Marte Azul (21 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

—No veo por qué —objetó Zeyk—. Sí vamos a vivir mil años, ¿qué cambian cien años más o menos?

Art y Nazik se rieron del comentario, y una fugaz sonrisa se dibujó en el rostro de Zeyk. Era la primera vez que Art lo veía sonreír.

En realidad, la edad no importaba. La gente deambulaba de aquí para allá, viejos o jóvenes, o de una edad intermedia, discutían y conversaban, y hubiera sido en verdad extraño que las expectativas de vida influyeran en el curso de esas discusiones.

Y la juventud o la vejez no eran centro de atención del movimiento nativo de todas maneras. Si uno había nacido en Marte, la perspectiva era diferente, areocéntrica de una forma que un terrano ni siquiera podía sospechar, no sólo por el complejo conjunto de areorrealidades que habían conocido desde el nacimiento, sino también a causa de lo que desconocían. Los terranos sabían cuan vasta era la Tierra, mientras que para los nacidos en Marte esa vastedad cultural y biológica era inimaginable. Habían visto las imágenes de las pantallas, pero eso no bastaba. Ésa era una de las razones por las que Art se alegraba de que Nirgal hubiese elegido unirse a la misión diplomática a la Tierra: así sabría contra qué luchaban.

Pero la gran mayoría de los nativos, no. Y la revolución se les había subido a la cabeza. A pesar de su inteligencia en la mesa a la hora de moldear la constitución de manera que los privilegiara, en algunos aspectos básicos eran demasiado ingenuos: no podían ni imaginar las pocas probabilidades que tenían de conseguir la independencia, ni tampoco lo fácil que era perderla. Y por eso estaban presionando hasta el límite, dirigidos por Jackie, que navegaba por el complejo de almacenes tan bella y entusiasta como siempre, ocultando su deseo de poder tras su amor por Marte y su devoción por los ideales de su abuelo, y tras su buena voluntad esencial, rayana en la inocencia, la joven universitaria con el deseo ferviente de que el mundo fuera justo.

O eso parecía. Pero ella y sus colegas de Marte Libre también parecían desear el control de la situación. La población marciana era de doce millones de personas, y siete de esos millones habían nacido allí; y podía afirmarse que casi todos esos nativos apoyaban a los partidos políticos nativos, en particular a Marte Libre.

—Es peligroso —dijo Charlotte cuando Art sacó a relucir el tema durante la reunión nocturna con Nadia—. Cuando tienes una nación formada por un montón de grupos que se miran con recelo, y uno de ellos está en clara mayoría, tienes lo que llaman «votación por censo», en la cual los políticos representan a sus grupos y obtienen sus votos, y los resultados de las elecciones son siempre sólo un reflejo numérico. En esa situación, el resultado se repite una y otra vez, de manera que el grupo mayoritario monopoliza el poder, y las minorías se sienten impotentes y con el tiempo se rebelan. Algunas de las guerras civiles más cruentas de la historia empezaron en esas circunstancias.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Nadia.

—Bien, ya estamos tomando algunas medidas al diseñar estructuras que distribuyen el poder y minimizan los peligros del dominio de la mayoría. La descentralización es importante, porque crea numerosas mayorías locales pequeñas. Otra estrategia es idear un sistema madisoniano de controles y equilibrio, de manera que el gobierno sea algo así como un entrelazamiento de fuerzas en competencia. La denominan
poliarquía
, y reparte el poder entre el mayor número posible de grupos.

—Creo que en este momento somos demasiado poliárquicos —dijo Art.

—Tal vez. Otra táctica es desprofesionalizar el gobierno. Conviertes una buena parte de la labor gubernativa en una obligación pública, como la de ejercer como jurado, y reclutas por sorteo a ciudadanos corrientes para ocupar los cargos durante períodos cortos. Reciben orientación profesional, pero son ellos quienes toman las decisiones.

—Nunca había oído nada semejante —dijo Nadia.

—Es natural. Se ha propuesto muchas veces, pero nunca se ha llevado a la práctica. Sin embargo, creo que vale la pena considerarlo. Tiende a convertir el poder más en una carga que en una ventaja. Un día recibes una carta y, oh, no, te ha tocado servir dos años en el congreso. Es una lata, pero también es una distinción, la oportunidad de añadir algo al discurso público. El gobierno de los ciudadanos.

—Me gusta —dijo Nadia.

—Otra manera de limitar el abuso de poder de las mayorías es votar mediante alguna versión del sistema electoral australiano, en el que los votantes eligen dos o más candidatos en orden de preferencia, hasta tres opciones. Los candidatos obtienen un número determinado de puntos según el orden que ocupan, de manera que para ganar las elecciones tienen que recurrir a gente que no es de su partido. Eso tiene un efecto moderador en los políticos, y a la larga crea una confianza entre los distintos grupos que no existía antes.

—Interesante —exclamó Nadia—. Como los modillones en un muro.

