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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (38 page)

Se desplazaba con un ritmo que creía poder mantener durante el trecho que le quedaba. Era difícil contenerse y no echar a correr a toda velocidad, lo cual la llevaría al colapso en poco tiempo. Tranquila, pensó, jadeando. Baja a uno de los grábenes y quítate de la vista. Mantén la dirección, ¿estás demasiado al sur del vehículo? Regresó a la franja elevada sólo un momento, para comprobarlo. Detrás de una colina baja de cima llana, un pequeño cráter en realidad, con una giba en el extremo sur del borde, allí, estaba segura, aunque no alcanzaba a verlo, y en aquel terreno desigual era fácil confundirse. Mil veces le había ocurrido perderse, incapaz de precisar su posición exacta en relación con un punto determinado, por lo general su rover aparcado, aunque no era tan grave como parecía pues el sistema de localización por satélite de su consola de muñeca siempre la guiaba. Como lo haría ahora también, aunque estaba convencida de que se escondía detrás de aquel cráter.

El aire gélido le ardía en los pulmones. Recordó que llevaba una máscara de emergencia en la mochila y se detuvo, escarbó en ella, se arrancó la máscara de CO
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y se colocó la de aire. Contenía un reducido suministro de aire comprimido en el marco, y cuando la activó se sintió más fuerte, capaz de mantener un ritmo más rápido. Corrió sobre otra elevación y saltó varias veces intentando ver el rover detrás del cráter.

¡Ah, allí estaba! Inhaló el frío oxígeno triunfalmente; tenía un sabor agradable, pero no bastaba para acabar con sus jadeos. La cuenca que tenía a la derecha parecía llevar directamente hasta el rover.

Se volvió y vio que el oso también corría: una especie de galope desgarbado, pesado, con el que sin embargo devoraba terreno, cuyas desigualdades no parecían suponer ningún obstáculo para él, pues volaba sobre ellas como en una pesadilla, hermoso y terrible; bajo la pelambre blanca y amarillenta se advertía el movimiento fluido de sus músculos. Esto lo vio Ann en un momento de inusitada claridad en que todo cuanto había en su campo de visión quedó definido y luminoso, como iluminado desde dentro. Incluso corriendo tan rápido como podía, concentrada en el terreno para evitar tropiezos, seguía viendo al oso volando sobre la pendiente rojiza, como una de esas manchas que persisten después de mirar el sol. Pesado y rápido danzaba sobre las rocas, y las anfractuosidades del terreno no le detenían, pero también ella era un animal y había pasado muchos años en los ásperos parajes de Marte, muchos más que aquel joven oso, y podía correr como un íbex, de la roca madre al peñasco, del peñasco a la arena y de allí a los derrubios, con esfuerzo pero equilibradamente, con dominio de la marcha, y corriendo para salvar su vida. Y además el vehículo estaba cerca. Sólo faltaba subir la pendiente de un último cañón... casi se estampó contra el rover. Dio un golpe triunfal en el curvo costado metálico, como si se tratara del morro del oso, y después de otro golpe más preciso en la consola de la entrada de la antecámara ya estaba dentro, dentro, y la puerta exterior se cerró a su espalda.

Subió las escaleras que llevaban al nido de águila del conductor para echar una ojeada al exterior. A través del cristal vio al oso polar abajo, inspeccionando el vehículo desde una respetable distancia, fuera del alcance de la pistola de dardos, olfateando con actitud pensativa. Ann estaba cubierta de sudor y todavía jadeaba, ¡qué violentos paroxismos podían sacudir la caja torácica! ¡Pero estaba a salvo en el asiento del conductor! Sólo tenía que cerrar los ojos para ver de nuevo la heráldica imagen del oso flotando sobre la roca; pero cuando los abría, encontraba el centelleo del salpicadero, artificial y familiar. ¡Era tan extraño!

