Read Marte Azul Online

Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (11 page)

Avanzó con dificultad sobre el suelo rocoso, sorprendido por la capacidad del viento para intensificar el frío. No había conocido un viento así de frío desde la niñez, si es que había ocurrido, y había olvidado lo yerto que uno se quedaba. Tambaleándose por la embestida de las ráfagas, subió a un antiguo montículo de lava y miró pendiente arriba. Allí estaba su rover, grande, de un verde chillón, centelleando como una nave espacial, unos dos kilómetros cuesta arriba. Una grata visión.

Entonces la nieve empezó a volar horizontalmente, de cara, en una dramática demostración de la gran velocidad del viento. Unos pequeños perdigones chocaron contra sus gafas. Echó a andar hacia el coche, con la cabeza gacha y observando la nieve que remolineaba sobre las rocas. Había tanta en el aire que se le empañaban las gafas, pero tras una dolorosa y fría operación para limpiar la cara interna de los cristales descubrió que la condensación se estaba produciendo en el aire. Nieve fina, bruma, polvo, quién sabía.

Siguió avanzando. Cuando volvió a levantar la vista, el aire estaba tan cargado de nieve que no fue capaz de ver el coche. No podía hacer otra cosa que continuar. Tenía suerte de que el traje estuviera bien aislado y revestido con elementos calefactores, porque incluso con el calor al máximo, el frío le calaba el lado izquierdo como si estuviese desnudo. La visibilidad era ahora de unos veinte metros, aunque variaba mucho según la densidad de las ráfagas de nieve; se encontraba en el interior de una burbuja blanca y amorfa que se expandía y se contraía, atravesada por la nieve volante y lo que parecía ser una especie de niebla o bruma helada. Era muy probable que se encontrara dentro de la nube de la tormenta. Tenía las piernas rígidas. Cruzó los brazos sobre el pecho y metió las manos bajo las axilas. No había manera de saber si estaba avanzando en la dirección correcta. Tenía la impresión de que seguía la ruta emprendida antes de que la visibilidad disminuyera, pero por otra parte, si era así, ya debería haber alcanzado el rover.

No tenían brújulas en Marte; aunque disponía, no obstante, de sistemas de localización por satélite, en su consola de muñeca y en el coche. Podía poner en la pequeña pantalla un mapa detallado y localizarse a sí mismo y al coche; después caminaría un trecho y comprobaría la posición, y finalmente iría derecho al rover. Se le antojó un montón de trabajo; y eso le recordó que el frío afectaba a la mente lo mismo que al cuerpo. No era tanto trabajo, después de todo.

Se acurrucó al abrigo de un peñasco y puso en práctica el método. La teoría que lo respaldaba era obviamente sólida, pero los instrumentos dejaban que desear; la pantalla de muñeca sólo medía cinco centímetros, tan pequeña que no podía ver bien los puntos que aparecían en ella. Cuando consiguió distinguirlos, caminó un poco y volvió a comprobar la posición. Pero desgraciadamente los resultados indicaron que debería haber avanzado en ángulo recto respecto a la dirección que había estado siguiendo.

Aquello lo perturbó de tal modo que se quedó paralizado. Su cuerpo insistía en que había seguido la dirección correcta; su mente (una parte de ella, al menos) estaba casi segura de que era mejor confiar en los resultados de la consola de muñeca y admitir que se había desviado. Pero no tenía esa impresión; el terreno conservaba aún una inclinación que apoyaba el parecer de su cuerpo. La contradicción era tan intensa que lo acometió una oleada de náusea; su torce interno fue tan agudo que le resultó doloroso permanecer erguido, como si todas las células de su cuerpo estuvieran retorciéndose bajo la presión de lo que la pantalla de muñeca le estaba diciendo... los efectos fisiológicos de una resonancia puramente cognitiva, curioso. Casi le hacía creer en la resistencia de un imán interno en el cuerpo, como en la glándula Pineal de las aves migratorias... aunque no hubiera ningún campo magnético. Tal vez su piel era tan sensible a la radiación solar que podía determinar con precisión la localización del sol, incluso cuando el cielo tenía un color gris oscuro y opaco. ¡Tenía que ser algo por el estilo, porque la sensación de que estaba bien orientado era muy fuerte!

