Marte Azul (13 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

—Una vez estaba en Dao Vallis —dijo uno de los técnicos—, la cámara de aire explotó y destrozó la meseta, y provocó un gran desprendimiento de tierra que cayó sobre Reullgate y rasgó el techo de la tienda. La presión bajó al nivel de la atmosférica, que era de unos 260 milibares, y todo empezó a congelarse. Tenían los viejos refugios de emergencia —que eran cortinas transparentes de unas pocas moléculas de grosor, pero extraordinariamente fuertes, según recordaba Sax—, y cuando los desplegaron alrededor de la rasgadura, una mujer quedó inmovilizada contra el suelo por el material superadherente de la parte baja de la cortina, ¡con la cabeza del lado equivocado! Acudimos a toda prisa y cortamos y pegamos y conseguimos liberarla, pero estuvo a punto de morir.

Sax se estremeció, recordando su reciente refriega con el frío; y 260 milibares era la presión que uno encontraría en la cumbre del Everest. Los otros habían empezado a contar otros famosos reventones, incluyendo el derrumbe de la cúpula de Hiranyagarbha bajo una lluvia de hielo, a pesar de lo cual nadie había muerto.

Entonces iniciaron el descenso sobre la gran planicie elevada sembrada de cráteres de Xanthe, hacia la gran pista arenosa del cráter Da Vinci, que habían empezado a utilizar durante la revolución. La comunidad se había estado preparando durante años para el día en que ocultarse no fuera necesario, y ahora habían instalado una gran curva de ventanas de cristales cobrizos en el arco del borde sur. Una capa de nieve cubría el fondo del cráter, de la cual sobresalía dramáticamente el montículo central. Quizá crearan un lago en el interior del cráter, con una isla prominente central que tendría como horizonte las colinas del acantilado. Construirían un canal circular al pie de las paredes verticales del borde, con canales radiales que lo conectarían con el lago interior; la alternancia de agua y tierra circulares recordaría la descripción de Platón de la Atlántida. Con esta configuración Sax calculó que Da Vinci podría mantener veinte o treinta mil personas; y había veintenas de cráteres como Da Vinci. Una comuna de comunas, cada cráter una suerte de ciudad-estado, polis autosuficientes, que podían decidir qué clase de cultura tendrían; y con voto en un consejo global... No habría ninguna asociación regional mayor que la ciudad, salvo las que regularan el intercambio local. ¿Funcionaría...?

Da Vinci parecía indicar que sí. El arco sur del borde rebosaba de arcadas y pabellones cuneiformes y por el estilo, ahora iluminados por el sol. Sax recorrió todo el complejo una mañana: visitó los laboratorios sin dejarse ninguno y felicitó a sus ocupantes por el éxito de sus preparativos para una retirada fluida de la UNTA de Marte. Una parte del poder político sí procedía del cañón de un arma, después de todo, y otra, de la mirada de las personas; y la mirada de las personas cambiaba, dependía de si estaban encañonadas por un arma o no. Ellos habían inutilizado las armas, los saxaclones, y por eso estaban muy alegres, felices de verlo y buscando ya nuevos retos, de vuelta a la investigación básica, o imaginando usos para los nuevos materiales que los alquimistas de Spencer producían en abundancia, o estudiando el problema de la terraformación.

Se mantenían atentos a lo que ocurría en el espacio y también en la Tierra. Un transbordador rápido procedente de la Tierra, con cargamento desconocido, había establecido contacto con ellos solicitando permiso para efectuar una inserción orbital sin que les arrojaran un barril de chatarra en la trayectoria. Por eso el equipo de Da Vinci trabajaba ahora con cierto nerviosismo en protocolos de seguridad, y mantenía intensas consultas con la embajada suiza, que había instalado sus oficinas en una serie de apartamentos en el extremo noroeste del arco. De rebeldes a administradores; era una transición torpe.

—¿A qué partidos políticos apoyamos? —preguntó Sax.

—No lo sé. Supongo que a los de siempre.

—Ningún partido obtiene demasiado apoyo. Sólo los que funcionan, ya saben.

Sax lo sabía. Ésa era la vieja posición de los técnicos, mantenida desde que los científicos se habían convertido en una clase social, casi una casta sacerdotal, que se interponía entre la gente y su poder. Eran supuestamente apolíticos, como funcionarios, empiristas que sólo deseaban que las cosas se organizaran de una manera científica y racional, lo mejor para la mayoría, lo cual hubiera sido bastante sencillo de lograr si la gente no estuviera tan atrapada en emociones, religiones, gobiernos y otros ilusorios sistemas de masas por el estilo.

El modelo de política del científico, en otras palabras. En cierta ocasión Sax había intentado exponerle este enfoque a Desmond, y su amigo había respondido riéndose prodigiosamente, a pesar de que era perfectamente sensato. Bueno, tal vez era un poco ingenuo, y por tanto un poco cómico; y como muchas cosas divertidas, podía serlo hasta que se transformaba en horrible. Porque era una actitud que había mantenido alejados a los científicos de la política activa durante siglos; y habían sido unos siglos catastróficos.