Dos días después aún seguía como en estado de shock, alterada, y podía evocar la imagen del oso si cerraba los ojos y pensaba en él. Por las noches el hielo de la bahía crujía y retumbaba, y a veces se escuchaban estampidos que la devolvían en sueños al asalto de Sheffield y la angustiaban. De día conducía con tanta dejadez que finalmente recurrió al piloto automático, al que dio instrucciones de bordear la bahía del cráter.

Mientras el vehículo rodaba ella vagaba por el compartimiento del conductor. Su pensamiento corría desbocado. No podía hacer otra cosa que reír y aguantar, golpear las paredes, mirar por las ventanas. El oso se había ido, pero no del todo. Buscó información sobre el animal:
ursits maritimus
, oso del océano; los inuit lo llamaban
Tornássuk
, «el que da poder». Era como el deslizamiento de tierra que casi la había alcanzado en Melas Chasma, que formaría parte de su vida para siempre. Al enfrentarse al deslizamiento, no había movido ni un músculo; pero esta vez había corrido como un demonio. Marte podía acabar con ella, y sin duda lo haría, pero ninguna criatura del zoo de la Tierra la mataría si ella podía evitarlo. No era que tuviese un especial amor por la vida, nada más lejos, sino que uno debía poder elegir cómo moriría. Como lo había hecho en el pasado, al menos dos veces. Pero Simón y después Sax, como dos pequeños osos pardos, le habían arrebatado la muerte. Aún no sabía cómo enfrentarse a eso, cómo sentirse, su pensamiento era demasiado frenético. Se apoyó en el respaldo del asiento. Finalmente se inclinó hacia adelante y tecleó la vieja frecuencia de Sax entre los Primeros Cien, XY23, y esperó que la IA desviara la llamada al transbordador en el que Sax viajaba de vuelta a Marte. Poco después allí estaba él, con su nuevo rostro, en la pantalla.

—¿Por qué lo hiciste? —le gritó—. ¡Mi muerte es asunto mío!

Esperó a que el mensaje llegara a Sax, y cuando eso ocurrió él dio un salto y su imagen se sacudió.

—Porque... —balbuceó, y se interrumpió.

Aquello le produjo a Ann un escalofrío. Era lo que había dicho Simón después de rescatarla del caos. Nunca tenían una razón, sólo el idiota
porque
de la vida.

—No quería... —continuó Sax—, me parecía una pérdida inútil... Qué sorpresa... Estoy contento de que hayas llamado.

—Vete al infierno.

Estaba a punto de cortar la conexión cuando él empezó a hablar otra vez; en ese momento la transmisión era simultánea y los mensajes se alternaban.

—Fue para poder hablar contigo, Ann. Quiero decir que lo hice por egoísmo... No quería perderte. Quería que me perdonaras, quería seguir discutiendo contigo, y... hacerte comprender por qué lo hice.

Su chachara se interrumpió con la misma brusquedad con que había empezado; parecía confuso, asustado. Quizá acababa de recibir el «Vete al infierno». Era evidente que ella podía asustarlo.

—Eso no es más que basura —dijo Ann. Después de un rato llegó la respuesta:

—Sí. Hum... ¿Qué tal te encuentras? Pareces...

Ann cortó. ¡Acabo de escapar de las garras de un oso polar!, gritó para sus adentros. ¡Casi me ha devorado uno de tus estúpidos juegos!

No, no se lo diría. El muy entrometido. Necesitaba un buen arbitro para someterse al
Metaperiódico de la historia marciana
, a eso se reducía todo. Así se aseguraba de que su ciencia fuera examinada con ojo crítico. Y con ese propósito pisotearía los más íntimos deseos de cualquiera, ¡la libertad esencial de escoger entre la vida y la muerte, de ser libre!

Al menos Sax no había intentado mentir.

