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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (14 page)

Y cubriendo caras de la roca, o tapizando el interior de las cuencas de recepción de las aguas, estaban los verdes diurnos de ciertos líquenes, y el esmeralda o los verdes oscuros y aterciopelados de los musgos. Piel húmeda.

La paleta multicolor de los líquenes; el verde oscuro de las agujas de los pinos. Ramilletes de pinos de Hokkaido, pinos cola de zorro, enebros. Los colores de la vida. De alguna manera era como visitar grandes habitaciones sin techo pasando de una a otra sobre muros de piedra en ruinas. Una pequeña plaza; una suerte de galería sinuosa; un vasto salón de baile; varias cámaras diminutas interconectadas; una sala de estar. Algunas habitaciones tenían krummholz bansei contra las paredes bajas, los árboles no mayores que los huecos donde se acurrucaban, retorcidos por el viento, con las copas recortadas al nivel de la nieve. Cada rama, cada planta, cada habitación abierta tan trabajada como un bonsai... y sin embargo casi sin esfuerzo.

En realidad, le explicó Nanao, la mayoría de las cuencas se cultivaban intensivamente.

—Esta cuenca fue plantada por Abraham. —Cada pequeña región era responsabilidad de cierto jardinero o equipo de jardinería.

—¡Ah! —exclamó Sax—. ¿Y fertilizada? Tariki rió.

—En cierto modo, sí. El suelo es importado en su mayor parte.

—Comprendo.

Eso explicaba la diversidad de plantas. Sabía que en el Glaciar Arena, donde había visto los fellfields por primera vez, también se había hecho una cierta labor de cultivo. Pero aquí habían ido mucho más lejos. Según le explicó Tariki, los laboratorios de Sabishii estaban intentando conseguir manufacturar mantillo. Una buena idea; el suelo de los fellfields aparecía de forma natural a un ritmo de sólo unos pocos centímetros por siglo. Pero esto tenía su razón de ser, y manufacturar suelo era extremadamente difícil.

—Nosotros elegimos unos cuantos millones de años para empezar — dijo Nanao—. Y evolucionar desde ahí. —Plantaban manualmente la mayoría de especímenes, al parecer, y luego los abandonaban a su suerte y estudiaban lo que se desarrollaba.

—Comprendo —dijo Sax.

Miró con más atención todavía en la penumbra transparente. Cada habitación abierta mostraba un grupo ligeramente distinto de especies.

—Así pues, estos son jardines.

—Sí... o algo parecido. Depende.

Nanao contó que algunos jardineros trabajaban según los preceptos de Muso Soseki mientras que otros seguían los de diferentes maestros japoneses zen; había también discípulos de Fu Hsi, el legendario inventor del sistema chino de geomancia llamado feng shui, de los gurús persas de la jardinería, incluyendo a Omar Khayyam, y de Leopold, Jackson y otros primitivos ecologistas norteamericanos, como el casi olvidado biólogo Oskar Schnelling, y de algunos más.

Éstas eran sólo influencias, añadió Tariki. Porque a medida que trabajaban desarrollaban sus propias visiones. Seguían la inclinación de la tierra, ya que observaban qué plantas vivían y cuáles morían. Coevolución, una suerte de desarrollo epigenético.

—Hermoso —comentó Sax, mirando alrededor. Para los adeptos, el paseo desde Sabishii hasta el macizo debía de haber sido una travesía estética, llena de alusiones y sutiles variantes de la tradición invisibles para él. Hiroko lo habría llamado areoformación, o la areofanía—. Me gustaría visitar los laboratorios en los que trabajan con el suelo.

—Naturalmente.

Regresaron al rover y siguieron la marcha. Avanzado el día, bajo unos amenazadores nubarrones negros, alcanzaron la cumbre del macizo, que resultó ser una especie de páramo ondulado y amplio. Las pequeñas barrancas estaban llenas de agujas de pinos, inclinadas por los vientos, de modo que parecían las briznas de césped de un jardín bien cuidado. Sax y sus dos anfitriones salieron del vehículo y dieron una vuelta por los alrededores. El viento era penetrante y el sol de la tarde que declinaba apareció por debajo de la oscura cubierta de nubes, proyectando las sombras de los caminantes hacia el horizonte. Allí arriba, en los páramos había grandes masas de roca desnuda y lisa; al mirar en torno, a Sax le pareció que el paisaje tenía el mismo rojo primitivo que recordaba de los primeros años; pero bastaba con acercarse a la barranca para que apareciera el verde.

Tariki y Nanao hablaban de ecopoyesis, que para ellos era la terraformación redefinida, sutilizada, localizada. Transmutada en algo semejante a la areoformación de Hiroko. No impulsada por los métodos industriales pesados y globales, sino por el proceso lento, continuo e intensamente local del trabajo sobre áreas de terreno.

—Marte es un jardín. La Tierra también. De manera que tenemos que pensar en cultivar, en ese nivel de responsabilidad hacia la tierra. Una interfaz Marte-humanos que haga justicia a ambos.

