Marte Azul (2 page)

Read Marte Azul Online

Authors: Kim Stanley Robinson

—¿Vuelven a la Tierra o van a quedarse en la órbita marciana?

—Regresan a la Tierra. No creo que a estas alturas confíen mucho en la órbita.

Peter sonrió al decir esto. Había hecho mucho en el espacio, apoyando las iniciativas de Sax y otros. Su hijo, el hombre del espacio, el verde. Hacía muchos años que apenas se hablaban.

—¿Y qué es lo que piensan hacer ahora? —preguntó Ann.

—No lo sé. No creo que podamos apoderarnos del ascensor ni tampoco del Enchufe. E incluso si saliera bien, ellos siempre podrían derribar el ascensor.

—¿Y?

—Bueno... —De pronto Peter pareció preocupado.— No creo que sea conveniente. ¿Y tú?

—Creo que habría que echarlo abajo.

—Entonces será mejor que te alejes de la línea de caída —dijo Peter, ahora irritado.

—Lo haré.

—No quiero que nadie lo derribe sin antes discutirlo a fondo —declaró él con acritud—. Esto es importante. Tiene que ser una decisión tomada por toda la comunidad marciana. Yo pienso que necesitamos el ascensor.

—Sólo que no tenemos manera de apoderarnos de él.

—Eso aún está por ver. Mientras tanto, no es algo que puedas decidir por tu cuenta y riesgo. Me enteré de lo sucedido en Burroughs, pero aquí es diferente, ¿entiendes? Aquí decidimos la estrategia entre todos. Hay que discutirlo.

—Forman un grupo al que eso se les da muy bien —dijo Ann con amargura. Todo se discutía hasta la saciedad y ella siempre perdía. Ya no era tiempo de discusiones. Alguien tenía que actuar. Pero la expresión de Peter era la de quien no está dispuesto a permitir que lo aparten de las resoluciones fundamentales. Evidentemente su hijo pensaba ser quien decidiera sobre el ascensor. Parte de un sentimiento más general de posesión del planeta, sin duda, derecho de nacimiento de los nisei, que desplazaba a los Primeros Cien y al resto de los issei. Si John viviese no les hubiera resultado fácil, pero el rey había muerto, larga vida al rey... su propio hijo, rey de los nisei, los primeros marcianos auténticos.

Pero rey o no, un ejército rojo se estaba reuniendo en esos momentos en Pavonis Mons. Eran la agrupación militar más poderosa que quedaba en el planeta y tenían la intención de completar la labor iniciada cuando la Tierra fue golpeada por la gran inundación. No creían en consensos ni compromisos, y para ellos derribar el cable era matar dos pájaros de un tiro: destruirían el último bastión de la policía y además cortarían toda comunicación fácil entre la Tierra y Marte, uno de los principales objetivos rojos. Sí, derribar el cable era el siguiente paso lógico.

Pero Peter no parecía al corriente de esto. O tal vez no le daba importancia. Ann intentó explicárselo, pero él se limitó a asentir, murmurando «Sí, sí, sí». Tan arrogante como todos los verdes, tan estúpidamente ufanos de sus evasivas, de sus tratos con la Tierra, como si pudiera conseguirse algo de aquel Leviatán. No. Se necesitaría una acción drástica, como en la inundación de Burroughs, como en todos los actos de sabotaje que habían preparado el marco para la revolución. Sin aquello, la revolución ni siquiera habría empezado, o habría sido aplastada de inmediato, como en 2061.

—Sí, sí. Entonces será mejor que convoquemos una reunión —dijo Peter, al parecer tan molesto con ella como Ann lo estaba con él.

—Sí, sí —admitió Ann con cansancio. Reuniones. Pero tenían una cierta utilidad; la gente podía hacerse la ilusión de que significaban algo, mientras el verdadero trabajo se llevaba a cabo en otro sitio.

