Authors: Kim Stanley Robinson
Y sólo podía encontrarse con él en su propio terreno, hablarle en sus propios términos. Por eso Ann se sentaba frente a él en las reuniones y trataba de concentrarse, aunque sentía que la mente se le estaba petrificando en el interior del cráneo. Las discusiones se repetían hasta la saciedad. ¿Qué hacer en Pavonis? Pavonis Mons, la Montaña del Pavo Real. ¿Quién ascendería al Trono del Pavo Real? Había muchos shas potenciales: Peter, Nirgal, Jackie, Zeyk, Kasei, Maya, Nadia, Mijail, Ariadne, la invisible Hiroko... demasiados.
En ese momento, alguien invocaba la conferencia de Dorsa Brevia como el marco de discusión al que debían ceñirse. Todo muy encomiable, pero sin Hiroko les faltaba el centro moral; ella era la única persona en toda la historia marciana, aparte de John Boone, ante la cual todo el mundo cedería. Pero Hiroko y John ya no estaban, ni tampoco Arkadi y Frank, que le habría sido muy útil en aquella coyuntura si hubiera estado de su lado, cosa poco menos que imposible. Todos muertos. Y les habían dejado la anarquía. Era curioso comprobar de qué modo, en una mesa atestada, las ausencias eran más notables que las presencias. Hiroko, por ejemplo; la gente la mencionaba con frecuencia, y sin duda estaba en algún lugar de las tierras interiores; los había abandonado, como de costumbre, en la hora de necesidad. Se burlaba de ellos desde su guarida. Y también era curioso comprobar que el único hijo de sus héroes perdidos, Kasei, el hijo de John e Hiroko, era el líder más radical de los presentes, un hombre inquietante aun cuando estaba de su lado. Allí sentado, mirando a Art y sacudiendo la cabeza canosa, con una pequeña sonrisa torciéndole la boca. No se parecía en nada ni a John ni a Hiroko; bueno, en realidad tenía algo de la arrogancia de Hiroko, y algo de la simplicidad de John. Lo peor de ambos. Y sin embargo era una figura poderosa, hacía lo que quería y muchos lo seguían. Pero no se parecía a sus progenitores.
Y Peter, sentado dos sillas más allá de Kasei, tampoco se parecía a ella o a Simón. Era difícil establecer qué significaban las relaciones de parentesco; evidentemente, nada. Y sin embargo se le encogía el corazón al oír a Peter, discutiendo con Kasei y oponiéndose a los rojos en todos los puntos, defendiendo una suerte de colaboracionismo interplanetario. Y ni una sola vez en el curso de esas sesiones se había dirigido a ella o la había mirado. Tal vez aquélla fuera una forma de cortesía: no discutiré contigo en público. Pero más bien parecía un desaire: no hablaré contigo porque no pintas nada.
Su hijo defendía a ultranza el cable, y coincidía con Art en la importancia del documento de Dorsa Brevia, naturalmente, dada la gran mayoría verde de entonces y que ahora persistía. Utilizar Dorsa Brevia como guía aseguraba la supervivencia del cable, lo cual significaba la continuidad de la presencia de la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas. Y algunos de los que se alineaban con Peter hablaban de «semiautonomía» en relación con la Tierra, en vez de independencia, y Peter comulgaba con aquello. La ponía enferma. Y todo eso sin mirarla a los ojos. Como Simón, mantenía una suerte de silencio, lo cual la ponía furiosa.
—No hay razón para que hagamos planes a largo plazo hasta que no resolvamos el problema del cable —dijo Ann, interrumpiéndole y ganándose una mirada reprobatoria, como si ella hubiese roto un compromiso; pero ese compromiso no existía, y ¿por qué no iban a discutir, cuando no había entre ellos ninguna relación... nada aparte de la biología?
