Marte Azul (25 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Con ellos viajaban en el ascensor diplomáticos de la UN, asistentes de Praxis, representantes de los medios de comunicación, y todos esperaban que los marcianos les concedieran algo de tiempo para conversar. A Nirgal le costaba un gran esfuerzo prestarles atención. Todos parecían extrañamente ajenos a la posición que ocupaban en el espacio, a quinientos kilómetros de la superficie terrestre y cayendo velozmente.

El último día se hizo interminable. Ya habían entrado en la atmósfera y el cable los depositó en el cuadrado verde de Trinidad, en el enorme complejo de un enchufe ubicado junto a un aeropuerto abandonado cuyas pistas semejaban runas grises. La cabina del ascensor se hundió en la masa de hormigón, deceleró y al fin se detuvo.

Nirgal se soltó de la barandilla y echó a andar con cautela detrás de los otros, sintiendo en cada paso el peso de todo el cuerpo. Una cinta transportadora los depositó en el suelo de un edificio terrano. El interior del enchufe era igual al de Pavonis, incongruentemente familiar, porque el aire era salobre, denso, tórrido, resonante y pesado. Nirgal intentó dejar atrás las salas cuanto antes, deseoso de ver al fin el exterior. Mucha gente lo seguía, lo rodeaba, pero los asistentes de Praxis acudieron en su ayuda y le abrieron un pasillo entre la creciente multitud. El edificio era inmenso y por lo visto había perdido la oportunidad de tomar un tren subterráneo para salir. Pero delante veía una puerta luminosa. Mareado por el esfuerzo, la franqueó y salió a un resplandor cegador, una blancura inmaculada que apestaba a sal, vegetación, brea, estiércol, especias... como un invernadero desquiciado.

Los ojos se le fueron acomodando a la luz. En el cielo lucía un azul turquesa, como el de la franja central del limbo visto desde el espacio, pero más claro, que blanqueaba sobre las colinas y se acercaba al color del magnesio alrededor del sol. Unos puntos negros flotaban aquí y allá y el cable se elevaba hacia el cielo. El resplandor era demasiado intenso para mirar hacia arriba. Colinas verdes en la distancia.

Avanzó trastabillando hasta el coche descubierto que le indicaban, una antigualla pequeña y redonda con neumáticos de caucho. Un descapotable. Se quedó de pie en el asiento trasero, entre Maya y Sax, para ver mejor. Bajo la luz cegadora esperaban miles de personas, con pasmosos atavíos: sedas fluorescentes, rosados, púrpuras, verdes tornasolados, dorados, joyas, plumas, tocados varios...

—Es Carnaval —le explicó alguien desde el asiento delantero—; nos ponemos disfraces en Carnaval y también el Día del Descubrimiento, el día en que Colón llegó a la isla. Lo celebramos hace sólo una semana, y decidimos prolongar las fiestas hasta su llegada.

—¿En qué fecha estamos? —preguntó Sax.

—¡El día de Nirgal! Once de agosto.

El coche avanzó despacio por las calles atestadas de gente que aclamaba. Un grupito, vestido con las ropas que los nativos utilizaban antes de la llegada de los europeos, gritaba desaforadamente. Bocas rosadas y blancas en rostros cobrizos. Todos cantaban, y las voces mismas eran musicales. Los lugareños que iban en el coche hablaban como Coyote, y entre el público había quienes llevaban máscaras con el rostro de su padre, el rostro quebrado de Desmond Hawkins contraído en expresiones que ni siquiera él podría igualar. Y las palabras; Nirgal creía que en Marte había oído todas las posibles deformaciones del inglés, pero costaba seguir el discurso de los trinitarios; el acento, la dicción, la entonación... no sabría decir por qué. Sudaba profusamente pero seguía teniendo mucho calor.