—Sí. —Charlotte mencionó varios ejemplos de «sociedades terranas fracturadas» que habían remediado sus disensiones internas mediante una estructura gubernamental inteligente: Azania, Camboya, Armenia... Art se sorprendió, pues aquéllos habían sido países muy sangrientos.

—Parece que las estructuras políticas por sí solas pueden lograr mucho —comentó.

—Es cierto —dijo Nadia—, pero nosotros todavía no tenemos que lidiar con todos esos odios. Lo peor que tenemos aquí son los rojos, y han quedado en cierta manera marginados por el grado de terraformación ya alcanzado. Apuesto a que podríamos usar esos métodos para arrastrarlos a participar en el proceso.

Era evidente que las opciones que había descrito Charlotte la habían animado enormemente; al fin y al cabo eran estructuras. Ingeniería imaginaria, que sin embargo se parecía a la ingeniería real. Nadia empezó a teclear en el ordenador, esbozando estructuras como si trabajara en un edificio, con una pequeña sonrisa estirándole la boca.

—Te sientes feliz —musitó Art.

Ella no le oyó. Pero esa noche, durante la conversación por radio con los viajeros, le dijo a Sax:

—Fue muy agradable descubrir que la ciencia política había abstraído
algo útil
de todos estos años.

Ocho minutos más tarde, llegó la contestación de Sax.

—Nunca entendí por qué la llaman así.

Nadia rió y el sonido de su risa llenó de felicidad a Art. ¡Nadia Cherneshevski, estallando de alegría! Y de pronto Art supo que lo conseguirían.

Art regresó a la gran mesa, dispuesto a afrontar otro problema de difícil solución. Eso le llevó de nuevo a la Tierra. Había un centenar de problemas pendientes, al parecer de poca entidad, hasta que los abordabas y descubrías que eran insolubles. En medio de tantas disputas era difícil distinguir señales de algún acuerdo. En algunos temas, de hecho, parecía que las disensiones se agudizaban. Los puntos centrales del documento de Dorsa Brevia encrespaban los debates; cuanto más los consideraban, más radicales parecían. Muchos pensaban que, aunque había funcionado en el seno de la resistencia, el sistema eco-económico de Vlad y Marina no debía ser incluido en la constitución. Algunos se quejaban porque se inmiscuía en la autonomía local, otros porque tenían más fe en la economía capitalista tradicional que en cualquier nuevo sistema. Antar hablaba a menudo en nombre de este último grupo, y Jackie, sentada junto a él, evidentemente lo apoyaba. Esto, junto con los lazos que lo unían a la comunidad árabe, confería a sus declaraciones mucho peso, y la gente le escuchaba.

—Esta nueva economía que proponen —reiteró un día en la mesa de mesas—, supone una intrusión radical y sin precedentes del gobierno en los negocios.

De súbito, Vlad Taneev se puso de pie. Sobresaltado, Antar dejó de hablar, tratando de averiguar qué pasaba.

Vlad lo miraba con ira. Encorvado, cargado de espaldas, con las espesas cejas enmarañadas, Vlad raras veces hablaba en público; hasta aquel momento no había dicho ni una sola palabra en el congreso. Poco a poco, el almacén fue quedando en silencio y todos lo miraron. Art se estremeció; de todas las mentes de los Primeros Cien, Vlad era quizá la más brillante y, con la excepción de Hiroko, la más enigmática. Ya viejo cuando abandonó la Tierra, muy reservado, había construido los laboratorios de Acheron en seguida y había permanecido allí todo el tiempo que le fue posible, viviendo aislado con Ursula Kohl y Marina Tokareva, otras dos de los grandes primeros. Nadie sabía nada a ciencia cierta sobre ellos tres, eran un caso extremo de la naturaleza insular de algunas personas; pero eso no había puesto fin a los chismes; por el contrario, la gente hablaba de ellos continuamente: decían que Marina y Ursula constituían una pareja y que Vlad era una especie de amigo o de mascota; o que Ursula era la autora casi exclusiva de la investigación del tratamiento de longevidad y Marina de la eco-economía; o que formaban un perfecto triángulo equilátero, que colaboraba en todo lo que salía de Acheron; o que Vlad era un bígamo que utilizaba a sus esposas como portavoces de sus trabajos en los campos independientes de la biología y la economía. Pero nadie sabía nada con seguridad, porque ninguno de los tres hizo nunca un comentario al respecto.

Viéndolo de pie junto a la mesa, sin embargo, uno sospechaba que la teoría de que era un mero comparsa iba del todo desencaminada. Recorrió lentamente la mesa con una mirada intensa y feroz, que los capturó a todos, antes de dirigirse a Antar.

—Lo que acabas de decir sobre gobierno y negocios es absurdo —declaró con frialdad. Era un tono de voz que no se había escuchado demasiado en el congreso hasta ese momento, despectivo—. Los gobiernos siempre regulan qué clase de negocios permiten. La economía es una cuestión legal, un sistema de leyes. Hasta ahora, hemos estado diciendo en la resistencia marciana que la democracia y el autogobierno son derechos innatos de toda persona, y que esos derechos no tienen por qué suspenderse cuando la persona va a trabajar. Tú... —agitó una mano para indicar que no sabía el nombre de Antar— ¿crees en la democracia y la autodeterminación?