Sax agitó una mano con gesto incierto.

—Yo estoy acostumbrado a pensar en Marte como en una tierra salvaje —dijo, mientras buscaba la etimología de la palabra
jardín
. Francés, teutónico, noruego antiguo,
gard
, recinto cerrado. Parecía compartir orígenes con
guard
, o conservar. Pero quién sabía qué significaba la palabra japonesa supuestamente equivalente. La etimología ya era bastante difícil sin necesidad de añadir la traducción—. Bueno, ya saben, poner en marcha las cosas, liberar las semillas y entonces observar cómo se desarrolla todo por sí mismo. Ecologías autoorganizativas.

—Sí —dijo Tariki—, pero las tierras salvajes también son un jardín ahora. Una especie de jardín. Eso es lo que significa ser lo que somos. — Se encogió de hombros, con el entrecejo ceñudo; creía que la idea era acertada, pero no parecía acabar de gustarle.— De todas maneras, la ecopoyesis está más cerca de tu visión de las tierras salvajes de lo que la terraformación industrial lo estará nunca.

—Tal vez —concedió Sax—. Tal vez son sólo dos estadios del mismo proceso. Ambos necesarios.

Tariki asintió, deseoso de discutirlo.

—¿Y ahora?

—Depende de lo dispuestos que estemos a enfrentarnos a la posibilidad de una era glacial —dijo Sax—. Sí es muy cruda y mata demasiadas plantas, entonces la ecopoyesis no tendrá ninguna oportunidad. La atmósfera volverá a enfriarse en la superficie y el proceso fracasará. Sin los espejos, no confío en que la biosfera sea lo suficiente robusta como para seguir desarrollándose. Por eso quiero ver sus laboratorios de suelo. Tal vez quede aún trabajo industrial que hacer en la atmósfera. Tendremos que estudiar algunas simulaciones y decidir.

Tariki y Nanao asintieron. Sus ecologías estaban siendo cubiertas por la nieve delante de sus ojos; los copos caían a la pasajera luz broncínea del sol, remolineando en el viento. Estaban abiertos a las sugerencias.

Durante todos esos viajes, los colaboradores más jóvenes de Da Vinci y Sabishii corrían juntos por el macizo, y regresaban al laberinto de la ciudad y pasaban toda la noche parloteando geomancia y areomancia, ecopoéticas, intercambio de calor, los cinco elementos, gases de invernadero... Un fermento creativo que a Sax le parecía muy prometedor.

—Michel debería estar aquí —le dijo a Nanao—. También John debería estar aquí. Le habría gustado mucho un grupo como éste.

Y entonces se le ocurrió:

—Ann debería estar aquí.

Sax dejó al grupo de Sabishii debatiendo diversos temas y regresó a Pavonis.

En Pavonis todo seguía igual. Cada vez más personas, incitadas por Art Randolph, proponían que se celebrara un congreso constitucional. Que redactaran al menos una constitución provisional, la sometieran a voto y luego establecieran el gobierno descrito.

—Buena idea —dijo Sax—. Y una delegación a la Tierra lo sería también.

Esparciendo semillas. Era igual que en los páramos; algunas brotarían, otras, no.

Había ido en busca de Ann, pero descubrió que ella había abandonado Pavonis; se decía que había ido a una avanzadilla roja en Tempe Terra, al norte de Tharsis. Nadie iba allí, salvo los rojos, señalaban.

Después de pensarlo un poco Sax recabó la ayuda de Steve para localizar la avanzadilla. Luego tomó prestado un pequeño avión de los bogdanovistas y voló hacia el norte, dejó atrás Ascraeus a su izquierda, bajó hasta Echus Chasma y sobrevoló lo que había sido su antiguo cuartel general en el Mirador de Echus, en la cima de la inmensa pared a su derecha.

Ann había tomado también aquella ruta, sin duda, y por tanto había pasado junto al primer cuartel general de los esfuerzos de terraformación. Terraformación... todo evolucionaba, incluso las ideas. ¿Había reparado Ann en el Mirador de Echus, había recordado aquel pequeño comienzo? No había manera de saberlo. Así era como se conocían los humanos entre sí. Sólo diminutas fracciones de sus vidas se cruzaban o eran conocidas por los demás. Era como estar solo en el universo, lo cual era extraño. Una justificación para vivir con amigos, para casarse, para compartir habitaciones y vidas en la medida de lo posible. No era que aquello fuera verdadera intimidad entre las personas, pero reducía la sensación de soledad. De manera que uno seguía navegando solo por los océanos del mundo, como en
El último hombre
, de Mary Shelley, un libro que le había impresionado mucho en la juventud en el cual el héroe epónimo concluía divisando una vela, encontraba otro navío, fondeaba, compartía una comida y luego continuaba la travesía, solo. Una imagen de sus vidas; porque todos los mundos estaban tan vacíos como el que Mary Shelley había imaginado, tan vacíos como Marte en el principio.

Voló sobre la curva ennegrecida de Kasei Vallis sin advertirlo.

