Marte Azul (19 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

—No, no —protestó Mijail—. ¡No es eso lo que queremos decir!

—Pues se parece bastante. Y para algunos es una especie de tapadera, un simulacro de principio que en realidad pretende mantener las reglas que protegen sus propiedades y privilegios, y que lo demás se vaya al infierno.

—No, de ninguna manera.

—Entonces deben probarlo en la mesa. Tienen que presentar argumentos, y discutirlos punto por punto.

E insistía tanto, no regañándolos como habría hecho Maya, sino simplemente mostrándose inflexible, que tuvieron que acceder: todo estaba sobre la mesa, al menos para discutirlo. Por tanto las distintas constituciones en blanco tenían su razón de ser, como puntos de partida, y en consecuencia tenían que ponerse a trabajar. Se votó y la mayoría decidió que valía la pena intentarlo.

Y allí estaban, habían salvado el primer escollo. Todos habían acordado trabajar de acuerdo con el mismo plan. Era sorprendente, pensaba Art, que pasaba zumbando de una reunión a otra, lleno de admiración por Nadia. Ella no era una diplomática típica, de ningún modo seguía el modelo de recipiente vacío al que aspiraba Art; pero las cosas se hacían. Nadia tenía el carisma de la sensatez. Cada vez que pasaba junto a ella la abrazaba, le besaba la coronilla; la amaba. Y Art correteaba de aquí para allá con todo ese bienestar y lo derramaba en todas las sesiones que visitaba, atento a cualquier detalle que le indicara cómo mantener las cosas en marcha. Con frecuencia sólo era cuestión de proporcionarle a la gente comida y bebida, de manera que pudieran trabajar todo el día sin volverse irritables.

La mesa de mesas estaba llena a todas horas: jóvenes valkirias de rostros frescos que se alzaban sobre ancianos veteranos curtidos por el sol; todas las razas, todos los tipos; eso era Marte en el año marciano 52, una suerte de naciones unidas
de facto
a su aire, con toda la susceptibilidad potencial de un cuerpo notoriamente susceptible. Algunas veces, observando los rostros dispares y escuchando la babel de lenguas, Art se sentía casi abrumado por tanta variedad.

—Ka, Nadia —dijo en una ocasión, mientras comían bocadillos y repasaban las notas del día—, ¡estamos intentando redactar una constitución que todas las culturas terranas puedan aceptar!

Ella apartó el problema con un ademán mientras mascaba.

—Ya iba siendo hora —comentó.

Charlotte sugirió que tomaran la declaración de Dorsa Brevia como punto de partida lógico para discutir cuáles serían los contenidos de la constitución. La sugerencia provocó aún más problemas que las constituciones en blanco, porque los rojos y varias delegaciones discrepaban en algunos de los puntos de la vieja declaración, y afirmaban que utilizarla sería encauzar el congreso de manera tendenciosa desde el principio.

—¿Y qué? —dijo Nadia—. Podemos cambiarla palabra por palabra si queremos, pero tenemos que empezar por algún sitio.

Este punto de vista era popular entre la mayoría de los antiguos grupos de la resistencia, muchos de los cuales habían estado presentes en Dorsa Brevia en M-39. La declaración seguía siendo el esfuerzo más fructífero de la resistencia por consignar los puntos de coincidencia generales en los tiempos en que no tenían poder, y parecía adecuado empezar por ahí. Les daba un cierto precedente, una cierta continuidad histórica.

Cuando le echaron una ojeada, sin embargo, descubrieron que la vieja declaración era aterradoramente radical. ¿Nada de propiedad privada? ¿Nada de apropiarse de los excedentes? ¿De verdad habían aprobado todo aquello? ¿Cómo se suponía que iban a funcionar las cosas? Los asistentes estudiaban detenidamente las desnudas declaraciones no vinculantes y sacudían la cabeza. La declaración no se había molestado en definir cómo se alcanzarían todos aquellos nobles objetivos, sólo los había enumerado. El sistema de las tablas de piedra, como Art lo definió. Pero ahora la revolución había triunfado y había llegado el momento de hacer algo en el plano real. ¿Podían mantener conceptos tan radicales como los de la declaración de Dorsa Brevia?

Era difícil saberlo.

—Al menos podemos discutir los puntos —dijo Nadia.

Y además de los puntos, en las pantallas de todos estaban las constituciones en blanco con sus títulos, que sugerían por sí mismos los numerosos problemas a los que tendrían que enfrentarse: «Estructura de gobierno, Ejecutivo; Estructura de gobierno, Legislativo; Estructura de gobierno, Judicial; Derechos de los ciudadanos; Ejército y policía; Sistema tributario; Procedimientos electivos; Legislación sobre propiedad; Sistemas económicos; Legislación medioambiental; Procedimiento para las enmiendas», y así hasta un largo etcétera de páginas en blanco que debían llenar; se hacían juegos malabares en las pantallas, se revolvía, se formateaba, se discutía hasta la saciedad.

