Marte Azul (20 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Los jóvenes nativos compartían este parecer, igual que muchos otros. De manera que los derechos económicos o sociales también estaban sobre la mesa, y las discusiones sobre cómo iban a garantizarse en la práctica ocuparon más de una larga sesión.

—Político, social, es todo lo mismo —dijo Nadia—. Hagamos que todos los derechos funcionen.

El trabajo continuaba, tanto alrededor de la gran mesa como en las oficinas donde se reunían los subgrupos. Incluso la UN estaba presente, en la persona de Derek Hastings, que había bajado del ascensor y participaba vigorosamente en los debates; su opinión tenía un peso peculiar. Incluso empezaba a mostrar síntomas del síndrome de Estocolmo, pensó Art: cuanto más tiempo pasaba discutiendo con unos y otros en el almacén, más comprensivo era. Y eso afectaría a sus superiores en la Tierra.

Los comentarios y sugerencias llovían de todo Marte, y desde la Tierra también, llenaban las pantallas que cubrían una de las paredes de la gran sala. El interés por lo que estaba ocurriendo en el congreso era alto, y rivalizaba incluso con la gran inundación de la Tierra en la atención del público.

—La telenovela del momento —le dijo Art a Nadia.

Todas las noches los dos se encontraban en la pequeña oficina y hacían la llamada habitual a Nirgal y los otros. La demora de las respuestas de los viajeros iba aumentando, pero a ellos no les importaba; tenían mucho en qué pensar mientras esperaban.

—El problema local contra global va a ser duro de pelar —comentó Art una noche—. Es una verdadera contradicción, pienso. Me refiero a que no es sólo el resultado de un pensamiento confuso. Queremos desde luego un cierto control global, y sin embargo, queremos también libertad para las tiendas. Dos de nuestros valores fundamentales están en contradicción.

—Tal vez sirva el sistema suizo —sugirió Nirgal unos minutos después—. Eso es lo que John Boone solía decir siempre.

Pero a los suizos de Pavonis la idea no les entusiasmaba lo más mínimo.

—Sería mejor un contramodelo —dijo Jurgen, con una mueca—. Estoy en Marte a causa del gobierno federal suizo. Lo sofoca todo. Necesitas permiso hasta para respirar.

—Y los cantones ya no tienen ningún poder —añadió Priska—. El gobierno federal se lo arrebató.

—En algunos de los cantones eso fue apropiado —señaló Jurgen.

—Más interesante que Berna sería el Graubunden, la Liga Gris —continuó Priska—. Una confederación abierta de ciudades en el sudeste suizo que existía hace cuatrocientos años. Una organización muy provechosa.

—¿Podrías hacernos llegar toda la información disponible sobre ella? —dijo Art.

La noche siguiente él y Nadia estudiaron las descripciones del Graubunden que Priska había enviado. Bien, durante el Renacimiento los asuntos eran en cierto modo simples, pensó Art. Tal vez se equivocaba, pero por alguna razón los acuerdos extremadamente abiertos de las pequeñas ciudades suizas de montaña no parecían aplicables a las densamente interconectadas economías de los asentamientos marcianos. El Graubunden no había tenido que preocuparse de si generaba cambios no deseados en la presión atmosférica, por ejemplo. No, lo cierto era que se encontraban en una situación nueva. No existía ninguna analogía histórica que pudiera ayudarlos.

—Hablando de lo local contra lo global —dijo Irishka—, ¿qué hay de la tierra que queda fuera de las tiendas y de los cañones cubiertos? —La mujer había emergido como líder de los rojos presentes en Pavonis, una moderada que podía hablar en nombre de casi todas las facciones del movimiento rojo, y que por tanto se había ido convirtiendo en una figura poderosa con el paso de las semanas.— Eso representa el grueso de la tierra de Marte, y en Dorsa Brevia acordamos que no podía pertenecer a nadie, que todos la administraríamos en comunidad. La cosa ha funcionado bien hasta el momento, pero a medida que crezca la población y se construyan nuevas ciudades, va a suponer un problema cada vez más complicado decidir quién la controla.

Art suspiró. Tenía razón, pero la cuestión era demasiado compleja para ser bienvenida. Hacía poco había resuelto concentrar el grueso de su esfuerzo en atacar lo que Nadia y él considerasen el problema pendiente más difícil, y en teoría tendría que alegrarse de haberlo encontrado. Pero ellos eran a veces tan complicados...

Como en este caso. El uso de la tierra, la objeción roja: un nuevo aspecto del problema global-local, pero ostensiblemente marciano. No existían precedentes. Con todo, como seguramente era el problema pendiente más importante...

Art fue a hablar con los rojos. Lo recibieron Marión, Irishka y Tiu, uno de los compañeros de creciente de Nirgal y Jackie en Zigoto, y lo llevaron a su campamento de rovers. Esto alegró a Art, porque significaba que a pesar de su pasado en Praxis lo veían como una figura neutral o imparcial, como él quería ser. Un gran recipiente vacío, lleno de mensajes, que pasaba de unos a otros.