El coche, incómodo y lento, avanzó entre muros de personas hasta llegar frente a un acantilado bajo. Más allá se extendía el barrio portuario, ahora anegado. Una sucia espuma se mecía y rodeaba los edificios; todo un barrio convertido en una piscina. Las casas semejaban gigantescos mejillones dejados al descubierto por la marea; algunas estaban medio derruidas y las olas entraban y salían por las ventanas; entre las casas había barcas de remos. Las barcas mayores estaban amarradas a farolas y postes de la electricidad más allá, donde desaparecían las construcciones. Más lejos aún, los barcos de pesca cabeceaban en el azul calcinado por el sol, con las velas tensas. Unas colinas verdes se elevaban a la derecha, formando una gran bahía abierta.

—Las barcas de pesca pueden navegar por las calles, pero las embarcaciones grandes amarran en los muelles de la bauxita, en Punto T; ¿alcanzan a verlo allá a lo lejos?

Cincuenta tonalidades distintas de verde en las colinas. Escamas y flores desparramadas por la carretera, plata y carmesí. Las palmeras, con la mitad del tronco bajo las aguas, habían muerto, y sus melenas marchitas amarilleaban. Marcaban la línea de la marea. Por encima de ella, el verde lo dominaba todo. Calles y edificios arrebatados por el hacha al mundo vegetal. Verde y blanco, como en su visión infantil, pero allí los dos colores primarios estaban separados, contenidos en un huevo azul de mar y cielo. ¡Estaban apenas por encima de las olas y sin embargo el horizonte estaba tan lejos! Una evidencia inmediata de la talla de aquel mundo. No le extrañaba que hubiesen creído que la Tierra era plana. El batir constante de las aguas espumosas en las calles, tan audible como las aclamaciones de la multitud, lo llenaba todo.

De pronto el olor de la brea predominó en el hedor.

—Vaciaron el lago de la Pez, junto a La Brea, y sólo quedó un agujero negro y un pequeño estanque que utilizamos los lugareños. El olor que ha traído el viento es el de una nueva carretera que bordea el agua.

Una carretera de asfalto en la que reverberaban espejismos. Gentes de cabellos negros se amontonaban en las márgenes de aquella carretera negra. Una joven se encaramó al coche para ponerle un collar de flores. El dulce perfume humano contrastaba con la irritante atmósfera salobre. Perfume e incienso, perseguidos por el tórrido viento vegetal, asfalto y especias. ¡El sonido metálico de los tambores, tan familiar en medio de los demás ruidos! ¡Allí tocaban música marciana! Los tejados del barrio anegado a su izquierda sostenían ahora unos patios destartalados. El hedor era semejante al de un invernadero corrompido: plantas podridas, una atmósfera opresiva y caliente, y un talco luminiscente que lo incendiaba todo. Tenía el cuerpo empapado de sudor. La gente aclamaba desde los tejados, desde las barcas, y el agua estaba cubierta de flores que la marea arrastraba de aquí para allá, y los cabellos de color azabache brillaban como quitina o joyas. En un muelle flotante de madera se amontonaban varias bandas musicales que tocaban diferentes melodías a la vez. Alfombras de escamas de pescado y pétalos de flores, puntos plateados, carmesíes y negros que flotaban. Las flores arrojadas por el gentío, arrastradas por el viento, ponían pinceladas de color en el cielo: amarillos, rosados y rojos. El conductor se volvió para hablarle, olvidándose al parecer de la carretera.

—Están oyendo a los
dugla
tocando música
soaka
, música de cacerolas. Una competición muy reñida, son las cinco mejores bandas de Port of Spain.

Cruzaron un barrio decrépito, evidentemente antiguo, de edificios con ladrillos desintegrados, coronados por techos de metal ondulado, o incluso de paja, todos antiquísimos, y pequeños, como sus ocupantes de piel cobriza.

—La zona de los hindúes, los negros de la ciudad. T y T los mezcla, eso es
dugla
.

La hierba cubría el suelo y aparecía en las grietas de las paredes, en los tejados, en los baches, en cualquier sitio que no hubiese sido alquitranado recientemente: una pujante marea de verde que se derramaba sobre la superficie del mundo, ¡presente hasta en el aire denso!