—Sólo hay que ir llenando los blancos —cantó una noche Art, mientras miraba por encima del hombro de Nadia un diagrama particularmente inhóspito, que parecía salido de una de las
combinatoires
alquímicas de Michel. Y Nadia rió.

Los grupos de trabajo se consagraron a los diferentes aspectos del gobierno bosquejado en una de las constituciones en blanco, llamada ahora el blanco de los blancos. Partidos políticos y grupos de interés gravitaban en torno a las cuestiones que más les concernían, y las delegaciones de las numerosas ciudades-tienda eligieron, o recibieron, las restantes áreas. A partir de ahí, era cuestión de ponerse a trabajar.

Por el momento, el grupo técnico del Cráter Da Vinci mantenía el control del espacio marciano. Estaban impidiendo a los transbordadores espaciales atracar en Clarke o aerofrenar en la órbita marciana. Nadie creía que con esa simple acción tendrían garantizada la libertad, pero les proporcionaba un cierto espacio físico y psíquico en el que trabajar; ése era el regalo de la revolución. Se sentían espoleados además por el recuerdo de la batalla por Sheffield; el miedo a una guerra civil había arraigado profundamente en todos. Ann se había exiliado junto con los miembros del Kakaze, y los sabotajes en las tierras del interior eran el pan de cada día. Algunas tiendas se habían declarado independientes, y quedaban aún algunos núcleos de resistencia metanacional; reinaba el desorden general y una sensación de confusión apenas disimulada. Se encontraban en una burbuja de la historia, que podía colapsarse en cualquier momento, y si no actuaban con presteza, se colapsaría. Hablando en plata, había llegado el momento de actuar.

Eso era lo único en que todos estaban de acuerdo, pero era de importancia capital. A medida que pasaban los días, fue surgiendo un grupo de gente laboriosa, reconocible por su voluntad de llevar a cabo el trabajo, por el deseo de terminar párrafos antes que por su posición. Inmersos en el debate general, estas personas perseveraban, guiadas por Nadia, que tenía una habilidad especial para reconocerlas y facilitarles toda la ayuda posible.

Mientras tanto, Art correteaba de un lado a otro, como siempre. Se levantaba temprano y proporcionaba alimentos, bebidas e información concerniente al trabajo que se estaba desarrollando en las diferentes salas. Tenía la impresión de que las cosas marchaban bastante bien. Muchos de los subgrupos se habían tomado muy en serio la responsabilidad de rellenar los apartados en blanco: redactaban y volvían a redactar borradores, se ponían de acuerdo sobre ellos, concepto por concepto, frase por frase. Les alegraba ver aparecer a Art en el curso del día, porque él representaba el descanso, algo de comer, algunos chistes. Uno de los grupos que trabajaban en los aspectos judiciales le pegó unas alas de espuma en los zapatos y lo envió con un mensaje cáustico a un grupo que se ocupaba del ejecutivo y con el que andaban a la greña. Complacido, Art se dejó las alas, ¿por qué no? Lo que estaban haciendo tenía una suerte de absurda majestad, o en todo caso era un majestuoso absurdo: reescribían las reglas, y él volaba de aquí para allá como Hermes o Puck. Volaba durante las largas horas, hasta la noche, y cuando las sesiones se suspendían, al caer la tarde, regresaba a las oficinas de Praxis que compartía con Nadia y comían juntos y comentaban los progresos del día y llamaban a la delegación en viaje hacia la Tierra y conversaban con ellos. Y tras eso, Nadia regresaba al trabajo y se instalaba ante la pantalla, y por lo general acababa durmiéndose allí. Entonces Art regresaba al almacén, y a los edificios y rovers apiñados en torno. Como estaban celebrando el congreso en una tienda de almacenaje, no disfrutaban del mismo marco festivo que reinaba en Dorsa Brevia después de las horas de trabajo; pero los delegados a menudo se quedaban sentados en el suelo de las habitaciones, bebiendo y hablando del trabajo del día o de la reciente revolución. Muchos de ellos ni siquiera se conocían, pero empezaban a hacerlo. Nacían relaciones de todo tipo: amistades, amoríos, enemistades. Era un buen momento para hablar y aprender acerca de lo que en verdad estaba ocurriendo en el congreso diurno; era la otra cara del congreso, la hora social, diseminada por las habitaciones de hormigón. Art la disfrutaba. Y de pronto llegaba el momento en que se dejaba caer contra la pared, abatido por una oleada de somnolencia que a veces ni siquiera le dejaba tiempo para llegar tambaleándose a la oficina, al sofá contiguo al de Nadia; se dejaba caer en el suelo y allí dormía, y se despertaba tieso de frío y se encaminaba presuroso al baño, tomaba una ducha y de vuelta a las cocinas, a preparar el kava y el java. Sus días se desdibujaban en esa rutina; le parecía glorioso.