Poco a poco la náusea de la desorientación pasó, y se puso de pie y echó a andar en la dirección sugerida por la pantalla de muñeca, con una sensación horrible, desviándose ligeramente cuesta arriba sólo para sentirse mejor. Pero uno tenía que confiar en los instrumentos, no en el instinto, eso era la ciencia. De manera que siguió adelante, subiendo en diagonal, cada vez más torpe. Sus pies casi insensibles tropezaban con rocas que no veía, aunque las tenía delante de las narices; cayó una y otra vez. Era sorprendente que la nieve pudiera oscurecer la visión de tal manera.

Se detuvo y trató de localizar el rover por satélite; el mapa de su muñeca indicó una dirección totalmente distinta, detrás de él y a la izquierda.

¿Era posible que hubiese dejado atrás el rover? No le apetecía retroceder con el viento en contra. Pero al parecer sólo así llegaría al rover. De manera que agachó la cabeza y se internó en el viento penetrante con obstinación. Tenía una sensación extraña en la piel, le picaba bajo los elementos calefactores que recorrían el traje en zigzag, y el resto estaba insensible. Tenía los pies entumecidos y le costaba caminar. No sentía la cara; era evidente que la congelación no tardaría en empezar. Tenía que guarecerse.

Se le ocurrió algo nuevo. Llamó a Aonia en Pavonis, que respondió casi al instante.

—¡Sax! ¿Dónde estás?

—¡Por eso te llamo! —dijo él—. ¡Estoy en medio de una tormenta en Daedalia! ¡Y no puedo encontrar el coche! Me preguntaba si podrían comprobar mi localización y la del rover! ¡Y si pueden indicarme en qué dirección debo ir!

Pegó la consola de muñeca a su oreja.

—Ka uau, Sax. —Parecía que Aonia estaba gritando también, bendita fuera. Su voz sonaba extraña en aquel escenario.— ¡Un segundo, deja que lo compruebe!... ¡Muy bien! ¡Ya te tengo! ¡Y a tu coche también! ¿Qué estás haciendo tan al sur? ¡Creo que tardarán bastante en llegar adonde estás! ¡Sobre todo si hay una tormenta!

—Hay una tormenta —dijo Sax—. Por eso he llamado.

—¡Muy bien! Estás unos trescientos cincuenta metros al oeste de tu coche.

—¿Directamente al oeste?

—¡... y un poco al sur! ¿Pero cómo te orientarás?

Sax lo pensó. La falta de campo magnético de Marte nunca le había parecido un problema, pero lo era. Podía suponer que el viento soplaba directamente del oeste, pero sólo era una suposición.

—¿Puedes comunicarte con la estación meteorológica más próxima e informarte de la dirección del viento?

—Claro, pero no servirá de mucho a causa de las variaciones locales. Espera un momento, me van a echar una mano.

Pasaron unos pocos segundos, eternos y helados.

—¡El viento es oestenoroeste, Sax! ¡Así que tienes que caminar con el viento detrás de ti y ligeramente hacia la izquierda!

—Lo sé. Caminaré un poco; corríjanme sí es necesario.

Echó a andar de nuevo, afortunadamente con el viento a favor. Cinco o seis angustiosos minutos después su consola de muñeca emitió un pitido.

—¡Estás en el buen camino! —dijo Aonia.

Eso era alentador, y continuó a buen paso, aunque el viento le calaba las costillas y le helaba el corazón.

—¡Bien, Sax! ¿Sax?

—¡Sí!

—¡El coche y tú estáis en la misma zona! Pero no había ningún coche a la vista.

El corazón le dio un vuelco. La visibilidad seguía siendo de unos veinte metros, pero no veía ningún coche. Tenía que ponerse a cubierto en seguida.

—Camina en una espiral creciente desde donde estás —sugirió la vocecita en su muñeca. Una buena idea en teoría, pero no podría ejecutarla; no podía afrontar el viento. Miró sobriamente su consola de muñeca de plástico oscuro. Allí no encontraría más ayuda.