—Intentaré convocar una —dijo Peter. Al fin Ann había conseguido polarizar su atención; pero el rostro de su hijo tenía una expresión desagradable, como si se sintiera amenazado—. Antes de que la situación se nos vaya de las manos.

—Las cosas ya se nos han ido de las manos —señaló ella, y cortó la conexión.

Ann siguió las noticias de los diferentes canales, Mangalavid, los canales rojos, los resúmenes terranos. Aunque Pavonis y el ascensor se habían convertido en el centro de atención de todo Marte, la convergencia física en el volcán era sólo parcial. Tenía la impresión de que las unidades de la guerrilla roja eran más numerosas que las unidades verdes de Marte Libre y sus aliados, pero no podía asegurarlo. Kasei y el ala más radical de los rojos, el Kakaze («viento de fuego»), habían ocupado hacía poco el borde norte de Pavonis y tomado la estación ferroviaria de Lastflow y su tienda. Los rojos con los que Ann había viajado, muchos de ellos miembros de la vieja corriente principal, discutieron sobre la conveniencia de rodear el borde y unirse al Kakaze, pero al fin decidieron permanecer en Pavonis Este. Ann asistió a esta deliberación sin intervenir, pero el resultado la complació, pues deseaba mantener las distancias con Kasei y Dao y su grupo. La alegraba quedarse en Pavonis Este.

Buena parte de las tropas de Marte Libre también permanecía allí, y dejaron los coches para ocupar los almacenes abandonados. Pavonis Este estaba convirtiéndose en una gran concentración de grupos revolucionarios de todas las tendencias, y un par de días después de su llegada, Ann entró en la tienda y caminó sobre el regolito compactado en dirección a uno de los almacenes más grandes para tomar parte en una sesión de estrategia general.

La reunión se desarrolló como había previsto. Nadia protagonizaba la discusión, y era inútil hablar con ella últimamente. Por tanto, Ann permaneció en su silla al fondo de la sala, observando a los demás y dándole vueltas a la situación. Ninguno quería decir lo que Peter había admitido ante ella en privado: que no había manera de hacer salir a la UNTA del ascensor espacial. Intentaban soslayar el problema a base de cháchara.

Bien avanzada la reunión, Sax Russell se acercó y se sentó a su lado.

—Un ascensor espacial... —dijo—, podría ser... útil.

Ann no se sentía cómoda hablando con Sax. Sabía que el hombre había sufrido lesiones cerebrales a manos de las fuerzas de seguridad de la UNTA y que su personalidad había cambiado después de recibir un tratamiento. Pero eso no mejoraba la situación, sólo la hacía más extraña, porque a veces le parecía el mismo Sax de antes, tan familiar como un hermano odiado, mientras que en otras creía que una nueva persona habitaba el cuerpo de Sax. Estas dos impresiones contrarias se alternaban rápidamente, y a veces incluso coexistían: justo antes de reunirse con ella, viéndolo hablar con Art y Nadia, le había parecido un extraño, un apuesto anciano de mirada penetrante que hablaba con la voz y el viejo estilo de Sax. Ahora que lo tenía al lado advirtió que los cambios en su rostro sólo eran superficiales. No obstante, aunque familiarizada con su aspecto físico, presentía al extraño agazapado en el interior: porque junto a ella había un hombre que vacilaba y hablaba a trompicones, persiguiendo penosamente aquello, que intentaba decir, y sin embargo la mitad de las veces decía algo apenas coherente.

—El ascensor es un... un ingenio. Para... construir. Una...
una herramienta.

—No, si no la controlamos —replicó Ann con paciencia, como si instruyese a un niño.

—Control... —dijo Sax, reflexionando sobre el concepto como si fuese nuevo para él—. ¿Influencia? Si el ascensor puede ser derribado por cualquiera que se lo proponga de verdad, entonces... —Perdió el hilo, siguiendo sus pensamientos.

—¿Entonces qué? —saltó Ann.