Pero ahora estaban en un planeta donde el poder político procedía de un ventilador de mesocosmos. Y quienes estaban a cargo de esa gran pistola (manteniendo los elementos a raya) estaban al menos en parte al mando. Si es que se molestaban en ejercer el poder.

Sax les recordaba el tema con tacto a los científicos cuando los visitaba en sus laboratorios; y entonces, para aliviar su malestar ante la idea de la política, les hablaba del problema de la terraformación. Y cuando finalmente estuvo listo para partir hacia Sabishii, unos sesenta de ellos deseaban acompañarlo para ver cómo marchaban las cosas allí abajo.

—La alternativa de Sax a Pavonis —oyó a uno de los técnicos de laboratorio describiendo el viaje. Y no iba desencaminado.

Sabishii estaba situada en el flanco occidental de una prominencia de cinco mil metros de altura llamada Macizo de Tyrrhena, al sur del cráter Jarry-Desloges, en las antiquísimas tierras altas entre Isidis y Hellas, a longitud 275° y latitud 15° sur. Una elección razonable para emplazar una ciudad-tienda, ya que disfrutaba de unas amplias vistas sobre el oeste, y tenía unas colinas bajas a la espalda, hacia el este, como páramos. Pero cuando se trataba de vivir al aire libre, o de cultivar plantas en el terreno rocoso, estaba a demasiada altura; de hecho era, si se excluían las mucho mayores prominencias de Tharsis y Elysium, la región más elevada de Marte, una especie de isla biorregión que los sabishianos habían cultivado durante décadas.

Se mostraron muy disgustados por la pérdida de los grandes espejos, casi podría decirse que los había arrojado a un estado de emergencia, a un esfuerzo supremo para proteger en lo posible las plantas del bioma, pero que resultaba insuficiente. Nanao Nakayama, el viejo colega de Sax, sacudió la cabeza.

—Las heladas invernales serán terribles. Como una era glacial.

—Espero que podamos compensar la pérdida de luz —dijo Sax—. Espesar la atmósfera, añadir gases de invernadero... es posible que podamos conseguirlo en parte con más bacterias y plantas suralpinas, ¿no crees?

—En parte, sí —respondió Nanao con aire dubitativo—. Muchos nichos ya están llenos. Los nichos son bastante pequeños.

Discutieron el tema mientras comían. Los técnicos de Da Vinci estaban en el gran comedor de La Garra, y muchos sabishianos habían ido allí para recibirlos. Fue una conversación larga, interesante y amistosa. Los sabishianos estaban viviendo en el laberinto de su agujero de transición, detrás de una de las garras de la figura de dragón que formaba, de manera que no tuvieran que mirar las ruinas calcinadas de su ciudad cuando no trabajaban en ellas. Las labores de reconstrucción estaban casi abandonadas, ya que la mayor parte de la gente estaba fuera enfrentándose a las consecuencias de la pérdida de los espejos. En lo que parecía ser la continuación de una discusión que venía de largo, Nanao le dijo a Tariki:

—No tiene sentido reconstruirla como una ciudad-tienda. Podríamos esperar un poco y construirla al aire libre.

—Eso podría significar una larga espera —replicó Tariki, echándole una rápida mirada a Sax—. Estamos casi en el límite de la atmósfera viable determinado en el documento de Dorsa Brevia.

Nanao miró a Sax —Queremos a Sabishii incluida en cualquier límite que se fije.

Sax asintió, y luego se encogió de hombros; no sabía qué decir. A los rojos no les gustaría. Pero si el límite superior viable se elevaba aproximadamente un kilómetro, les daría a los sabishianos aquel macizo y afectaría de manera insustancial a las grandes elevaciones; parecía sensato. Pero ¿quién sabía lo que decidirían en Pavonis? Por eso dijo:

—Tal vez ahora deberíamos dedicarnos a evitar que la presión atmosférica caiga en picado.

Adoptaron una expresión sombría.

—¿Podrían llevarnos a visitar el macizo? —dijo Sax. Ellos se animaron.

—Con mucho gusto.

La tierra del macizo de Tyrrhena era lo que los areólogos habían llamado en los primeros años la «unidad disecada» de las tierras altas del sur, que era más o menos lo mismo que la «unidad de los cráteres», pero fracturada por redes de pequeños canales. Las tierras altas más bajas y típicas que rodeaban el macizo contenían también áreas de «unidades crestadas» y «unidades montuosas». Como pronto se hizo evidente la mañana que salieron a recorrer el terreno, reunía todos los aspectos del terreno accidentado de las tierras altas del sur, con frecuencia todos en la misma zona; accidentado, desigual, crestado, disecado y montuoso, la quintaesencia del paisaje de la antigüedad. Sax, Nanao y Tariki estaban sentados en la cubierta de observación de uno de los rovers de la Universidad de Sabishii; tenían a la vista otros vehículos que llevaban a sus colegas, y había equipos que caminaban delante de ellos. Algunas figuras enérgicas trotaban por los páramos de las últimas colinas orientales. Una nieve sucia cubría ligeramente las hondonadas del terreno. El macizo estaba quince grados al sur del ecuador, y disfrutaban de un buen régimen de precipitaciones alrededor de Sabishii, explicó Nanao. La cara sudoriental del macizo era más seca, pero aquí, las masas de nubes viajaban hacia el sur sobre el hielo de Isidis Planitia, trepaban por la pendiente y dejaban caer su carga.