Dejaron atrás el viejo barrio y salieron a un ancho bulevar asfaltado flanqueado por grandes árboles y altos edificios de mármol.

—Los rascacielos de las metanacs parecían enormes cuando los construyeron, pero nada llega tan alto como el cable.

Sudor amargo, humo dulzón, el verde resplandeciente... tuvo que cerrar los ojos para no marearse.

—¿Se encuentra bien? —Los insectos zumbaban y el aire era tan tórrido que no podía determinar su temperatura, había desbordado su escala personal. Se sentó pesadamente entre Sax y Maya.

El coche se detuvo. Volvió a ponerse de pie con esfuerzo, y bajó del vehículo. Estuvo a punto de caer, porque todo oscilaba. Maya lo agarró del brazo. Nirgal se oprimió las sienes, respirando por la boca.

—¿Estás bien? —preguntó ella con brusquedad.

—Sí —contestó Nirgal y trató de asentir moviendo la cabeza.

Se encontraban en un complejo de toscos edificios nuevos. Madera sin pintar, hormigón, tierra apisonada cubierta ahora de pétalos aplastados. Gente por todas partes, la mayoría con disfraces de carnaval. El escozor del sol en los ojos no desaparecía. Lo condujeron a una tarima de madera, desde la que se dominaba el ruidoso gentío.

Una hermosa mujer de pelo negro, vestida con un sari verde ceñido por una faja blanca, presentó a los cuatro marcianos a la multitud. Las colinas que tenían detrás oscilaban como llamas verdes en el fuerte viento del oeste; hacía más fresco ahora y el aire se había llevado parte del hedor. Erguida ante micrófonos y cámaras, Maya parecía haber recuperado la juventud: empleaba frases cortas y tajantes que la muchedumbre recibía con vítores, una antífona, llamada y respuesta, llamada y respuesta. Una estrella de los medios de comunicación ante los ojos del mundo entero, carismática sin esfuerzo, que desarrollaba lo que a Nirgal le parecía el mismo discurso pronunciado en Burroughs en el momento álgido de la revolución, cuando había conseguido reunir a la muchedumbre en Princess Park.

Michel y Sax declinaron hablar y le indicaron a Nirgal que se enfrentara a la multitud y las verdes colinas que los elevaban hacia el sol. Durante un rato se quedó allí de pie, incapaz de escuchar sus pensamientos. Estática de vítores. El sonido denso en el aire aún más denso.

—Marte es un espejo —dijo al fin— en el que la Tierra contempla su propia esencia. El tránsito a Marte fue purificador, significó despojarse de todo lo que no era importante. Lo que llegó a Marte era terrano hasta la médula, y lo que ha ocurrido desde entonces ha sido la expresión del pensamiento y los genes terranos. Y por eso, más que la ayuda material, metales escasos o nuevas cepas genéticas, nuestra mayor contribución al planeta natal es servirle como espejo para que se vea a sí mismo. Proporcionarle un medio de cartografiar su inimaginable inmensidad. De esa manera aportamos nuestro pequeño grano de arena para crear la gran civilización a punto de saltar a la existencia. Somos los seres primitivos de una civilización desconocida.

Ovación.

—O al menos así lo vemos nosotros en Marte... una larga evolución a través de los siglos hacia la justicia y la paz. A medida que aprendemos, comprendemos mejor que dependemos de los demás. En Marte hemos descubierto que la mejor manera de expresar esa interdependencia es vivir para dar, en una cultura de compasión, en la que toda persona es libre e igual a los ojos de los demás, y todos trabajando para el bien común. Esa labor es la que nos da la libertad. Ninguna jerarquía es digna de consideración sino ésta: cuanto más damos, más grandes nos hacemos. Ahora, en medio de una gran marea y espoleados por ella, contemplamos el florecimiento de esta cultura de compasión que emerge en ambos mundos a la vez.