—Entonces todos lo controlamos. Se trata, por tanto, de una existencia consensuada. ¿No es obvio?

Era como si Sax estuviese traduciendo de una lengua extranjera. Aquél no era Sax; Ann meneó la cabeza y gentilmente trató de aclarar la situación. El ascensor era el medio de las metanacionales para alcanzar Marte, le explicó. Ahora estaba en poder de las metanacs y los revolucionarios no podían echar a las fuerzas policiales de allí. Evidentemente, en una situación así lo adecuado era derribarlo. Advertir a la gente, proporcionarles un programa y hacerlo.

—La pérdida de vidas sería mínima, y las bajas que se produjeran serían atribuibles a la estupidez de cualquiera que permaneciese en el cable o en la zona del ecuador.

Desgraciadamente, Nadia oyó este comentario desde el centro de la sala y sacudió la cabeza con tanta violencia que sus espesos mechones canos oscilaron como la gorguera de un payaso. Todavía estaba furiosa con Ann por lo de Burroughs, sin razón, y Ann le echó una mirada fulminante cuando se acercó a ellos y dijo secamente:

—Necesitamos el ascensor. Es nuestra conexión con Terra tanto como la conexión de Terra con Marte.

—Pero nosotros no necesitamos ninguna conexión con Terra —dijo Ann—. No es una relación física para nosotros, ¿es que no te das cuenta? No estoy diciendo que no necesitamos ejercer influencia sobre Terra, no soy una aislacionista como Kasei o Coyote. Coincido en que necesitamos influenciarlos de algún modo. Pero no se trata de nada
físico
, ¿entiendes?

Estamos hablando de ideas, conversaciones, tal vez hasta algún emisario. Debe ser un intercambio de información. Al menos lo es cuando funciona. Sólo cuando lo reducimos a algo físico (un intercambio de recursos, o inmigración masiva, o control policial) resulta útil el ascensor, incluso imprescindible. Si lo derribamos será como decir que somos nosotros quienes ponemos las condiciones, no ellos.

Era tan evidente... Pero Nadia sacudió la cabeza, negando Ann no imaginaba qué.

Sax carraspeó y con su viejo estilo de tabla periódica dijo:

—Si podemos derribarlo, entonces en efecto es como si ya lo hubiéramos hecho —y parpadeó repetidamente. Y de pronto, sentado junto a ella hubo un fantasma, la voz de la terraformación, el enemigo frente al cual había perdido una y otra vez... el antiguo yo de Saxifrage Russell, el mismo de siempre. Y lo único que ella podía hacer era exponer los argumentos que siempre había expuesto, los argumentos perdedores, sintiendo la insuficiencia de las palabras que pronunciaba.

A pesar de todo, lo intentó:

—La gente actúa según lo que ve, Sax. Los directivos de las metanacionales mirarán y verán lo que hay aquí, y actuarán en consecuencia. Si el cable no está, en este momento no tienen ni los recursos ni el tiempo para volver a entrometerse en nuestros asuntos. Si el cable sigue en su sitio, pensarán: bien, podríamos hacerlo. Y habrá gente deseando intentarlo.

—Siempre pueden venir. El cable sólo sirve para ahorrar combustible.

—Un ahorro de combustible que hace posible la transferencia masiva. Pero Sax había vuelto a sumirse en sus pensamientos y era de nuevo un extraño. Pocos le prestaban atención el tiempo suficiente. Nadia hablaba de control de la órbita y salvoconductos y quién sabía qué más.

El Sax extraño interrumpió a Nadia, sin haberla escuchado siquiera, y dijo:

—Hemos prometido... ayudarles a salir del apuro.

—¿Enviándoles más metales? —dijo Ann—. ¿De verdad los necesitan?

—Podríamos... acoger gente. Tal vez ayudaría. Ann negó con la cabeza.

—Nunca acogeríamos la cantidad suficiente.

Sax frunció el ceño. Al ver que no la escuchaban, Nadia regresó a la mesa. Sax y Ann callaron.

