Authors: Kim Stanley Robinson
—Pero ella... ella ama todo esto —dijo Sax, señalando la caldera—. Lo ama de verdad. —Meditó en el análisis de Michel.— No es sólo una negación. Hay un sí implícito. El amor por Marte.
—Pero hay algo de desequilibrado en el hecho de amar las piedras pero no a las personas —objetó Michel—. Algo deformado. Ann tiene una mente privilegiada, ¿sabías?
—Lo sé.
—Y ha conseguido mucho. Pero no parece contenta.
—No le gusta lo que le está sucediendo a su mundo.
—No. ¿Pero es eso lo que realmente le desagrada? ¿O le desagrada todo? No estoy tan seguro. En ella tanto el amor como el odio están de algún modo desplazados.
Sax sacudió la cabeza. Era pasmoso, de veras, que Michel pudiera considerar la psicología una ciencia. Dependía demasiado de la reunión de ideas. Como por ejemplo concebir la mente como una máquina de vapor, la analogía mecánica más a mano en el momento del nacimiento de la psicología moderna. La gente siempre había pensado en la mente en esos términos: un mecanismo de relojería para Descartes, cambios geológicos para los primeros Victorianos, ordenadores u holografías para el siglo XX, IA para el siglo XXI... y para los freudianos tradicionales, máquinas de vapor. Aplicación de calor, aumento de la presión, desplazamiento de la presión, alivio, todo transformado por la represión y la sublimación, el retorno de lo reprimido. Sax no creía que las máquinas de vapor fueran un modelo adecuado de la mente humana. La mente era más bien como... ¿qué?... una ecología, un tellfield... o como una jungla, poblada por toda suerte de extrañas istias. O un universo, lleno de estrellas y quásares y agujeros negros. Bueno, quizás eso era demasiado grandioso. En verdad era más bien como una compleja colección de sinapsis y axones, energías químicas que brotaban aquí y allá, como el clima en una atmósfera. Eso estaba mejor, el clima: frentes borrascosos de pensamiento, zonas de altas presiones, bolsas de bajas presiones, huracanes... las corrientes turbulentas de los deseos biológicos, siempre con sus bruscos y poderosos giros... la vida en el viento. En suma, volvíamos a la reunión de ideas. En realidad, la mente apenas se comprendía.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Michel.
—A veces me preocupan las bases teóricas de tus diagnósticos — admitió Sax.
—Oh, no, tienen una buena base empírica, son muy precisas, muy exactas.
—¿Precisas y exactas?
—Caramba, es lo mismo, ¿no?
—No. En las estimaciones de un valor, la exactitud significa a qué distancia estás del valor real. La precisión se refiere a la amplitud de la estimación. Más cien o menos cincuenta no es muy preciso. Pero si tu estimación es más cien o menos cincuenta, y el valor real es de ciento uno, es bastante exacto aunque no demasiado preciso. A menudo los valores reales no se pueden determinar, por supuesto.
Michel tenía una expresión curiosa en la cara.
—Eres una persona muy exacta, Sax.
—Sólo es estadística —dijo Sax a la defensiva—. De cuando en cuando la lengua te permite decir las cosas con precisión.
—Y con exactitud.
—A veces.
Contemplaron el fondo de la caldera.
—Quiero ayudarla —dijo Sax. Michel asintió.
—Eso dijiste. Y yo dije que no sabía cómo. Para ella, tú eres la terraformación. Si te propones ayudarla, la terraformación tendrá que ayudarla. ¿Crees que puedes encontrar la manera?
Sax lo estuvo pensando un rato.
—Podría permitirle salir al exterior. Salir sin casco, y con el tiempo incluso sin mascarilla.
—¿Crees que ella quiere eso?
—Todo el mundo lo desea, en mayor o menor grado. En el cerebelo. Es lo que desea el animal, ya sabes.
—No sé si Ann está demasiado en sintonía con sus sentimientos animales.