Art aseguró que la UN se había declarado dispuesta a aceptar una semiautonomía marciana, siempre y cuando Marte se mantuviera en «estrecho contacto» con la Tierra y ayudase activamente en la crisis terrestre. Y Nadia añadió que Derek Hastings, ahora en Nuevo Clarke y que había abandonado Burroughs sin entablar una batalla sangrienta, estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. Pues claro, la próxima retirada no sería tan fácil, ni lo llevaría a un lugar demasiado agradable, porque a pesar de todas las medidas de emergencia, la Tierra era en ese momento un mundo de hambruna, plagas, saqueo... el fracaso del contrato social, que después de todo era muy frágil. Podía ocurrir en Marte también; tenía que recordar esa fragilidad cuando se enfadaba lo suficiente, como en ese momento, para desear decirles a Dao y Kasei que abandonaran las conversaciones y empezaran a disparar. Si lo hiciese, con toda probabilidad le obedecerían. Y de pronto la invadió una extraña sensación al percibir el poder que tenía en sus manos, al recorrer con la mirada los rostros infelices, airados y ansiosos en torno a la mesa. Ella podía inclinar la balanza, podía derribar aquella mesa.
Los oradores defendían sus posturas en turnos de cinco minutos. Más de los que Ann hubiese esperado estaban a favor de cortar el cable, no sólo rojos, sino también representantes de culturas o movimientos que se sentían amenazados por el orden metanacional o por la inmigración masiva procedente de la Tierra: beduinos, polinesios, los habitantes de Dorsa Brevia, algunos de los nativos más cautos. Pero seguían estando en minoría. No una minoría insignificante, pero minoría al fin. Aislacionistas contra interactivos; otra fractura que añadir a las que ya dividían el movimiento independentista marciano.
Jackie Boone se levantó y habló durante quince minutos sobre la conveniencia de mantener el cable, amenazando a cualquiera que quisiese derribarlo con la expulsión de la sociedad marciana. Fue una actuación repugnante, pero popular, y después Peter se levantó y habló en los mismos términos, sólo que con algo más de sutileza. Aquello indignó tanto a Ann que cuando él concluyó tomó la palabra y volvió a insistir en que era necesario destruir el cable, lo que le valió una nueva mirada venenosa de Peter, que apenas advirtió, pues estaba furiosa, y se olvidó del límite de los cinco minutos. Nadie intentó interrumpirla y ella siguió, aunque no sabía qué diría después ni recordaba lo que había dicho. Acaso su subconsciente lo había organizado todo como el sumario de un abogado —ojalá fuese así—; o tal vez, mientras su boca seguía hablando, una parte de su pensamiento repetía la palabra
Marte
una y otra vez, o balbuceaba y el auditorio simplemente la dejaba hacer, o milagrosamente la comprendía en un momento de penetración glosolálica, y unas llamas invisibles aparecían sobre sus cabezas, como capuchones enjoyados... En efecto, los cabellos de los oyentes le parecieron a Ann de metal hilado, las calvas de los ancianos pedazos de jaspe en el interior de los cuales todas las lenguas, vivas y muertas, se entendían por igual; y por un momento todos parecieron atrapados con ella en una epifanía del Marte rojo, emancipados de la Tierra, viviendo en el planeta primitivo que había sido y que podía volver a ser.
Se sentó. Pero no fue Sax quien se levantó para rebatirla, como tantas otras veces en el pasado. De hecho, el hombre la miraba con la boca abierta y los ojos extraviados por la concentración, y con una perplejidad que ella no podía interpretar. Se miraron fijamente; pero qué podía estar pensando Sax ella lo ignoraba. Sólo sabía que al fin había conseguido captar su atención.
Esta vez fue Nadia quien replicó, su hermana Nadia, que defendió sistemáticamente y con calma la interacción con la Tierra, la intervención en la situación terrana. Habló de la necesidad de llegar a un acuerdo, de comprometerse, influenciar, transformar. Era profundamente contradictorio, pensó Ann; puesto que eran débiles, decía Nadia, no podían permitirse el lujo de ofender, y por tanto tenían que cambiar toda la realidad social terrana.
—¿Pero cómo? —gritó Ann—. ¡Sin un punto de apoyo, no puedes mover el mundo! Sin palanca, sin fuerza...
—No hablamos sólo de la Tierra —replicó Nadia—. Pronto habrá otras colonias en el sistema solar. Mercurio, la Luna, las grandes lunas exteriores, los asteroides. Tenemos que formar parte de todo eso. Como primera colonia, somos los líderes naturales. Un pozo de gravedad no salvado representa un obstáculo para todo eso... una reducción de nuestra posibilidad de actuar, una mengua de nuestro poder.