Siempre discutían. Nunca hacían concesiones, ni llegaban a un compromiso, nunca lograban nada. Discutían empleando las mismas palabras para referirse a cosas distintas y a duras penas se entendían. En otro tiempo, mucho antes, las cosas habían sido diferentes, habían discutido en el mismo idioma. Pero eso había ocurrido hacía tanto tiempo que ella ni siquiera podía recordar exactamente cuándo ni dónde. ¿En la Antártida? En algún lugar. Pero no en Marte.

—¿Sabes? —dijo Sax en tono familiar, algo también insólito en él—, las milicias rojas no fueron la razón de que la Autoridad Transitoria evacuara Burroughs y el resto del planeta. Si las guerrillas hubiesen sido el único factor, los terranos nos habrían atacado, y probablemente con éxito. Pero las manifestaciones masivas en las ciudades-tienda demostraron que la vasta mayoría de la población del planeta estaba contra ellos. Eso es lo que más inquieta a un gobierno, las protestas masivas. Cientos de miles de personas que se echan a las calles para rechazar el sistema imperante. Eso es lo que quiere decir Nirgal cuando afirma que el poder político procede de la mirada de la gente. Y no del cañón de una pistola.

—¿Y qué? —replicó Ann.

Sax señaló con un ademán a la gente que llenaba el almacén.

—Todos son verdes.

Los otros continuaban con el debate. Sax observaba a Ann como un pájaro.

Ella se levantó y abandonó la reunión; se internó en las calles de Pavonis Este, extrañamente vacías. Aquí y allá, en las esquinas, se apostaban bandas de milicianos que mantenían un ojo atento a la zona sur, a Sheffield y la terminal del cable. Jóvenes nativos felices, esperanzados, serios. Los miembros de uno de esos grupos estaban enzarzados en una animada discusión, y cuando Ann pasó junto a ellos, una joven de rostro encendido gritó con vehemencia:

—¡No pueden hacer siempre lo que les venga en gana!

Ann siguió su camino. Mientras andaba, empezó a sentir una creciente e inexplicable inquietud. Así cambiaba la gente, en pequeños saltos cuánticos cuando eran golpeados por acontecimientos externos, sin intención, sin plan. Alguien dice «la mirada de la gente» y de pronto la frase se une a una imagen: un rostro encendido y vehemente, otra frase, «¡no pueden hacer siempre lo que les venga en gana!». Y se le ocurrió (¡qué mirada la de aquella joven!) que no estaban decidiendo el destino del cable solamente, no era sólo «¿debemos derribar el cable?», sino «¿cómo vamos a tomar las decisiones?». Ésa era la cuestión posrevolucionaria crítica, acaso más importante que cualquiera de los temas que estaban siendo debatidos, incluso el destino del cable. Hasta aquel momento, la mayoría de los integrantes de la resistencia había operado según un método que proclamaba:
si no estamos de acuerdo contigo, lucharemos contra ti.
Esa actitud había llevado a la gente a unirse a la resistencia en primer lugar, incluida la propia Ann. Y una vez acostumbrados a ese método, costaba renunciar a él. Después de todo, acababan de probar que funcionaba, y por eso persistía una cierta tendencia a seguir empleándolo. Ann sabía que anidaba también en ella.

Pero el poder político... procedía de la mirada de la gente. Se podía luchar eternamente, pero si la gente no te apoyaba...

Ann siguió con estas reflexiones mientras se dirigía a Sheffield, tras haber decidido que se saltaría la farsa de la sesión vespertina de estrategia en Pavonis Este. Quería echar una ojeada al centro de la acción.

Other books

Glimpse by Stacey Wallace Benefiel
The Loves of Judith by Meir Shalev
No Ordinary Affair by Fiona Wilde, Sullivan Clarke
The Ionian Mission by Patrick O'Brian
Falling into Black by Kelly, Carrie