El campamento de los rojos estaba al oeste de los almacenes, en el borde de la caldera. Se sentaron con Art en uno de los espaciosos compartimientos superiores, bajo el resplandor del sol poniente, y hablaron y contemplaron el gigantesco paisaje recortado de la caldera.

—Así pues, ¿qué les gustaría ver en esta constitución? —dijo Art. Bebía el té que le habían ofrecido. Sus anfitriones se miraron, algo sorprendidos. Al fin Marión habló.

—Lo ideal sería que viviésemos en el planeta original, en cuevas de los riscos, o en el borde vaciado de los cráteres. Nada de ciudades ni de terraformación.

—Tendrían que vestir trajes para siempre.

—Eso no nos importa.

—Bien. —Art meditó.— Muy bien, pero empecemos desde este momento. Dada la situación actual, ¿qué les gustaría que ocurriese ahora?

—Que no se terraformara más.

—Que el cable desapareciera y no hubiese más inmigración.

—De hecho no estaría mal que algunos volvieran a la Tierra.

Callaron y lo observaron. Art trató de no dejar traslucir su consternación.

—¿No creen probable que la biosfera continúe desarrollándose por su cuenta a estas alturas? —preguntó.

—No es seguro —dijo Tiu—. Pero si se detiene el bombeo industrial, cualquier desarrollo futuro se produciría mucho más despacio. Tal vez incluso retroceda, como ahora, con la edad glacial que está comenzando.

—¿No es eso lo que algunos llaman ecopoesis?

—No. Los ecopoetas sólo usan métodos biológicos, pero de manera muy intensiva. Nuestro parecer es que todos tienen que suspender su actividad, ecopoetas, industrialistas o lo que sean.

—Pero sobre todo los métodos industriales pesados —dijo Marión—. Y muy especialmente la inundación del norte. Eso es criminal. Volaremos esas estaciones sin importar lo que se decida aquí si no se detienen.

Art señaló la enorme caldera rocosa.

—Las zonas más altas se conservan casi en el mismo estado, ¿no es cierto?

Detestaban tener que admitir que así era, y por eso Irishka dijo:

—Incluso las zonas más altas revelan depósitos de hielo y vida vegetal. No olvides que la atmósfera se eleva mucho aquí. Ningún lugar escapa cuando los vientos son fuertes.

—¿Y si cubriésemos las cuatro grandes calderas con tiendas? —propuso Art—. Para mantener el espacio interior estéril, y la presión atmosférica y la mezcla de gases originales. Serían vastos parques naturales, preservados en su estado primitivo.

—Sólo serían parques.

—Lo sé. Pero tenemos que trabajar con lo que tenemos ahora. No podemos regresar al primer año marciano y recomenzar. Y dada la situación actual, sería bueno conservar tres o cuatro lugares en su estado original, o casi.

—También estaría bien proteger algunos cañones —dijo Tiu, titubeante. Era evidente que no habían considerado esa posibilidad antes, y que tampoco les satisfacía en exceso. Pero la situación presente no se desvanecería como por ensalmo; tenían que empezar desde allí.

—O la Cuenca de Argyre.

—Como mínimo, mantener Argyre seca. Art habló con tono alentador.

—Combinen esa clase de conservación con los límites de la atmósfera fijados en el documento de Dorsa Brevia. Eso supone un techo de respiración de cinco mil metros, y queda infinidad de tierra por encima de ese nivel. No hará desaparecer el océano boreal, aunque nada lo hará a estas alturas. Alguna forma de ecopoesis lenta es lo mejor a lo que pueden aspirar ahora.

Tal vez estaba exponiendo el asunto de una manera demasiado descarnada. Los rojos miraron el fondo de la caldera de Pavonis con expresión de desaliento, sumidos en sus pensamientos.

—Diría que los rojos subirán a bordo —le dijo Art a Nadia—. ¿Cuál crees que es el peor de los problemas pendientes?

—¿Qué? —murmuró ella. Casi se había dormido escuchando el sonido metálico del viejo jazz en su IA—. Ah, Art. —Hablaba en voz baja y sosegada, con un leve pero perceptible acento ruso. Estaba medio tendida en el sofá y había bolas de papel desparramadas a sus pies, en el suelo, piezas de alguna estructura que estaba construyendo. El estilo de vida marciano. Art contempló el rostro oval bajo un casquete de pelo cano y lacio en el que las arrugas de la piel parecían desdibujarse, como si ella fuera un guijarro en la corriente de los años. Abrió los ojos moteados, luminosos y arrebatadores bajo las cejas cosacas. Un rostro hermoso, que miraba a Art totalmente relajado—. El problema siguiente.

—Sí.

Ella sonrió. ¿De dónde venía aquella calma, aquella sonrisa serena? Esos días no parecía preocuparse por nada. A Art le sorprendía, porque se encontraban en la cuerda floja política. Pero no era más que política, no la guerra. Y de la misma manera que durante la revolución Nadia había estado terriblemente asustada, siempre tensa, esperando el desastre, ahora parecía disfrutar de cierta calma, como si pensara: nada de lo que ocurre aquí importa demasiado; jugueteen tanto como quieran con los detalles; mis amigos están a salvo, la guerra ha terminado, lo que queda es una especie de juego, o como el trabajo de construcción, lleno de placeres.

