Authors: Kim Stanley Robinson
Hubiera sido fácil limitarse a cortar la gran banda del espejo anular y dejar que se perdiera en el espacio, fuera del plano de la eclíptica. Y otro tanto con la soletta: si encendían algunos de sus cohetes de posición, se alejaría girando como una rueda de fuegos de artificio.
Pero eso supondría un despilfarro de silicato de aluminio procesado que Sax desaprobaba. Decidió investigar la posibilidad de usar los cohetes direccionales del espejo y su capacidad reflectora para propulsarlos a otro lugar del sistema solar. Podían colocar la soletta delante de Venus, y realinear sus espejos para que la estructura se convirtiera en un enorme parasol que daría sombra al planeta e iniciaría el proceso de enfriamiento de su atmósfera. Esto era algo que venía discutiéndose en la literatura especializada desde hacía tiempo, y cualesquiera que fuesen los planes de terraformación de Venus, ése era el primer paso. Una vez hecho esto, habría que colocar el espejo anular en la correspondiente órbita polar alrededor del planeta, pues la luz que reflejara ayudaría a mantener la posición de la soletta/parasol, contrarrestando la presión de la radiación solar. Los dos artilugios seguirían siendo útiles, y sería también un gesto, otro gesto simbólico, que diría
¡Eh, miren aquí... este gran mundo también es terraformable!
No sería fácil, pero era posible. De ese modo parte de la presión psíquica sobre Marte, «la única otra Tierra posible», se aliviaría. No era una cosa lógica, pero no importaba; la historia era extraña, las personas no eran sistemas racionales, y en la peculiar lógica simbólica del sistema límbico constituiría una señal para la población terrestre, un presagio, una dispersión de semilla psíquica, una forma de reunión. ¡Miren allá! ¡Vayan allá! Y dejen en paz a Marte.
De manera que discutió el asunto con los científicos de Da Vinci, que a todos los efectos habían tomado el control de los espejos. Ratas de laboratorio, los llamaba la gente a sus espaldas (aunque Sax los oía de todas maneras); las ratas de laboratorio o los saxaclones. Jóvenes y serios científicos nativos marcianos, de hecho, con las mismas variaciones de temperamento de los licenciados y doctores de cualquier laboratorio; pero los hechos carecían de importancia. Trabajaban con él y por eso eran los saxaclones. De alguna manera Sax se había convertido en el modelo del moderno científico marciano, primero como una rata de laboratorio con bata blanca, después como un científico completamente loco y descontrolado, con un cráter-castillo lleno de Igores voluntariosos, de mirada extraviada pero modales comedidos, pequeños señores Spock, los hombres tan enjutos y torpes como grullas en el suelo, las mujeres anodinas, protegidas por ropas incoloras, por su neutra devoción a la Ciencia. Sax los apreciaba mucho. Admiraba su devoción a la ciencia, porque la comprendía: la necesidad de entender las cosas, de poder expresarlas matemáticamente. Era un deseo sensato. Incluso pensaba muchas veces que si todo el mundo fuese versado en física estarían mucho mejor. «Ah, no, a la gente le gusta la idea de un universo plano porque un espacio de curvatura negativa les resulta demasiado complicado.» Bueno, tal vez no. En cualquier caso, extraño o no, los jóvenes nativos de Da Vinci formaban un grupo poderoso. En aquellos momentos, Da Vinci se encargaba de gran parte de la base tecnológica de la resistencia, y con Spencer allí, dedicado en cuerpo y alma al trabajo, su capacidad de producción era asombrosa. A decir verdad, habían diseñado la revolución y en ese momento tenían el control
de facto
del espacio orbital marciano.
Ésa era una de las razones por las que muchos parecieron descontentos o al menos estupefactos cuando Sax les habló sobre la retirada de la soletta y el espejo anular. Lo hizo en una reunión por pantalla, y sus rostros adoptaron una expresión alarmada: Capitán, eso no es lógico. Pero tampoco lo era la guerra civil. Y lo uno era mejor que lo otro.
—¿No se opondrán? —preguntó Aonia—. Me refiero al colectivo verde.
—Sin duda —dijo Sax—. Pero en este momento vivimos en la anarquía. Tal vez el grupo de Pavonis Este sea una especie de protogobierno. Pero aquí en Da Vinci nosotros controlamos el espacio de Marte. Y a pesar de lo que pueda objetarse, esto evitará la guerra civil.
Se explicó lo mejor que pudo. El desafío técnico, el problema duro y simple, los absorbió, y pronto se desvaneció la sorpresa inicial. De hecho, plantearles un reto técnico de ese calibre era como darle un hueso a un perro. Se pusieron a roer las partes duras del problema, y pocos días después ya habían dejado el procedimiento mondo y lirondo. Que consistía básicamente en dar instrucciones a las IA, como siempre. Estaban llegando al punto en que teniendo una clara idea de lo que uno deseaba hacer, bastaba con decirle a una IA «por favor, haz esto o aquello», por favor, coloca la soletta y el espejo anular en la órbita venusiana y ajusta las tablillas de la soletta de manera que se transforme en un parasol que proteja al planeta de la insolación; y las IA calcularían las trayectorias, el encendido de los cohetes y el ángulo necesario de los espejos, y estaba hecho.