Sax se quedó meditabundo.
Y entonces, el paisaje se oscureció.
Miraron hacia arriba. El sol estaba negro. Las estrellas brillaban en el cielo alrededor de él. Un leve resplandor rodeaba el disco oscuro, tal vez la corona solar.
Y de pronto, una giba de fuego los obligó a apartar la vista. Ésa era la corona; lo que habían visto antes era probablemente la exosfera.
El paisaje oscurecido volvió a iluminarse a medida que el eclipse artificial pasaba. Pero el sol que resurgió era perceptiblemente más pequeño que el que brillara unos momentos antes. ¡El viejo botón de bronce del sol marciano! Era como si un viejo amigo hubiese regresado para una visita. El mundo estaba más oscuro, y los colores de la caldera eran más apagados, como si unas nubes invisibles oscurecieran la luz del sol. Una visión muy familiar, por cierto: la luz natural de Marte, brillando sobre ellos de nuevo por primera vez en veintiocho años.
—Espero que Ann haya visto esto —dijo Sax. Sintió un escalofrío, aunque sabía que no había pasado tiempo suficiente para que el aire se enfriara, y de todas formas él llevaba traje. Pero habría una helada. Pensó con aire sombrío en los fellfields diseminados por todo el planeta, a cuatro o cinco mil metros de altitud, y más abajo, en las latitudes medias y altas. En ese momento, arriba, en el límite de lo posible, ecosistemas enteros empezarían a morir. Una caída de la insolación del veinte por ciento: era peor que cualquier edad glacial terrana, más semejante a la oscuridad que sobreviene después de los grandes períodos de extinciones masivas: el impacto KT, el ordovícico, el devónico, o el peor de todos, el episodio pérmico, hacía doscientos cincuenta millones de años, que mató al noventa y cinco por ciento de las especies vivas. Equilibrio discontinuo, y pocas especies sobrevivían a las discontinuidades. Las que lo hacían eran muy resistentes, o simplemente afortunadas.
—Dudo que la satisfaga —dijo Michel.
Y Sax lo creía. Pero por el momento discurría cuál sería la mejor manera de compensar la pérdida de la luz de la soletta. Era recomendable que ningún bioma sufriera grandes daños. Si se salía con la suya, aquellos fellfields serían algo a lo que Ann tendría que acostumbrarse.
Estaban en L
s
123, entre el verano septentrional y el invierno Meridional, cerca del afelio, lo que, unido a la gran altitud, hacía que el invierno meridional fuera mucho más frío que el septentrional; las temperaturas caían hasta los 230ºK, no mucho más cálidas que los fríos primitivos que predominaban antes de la llegada humana al planeta. Ahora, sin la soletta y el espejo anular, las temperaturas bajarían aún más. Las tierras altas del sur vivirían un invierno excepcionalmente gélido. Por otro lado, ya había caído mucha nieve en el sur, y ahora a Sax le inspiraba un gran respeto la capacidad de la nieve de proteger a los seres vivos del frío y el viento. El medio subníveo era bastante estable. Era posible que una disminución de la luz y, consecuentemente, de la temperatura de superficie, no hiciera tanto daño a las plantas ya preparadas y endurecidas para pasar el invierno. Quería salir al campo y averiguarlo por sí mismo. Naturalmente, pasarían meses o tal vez años antes de que las diferencias fueran cuantificables. Salvo en el clima, quizá. Y el clima podía controlarse siguiendo los datos meteorológicos, cosa que ya hacía, pasando incontables horas delante de fotografías de satélite y mapas meteorológicos, en busca de señales. Era una buena excusa cuando la gente iba a protestar porque había retirado los espejos, un hecho tan frecuente en la semana que siguió al suceso que acabó por hastiarle.