Y de hecho, mientras conducían colina arriba, grandes oleadas de nubes oscuras se acercaban desde el noroeste y se abalanzaban sobre ellos como si persiguieran a los corredores de los páramos. Sax se estremeció, recordando su reciente exposición a los elementos, y se alegró de estar dentro de un rover; unos cortos paseos por el exterior bastarían para satisfacer su curiosidad.

Al fin se detuvieron en el punto más alto de una antigua cresta no muy elevada y salieron. Caminaron sobre una superficie cubierta de peñascos y montículos, grietas, montones de arena, cráteres diminutos, lechos de roca como rebanadas de pan, escarpes y dolinas, y los antiguos canales poco profundos que daban nombre a la unidad disecada. Había accidentes de todo tipo, porque aquella tierra tenía cuatro mil millones de años de antigüedad. Muchas cosas le habían sucedido, pero nunca nada que pudiera destruirla completamente, de manera que los cuatro mil millones de años estaban expuestos allí, un verdadero museo de paisajes rocosos. Había sido completamente pulverizada en la antigüedad, dejando una capa de regolito de varios kilómetros de profundidad y cráteres y deformidades que ninguna denudación eólica podría borrar. Y durante ese temprano período la litosfera de la otra mitad del planeta, hasta una profundidad de seis kilómetros, había salido despedida hacia el espacio a causa del llamado Gran Impacto, y una respetable cantidad de esos escombros había acabado aterrizando en el sur. Ésa era la explicación del Gran Acantilado y la falta de tierras altas primitivas en el norte y un factor más en el aspecto extremadamente desordenado de aquel terreno.

Después, al final del hespérico había sobrevenido un breve período cálido y húmedo, y el agua había circulado por la superficie. En los últimos tiempos, muchos areólogos opinaban que ese período había sido bastante húmedo pero no particularmente cálido, con unas medias anuales bastante por debajo de los 273°K, que permitían la presencia de agua en la superficie, más por la convección hidrotermal que por las precipitaciones. Ese período se había prolongado unos cien millones de años, de acuerdo con las estimaciones actuales, y había sido seguido por miles de millones de años de vientos en la árida y fría era amazónica, que había durado hasta la llegada de los humanos.

—¿Existe un nombre para la era que empieza con el primer año marciano? —preguntó Sax.

—El holoceno.

Y por último, todo había sido erosionado por dos mil millones de años de vientos continuos, de tal modo que los cráteres más viejos habían perdido sus bordes. Todo arrasado por los vientos despiadados estrato a estrato, hasta que no quedó nada más que un yermo de roca. No un caos, técnicamente hablando, pero sí un terreno salvaje, que hablaba de su inimaginable edad con una profusión políglota, en cráteres sin borde y mesas grabadas, hondonadas, montes, escarpes e incontables bloques de roca carcomida. Se detenían a menudo y salían a caminar. Incluso las mesas pequeñas parecían alzarse ominosamente sobre ellos. Sax se descubrió manteniéndose cerca del vehículo, pero aún así encontró accidentes geológicos interesantes. Por ejemplo una roca con figura de rover, recorrida en toda su extensión por grietas verticales. A la izquierda de ese bloque, en dirección oeste, disfrutaba de una amplia panorámica hasta el horizonte lejano; la tierra rocosa parecía cubierta por un liso barniz amarillo. A la derecha, la pared de una antigua falla, de aproximadamente un metro de altura y carcomida por una escritura cuneiforme. Más allá una cuenca de acarreo de arena rodeada de piedras, algunas de ellas oscuros ventifacts basálticos y piramidales, otras, roca granulosa y carcomida, de color más claro. Allá un cono de impacto en equilibrio, inmenso como un dolmen. Luego un reguero de arena. Después un tosco círculo de deyecciones, semejante a un Stonehenge erosionado casi por completo. Allí una profunda hondonada serpenteante, quizás un fragmento de algún curso de agua, y detrás una elevación suave, más allá una prominencia semejante a una cabeza leonina, y la prominencia contigua parecía el cuerpo del león.

En medio de toda aquella arena y roca, la vida vegetal era discreta.

Al menos al principio. Uno tenía que buscarla, prestar atención a los colores, sobre todo al verde, en todas sus tonalidades, pero especialmente las desérticas: salvia, oliva, caqui. Nanao y Tariki señalaban continuamente especímenes que él no había reconocido, y miraba con atención. Una vez en sintonía con los colores de la vida, que se mezclaban tan bien con el terreno ferrico, los distinguió de los pardos, rojizos, ámbares, ocres y negros del paisaje rocoso. Las hondonadas y grietas eran los lugares idóneos para verlos, y también cerca de las manchas de nieve en las sombras. Cuanta más atención ponía, más veía; y entonces, en una cuenca alta, le pareció que las plantas lo llenaban todo. En ese momento comprendió: todo el macizo de Tyrrhena era un inmenso fellfield.

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