—Ya, un obstáculo para el progreso —dijo Ann con amargura—. Piensa en lo que Arkadi habría contestado a eso. Escucha, tenemos la oportunidad de hacer algo diferente. Ésa es la verdadera cuestión. Todavía tenemos esa oportunidad. Todo lo que incrementa el espacio dentro del cual podemos crear una nueva sociedad es beneficioso. Todo aquello que lo reduce es perjudicial. ¡Piénsenlo!
Quizá ya lo hacían, pero no servía de nada. Algunos elementos de la Tierra enviaban sus argumentos y amenazas, y hasta rogaban. Allí abajo necesitaban ayuda, cualquier ayuda. Art Randolph continuó presionando enérgicamente en defensa del cable en nombre de Praxis, que a los ojos de Ann se perfilaba como la nueva autoridad transitoria, el metanacionalismo en su última manifestación o disfraz.
Sin embargo, los nativos estaban siendo ganados lentamente para su causa, intrigados por la posibilidad de «conquistar la Tierra», sin saber que eso era imposible, incapaces de imaginar la vastedad y la inmovilidad de la Tierra. Uno podía explicárselo hasta la saciedad, pero nunca serían capaces de imaginarlo.
Al fin llegó el momento de una votación informal. Habían decidido que fuera un voto representativo, un voto por cada uno de los grupos firmantes del documento de Dorsa Brevia, y también uno por cada una de las partes interesadas que habían surgido desde entonces: nuevos asentamientos en las tierras interiores, nuevos partidos políticos, asociaciones, laboratorios, compañías, bandas guerrilleras, los diferentes grupos rojos disidentes. Antes de empezar, un alma generosa e ingenua llegó a ofrecer un voto a los Primeros Cien, y todos rieron ante la idea de que los Primeros Cien pudieran emitir el mismo voto sobre un tema. El alma generosa, una muchacha de Dorsa Brevia, propuso entonces que cada uno de los Primeros Cien tuviese un voto individual, pero aquello fue descartado porque ponía en peligro el ligero dominio que tenían sobre el gobierno representativo. No habría cambiado nada, de todos modos.
En la votación se decidió que el ascensor espacial continuaría en pie por el momento, y en manos de la UNTA, en toda su extensión e incluyendo el Enchufe. Era como si el rey Canuto decidiese declarar legal la marea, pero nadie rió excepto Ann. Los otros rojos estaban furiosos. La propiedad del Enchufe estaba siendo activamente disputada todavía, objetó Dao gritando, el vecindario que lo rodeaba era vulnerable y podían tomarlo, no había razón para ceder de aquella manera; ¡estaban barriendo el problema debajo de la alfombra porque era difícil! Pero la mayoría estaba de acuerdo. El cable permanecería.
Ann sintió la vieja urgencia de escapar. Tiendas y trenes, gente, la silueta de Sheffield recortándose contra el borde sur, el basalto de la cima arrancado, aplastado y pavimentado... Una pista recorría todo el perímetro del borde, pero el lado occidental de la caldera estaba casi deshabitado. Ann tomó un pequeño rover rojo y condujo en sentido contrario a las agujas del reloj hasta que alcanzó una pequeña estación meteorológica; allí aparcó y se apeó, moviéndose con rigidez dentro de un traje muy parecido a los que habían usado durante los primeros años.
Se encontraba a uno o dos kilómetros del límite del borde. Avanzó lentamente hacia allí en dirección este, y tropezó en un par de ocasiones antes de prestar la debida atención. La lava antiquísima que formaba el ancho borde llano era lisa y oscura en algunos puntos, rugosa y de color más claro en otros. Cuando alcanzó el filo del abismo actuaba ya apológicamente y avanzaba entre las rocas en un baile que podría mantener todo el día, en sintonía con cada montículo y grieta que pisaba. Y eso era bueno, porque cerca del precipicio el terreno se colapsaba formando estrechas cornisas curvas escalonadas; el desnivel entre una y otra era a veces un simple escalón y otras, más alto que ella. Y delante una creciente sensación de vacío a medida que el otro lado de la caldera y el resto de la gran circunferencia se hacían visibles. Bajó hasta la última cornisa, un repecho de unos cinco metros de ancho con una oscura pared curva detrás, que le llegaba a los hombros; debajo se abría el gran abismo circular de Pavonis.
