Authors: Kim Stanley Robinson
Era curioso lo poco que parecía haber cambiado la vida cotidiana en Sheffield. La gente seguía yendo a trabajar, comía en restaurantes, charlaba sobre el césped de los parques, se reunía en los espacios públicos de aquella ciudad, la más poblada de las ciudades-tienda. Los comercios y los restaurantes estaban atestados. Muchos de los negocios de Sheffield habían pertenecido a las metanacionales, y ahora la gente seguía en las pantallas las largas discusiones para decidir el futuro proceder: cómo debían ser las nuevas relaciones entre los empleados y sus antiguos patronos, dónde debían comprar las materias primas, dónde vender, qué regulaciones obedecer, qué impuestos debían pagar. Todo muy confuso, como ponían de manifiesto los debates en todos los medios de comunicación.
En la plaza donde estaba el mercado de comestibles, sin embargo, nada parecía haber cambiado. La mayor parte de los comestibles eran cultivados y comercializados por cooperativas; las redes de producción agrícola seguían funcionando, los invernaderos de Pavonis seguían produciendo y en el mercado todo se desarrollaba con normalidad; las mercancías se pagaban con dólares de la UNTA o a crédito. Sólo en un par de ocasiones vio Ann a un vendedor, con su mandil y el rostro congestionado, discutiendo airadamente con los clientes sobre algún punto de la política del gobierno. Al pasar junto a uno de esos debates, en nada diferentes de los que se producían entre los líderes en Pavonis Este, los contendientes callaron y la miraron. La habían reconocido. El verdulero la interpeló con voz chillona:
—¡Si ustedes los rojos dejaran de incordiar, ellos se largarían!
—Ah, vamos —replicó alguien—. Ella no es la responsable. Absolutamente cierto, pensó Ann mientras se alejaba.
Un gran gentío esperaba la llegada del tranvía. Los medios de transporte seguían activos, preparados para la autonomía. La tienda, a pesar de todo, funcionaba, aunque no era algo que pudiera darse por sentado. Los operarios de las plantas físicas de las ciudades desarrollaban su trabajo con normalidad; ellos mismos extraían las materias primas, principalmente del aire, y los colectores solares y reactores nucleares les proporcionaban toda la energía que necesitaban. Es decir que aunque físicamente frágiles, si las dejaban en paz las tiendas podían convertirse en unidades políticamente autónomas sin grandes aspavientos; no había razón para que nadie las poseyera, ninguna justificación.
Así pues, las necesidades básicas estaban cubiertas. La vida cotidiana continuaba, apenas perturbada por la revolución.
O eso parecía a simple vista. Pero en las calles había también núcleos armados, jóvenes nativos en grupos de tres, cuatro o cinco, apostados en las esquinas. Milicias revolucionarias con lanzamisiles y antenas de radar, verdes o rojas, no importaba, aunque se podía afirmar casi con certeza que eran verdes. La gente los miraba al pasar, o se detenían a departir con ellos y averiguar qué hacían. Vigilamos el Enchufe, decían los nativos armados. Sin embargo, para Ann era evidente que actuaban también como una especie de policía. Parte de la escena, aceptados, apoyados. La gente sonreía mientras charlaba; aquélla era
su
policía, eran compañeros marcianos que estaban allí para protegerlos, para salvaguardar Sheffield. La gente los quería allí, no cabía duda. Si no fuera así, todo inquiridor habría supuesto una amenaza, toda mirada de resentimiento, un ataque; y eso finalmente habría forzado a las milicias a abandonar las esquinas e instalarse en un lugar más seguro. Los rostros de la gente, mirando de concierto; eso era lo que movía el mundo.
Ann meditó en ello en los días siguientes. Y aún más después de tomar un tren que recorría el borde alejándose de Sheffield, en sentido opuesto al de las manecillas del reloj, hacía el arco norte. Allí Kasei, Dao y el Kakaze ocupaban los apartamentos de la pequeña tienda de Lastflow. Al parecer habían desalojado a la fuerza a los residentes no combatientes, los cuales, como era de esperar, se habían dirigido en tren a Sheffield, furiosos, para exigir la restitución de sus hogares. Además, informaron a Peter y el resto de los líderes verdes de que los rojos habían instalado lanzamisiles móviles en la zona norte del borde, y que apuntaban al ascensor y a Sheffield.
Por eso Ann se apeó en la pequeña estación de Lastflow de mal humor, furiosa por la arrogancia del Kakaze, a su manera tan estúpida como la de los verdes. Habían llevado muy bien la campaña de Burroughs, al apoderarse del dique de forma ostensible, un toque de advertencia para todos, y después al decidir por su cuenta romper el dique cuando todas las demás facciones revolucionarias se habían reunido en las montañas al sur de la ciudad, preparadas para rescatar a la población civil al tiempo que forzaban a las fuerzas de seguridad metanacionales a retirarse. El Kakaze había visto el curso de acción necesario y lo había seguido, sin empantanarse en discusiones. Sin su iniciativa aún seguirían congregados en torno a Burroughs, y las metanacs sin duda andarían organizando una fuerza expedicionaria terrana de socorro. Había sido un golpe perfecto.
