Marte Azul (22 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Una síntesis de sistemas. Y Vladimir Taneev era un gran sintetizador; se decía que todos los componentes del tratamiento de longevidad ya existían antes, por ejemplo, y que Vlad y Ursula se habían limitado a unirlos. Y en su trabajo económico con Marina afirmaba haber hecho lo mismo. Y aunque no había mencionado el tratamiento de longevidad en su disertación, sin embargo estaba tan presente como la mesa, un apaño que era un gran logro, parte de las vidas de todos. Art miró los rostros en torno a la mesa y le pareció leer lo que la gente pensaba: caramba, ya lo hizo una vez en el campo de la biología, y funcionó; ¿puede acaso ser más complicada la economía?

Contra ese pensamiento tácito, ese sentimiento inesperado, las objeciones de Antar no parecían gran cosa. Una ojeada al historial del capitalismo metanacional en ese momento no diría mucho a su favor; en el último siglo había precipitado una guerra global, había arruinado la Tierra y destrozado sus sociedades. ¿Por qué no habrían de probar algo nuevo, en vista de esos antecedentes?

Un delegado de Hiranyagarba se levantó e hizo una objeción en el sentido contrario, pues apuntó que parecían estar abandonando la economía del regalo que había regido en la resistencia marciana.

Vlad sacudió la cabeza con impaciencia.

—Creo en la economía de la resistencia, se lo aseguro, pero siempre ha sido una economía mixta. El intercambio de regalos puro ha coexistido con el intercambio monetario, en el cual la racionalidad neoclásica del mercado, que es lo mismo que decir el mecanismo de beneficios, estaba delimitado y contenido por la sociedad, que lo ponía al servicio de valores más elevados, tales como la justicia y la libertad. La racionalidad económica no es el valor más elevado. Es una herramienta para calcular costes y beneficios, una parte más de una ecuación que concierne al bienestar humano. La ecuación mayor es la economía mixta y eso es lo que estamos construyendo aquí. Estamos proponiendo un sistema complejo, con esferas públicas y privadas de actividad económica. Tal vez pidamos que todos entreguen un año de sus vidas al bien público, como en el servicio civil suizo. Ese fondo común de trabajo, además de los impuestos que pagarán las cooperativas privadas por el uso de la tierra y sus recursos, nos permitirá garantizar los llamados derechos sociales que hemos estado discutiendo: vivienda, atención médica, alimentos, educación... cosas que no deberían estar a merced de la racionalidad del mercado. Porque
la salute non si paga
, como solían decir los trabajadores italianos. ¡La salud no está en venta!

Eso era especialmente importante para Vlad, estaba claro. Y tenía sentido; porque en el orden metanacional la salud había estado en venta, no sólo la atención médica, el alimento y la vivienda, sino también el tratamiento de longevidad, que hasta entonces sólo habían recibido quienes podían pagárselo. En otras palabras, la invención más importante de Vlad se había convertido en propiedad de los privilegiados, la distinción de clase definitiva: larga vida o muerte prematura, una materialización de las clases que casi creaba especies divergentes. No era extraño que estuviese furioso, y que hubiese volcado sus esfuerzos en diseñar un sistema económico que convirtiera el tratamiento de longevidad en una bendición disponible para todos en lugar de una posesión catastrófica.

—Entonces no se dejará nada para el mercado —dijo Antar.

—No, no, no —dijo Vlad, con un gesto aún más irritado—. El mercado existirá siempre. Es el mecanismo mediante el cual se intercambian los bienes y los servicios. La competencia para producir el mejor producto al mejor precio es inevitable y además saludable. Pero en Marte será dirigido por la sociedad de una forma más activa. Los productos esenciales para el soporte vital no serán vehículo de beneficio, y la porción más libre del mercado dejará de lado los productos esenciales y se concentrará en los no esenciales, y las cooperativas de propiedad obrera podrán acometer empresas comerciales arriesgadas, si así lo deciden. Si las necesidades básicas están cubiertas y los trabajadores son los propietarios de sus negocios, ¿por qué no? Lo que estamos discutiendo es el proceso de creación.

Jackie, que parecía molesta por el trato desdeñoso que Vlad dispensaba a Antar, y quizá con la intención de distraer al anciano o de ponerle la zancadilla, dijo:

—¿Y qué hay de los aspectos ecológicos de esa economía a los que solías dar tanto énfasis?

—Son fundamentales —dijo Vlad—. El punto tercero de Dorsa Brevia establece que la tierra, el aire y el agua de Marte no pertenecen a nadie y que nosotros somos los administradores para las futuras generaciones.

Esa administración es responsabilidad de todos, pero en caso de conflictos proponemos la existencia de tribunales medioambientales poderosos, quizá como parte del tribunal constitucional, que estimará los costes reales y totales de las actividades económicas en el medioambiente, y ayudará a coordinar planes para aliviar el impacto.

—¡Pero eso es una economía planificada! —gritó Antar.