Hacía mucho tiempo, los rojos habían vaciado una roca del tamaño de una manzana de ciudad en un promontorio que era la última cuña divisoria en la intersección de dos de las Tempe Fossae, al sur del Cráter Perepelkin. Las ventanas bajo los salientes dominaban los dos cañones desnudos y rectos, y el cañón mayor que formaban tras su confluencia. Ahora todas esas fossae cortaban lo que se había convertido en un altiplano costero; Mareotis y Tempe formaban una inmensa península de antiguas tierras altas que se adentraba profundamente en el nuevo mar de hielo.

Sax aterrizó en la franja arenosa en lo alto del promontorio. Desde allí no eran visibles las llanuras de hielo, ni tampoco vegetación alguna: ni un árbol, ni una flor, ni siquiera una mancha de liquen. Se preguntó si habrían esterilizado los cañones de algún modo. Sólo la roca primitiva con una cubierta de escarcha. No podían hacer nada para evitar la escarcha, a menos que cubriesen los cañones con tiendas.

—Humm —dijo Sax, sobresaltado por la idea.

Dos mujeres le abrieron la puerta de la antecámara en lo alto del promontorio y bajó con ellas las escaleras. El refugio parecía casi desierto. Menos mal. Era agradable no tener que soportar más que las miradas frías de las dos jóvenes que lo guiaban por las toscamente talladas galerías de roca del refugio, en vez de todo un grupo de rojos. La estética roja era interesante. Muy austera, como era de esperar, no se veía ni una sola planta, sólo diferentes texturas de roca: paredes toscas, techos aún más toscos, en contraste con los suelos de basalto pulido y las ventanas resplandecientes que miraban sobre los cañones.

Llegaron a una galería tallada en el acantilado que parecía una cueva natural, no más rectilínea que las líneas casi euclidianas del cañón que tenían debajo. Había unos mosaicos en la pared del fondo, hechos con trocitos de piedras de colores, pulidos y engarzados unos junto a otros sin dejar resquicios, formando dibujos abstractos que casi parecían representar algo si uno los miraba con la debida atención. El suelo estaba cubierto por un parqué de ónice y alabastro, serpentina y sanguinaria. La galería era enorme y polvorienta, y todo el conjunto parecía de algún modo abandonado. Los rojos preferían sus rovers, y lugares como aquél sin duda se consideraban desafortunadas necesidades. Refugio oculto; si las ventanas hubieran estado cerradas, uno podría haber recorrido el cañón sin advertir que estaba allí; y a Sax se le ocurrió que eso no era sólo para escapar a la vigilancia de la UNTA, sino también para pasar inadvertidos ante la tierra misma, para fundirse con ella.

Como Ann parecía pretender, sentada en un asiento de piedra junto a la ventana. Sax se detuvo en seco; perdido en sus pensamientos casi había tropezado con ella, igual que un viajero ignorante con el refugio. Un pedazo de roca, sentado allí. La examinó con atención. Parecía enferma. En los últimos tiempos no era frecuente ver eso, y cuanto más la miraba Sax, más se alarmaba. Ella le había dicho una vez que había dejado de someterse al tratamiento de longevidad. De eso hacía varios años. Y durante la revolución había ardido como una llama. Ahora, con la rebelión roja sofocada, no era más que cenizas. Carne grisácea. Era un espectáculo terrible. Tenía alrededor de 150 años, como el resto de los Primeros Cien que seguían con vida, y sin el tratamiento... pronto moriría.

Bueno, estrictamente hablando, estaba en el equivalente fisiológico de los setenta años, suponía Sax, pues ignoraba cuándo había recibido el tratamiento por última vez. Tal vez Peter lo supiera. Pero él había oído que cuanto más tiempo se dejaba transcurrir entre los tratamientos, más problemas se acumulaban, según las estadísticas. Parecía correcto.

Pero no podía decírselo a Ann. De hecho, no imaginaba qué podía decirle.

Al fin, ella levantó la mirada. Lo reconoció y se estremeció, y su labio se crispó como el de un animal atrapado. Entonces apartó los ojos de él, sombría, inexpresiva. Más allá de la ira, más allá de la esperanza.

—Quería enseñarte parte del macizo de Tyrrhena —dijo Sax sin demasiada convicción.

Ella se puso de pie como una estatua y abandonó la sala.

Sax salió tras ella, sintiendo el crujido de sus articulaciones, el dolor pseudoartrítico que a menudo acompañaba sus encuentros con Ann.

Las dos mujeres de aspecto severo los siguieron.

—Me parece que no quiere hablar con usted —le informó la más alta.

—Qué perspicaz —dijo Sax.

En el otro extremo de la galería Ann se había detenido ante una ventana: hechizada o demasiado exhausta para moverse. O tal vez una parte de ella deseaba hablar.

Sax se detuvo cerca de ella.

—Quiero que me des tu opinión —dijo—. Tus sugerencias acerca de lo que podemos hacer. Y tengo varias, varias preguntas areológicas. Naturalmente es posible que las cuestiones estrictamente científicas ya no te interesen...

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