Tal vez los humanos estaban convirtiéndose en criaturas demasiado poderosas. Michel hablaba constantemente de sus nuevos poderes divinos, e Hiroko, con sus acciones, había sugerido que no habría límites para lo que intentasen con esos poderes, olvidándose de cualquier tradición. Sax tenía un saludable respeto por la tradición, como una especie de contumaz instinto de supervivencia. Pero los técnicos de Da Vinci tenían tanto respeto por la tradición como Hiroko, es decir, ninguno. Se encontraban en una coyuntura histórica abierta, no eran responsables ante nadie. Y por eso lo hicieron.
Después Sax fue a ver a Michel.
—Estoy preocupado por Ann —le dijo.
Estaban en una esquina del gran almacén de Pavonis Este y el movimiento y el estrépito de la muchedumbre creaba una especie de espacio privado. Pero tras echar una ojeada alrededor, Michel dijo:
—Salgamos.
Se pusieron los trajes y salieron. Pavonis Este era un laberinto de tiendas, almacenes, fábricas, pistas, aparcamientos, tuberías y tanques de contención, y también de depósitos de chatarra y vertederos. Los detritos mecánicos estaban desparramados por todas partes, como deyecciones volcánicas. Michel guió a Sax hacia el oeste entre el desorden y rápidamente alcanzaron el borde de la caldera, desde el cual la confusión humana se veía en un nuevo y mas amplio contexto, un cambio logarítmico que metamorfoseaba la faraónica colección de artefactos en una mancha de cultivo bacteriano.
Al filo mismo del borde, el oscuro basalto moteado se quebraba formando cornisas concéntricas escalonadas. Una serie de escaleras bajaban hasta esas terrazas, y la última estaba protegida por una baranda. Michel llevó a Sax hasta allí, donde podían asomarse y contemplar el interior de la caldera. Cinco mil metros de caída vertical. El gran diámetro de la caldera hacía que no pareciera tan profunda; sin embargo había todo un mundo circular allá abajo, muy abajo. Y cuando Sax recordó lo pequeña que era la caldera en comparación con todo el volcán, Pavonis pareció erguirse como un continente cónico que atravesaba la atmósfera del planeta hacia el espacio. El cielo sólo era púrpura sobre el horizonte, y oscuro en lo alto, y el sol parecía una pequeña moneda de oro en el oeste que proyectaba sombras oblicuas y definidas. Desde allí podían admirar todo eso. Las partículas levantadas por las explosiones se habían disipado y todo había recuperado su claridad telescópica de costumbre. Piedra y cielo y nada más... salvo la sarta de edificios alrededor del borde. Piedra, cielo y sol. El Marte de Ann. Aunque sobraban los edificios. Pero en la cima de Ascraeus, Arsia y Elysium, e incluso sobre el Olimpo, no habría edificios.
—Sencillamente podríamos declarar todo lo que esté por encima de los ocho mil metros zona salvaje primitiva —dijo Sax—. Y, mantenerlo así para siempre.
—¿Bacterias? —preguntó Michel—. ¿Líquenes?
—Probablemente. ¿Pero acaso importa?
—Para Ann, sí.
—¿Pero por qué Michel? ¿Por qué tiene que ser así? Michel se encogió de hombros.
Después de un largo silencio, dijo:
—Sin duda es muy complejo. Pero creo que es una negación de la vida. Se ha vuelto hacia la roca porque es algo en lo que puede confiar. De niña sufrió maltratos, ¿lo sabías?
Sax negó con la cabeza. Intentó imaginar lo que eso significaba.
—Su padre murió —continuó Michel—. Su madre volvió a casarse cuando ella tenía ocho años. A partir de ese momento empezaron los malos tratos, hasta que a los dieciséis años se fue a vivir con la hermana de su madre. Le he preguntado en qué consistieron, pero ella no quiere hablar del tema. Abusos. Dice no recordar casi nada.
—Lo creo.
Michel agitó una mano enguantada.
—Recordamos más de lo que creemos. Más de lo que desearíamos, a veces.
Siguieron contemplando el interior de la caldera en silencio.
—Resulta difícil de creer —comentó Sax.
—¿De veras? —dijo Michel con expresión sombría—. Había cincuenta mujeres entre los Primeros Cien. Es muy probable que más de una sufriera abusos por parte de los hombres durante su vida. Del orden del diez o quince por ciento, si las estadísticas no engañan. Violación sexual, palizas... así funcionaban las cosas.
—Cuesta creerlo.
—Sí.
Sax recordó que una vez había golpeado a Phyllis en la mandíbula y la había dejado inconsciente. Había hallado una cierta satisfacción en ello. Aunque se había visto obligado a hacerlo. O eso le había parecido entonces.