Bueno... Rabia, remordimiento injustificado, una angustia inexplicable, una alegría extrañamente dolorosa; todos esos sentimientos la embargaban a un tiempo. El sistema límbico vibraba sin freno e infiltraba en cada pensamiento emociones violentas y contradictorias, sin relación con el contenido de los pensamientos: Sax la había salvado, ella lo odiaba, sentía una alegría feroz, Kasei estaba muerto, Peter, no, ningún oso podría matarla... y así hasta el infinito. ¡Oh, era tan extraño!

Divisó un pequeño rover verde en lo alto de un acantilado que caía a plomo sobre el hielo de la bahía. Siguiendo un impulso, se puso al volante y se dirigió hacia allí. Una pequeña cara se asomó y la miró; Ann saludó sacudiendo una mano ante el parabrisas. Ojos negros, gafas, calvo. Como su padrastro. Detuvo el rover junto al otro. El hombre la invitó a entrar agitando una cuchara de madera. Parecía algo ido, como si sólo hubiese salido de sus pensamientos a medias.

Ann se puso una chaqueta de plumón, y mientras recorría el trecho que separaba los vehículos sintió el choque del aire como si se hubiese zambullido en agua helada. Era agradable poder ir de un rover a otro sin ponerse el traje o, para ser sinceros, sin arriesgarse a morir. Era sorprendente que no hubiese muerto más gente por descuido o por el mal funcionamiento de las antecámaras. Por supuesto, había habido muertos, muchos, si sumabas. Pero ahora sólo una pizca de aire frío.

El hombre calvo abrió la puerta interior.

—Hola —dijo, y le tendió la mano.

—Hola —dijo Ann, y se la estrechó—. Soy Ann.

—Y yo Harry, Harry Whitebook.

—Ah. He oído hablar de usted. Diseña animales. Él sonrió amablemente.

—Sí. —Sin avergonzarse, sin ponerse a la defensiva.

—Hoy me ha perseguido uno de sus osos polares.

—¿Ah, sí? —Los ojos como platos.— ¡Son muy rápidos!

—Y que lo diga. Pero no son simples osos polares, ¿verdad?

—Tienen algunos genes de osos grizzly, por la altura. Pero en su mayor parte son
ursus maritimus
. Criaturas muy resistentes.

—Muchas criaturas lo son.

—Sí, ¿no es maravilloso? Oh, perdóneme, ¿ha comido ya? ¿Le apetece un poco de sopa? Estaba preparando una sopa de puerro. Supongo que es evidente.

Lo era.

—Sí, gracias —dijo Ann.

Mientras comían la sopa con pan, Ann le hizo preguntas relacionadas con el oso polar.

—¿Puede haber aquí una cadena trófica para una criatura tan grande?

—Pues la hay. En esta zona la hay. Tiene bastante renombre por eso: la primera biorregión lo suficientemente robusta para mantener osos. El agua de la bahía es líquida hasta el fondo, ¿sabe? El agujero de transición Ap ocupa el centro del cráter, de manera que es como un lago sin fondo, con la superficie helada durante el invierno, desde luego; pero los osos están acostumbrados a eso en el Ártico.

—Los inviernos son largos.

—Sí. Pero las hembras cavan guaridas en la nieve, cerca de alguna cueva en los afloramientos del dique que hay hacia el oeste. En realidad no hibernan del todo, su temperatura corporal baja unos pocos grados y sólo tardan uno o dos minutos en despertarse si necesitan reajustar la temperatura de la guarida. Pasan todo el tiempo que pueden dentro durante el invierno y vagan en busca de alimento hasta la primavera. En la primavera remolcamos algunas de las placas de hielo a mar abierto para despejar la bahía, y a partir de entonces todo se desarrolla con normalidad, desde el fondo hasta la superficie. Las cadenas marinas básicas proceden del Antártico, y las terrestres del Ártico. Plancton, krill, peces y calamares, focas Weddell, y en tierra, conejos y liebres, lémmings, marmotas, ratones, linces, gatos monteses. Y los osos. Estamos intentando introducir caribúes, renos y lobos, pero todavía no hay pasto suficiente para los ungulados. Los osos llevan pocos años ahí fuera, porque la presión atmosférica no era la adecuada hasta no hace mucho. Pero ahora es la equivalente a cuatro mil metros y hemos descubierto que los osos se las arreglan muy bien. Se adaptan muy deprisa.