En las sesiones sobre las diferentes materias, los participantes se veían obligados a resolver cuestiones de escala. Sin naciones, sin unidades políticas naturales o tradicionales, ¿quién gobernaba qué? ¿Y cómo encontrarían el equilibrio entre lo local y lo global, entre el pasado y el futuro, entre las numerosas culturas ancestrales y la cultura marciana única?

Sax, que estudiaba este problema tenaz desde la nave en tránsito a la Tierra, envió un mensaje en el que proponía que las ciudades-tienda y los cañones cubiertos se convirtieran en las unidades políticas principales: ciudades-estado por encima de las cuales no hubiera otra unidad política mayor que el gobierno global, que se limitaría a regular cuestiones globales. De ese modo, serían locales y globales, pero no habría naciones- estado en medio.

La reacción a esta propuesta fue bastante positiva. Para empezar, tenía la ventaja de que se ajustaba a la situación existente. Mijail, líder del partido bogdanovista, señaló que era una variante de la antigua comuna de comunas, y puesto que la sugerencia había partido de Sax, muy pronto fue conocida como el plan del «laboratorio de laboratorios». Pero el problema de fondo persistía, como se apresuró a señalar Nadia; Sax se había limitado a definir lo local y lo global. Todavía tenían que analizar cuánto poder tendría la confederación global sobre las ciudades-estado semiautónomas. Demasiado, volvían otra vez a un gran estado centralizado, Marte mismo como nación, una perspectiva que la mayoría de las delegaciones aborrecía.

—Pero si es demasiado restringido —declaró Jackie enfáticamente en el seminario sobre derechos humanos—, habrá tiendas que decidan que la esclavitud es admisible, o la mutilación sexual femenina, o cualquier otro crimen basado en la barbarie terrana, excusable en nombre de los «valores culturales». Y eso es inaceptable.

—Jackie tiene razón —dijo Nadia, hecho suficientemente inusual como para llamar la atención de los asistentes—. Afirmar que algún derecho fundamental es ajeno a una cultura... apesta, no importa quién lo diga, fundamentalistas, patriarcas, leninistas, metanacs, cualquiera. No se saldrán con la suya aquí, no si yo puedo evitarlo.

Art advirtió que más de un delegado fruncía el entrecejo ante esta declaración, que sin duda les parecía una versión del secular relativismo de Occidente o hasta del hipernorteamericanismo de John Boone. La oposición a las metanacs incluía a muchos que intentaban preservar viejas culturas, y éstas a menudo mantenían sus jerarquías casi intactas; a los que ocupaban los escalones superiores en esas jerarquías les gustaba esa forma de vida, igual que a un número sorprendentemente elevado de los que ocupaban los escalones inferiores.

Los jóvenes nativos marcianos, sin embargo, parecían sorprendidos de que aquello se discutiese siquiera. Para ellos los derechos fundamentales eran innatos e irrevocables, y cualquier desafío les parecía una más de las cicatrices emocionales que los issei revelaban como resultado de sus traumáticas y disfuncionales educaciones terranas. Ariadne, una de las nativas más prominentes, se levantó para decir que el grupo de Dorsa Brevia había estudiado muchas declaraciones de derechos humanos terranas y que habían confeccionado una lista propia de derechos fundamentales del individuo, que se podía someter a discusión o, insinuó, aprobar sin más. Algunos rebatieron este o aquel punto, pero más o menos de forma unánime se decidió que era necesario tener una declaración de derechos de algún tipo sobre la mesa. De modo que muchos valores imperantes en Marte en el año 52 estaban a punto de ser codificados y pasar a ser el componente principal de la constitución.

La naturaleza exacta de esos derechos era todavía materia de controversia. Los llamados «derechos políticos» en general se consideraban «evidentes»: aquello que los ciudadanos podían hacer libremente, lo que el gobierno tenía prohibido hacer, hábeas corpus, libre circulación, libertad de expresión, de asociación, de religión, prohibición de armamentos... todo esto fue aprobado por una vasta mayoría de nativos marcianos, aunque algunos issei originarios de lugares como Singapur, Cuba, Indonesia, Tailandia y China miraban con recelo tanto énfasis en la libertad individual. Otros delegados tenían reservas sobre una clase distinta de derechos, la de los llamados «derechos sociales o económicos», como por ejemplo el derecho a una vivienda, atención médica, educación, empleo, una parte de los beneficios generados por el uso de los recursos naturales, etcétera. A muchos delegados issei con experiencia real en gobiernos terranos les preocupaba bastante este sector de derechos, y señalaban que era peligroso incluirlos en la constitución. Se había hecho en la Tierra, dijeron, para descubrir que era imposible mantener esas promesas, y la constitución que los garantizaba empezó a verse como un truco publicitario del que todos se burlaban, y que había acabado siendo un mal chiste.

—Incluso así —dijo Mijail con acritud—, si no puedes permitirte tener un hogar, entonces es tu derecho al voto lo que es un mal chiste.

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