Se sentó en medio de un ruido atronador. Se habían acabado los discursos y estaban ahora en una especie de conferencia de prensa pública, respondiendo a las preguntas que formulaba la hermosa mujer del sari verde. Nirgal contestaba preguntando a su vez, sobre el lugar en que se encontraban y sobre la situación de la isla en general. Y ella respondía con el fondo de chachara y risas de la muchedumbre, que seguía observándolo todo detrás del muro de reporteros y cámaras. La mujer resultó ser la primera ministra de Trinidad y Tobago. La pequeña nación integrada por las dos islas había soportado el dominio de la metanac Armscor durante la mayor parte del siglo anterior, explicó la ministra, y sólo después de la inundación habían podido romper esa asociación «y todo lazo colonial al fin». ¡Con qué entusiasmo acogió la muchedumbre esta declaración! Y qué sonrisa la de la hermosa mujer
dugla
, llena de la alegría de toda una sociedad.

Se encontraban en uno de los numerosos hospitales de emergencia construidos en las islas después de la inundación. Los isleños habían erigido esos hospitales como primera manifestación de su condición de emancipados, y los centros de ayuda a las víctimas de la marea, donde se les proporcionaba vivienda, trabajo y atención médica, incluyendo el tratamiento de longevidad, habían aparecido por doquier.

—¿Todos reciben el tratamiento? —preguntó Nirgal.

—Sí —contestó la ministra.

—¡Estupendo! —exclamó Nirgal, sorprendido; había oído decir que eso era raro en la Tierra.

—¿Eso cree? —dijo la ministra—. La gente piensa que traerá demasiados problemas.

—Sí, es cierto. Pero opino que debemos hacerlo de todos modos. Proporcionar el tratamiento a todo el mundo y luego ya se nos ocurrirá qué hacer.

Pasaron un par de minutos antes de que pudieran oír algo más que el clamor ensordecedor de la multitud. La primera ministra intentó acallarlos, pero un hombre de corta estatura con un elegante traje de color tostado salió del grupo que había detrás de la ministra y proclamó por el micrófono:

—¡Nirgal, este hombre de Marte, es un hijo de Trinidad! ¡Su padre, Desmond Hawkins, el Polizón, el Coyote de Marte, es de Port of Spain, y todavía tiene muchos familiares allí! ¡Armscor compró la compañía petrolífera e intentó hacer lo mismo con la isla entera, pero eligieron la isla equivocada! ¡Tu Coyote no sacó su temple del aire, Maistro Nirgal, lo sacó de T y T! ¡Ha estado deambulando por Marte enseñando nuestra forma de vida, y los marcianos son ahora
dugla
, entienden esa manera de ser y la han extendido por todo Marte! ¡Marte es Trinidad Tobago en grande!

Se alzó una ovación y, siguiendo un impulso, Nirgal se acercó y abrazó al hombre, de sonrisa prodigiosa. Después localizó las escaleras y bajó a reunirse con la gente, que se apretó a su alrededor. La amalgama de fragancias le impedía respirar. Empezó a estrechar manos. La gente lo tocaba, y ¡qué expresión en las miradas! Todos eran más bajos que él y reían, y cada rostro era un mundo. De pronto unas manchas negras aparecieron ante sus ojos y todo se oscureció; miró alrededor, sobresaltado: sobre una oscura franja de mar, hacia el oeste, había aparecido un denso banco de nubes, y la vanguardia de la formación había cubierto el sol. Mientras continuaba mezclándose con la multitud, las nubes se abatieron sobre la isla. La gente se dispersó en busca del refugio de árboles, terrazas y la gran marquesina de hojalata de una parada de autobús. Maya, Sax y Michel habían desaparecido entre sus muchedumbres particulares. Las nubes, de vientres gris oscuro, se alzaban en blancos remolinos, sólidos como la roca pero fluidos, proteicos. Se levantó un viento frío y los goterones empezaron a picotear la tierra, y dieron cobijo a los cuatro marcianos bajo el techo de un pabellón abierto.

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