—¡Pues claro! —dijo Antar a la defensiva.

—¿Crees que la democracia y la autodeterminación son los valores fundamentales que el gobierno debería fomentar?

—¡Pues claro! —repitió Antar, cada vez más molesto.

—Muy bien. Si la democracia y la autodeterminación son derechos fundamentales, entonces ¿por qué habría de renunciar nadie a ellos cuando entra en su lugar de trabajo? En política, luchamos como tigres por la libertad, por el derecho a elegir a nuestros dirigentes, por la libre circulación, elección del lugar de residencia de trabajo... en suma, por el derecho a controlar nuestras vidas. Y luego nos levantamos por la mañana y vamos a trabajar y todos esos derechos desaparecen. Ya no insistimos en que son nuestros. Y de esa manera, durante la mayor parte del día, volvemos al feudalismo. Eso es el capitalismo, una versión del feudalismo en la que el capital sustituye a la tierra, y los empresarios sustituyen a los reyes. Pero la jerarquía subsiste. Y así, seguimos entregando el fruto del trabajo de nuestra vida, bajo coacción, para alimentar a unos gobernantes que no hacen ningún trabajo real.

—Los empresarios trabajan —dijo Antar con acritud—. Y asumen los riesgos financieros...

—El llamado riesgo del capitalismo es simplemente uno de los
privilegios
del capital.

—La gestión...

—Sí, sí. No me interrumpas. La gestión es algo real, una cuestión técnica. Pero no puede ser controlada por el trabajo tan bien como por el capital. El capital no es más que el residuo útil del trabajo de los trabajadores del pasado, y puede pertenecer a todos y no sólo a unos pocos. No hay ninguna razón que justifique que una pequeña nobleza posea el capital y los demás tengan que estar a su servicio. Nada justifica que nos den un sueldo para vivir y ellos se queden con el resto de lo que nosotros producimos. ¡No! El sistema llamado democracia capitalista no tenía nada de democrático. Por eso fue tan fácil que se transformara en el sistema metanacional, en el que la democracia se debilitó aún más y el capitalismo se hizo aún más fuerte. En el que el uno por ciento de la población poseía la mitad de la riqueza y el cinco por ciento de la población poseía el noventa y cinco por ciento de la riqueza restante. La historia ha mostrado qué valores eran reales en ese sistema. Y lo más triste es que la injusticia y el sufrimiento causados por él no eran necesarios, puesto que desde el siglo dieciocho han existido los medios técnicos para proveer a todo el mundo de lo necesario para la vida.

»De manera que tenemos que cambiar. Ahora es el momento. Si la autodeterminación es un valor fundamental, si la justicia es un valor, entonces son valores en todas partes, incluyendo el lugar de trabajo en el que pasamos buena parte de nuestras vidas. Eso es lo que se declaraba en el punto cuarto del acuerdo de Dorsa Brevia, que el fruto del trabajo pertenece a quien lo efectúa, y que el valor de ese trabajo no puede serle arrebatado. Declara que los diferentes modos de producción pertenecen a quien los crea y al bienestar común de las futuras generaciones. Declara que el mundo es algo que todos administramos conjuntamente. Eso es lo que dice. Y en nuestros años en Marte hemos desarrollado un sistema económico que puede cumplir todas esas promesas. Ésa ha sido nuestra labor en los últimos cincuenta años. En el sistema que hemos desarrollado, todas las empresas económicas tienen que ser pequeñas cooperativas, propiedad de los mismos trabajadores y de nadie más. Ellos contratan a alguien para gestionarlas o las gestionan ellos mismos. Los gremios industriales y las asociaciones de cooperativas formarán estructuras más amplias necesarias para regular el comercio y el mercado, distribuir el capital y crear créditos.

—Eso no son más que ideas —dijo Antar con desdén—. No son más que utopías.

—De ninguna manera. —De nuevo Vlad lo hizo callar.— El sistema se basa en modelos de la historia terrana, y sus diferentes apartados se han probado en los dos mundos y han tenido bastante éxito. No sabes nada acerca de ellos en parte por ignorancia y en parte porque el mismo metanacionalismo hace caso omiso de todas las alternativas y las niega. Pero gran parte de nuestra microeconomía lleva siglos funcionando con éxito en la región vasca de Mondragón. Diferentes partes de la macroeconomía se han empleado en la pseudometanac Praxis, en Suiza, en el estado indio de Kerala, en Butan, en Bolonia, Italia, y en muchos otros lugares, incluyendo la resistencia marciana. Esas organizaciones fueron las precursoras de nuestra economía, que será auténticamente democrática, lo que el capitalismo nunca intentó ser.

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