—Las economías son planes. El capitalismo planificaba tanto como nosotros, y el metanacionalismo trataba de planearlo todo. Una economía es un plan.

Frustrado y furioso, Antar dijo:

—Eso no es más que el regreso del socialismo. Vlad se encogió de hombros.

—Marte es una nueva totalidad. Los nombres procedentes de anteriores totalidades son engañosos. Se convierten en poco menos que términos teológicos. Hay elementos que podrían llamarse socialistas en este sistema, por supuesto. ¿De qué otra manera eliminar la injusticia de la economía si no? Pero las empresas privadas serán propiedad de quienes trabajen en ellas en vez de ser nacionalizadas, y eso no es socialismo, al menos no el socialismo que se ha intentado practicar en la Tierra. Y todas las cooperativas son negocios, pequeñas democracias dedicadas a un trabajo u otro, todas necesitadas de capital. Habrá un mercado, habrá capital. Pero en nuestro sistema serán los trabajadores los que contratarán al capital, en vez de lo contrario. Eso es más democrático, más justo. Compréndanme, hemos intentado evaluar cada detalle de esta economía según su grado de acercamiento a los objetivos de mayor justicia y mayor libertad. Y la justicia y la libertad no se contradicen tanto como se pretendía, porque la libertad en un sistema injusto no es libertad, ambas emergen a la vez. Y por eso su conciliación es posible. Sólo hay que crear un sistema mejor, combinando elementos cuya compatibilidad está avalada por la experiencia. Ahora es el momento de hacerlo. Nos hemos estado preparando durante setenta años. Y ahora que se ha presentado la oportunidad, no veo razón para arredrarse sólo porque algunos tienen miedo de viejas palabras. Si tienes alguna sugerencia específica de mejora, con gusto la oiremos.

Miró largamente y con severidad a Antar, pero este no habló; no tenía ninguna sugerencia específica.

Un silencio opresivo se hizo en la sala. Era la primera vez en el congreso que uno de los issei apaleaba a un nisei. La mayoría de los issei se decantaban por una línea más sutil. Pero ahora un viejo radical se había puesto furioso y había aplastado a uno de los jóvenes traficantes de poder neoconservadores, que parecían abogar por una nueva versión de una vieja jerarquía, en provecho propio. Un pensamiento cabalmente transmitido por la insistente mirada de Vlad a Antar, llena de repugnancia por el egoísmo reaccionario del joven, por su cobardía ante el cambio. Vlad se sentó; Antar había sido derrotado.

Pero seguían discutiendo. Conflicto, metaconflicto, detalles, cuestiones fundamentales; todo estaba sobre la mesa, incluyendo un fregadero de cocina de magnesio que alguien había instalado en un segmento de la mesa de mesas unas tres semanas después de empezar el proceso.

Y en verdad los delegados presentes en el almacén sólo eran la punta del iceberg, la parte más visible de un gigantesco debate que incumbía a los dos mundos. La transmisión en vivo de cada minuto de la conferencia estaba disponible en todo Marte y en la mayor parte de la Tierra, y aunque la retransmisión en tiempo presente tenía la tediosidad de un documental, Mangalavid confeccionaba un extracto con lo esencial del día que se emitía todas las noches durante el lapso marciano y se enviaba a la Tierra para su distribución. Se convirtió en «el espectáculo más grande de la Tierra», como lo calificó curiosamente un programa norteamericano.

—Tal vez la gente esté harta de la basura televisiva de siempre —le comentó Art a Nadia una noche mientras seguían un breve y extrañamente distorsionado informe de las negociaciones del día en la televisión estadounidense.

—O de la misma basura mundial.

—Sí, es verdad. Quieren algo diferente.

—O quizá están evaluando las distintas opciones de actuación que tienen, y nosotros les servimos como modelo a pequeña escala —sugirió Nadia—. Algo más fácil de comprender.

—Puede ser.

En cualquier caso, los dos mundos observaban, y el congreso, junto con todas sus implicaciones, se convirtió en una telenovela por capítulos, que parecía tener un atractivo adicional para sus espectadores, como si por algún extraño motivo encerrara la clave de sus vidas. Y quizá como resultado de ello, miles de espectadores no se limitaban a mirar: los comentarios y sugerencias afluían a raudales, y aunque a los de Pavonis les parecía improbable que algo de lo que se recibía contuviese una verdad sorprendente que les hubiera pasado inadvertida, todos los mensajes eran leídos por un grupo de voluntarios en Sheffield y Fossa Sur, que pasaron algunas propuestas «a la mesa». Algunos incluso pretendían incluirlas en la constitución final, se oponían a un «documento partidario del estatismo», querían que fuese algo más grande, una declaración de colaboración filosófica o incluso espiritual que expresara los valores, objetivos, sueños y reflexiones de todos.

—Eso no es una constitución —objetó Nadia—, es una cultura. No somos una maldita biblioteca. —Pero los incluyesen o no, los largos comunicados continuaron llegando, desde las tiendas y los cañones y las costas inundadas de la Tierra, firmados por personas, comités, ciudades enteras.