Art rodeó el sofá, se colocó detrás de Nadia y empezó a masajearle los hombros.

—Ah —suspiró ella—. Problemas. Caramba, hay un montón de problemas peliagudos.

—¿Cuáles?

—Me pregunto si los mahjaris serán capaces de adaptarse a la democracia. Me pregunto si todos aceptarán la economía de Vlad y Marina. Si podremos formar una policía decente. Si Jackie intentará crear un sistema con una presidencia fuerte y utilizar la superioridad numérica de los nativos para convertirse en reina. —Miró por encima del hombro y rió al ver la expresión de Art.— Me pregunto muchas cosas. ¿Quieres que siga?

—Mejor que no. Nadia rió.

—Pues tú sí que vas a seguir. Es un masaje muy agradable. Esos problemas... no son tan difíciles. Sólo tenemos que ir a la mesa y seguir machacando. No estaría mal que hablaras con Zeyk.

—De acuerdo.

—Pero no dejes de masajearme el cuello.

Art habló con Zeyk y Nazik esa misma noche, después de que Nadia se quedara dormida.

—¿Qué es lo que piensan los mahjaris de todo esto? —Zeyk gruñó.

—Por favor, no hagas preguntas estúpidas —dijo—. Los sunníes están en guerra con los chiítas, el Líbano está devastado, los estados pobres en petróleo aborrecen a los estados ricos en petróleo, los países del norte de África han formado una metanacional, Siria e Irak se odian, Irak y Egipto se odian, todos odiamos a los iraníes, excepto los chiítas, y todos odiamos a Israel, por supuesto, y también a los palestinos. Y aunque yo procedo de Egipto, en realidad soy un beduino, y despreciamos a los egipcios del Nilo, y tampoco nos llevamos demasiado bien con los beduinos del Jordán. Y todo el mundo odia a los saudíes, que son todo lo corruptos que se puede llegar a ser. Así que, si me preguntas qué piensan los árabes, ¿qué puedo decirte? —Y meneó la cabeza con aire sombrío.

—Suponía que la considerarías una pregunta estúpida —dijo Art—. Perdona. Estaba pensando en circunscripciones electorales, es una mala costumbre. A ver qué te parece esto: ¿qué me dices de lo que tú piensas?

Nazik se echó a reír.

—Podrías preguntarle qué piensa el resto de los Qahiran Mahjaris. Lo sabe demasiado bien.

—Demasiado bien —repitió Zeyk.

—¿Crees que aceptarán la sección de derechos humanos? —Zeyk frunció el ceño.

—Sin duda, firmaremos la constitución.

—Pero esos derechos... tengo entendido que aún no existe ninguna democracia árabe.

—Hombre... Está Egipto, Palestina... De todas maneras, es Marte lo que nos concierne. Y aquí cada caravana ha constituido su propio estado desde el principio.

—¿Líderes fuertes, líderes hereditarios?

—Hereditarios, no. Fuertes, sí. No creemos que la nueva constitución vaya a poner fin a eso, en ningún lugar. ¿Por qué habría de hacerlo? Tú mismo eres un líder poderoso.

Art rió, incómodo.

—Sólo soy un mensajero. —Zeyk sacudió la cabeza.

—Cuéntaselo a Antar. Ahí es adonde tienes que ir si quieres saber lo que piensan los Qahiran. Él es nuestro rey ahora.

Por su expresión parecía que aquello le resultaba amargo, y Art dijo:

—¿Qué crees que quiere él?

—No es más que el juguete de Jackie —musitó Zeyk.

—Diría que eso es un punto en su contra. —Zeyk se encogió de hombros.

—Depende de con quién hables —dijo Nazik—. Para los viejos inmigrantes musulmanes, es una mala asociación, porque aunque Jackie es poderosa, ha tenido más de un consorte, y por eso la posición de Antar es...

—Comprometida —sugirió Art, anticipándose a alguna palabra menos caritativa del furioso Zeyk.

—Sí —dijo Nazik—. Pero, por otro lado, Jackie es muy influyente. Y todos aquellos que lideran ahora Marte Libre pueden obtener todavía más poder en el nuevo estado. Y a los jóvenes árabes les gusta eso. Son más nativos que árabes, me parece. Les importa más Marte que el Islam. Desde ese punto de vista, una estrecha asociación con los ectógenos de Zigoto es provechosa. Los ectógenos son vistos como los líderes naturales del nuevo Marte, sobre todo Nirgal, por supuesto, pero como él está en la Tierra se ha producido una cierta transferencia de su influencia a Jackie y su banda. Y por tanto, a Antar.

—Ese chico no me gusta nada —dijo Zeyk. Nazik sonrió a su marido.

—Lo que no te gusta es que hay muchos nativos musulmanes que lo siguen a él y no a ti. Pero ya somos viejos, Zeyk. Ya es hora de retirarnos.

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