Y al parecer, el éxito se les había subido a la cabeza.
Lastflow había tomado el nombre de la depresión que ocupaba, una colada de lava en forma de abanico que se extendía más de un centenar de kilómetros por la ladera nororiental de la montaña. Era el único defecto de lo que por lo demás era una cima cónica y una caldera de perfecta circularidad, y evidentemente se había producido bastante tarde en el historial de erupciones del volcán. De pie en el interior de la depresión, la vista del resto de la cima quedaba oculta: era como estar en un valle poco profundo desde el que poco podía verse en cualquier dirección, hasta que uno llegaba a la zona por donde se había desbordado la lava y veía el vasto cilindro de la caldera, que llegaba al corazón del planeta, y en el lejano borde opuesto, la silueta de Sheffield, como un diminuto Manhattan, a más de cuarenta kilómetros de distancia.
La reducida panorámica acaso explicara por qué la depresión había sido una de las últimas porciones del borde en ser urbanizada. Ahora, sin embargo, la ocupaba por completo una tienda de buen tamaño, seis kilómetros de diámetro y un centenar de kilómetros de altura, fuertemente reforzada, como todas a esa altitud. El asentamiento había sido el hogar sobre todo de los trabajadores que se repartían cada día entre las múltiples industrias del borde. Sin embargo, estaba en aquellos momentos en manos del Kakaze, y a las puertas de la tienda había aparcada una flota de grandes rovers, sin duda los que habían dado origen a los rumores sobre los lanzamisiles.
Mientras la conducían al restaurante que Kasei había convertido en su cuartel general, los guías de Ann confirmaron los rumores; los rovers remolcaban lanzamisiles, que estaban preparados para arrasar el último refugio de la UNTA en Marte. La perspectiva satisfacía enormemente a sus guías, y también los hacía felices compartirla con ella, conocerla y mostrarle sus logros. Un grupo variopinto: nativos en su mayoría, además de algunos terranos recién llegados y algunos veteranos, un batiburrillo de etnias. Entre ellos había algunas caras que Ann reconoció: Etsu Okakura, Al-Khan, Yussuf. Muchos nativos que no conocía los abordaron a la puerta del restaurante para estrecharle la mano, sonriendo con entusiasmo. El Kakaze: ellos eran, tenía que admitirlo, el ala de los rojos por la que sentía menos simpatía. Ex terranos furiosos o jóvenes nativos idealistas de las tiendas, cuyos colmillos de piedra conferían un aire siniestro a sus sonrisas, cuyos ojos brillaban cuando les llegaba el turno de conocerla, cuando hablaban de
kami
, de la necesidad de pureza, del valor intrínseco de la roca, de los derechos del planeta. En resumen, fanáticos. Les estrechó las manos y asintió, tratando de no dejar traslucir su malestar.
En el interior del restaurante, Kasei y Dao estaban sentados a una mesa junto a la ventana, bebiendo cerveza negra. Todo se paralizó cuando Ann hizo su entrada, y les llevó un buen rato intercambiar abrazos de bienvenida con Dao y Kasei y luego hacer las presentaciones; al fin se reanudaron las comidas y las conversaciones. Le trajeron algo de comer de las cocinas, y los trabajadores del restaurante salieron para saludarla; también eran del Kakaze. Ann esperó que se fueran y que la gente regresara a sus mesas, sintiéndose impaciente y torpe. Aquéllos eran sus hijos espirituales, afirmaban siempre los medios de comunicación; ella era la primera roja; pero para ser francos, la incomodaban.
Kasei, de un humor excelente, como siempre desde que empezara la revolución, dijo:
—Vamos a derribar el cable dentro de una semana, más o menos.
—¿No me digas? —repuso Ann—. ¿Y por qué esperar tanto? Dao no hizo caso de su sarcasmo.
—Hay que avisar a la gente para que tenga tiempo de salir del ecuador. —Aunque por lo común de carácter agrio, ese día se le veía tan alegre como a Kasei.
—¿Y también del ascensor?
—Sí eso es lo que quieren. Pero aunque lo abandonaran y nos lo entregaran, igualmente lo derribaríamos.
—¿Cómo? ¿Eso de ahí fuera son de verdad lanzamisiles?
—Sí. Pero sólo están ahí por si se les ocurre bajar e intentar recuperar Sheffield. En cuanto al cable, seccionar la base no es la manera de echarlo abajo.
—Los cohetes de control tal vez podrían ajustarse a las alteraciones en la base —explicó Kasei—. Es difícil saber qué sucedería. Pero un impacto justo por encima del punto areosincrónico reduciría el impacto sobre el ecuador y evitaría que New Clarke saliera despedido con tanta velocidad como el primero. Queremos minimizar el drama, ya sabes, que haya el menor número de mártires posible. Será como demoler un edificio. Un edificio que ya no es útil.