Durante unos segundos pudo distinguir unos bancos de nieve a la izquierda. Se dirigió allí arrastrando los pies y descubrió que la nieve descansaba al abrigo de un escarpe que le llegaba más o menos al hombro, un accidente que no recordaba haber visto antes, aunque había algunas grietas radiales en la roca causadas por el levantamiento de Tharsis, y ésa debía de ser una de ellas. La nieve era un aislante prodigioso. Aunque resultaba muy poco atractiva como refugio. Pero Sax sabía que los montañeros a menudo cavaban en ella para sobrevivir a las noches a la intemperie. Protegía del viento. Se detuvo al pie del banco de nieve y lo golpeó con un pie entumecido. Fue como si pateara roca. Excavar una caverna parecía descartado. Pero el esfuerzo lo calentaría un poco. Y hacía menos viento allí. Empezó a patear y descubrió que bajo la gruesa lámina de nieve se encontraba la nieve polvo habitual. Después de todo, la caverna era practicable. Empezó a cavar.

—¡Sax, Sax! —gritó la voz desde la consola de muñeca—. ¿Qué estás haciendo?

—Excavo en la nieve —dijo él—. Un vivac.

—¡Oh, Sax... vamos volando en tu ayuda! ¡Podemos estar allí mañana por la mañana, así que aguanta! ¡Te hablaremos!

—Bien.

Pateó y excavó. De rodillas, sacaba la dura nieve granular y la arrojaba al aire, donde se reunía con los copos remolineantes que volaban sobre su cabeza. Le costaba moverse, le costaba pensar. Se reprochó amargamente haberse alejado tanto del vehículo y haberse enfrascado en el paisaje que rodeaba el estanque de hielo. Era lamentable morir cuando las cosas se estaban poniendo tan interesantes. Libre pero muerto. Había conseguido penetrar en la nieve a través de un agujero oblongo en la lámina de hielo. Se agachó, cansado, y se metió en el reducido espacio, de costado e impulsándose con los pies. La nieve parecía sólida contra la espalda del traje y más cálida que el feroz viento. Recibió con alegría el temblor de su torso, y sintió un vago temor cuando cesó. Estar demasiado frío para temblar era una mala señal.

Muy cansado, aterido de frío. Miró la consola de la muñeca. Eran las cuatro pm. Llevaba más de tres horas caminando en medio de la tormenta. Tendría que arreglárselas para sobrevivir otras quince o veinte horas antes de que llegaran a rescatarlo. O tal vez por la mañana la tormenta habría amainado y encontraría el rover fácilmente. De cualquier modo, tenía que sobrevivir a la noche acurrucándose en aquella cueva. O aventurarse a salir y buscar el vehículo. No podía estar muy lejos. Pero a menos que el viento amainara, afuera no resistiría.

Tenía que esperar allí. Teóricamente podía llegar con vida a la mañana, aunque en aquel momento tenía tanto frío que le costaba creerlo. Las temperaturas nocturnas en Marte descendían drásticamente. Tal vez la tormenta remitiera en la hora siguiente y él pudiera encontrar el rover y refugiarse antes de que oscureciera.

Comunicó a Aonia y sus compañeros dónde se encontraba. Parecían preocupados, pero no podían hacer nada. Sus voces le irritaron.

Después de lo que parecieron muchos minutos, se le ocurrió otra cosa. Con el frío se reducía el aporte sanguíneo a las extremidades, y quizás también al córtex, para que la sangre fuera preferentemente al cerebelo, donde el trabajo necesario continuaría hasta el fin.

Pasó el tiempo. Parecía a punto de oscurecer. Tendría que llamar otra vez. Tenía demasiado frío... algo iba mal. La avanzada edad, la altura, los niveles de CO
2
, algún factor o combinación de factores empeoraban la situación. Podía morir por la exposición a los elementos en una sola noche. Y parecía que le estaba sucediendo justamente eso. ¡Menuda tormenta! La desaparición de los espejos, tal vez. Una era glacial súbita. Fenómeno de extinción masiva.