Desgraciadamente el clima en Marte era tan variable que resultaba difícil decidir si la pérdida de los grandes espejos estaba afectándolo o no. Una triste y clara muestra del escaso conocimiento que tenían de la atmósfera, en opinión de Sax. Pero ahí estaba. El clima marciano era un violento sistema semicaótico. En algunos aspectos se asemejaba al de la Tierra, hecho nada sorprendente dado que se trataba de aire y agua que se movían alrededor de la superficie de una esfera que giraba: las fuerzas de Coriolis eran iguales en todas partes, y por tanto allí, como en la Tierra, había vientos del este tropicales, vientos templados del oeste, vientos polares del este, corrientes de chorro que actuaban como anclas y así sucesivamente; pero eso era lo único seguro que podía decirse del clima marciano. Bueno... podía afirmarse también que era más frío y más árido en el sur que en el norte, que en los grandes volcanes y las cadenas montañosas se formaban zonas de lluvia en la dirección del viento, que hacía más calor cerca del ecuador y más frío en los polos. Pero esas obvias generalizaciones eran lo único que podían afirmar con seguridad, aparte de algunas características locales, sujetas a infinidad de variaciones; se trataba de estudiar minuciosamente las estadísticas más que de observar la experiencia vivida. Y con sólo cincuenta y dos años marcianos en archivo, la atmósfera que iba espesándose gradualmente, el agua que se estaba bombeando a la superficie y un largo etcétera, en realidad era bastante difícil definir las condiciones normales o las medias.
Mientras tanto a Sax le costaba mucho concentrarse en Pavonis Este. La gente no dejaba de interrumpirlo para quejarse del destino de los espejos, y la volátil situación política seguía produciendo tormentas tan impredecibles como las del clima. Era evidente que la retirada de los espejos no había aplacado a todos los rojos; los sabotajes a proyectos de terraformación eran cosa corriente, y a veces la defensa de esos proyectos exigía violentos combates. Y de los informes que llegaban de la Tierra, que Sax se obligaba a estudiar a diario durante una hora, se desprendía que ciertos sectores trataban de mantener las cosas tal como eran antes de la inundación, en lucha encarnizada con otros grupos que intentaban aprovechar la inundación de la misma manera que los revolucionarios marcianos, utilizándola como punto de inflexión en la historia y trampolín hacia un nuevo orden, un nuevo comienzo. Pero las transnacionales, que no iban a rendirse fácilmente, se habían atrincherado en la Tierra. Controlaban vastos recursos, y una simple subida de siete metros del nivel del mar no iba a dejarlos fuera de combate Sax apagó la pantalla después de una de esas deprimentes sesiones y se reunió con Michel en el rover para cenar.
—No existen los comienzos desde cero —dijo, mientras ponía a hervir agua.
—¿El Big Bang? —sugirió Michel.
—Por lo que tengo entendido, existen teorías que sugieren que la... la aglutinación en los primeros momentos del universo fue causada por la aglutinación previa del universo anterior, que se colapso en su propio Big Crunch.
—Habría supuesto que eso aplastaría todas las irregularidades.
—Las singularidades son extrañas... fuera de su horizonte de sucesos, los efectos cuánticos permiten la aparición de algunas partículas. Entonces, la inflación cósmica que impulsaba esas partículas hacia el exterior al parecer hizo que empezaran a formarse pequeños agregados, que fueron aumentando de tamaño. —Sax frunció el entrecejo; hablaba como el grupo teórico de Da Vinci.— Pero estaba hablando de la inundación de la Tierra, que de cualquier modo no es una alteración de las condiciones tan radical como una singularidad. Incluso debe de haber muchos que no la contemplan como un punto de inflexión.
—Cierto —dijo Michel; por alguna razón, reía—. Deberíamos ir allá a ver, ¿eh?
Cuando terminaron de comer los espagueti, Sax dijo:
—Quiero salir al campo. Comprobar si ya hay algún efecto visible de la desaparición de los espejos.
—Ya has visto uno. Esa disminución de la luz cuando estábamos en el borde... —dijo Michel, y se estremeció.