—Los humanos también.

—Hombre, aún no hemos visto demasiados a cuatro mil metros de altitud. —Se refería a cuatro mil metros sobre el nivel del mar en la Tierra. Una cota mayor que la de cualquier asentamiento humano permanente, como ella recordó.

El hombre seguía hablando:

—...con el tiempo la cavidad torácica se ensanchará, está destinado a suceder... —Un hombre que hablaba para sí mismo. Grande, corpulento; una estrecha franja de pelo le rodeaba la calva. Los ojos negros nadaban detrás de las gafas redondas.

—¿Conoció usted a Hiroko? —preguntó Ann.

—¿Hiroko Ai? Sí, hablé con ella una vez. Una mujer encantadora. Dicen que ha regresado a la Tierra para ayudarlos a adaptarse a la inundación. ¿La conoció usted?

—Sí. Soy Ann Clayborne.

—Ya me lo parecía. La madre de Peter Clayborne, ¿no?

—Sí.

—Su hijo estuvo en Boone hace poco.

—¿Boone?

—Es la pequeña estación que hay al otro lado de la bahía. Ésta es la Bahía Botánica y la estación es Puerto Boone. Una especie de chiste. Al parecer en Australia existe una pareja igual.

—Claro. —Ann sacudió la cabeza. John los acompañaría siempre, y no era el peor de los fantasmas que los acosaban.

Como, por ejemplo, ese hombre, el famoso diseñador de animales. Se movía con estrépito por la cocina, tentando como un miope. Ella comía echándole miradas furtivas. Él sabía quién era ella, pero no parecía incómodo, ni trataba de justificarse. Ella era una areóloga roja, él diseñaba nuevos animales marcianos. Trabajaban en el mismo planeta, pero eso para él no significaba que fueran enemigos. La devoraría sin malicia. Había algo estremecedor en él, intimidatorio a pesar de sus modales educados. La inconsciencia era tan brutal. Y sin embargo a Ann el hombre le caía bien; su poder desapasionado, o su vaguedad, no podía determinarlo. Whitebook cruzó la cocina tropezando con todo, se sentó y comió con ella, deprisa y con ruido, y la sopa le chorreó por la barbilla. Después cortó unas rebanadas de pan. Ann le hizo preguntas sobre Puerto Boone.

—Tiene una buena panadería —dijo él, señalando la hogaza—. Y un buen laboratorio. El resto es como cualquier puesto de avanzada. Pero quitaron la tienda el año pasado y ahora hace mucho frío, sobre todo en invierno. Sólo estamos en la latitud cuarenta y seis, pero nos sentimos como si estuviéramos en un lugar del norte. Tanto es así que algunos hablan de volver a colocar la tienda, al menos en invierno. Y hay quien opina que deberíamos dejarla hasta que esto se caliente más.

—¿Hasta que pase la era glacial?

—No creo que tengamos ninguna era glacial. El primer año sin la soletta fue malo, no lo niego, pero hay varias maneras de contrarrestarlo. Un par de años fríos, en eso quedará todo.

Agitó una garra: podía ir en cualquier dirección. Ann estuvo a punto de arrojarle el pedazo de pan. Pero sería mejor no sobresaltarlo. Se dominó con un estremecimiento.

—¿Peter está todavía en Boone? —preguntó.

—Creo que sí. Hace unos días estaba.

Siguieron hablando sobre el ecosistema de la Bahía Botánica. La ausencia de una gama completa de vida vegetal limitaba enormemente a los diseñadores. En ese aspecto se parecía más a la Antártida que al Ártico. Tal vez los nuevos métodos de mejora del suelo acelerarían la aparición de plantas superiores. Por el momento aquélla era tierra de líquenes. Las plantas de la tundra serían las siguientes.

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