El viento traía unos sonidos extraños, como gritos. Ráfagas de débiles aullidos: «¡Sax! ¡Sax! ¡Sax!» ¿Habrían conseguido enviar a alguien por aire? Escudriñó el corazón de la oscura tormenta; los copos de nieve captaban las últimas luces y caían como lágrimas blancas.

De pronto, a través de las pestañas escarchadas vio emerger una figura de la oscuridad. De baja estatura, redonda, con casco.

—¡Sax! —La voz estaba distorsionada porque provenía de un altavoz en el casco de la figura. Esos técnicos de Da Vinci eran gente de recursos. Sax trató de responder y descubrió que tenía demasiado frío para hablar. Sólo sacar las botas fuera del agujero le supuso un esfuerzo formidable. Pero la figura debió de advertir el movimiento, porque se volvió y echó a andar con decisión contra el viento, moviéndose como un marinero experimentado en una cubierta oscilante, resistiendo las embestidas del viento racheado. La figura llegó hasta él, se inclinó y lo asió por la muñeca, y entonces Sax vio el rostro a través del visor, con tanta claridad como si mirara a través de una ventana. Era Hiroko.

Ella esbozó su sonrisa fugaz y lo arrastró fuera de la cueva, tirando con tanta fuerza de la muñeca izquierda de Sax que los huesos le crujieron dolorosamente.

—¡Ay! —exclamó él.

Expuesto al viento, el frío era como la muerte. Hiroko se pasó el brazo izquierdo de Sax sobre los hombros y, sujetándolo aún fuertemente por la muñeca por encima de la consola, dejaron atrás el escarpe y se internaron en el corazón de la tempestad.

—Mi rover está cerca —musitó él, apoyándose en ella y tratando de mover las piernas con la rapidez suficiente para apoyar las plantas en el suelo. Era maravilloso verla otra vez. Una personita muy poderosa, como siempre.

—Está allí —dijo ella por el altavoz—. Estabas muy cerca.

—¿Cómo me encontraste?

—Te seguimos cuando bajaste por Arsia. Y hoy, cuando empezó la tempestad, comprobamos tu posición y vimos que estabas fuera del rover. Salí para ver si estabas bien.

—Gracias.

—Tienes que tener cuidado durante las tormentas.

De pronto se encontraron delante del rover. Hiroko le soltó la muñeca, que le latía de dolor, y pegó el casco a las gafas de Sax.

—Entra —le dijo.

Sax subió los escalones con cuidado hasta la puerta de la antecámara, la abrió y se derrumbó dentro. Se volvió con torpeza para hacerle sitio a Hiroko, pero ella no estaba. Se arrastró y asomó la cabeza por la puerta, en el viento, y miró alrededor. Ni rastro de ella. Estaba oscuro; la nieve parecía negra.

—¡Hiroko! —gritó. No hubo respuesta.

Cerró la antecámara, de pronto asustado. Falta de oxígeno. Presurizó la antecámara y cayó por la puerta interior en el pequeño vestuario. Estaba sorprendentemente caliente, y el aire parecía vapor. Tironeó con torpeza de sus ropas, sin éxito. Entonces empezó a desvestirse metódicamente. Gafas y máscara fuera. Estaban recubiertas de hielo. Ah... seguramente el aporte de aire se había visto restringido por la formación de hielo en el tubo de comunicación entre el tanque y la máscara. Respiró hondo varias veces y tuvo que sentarse muy quieto ante una oleada de náuseas. Se echó atrás la capucha, abrió la cremallera del traje. Quitarse las botas casi fue superior a sus fuerzas. Luego, el traje. La ropa interior estaba fría y húmeda. Las manos le ardían. Era una buena señal, prueba de que la congelación no era grave; pero era un dolor lacerante.

Other books

Flesh of the Zombie by Tommy Donbavand
Eve of Redemption by Tom Mohan
R.E.M.: The Hidden World by Corrie Fischer
Rekindled Dreams by Carroll-Bradd, Linda