—Ya —dijo Ann, aliviada ante aquella señal de buen juicio. Pero resultaba curioso que sus propias ideas expuestas por otra persona la perturbaran. Localizó la razón principal de su preocupación—. ¿Y qué hay de los otros, de los verdes? ¿Que ocurrirá si se oponen?
—No lo harán —afirmó Dao.
—¡Ya lo hacen! —dijo Ann en tono áspero. Dao negó con la cabeza.
—He estado hablando con Jackie. Es posible que algunos verdes se opongan, pero su grupo dice que sólo es para consumo del público, porque de ese modo ellos aparecen como moderados a los ojos de los terranos y pueden culpar de las acciones peligrosas a los radicales fuera de su control.
—Es decir, nosotros —señaló Ann. Los dos hombres asintieron.
—Igual que en Burroughs —dijo Kasei con una sonrisa. Ann reflexionó. Seguramente era cierto.
—Pero algunos se oponen de veras. He estado discutiéndolo con ellos, y no se trata de ningún truco publicitario.
—Ya —dijo Kasei con suavidad. Los dos la miraban fijamente.
—Así que piensan hacerlo digan lo que digan —resumió ella después de un breve silencio.
No contestaron, pero siguieron mirándola. Y de pronto comprendió que pensaban hacer el mismo caso de sus mandatos que los chicos de las órdenes de una abuela senil. Estaban siguiéndole el juego, pensando cuál sería la mejor manera de utilizarla.
—Tenemos que hacerlo —dijo Kasei—. Es por el bien de Marte. Y no sólo para los rojos, sino para todos. Necesitamos poner una cierta distancia entre nosotros y Terra, y el pozo gravitatorio restablecerá esa distancia. Sin él, seremos arrastrados por la vorágine sin remedio.
Era el argumento de Ann, era justo lo que acababa de decir en las reuniones en Pavonis Este.
—Pero ¿y si tratan de detenerlos?
—No creo que puedan —dijo Kasei.
—Pero ¿y si lo intentan?
Los dos hombres intercambiaron una mirada. Dao se encogió de hombros.
Vaya, pensó Ann mirándolos. Estaban ansiosos por iniciar una guerra civil.
La gente seguía subiendo por las pendientes de Pavonis hasta la cima, y atestaba Sheffield, Pavonis Este, Lastflow y las otras tiendas del borde. Entre ellos estaban Michel, Spencer, Vlad, Marina, Ursula, Mijail y una brigada entera de bogdanovistas, Coyote, solo, una representación de Praxis, un tren lleno de suizos, caravanas árabes, sufíes y seglares, nativos de otras ciudades y asentamientos de Marte. Todos acudían al final de la partida. En el resto del planeta, los nativos habían consolidado su control; equipos locales en cooperación con Séparation de l'Atmosphére mantenían en funcionamiento las plantas físicas. Había algunos pequeños focos de resistencia metanacional, por supuesto, y algunos miembros del Kakaze andaban desbocados destruyendo de manera sistemática proyectos de terraformación; pero todos sabían que Pavonis era el punto crucial del problema pendiente, la coronación del alzamiento revolucionario o, como Ann empezaba a temer, el preludio de una guerra civil. O ambas cosas. No sería la primera vez.
Asistía a las reuniones y dormía pésimamente por las noches o descabezaba un sueño intranquilo en el tránsito entre una reunión y la siguiente. Éstas empezaban a desdibujarse: ninguna iba más allá de los inútiles altercados. Estaba muy cansada, y el sueño fragmentado no ayudaba. Después de todo, tenía casi ciento cincuenta años, y hacía veinticinco que no recibía el tratamiento gerontológico, se sentía exhausta todo el tiempo. De manera que observaba desde un pozo de creciente indiferencia mientras los otros rumiaban la situación. La Tierra seguía en desorden; la gran marea causada por el colapso del casquete de hielo de la Antártida occidental había demostrado ser el mecanismo desencadenante ideal que el general Sax había estado esperando. Ann estaba segura de que Sax no sentía ningún remordimiento por aprovecharse de las dificultades de la Tierra; ni una sola vez se le había ocurrido pensar en las muchas muertes que la inundación había causado allí. Podía leerle el pensamiento cuando hablaba del tema: ¿de qué serviría el remordimiento? La inundación era un accidente, una catástrofe geológica, como una era glacial o el impacto de un meteorito. Nadie debía perder el tiempo sintiendo remordimientos, ni siquiera considerando que se aprovechaban de la situación. Era mejor sacar lo que de bueno hubiera del caos y el desorden, y no preocuparse. Todo eso decía el rostro de Sax mientras discutían sobre lo que debían hacer respecto a la Tierra y sugería que enviaran una delegación. Una misión diplomática, la aparición en persona, algo sobre reunir las cosas; incoherente en la superficie, pero ella podía leerle el pensamiento como a un hermano, ¡su viejo enemigo! Bien, Sax —el viejo Sax al menos— era racional, y por tanto era más fácil comprenderlo; más fácil que con los jóvenes fanáticos del Kakaze, ahora que lo pensaba.