Las discusiones en el complejo de almacenes eran tan dispares como el correo. Un delegado chino se acercó a Art y le habló en mandarín, y cuando hizo una pausa, la IA empezó a hablar con un encantador acento escocés.

—A decir verdad, empiezo a dudar de que hayan estudiado con la debida profundidad la importante obra de Adam Smith
Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones
.

—Puede que tenga razón —concedió Art, y remitió al hombre a Charlotte.

Muchos de los presentes en el complejo de almacenes hablaban idiomas que no eran el inglés, y confiaban en las IA de traducción para comunicarse con los demás. En un momento dado se mantenían conversaciones en doce idiomas distintos, y la utilización de las IA era intensivo. A Art lo desconcertaban. Hubiera deseado conocer todas esas lenguas, a pesar de que la última generación de traductoras era excelente: voces bien moduladas, vocabularios amplios y precisos, gramática cuidada, una fraseología casi exenta de los errores de los programas anteriores que habían provocado tantas situaciones jocosas. Los nuevos programas eran tan buenos que incluso parecía posible que el dominio del idioma inglés que había creado una cultura marciana casi monóglota empezara a retroceder. Los issei naturalmente habían traído consigo sus idiomas nativos, pero el inglés había sido su
lingua franca
; por consiguiente, los nisei habían utilizado el inglés para hablar entre ellos, mientras que sus idiomas «primarios» habían quedado relegados a la comunicación con sus progenitores, y así durante un tiempo el inglés se convirtió en la lengua nativa de los nativos. Pero ahora, con las nuevas IA traductoras y el continuo flujo de inmigrantes, que hablaban toda la gama de los idiomas terranos, parecía que las cosas tomaban un nuevo giro, pues los nuevos nisei conservaban sus idiomas primarios y utilizaban las IA como
lingua franca
en vez del inglés.

La cuestión lingüística revelaba una complejidad en la población nativa que Art no había advertido hasta entonces. Algunos nativos eran yonsei, la cuarta generación o aún más jóvenes, y eran definitivamente hijos de Marte; pero otros nativos de la misma edad eran los hijos nisei de issei recién llegados, y tendían a mantener unos vínculos más estrechos con la culturas terranas de las que procedían, con todo el conservadurismo que ello implicaba. Podía decirse, pues, que entre estos jóvenes nativos había «conservadores» y «radicales», procedentes de viejos colonos. Y esa división sólo ocasionalmente tenía relación con la etnia o la nacionalidad, si es que estas categorías seguían importándole a alguien. Una noche Art, conversando con dos nativos, un defensor del gobierno global y un anarquista que apoyaba cualquier propuesta de autonomía local, les preguntó por sus orígenes. El padre del globalista era medio japonés, un cuarto irlandés y otro cuarto tanzano; su madre era de madre griega y de padre medio colombiano, medio australiano. El anarquista era de padre nigeriano y de madre hawaiana, y tenía una mezcla de ascendencias filipina, japonesa, polinesia y portuguesa. Art los observó con atención: si uno tuviese que pensar en la votación por bloques étnicos, ¿cómo iban a catalogar a personas como aquéllas? Era imposible. Eran nativos marcianos, nisei, sansei, yonsei: sin importar a qué generación pertenecieran, era la experiencia marciana lo que los había moldeado, areoformado, como Hiroko había predicho. Muchos habían elegido cónyuges con sus mismos antecedentes étnicos o nacionales, pero muchos otros, no. Y cualquiera que fuese su procedencia, sus opiniones políticas por lo general no reflejaban esa procedencia (¿cuál podía ser la posición greco-colombiana-australiana?, se preguntaba Art), sino sus experiencias, que por cierto habían sido diferentes: algunos habían crecido en el seno de la resistencia, otros en las grandes ciudades controladas por la UN, y sólo habían tomado conciencia del movimiento de resistencia con los años, o incluso en el momento mismo de la revolución. Esas diferencias los afectaban mucho más que los lugares en que sus antepasados habían vivido.

Art asentía mientras los nativos le explicaban estas cosas, en las fiestas que se prolongaban hasta bien entrada la noche y en las que circulaba profusamente el kava. Los asistentes a ellas estaban cada vez de mejor humor, pues veían que el congreso progresaba. No se tomaban los debates entre los issei demasiado en serio; confiaban en que sus creencias más arraigadas prevalecerían. Marte sería independiente, y gobernado por marcianos, lo que la Tierra quisiera no importaría; lo demás eran matices. Por eso seguían con su trabajo en los comités sin prestar excesiva atención a las disquisiciones filosóficas que se desarrollaban alrededor de la mesa de mesas. «Los perros viejos siguen ladrando», decía uno de los mensajes del gran tablón de anuncios, y parecía expresar una opinión generalizada entre los nativos. Y el trabajo en los comités proseguía.

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