—Todos tienen sus razones —dijo Michel, sobresaltándolo—. O eso creen. —Intentó explicarse... intentó, como siempre hacía, atribuirlo a algo más que la pura maldad.— La base de la cultura humana —dijo, observando el paisaje— es una respuesta neurótica a las primeras heridas psíquicas. Antes del nacimiento y durante la infancia se vive sumido en una beatitud oceánica narcisista, en la que el individuo es el universo. Después, en algún momento al final de la etapa infantil, descubrimos que somos individuos independientes, distintos de nuestra madre y de las demás personas. Éste es un golpe del que nunca nos recuperamos por completo. Existen diferentes estrategias neuróticas para hacerle frente. La primera, volvernos a fundir con la madre. O bien negar a la madre y desplazar nuestro ideal del yo al padre. Los miembros de estas culturas veneran al rey y al padre divino, y así sucesivamente. Pero el ideal del yo puede volver a desplazarse, hacia alguna idea abstracta o una hermandad masculina. Existen nombres y descripciones exhaustivas para todos esos complejos: el dionisiaco, el perseico, el apolíneo, el heracleo. Comportamientos neuróticos, en el sentido de que todos llevan a la misoginia, excepto el complejo dionisiaco.
—¿Este es otro de tus rectángulos semánticos? —preguntó Sax con aprensión.
—Sí. El complejo apolíneo y el heracleo describirían las sociedades industriales terranas. El perseico, sus culturas primitivas, de las cuales todavía hoy quedan poderosos vestigios, naturalmente. Y los tres son patriarcales. Todos ellos niegan lo materno, que en el patriarcado se relaciona con el cuerpo y la naturaleza. Lo femenino es instinto, el cuerpo y la naturaleza, mientras que lo masculino es razón, intelecto y ley. Y la ley gobierna.
Fascinado por toda aquella reunión de conceptos, Sax sólo pudo decir:
—¿Y en Marte?
—Bien, en Marte es muy probable que el ideal del yo esté desplazándose de nuevo hacia lo materno, hacia lo dionisiaco o algo parecido a una reintegración postedípica con la naturaleza, que todavía estamos creando. Un nuevo complejo que no esté tan sujeto a las investiduras neuróticas.
Sax meneó la cabeza. Siempre le sorprendía lo floridamente elaborada que podía llegar a ser una pseudociencia. Una técnica de compensación, quizá; un intento desesperado de ser como la física. Pero lo que nadie comprendía es que la física, aunque muy complicada, trataba siempre de simplificarse.
Michel seguía elaborando. Correlacionado con el patriarcado estaba el capitalismo, decía en ese momento, un sistema jerárquico en el que la mayoría de los hombres eran explotados económicamente y además tratados como animales, envenenados, traicionados, llevados de acá para allá, asesinados. E incluso en el mejor de los casos, estaban bajo la amenaza constante de perder el trabajo y no poder sostener a sus familias, hambrientos, humillados. Algunos, atrapados en este desafortunado sistema, descargaban su rabia donde podían, incluso en sus seres queridos, precisamente aquellos que podían darles algún consuelo. Era ilógico y hasta estúpido. Brutal y estúpido. Sí. Michel se encogió de hombros; no le gustaba el rumbo que tomaba esa línea de razonamiento. Para Sax aquello significaba que las acciones de muchos hombres ponían de manifiesto, lamentablemente, excesiva estupidez. Y en algunas mentes el sistema límbico se deformaba por completo, continuó Michel, tratando de desviarse y dar una explicación que redimiera en parte al hombre. La adrenalina y la testosterona impulsaban siempre a luchar o huir, y en algunas situaciones deprimentes se establecía un circuito de satisfacción en las coordenadas recibir daño/devolver daño, y entonces los hombres atrapados en esa dinámica estaban perdidos, no sólo para la empatia sino para el racional interés propio. Enfermos, de hecho.
También Sax se sentía un poco enfermo. Michel había dado varias explicaciones diferentes para la maldad masculina en poco más de un cuarto de hora, y aún así los hombres de la Tierra tenían aún mucho de lo que responder. Los hombres marcianos eran diferentes, aunque había habido torturadores en Kasei Vallis, como él bien sabía. Pero eran colonos venidos de la Tierra. Enfermos. Sí, se sentía enfermo. Los jóvenes nativos no eran así, ¿verdad? Un hombre marciano que golpeara a una mujer o abusara de un niño sería condenado al ostracismo, excoriado, incluso golpeado; perdería su hogar y lo exiliarían en los asteroides, y no se le permitiría regresar nunca.
Había que estudiar el tema.
Volvió a pensar en Ann, en cómo era: tan obstinada, tan concentrada en la ciencia, en la roca. Una suerte de respuesta apolínea, tal vez. Concentración en lo abstracto, negación del cuerpo y, por tanto, de todo su dolor.
—¿Qué crees que podría ayudar a Ann ahora? —preguntó Sax. Michel volvió a encogerse de hombros.
—Llevo años preguntándome lo mismo. Creo que Marte la ha ayudado, y Simón, y también Peter. Pero ellos se han mantenido a una cierta distancia. No han cambiado esa negación fundamental en su interior.