Esa caldera era una de las maravillas geológicas del sistema solar, un agujero de cuarenta y cinco kilómetros de diámetro y cinco de profundidad, y casi perfectamente regular en toda su extensión: circular, de fondo llano y paredes casi verticales; un perfecto cilindro de espacio, cortado en el volcán como para tomar una muestra de roca. Ninguna de las otras tres grandes calderas se acercaba a aquella simplicidad de formas: Ascraeus y Olimpo eran complicados palimpsestos de anillos superpuestos, mientras que la ancha y poco profunda caldera de Arsia era más o menos circular, pero estaba muy fracturada. Sólo Pavonis tenía un cilindro regular, la idea platónica de una caldera volcánica.
Naturalmente, desde el extraordinario lugar en que estaba en aquel momento, la estratificación horizontal de las paredes interiores añadía irregularidad al conjunto: franjas de color orín, negro, chocolate y pardo oscuro que indicaban variaciones en la composición de los depósitos de lava; y algunas franjas eran más duras que las contiguas, de manera que había numerosos baleones semicirculares que sobresalían de la pared a diferentes alturas: bancos curvos aislados, encaramados en el flanco de la inmensa garganta de roca, que nadie visitaba nunca. Y el fondo era tan llano... La subsidencia de la cámara magmática del volcán, localizada unos ciento sesenta kilómetros bajo la montaña, tenía que haber sido inusualmente coherente; se había hundido en el mismo lugar todas las veces. Ann se preguntó si se habría determinado ya por qué había sucedido así: si la cámara magmática era más joven que las de los otros grandes volcanes, o más pequeña, o la lava más homogénea... Probablemente alguien había investigado el fenómeno; podía encontrar información en su ordenador de muñeca. Tecleó el código de la
Revista de Estudios Areológicos
, y luego
Pavonis
: «Vestigios de actividad explosiva estromboliana en los clastos de Tharsis Occidental.» «Crestas radiales en la caldera y grábenes concéntricos en la cara externa del borde sugieren una subsidencia posterior de la cima.» Acababa de atravesar algunos de esos grábenes. «Liberación de volátiles juveniles en la atmósfera calculada por datación radiométrica de los mancos de Lastflow.» Apagó la consola. Había dejado de mantenerse al corriente de la investigación areológica hacía años. Incluso leer los extractos le habría ocupado más tiempo del que disponía. Y además, la areología se había visto gravemente comprometida por el proyecto de terraformación. Los científicos que trabajaban para las metanacionales se habían concentrado en la exploración y evaluación de recursos, y habían encontrado vestigios de antiguos océanos, de la primitiva atmósfera cálida y húmeda, probablemente incluso de formas de vida antiquísimas. Por otro lado, los científicos rojos habían advertido sobre la creciente actividad sísmica, la rápida subsidencia, la erosión brutal y la desaparición de cualquier muestra de superficie que se hubiese conservado en su estado primitivo. La presión política había tergiversado casi todo lo que se había escrito sobre Marte en los pasados cien años.
La Revista
era la única publicación que Ann conocía que intentaba divulgar trabajos estrictamente areológicos en el más puro sentido de la palabra, focalizados en lo que había sucedido en los cinco mil millones de años de soledad; era la única publicación que Ann seguía leyendo, o que al menos ojeaba: echaba un vistazo a los títulos y algunos extractos, y a los editoriales de primera plana; una o dos veces incluso había enviado cartas referentes a alguna cuestión, que ellos habían publicado sin alharacas. Editada por la Universidad de Sabishii, la
Revista
era revisada por areólogos que compartían ideología, y los artículos eran rigurosos y bien documentados, no eran políticamente tendenciosos en sus conclusiones, sólo científicos. Los editoriales de la revista defendían lo que podría haberse definido como una posición roja, pero sólo en un sentido muy limitado, puesto que abogaban por la conservación del paisaje primitivo para que los estudios pudieran realizarse sin tener que lidiar con la contaminación a gran escala. Ésa había sido la posición de Ann desde el principio, y con la que se sentía más cómoda; había abandonado aquella posición científica por el activismo político forzada por la situación. Y podía decirse lo mismo de muchos areólogos que ahora apoyaban a los rojos. Ellos eran sus iguales, en verdad, la gente a la que entendía y con la que simpatizaba.