una expresión solemne, como si no hubiesen conspirado para atraparla.
—Parece que te quieren a toda costa en el consejo —dijo Art.
—¡Oh, cállate!
—Pero si es verdad. Quieren a alguien en quien puedan confiar.
—Querrás decir que quieren a alguien a quien no teman. Quieren a una vieja
bábushka
que no intentará hacer nada, de manera que puedan mantener a sus oponentes fuera del consejo y perseguir sus fines particulares.
Art frunció el entrecejo; eso no se le había ocurrido, era un hombre demasiado ingenuo.
—La constitución es una suerte de cianotipo —dijo Charlotte con aire pensativo—. Crear un gobierno real a partir de ella es el verdadero acto constructivo.
—Fuera —dijo Nadia.
Acabó accediendo a presentarse. Aquella gente era implacable, y además eran muchos y no parecían dispuestos a rendirse. Nadia no quería dar la impresión de que les volvía la espalda, y así dejó que la trampa se cerrara sobre ella.
Los miembros del legislativo se reunieron y votaron. Nadia fue uno de los siete elegidos, junto con Zeyk, Ariadne, Marión, Peter, Mijail y Jackie. Ese mismo día Irishka fue elegida primera autoridad del Tribunal Medioambiental Global, un verdadero espaldarazo para ella y para los rojos; aquello formaba parte del «gran gesto» que Art había promovido al final del congreso para ganar el apoyo de los rojos. Aproximadamente la mitad de los nuevos jueces eran rojos en mayor o menor grado, lo que convertía el gesto en algo exagerado en opinión de Nadia.
Inmediatamente después de aquellas elecciones, otra delegación, formada esta vez por sus compañeros del consejo, la abordó. Había obtenido más votos que nadie en las dos cámaras, le dijeron, y por eso querían nombrarla presidenta.
—Oh, no —dijo ella.
Ellos asintieron con gravedad. El presidente era un miembro más del consejo, le dijeron, uno entre iguales. Sólo era una posición ceremonial. El brazo ejecutivo seguía el modelo suizo, y los suizos por lo general ignoraban quién era su presidente. Pero necesitaban desde luego su consentimiento (los ojos de Jackie brillaron levemente cuando dijeron esto) para nombrarla.
—Basta —fue la respuesta de Nadia.
Después de que se fueran, Nadia se dejó caer en la silla, aturdida.
—Eres la única persona en Marte en la que todo el mundo confía —dijo Art amablemente. Se encogió de hombros, como queriendo decir que él no había tenido nada que ver en aquel asunto, aunque ella sabía que era mentira—. ¿Qué puedes hacer? —añadió, poniendo los ojos en blanco con la exagerada teatralidad de los niños—. Concédeles tres años, para entonces las cosas estarán encarriladas y podrás decir que ya has cumplido con tu cometido y retirarte. Además, ¡el primer presidente de Marte! ¿Cómo puedes resistirte?
—Es fácil.
Art esperó. Nadia le echó una mirada furibunda. Al fin él dijo:
—Pero aceptarás de todas maneras, ¿verdad?
—¿Me ayudarás?
—Claro. —Apoyó la mano en el puño apretado de ella.— En lo que quieras. Me refiero a... vaya, que estoy a tu disposición.
—¿Es ésa la posición oficial de Praxis?
—Caramba, pues sí, estoy seguro de que lo sería. ¿Asesor del presidente marciano? Puedes apostar a que sí.
En ese caso, ella podría obligarlo a cumplir la palabra dada.
Nadia soltó un gran suspiro y trató de aliviar la tensión de su estómago. Podía aceptar el puesto y después desviar la mayor parte del trabajo hacia Art o los asistentes que le asignaran. No sería el primer presidente que lo hiciera, ni tampoco el último.
—Asesor de Praxis del presidente marciano —anunciaba Art con expresión complacida.
—¡Oh, cállate! —exclamó ella.
—Sí, sí.
La dejó sola para que se fuese haciendo a la idea y regresó con un cazo humeante de kava y dos tacitas. Lo sirvió; ella tomó la taza que él le ofrecía y bebió el líquido amargo.
—Hagas lo que hagas soy tuyo, Nadia. Ya lo sabes.
—Humm, humm.
Ella lo observó beber ruidosamente el kava. Sabía que no hablaba sólo de la esfera política. Art la amaba. Llevaban mucho tiempo trabajando, viviendo, viajando juntos, compartiendo espacio. Y él le gustaba. Un oso de andar ágil y lleno de buen humor. Le gustaba el kava, se leía en sus facciones. Había transmitido a todo el congreso la fuerza de aquel buen humor, que se propagaba como una epidemia... la idea de que no había cosa más divertida que redactar una constitución, ¡vaya disparate! Pero había dado resultado. Y durante el congreso se habían convertido en una especie de pareja. Sí, tenía que admitirlo.