—Sí, pero eso sólo acrecienta mi curiosidad.
—Bueno... nosotros vigilaremos la fortaleza en tu ausencia.
Como si uno tuviera que ocupar físicamente un espacio dado para estar presente.
—El cerebelo nunca se da por vencido —dijo Sax. Michel sonrió.
—Y ésa es la razón de que quieras salir y verlo. Sax puso una expresión ceñuda.
Antes de partir, llamó a Ann.
—¿Te gustaría... te gustaría acompañarme en un viaje a Tharsis Sur, para... para examinar el límite superior de la areobiosfera... juntos?
Ella se sobresaltó. Su cabeza se movía asintiendo mientras pensaba, la respuesta del cerebelo, que se anticipaba seis o siete segundos a la respuesta verbal consciente.
—No. —Y cortó la conexión, con una expresión casi de miedo.
Sax se encogió de hombros. Se sentía mal. Había descubierto que uno de los motivos por los que salía al campo era el deseo de llevar a Ann y mostrarle los primeros biomas rocosos de los fellfields. Mostrarle qué hermosos eran. Hablar con ella. Algo por el estilo. Su imagen mental de lo que le diría si conseguía que lo acompañara era borrosa en el mejor de los casos. Simplemente quería mostrárselos. Obligarla a mirarlos.
Bien, no se podía obligar a nadie a ver las cosas.
Fue a despedirse de Michel. El trabajo de éste consistía en forzar a la gente a ver cosas. Ésa era, sin duda, la causa de su frustración cuando hablaba de Ann. Ella había sido paciente suya durante más de un siglo y no sólo no había cambiado, sino que tampoco le había contado gran cosa de sí misma. A Sax le parecía gracioso, aunque era evidente que eso afligía a Michel, porque la quería, como amaba al resto de sus viejos amigos y pacientes, incluyendo a Sax. Formaba parte de la naturaleza de la responsabilidad profesional, en opinión de Michel: enamorarse de los objetos de «estudio científico». Los astrónomos aman las estrellas. Bueno, vaya uno a saber.
Sax alargó la mano y aferró el brazo de Michel, que sonrió feliz ante ese gesto tan impropio de Sax, ese «cambio de mentalidad». Amor, sí; y especialmente cuando el objeto de estudio eran mujeres conocidas desde hacía años, estudiadas con la intensidad de la ciencia pura... Sí, había sentimiento. Una profunda intimidad tanto si cooperaban en el estudio como si no. De hecho, tal vez resultaban más seductoras si no lo hacían, si se negaban a responder. Al fin y al cabo, si Michel quería respuestas a las preguntas, respuestas con gran profusión de detalles, incluso cuando no los pedía, siempre tenía a Maya, la humana en demasía, que obligaba a Michel a una dura carrera de obstáculos a través del sistema límbico, que incluía convertirse en blanco de proyectiles diversos, si lo que contaba Stephen era cierto. Después de esa clase de simbolismo, el silencio de Ann resultaba encantador.
—Ve con cuidado —dijo Michel, el científico feliz, ante uno de sus objetos de estudio, al que amaba como a un hermano.
Sax partió solo. Bajó la desnuda y abrupta pendiente sur de Pavonis Mons y luego franqueó el desfiladero entre Pavonis y Arsia. Contorneó el gran cono de Arsia Mons por su árido flanco oriental y luego descendió por el flanco meridional de Arsia y de la Protuberancia de Tharsis, y al fin alcanzó las accidentadas tierras altas de Daedalia Planitia. Esa llanura era el único vestigio de una antiquísima y gigantesca cuenca de impacto; el levantamiento de Tharsis, la lava de Arsia y los vientos incesantes la habían borrado casi por completo, y ahora todo lo que quedaba de ella era una colección de observaciones y deducciones de los areólogos, series radiales y poco marcadas de deyecciones y accidentes similares, visibles en los mapas pero no en el paisaje.