Marte Azul (33 page)

Read Marte Azul Online

Authors: Kim Stanley Robinson

Pero sobre ese paisaje desconocido soplaba el mistral, que bajaba desde el Macizo Central: frío, seco, mohoso y eléctrico, rebosante de iones negativos o de lo que fuera que le confería su característico efecto katabático tan estimulante. ¡El mistral! No importaba lo que pareciera, tenía que ser Provenza.

Los miembros de la rama local de Praxis le hablaban en francés y él apenas los entendía. Escuchaba con atención, esperando recuperar su lengua nativa, esperando que la
franglaisation
y la
frarabisation
de las que le habían hablado no hubiesen cambiado las cosas en exceso. Le resultaba chocante buscar a tientas en su idioma nativo, y también que la Academia francesa no hubiese cumplido con el cometido de mantener la lengua congelada en el siglo XVII. Le pareció que la joven que encabezaba el grupo de Praxis decía que lo llevarían a visitar la región en coche y bajarían hasta la nueva costa.

—Estupendo —dijo Michel.

Empezaba a entenderlos mejor. Seguramente era cosa del acento provenzal. Los siguió por los círculos concéntricos de edificios y luego al interior de un aparcamiento igual a todos los aparcamientos. La joven auxiliar lo ayudó a acomodarse en el asiento del pasajero del pequeño vehículo y después se instaló frente al volante. Se llamaba Sylvie; era menuda, atractiva, elegante y olía muy bien, y por eso su extraño francés no dejaba de sorprenderlo. El coche se puso en marcha, abandonaron el aeropuerto y, rodando estrepitosamente, tomaron una carretera negra que cruzaba un paisaje llano, salpicado del verde de pastos y árboles. ¡No, unas pequeñas colinas se elevaban en la distancia! ¡Y el horizonte parecía tan lejano!

Sylvie lo llevó hasta la costa más cercana. Desde un apartadero en lo alto de una colina se alcanzaba a ver el Mediterráneo a lo lejos; jaspeado de pardo y gris, centelleaba bajo el sol.

Después de unos minutos de silenciosa contemplación, Sylvie continuó el viaje, de nuevo tierra adentro sobre terreno llano. Más adelante se detuvieron en un terraplén y ella le dijo que estaban contemplando la Camarga. Michel no la habría reconocido. En otro tiempo el delta del Ródano había sido un amplio triángulo de muchos miles de hectáreas, lleno de salinas y pastos; ahora se había reintegrado en el Mediterráneo. Agua marrón sembrada de edificios, pero seguía siendo agua, y la línea azulada del Ródano discurría por el centro. Arles, en el vértice del triángulo, volvía a ser un puerto activo, aunque todavía estaban afianzando el canal. La parte del delta al sur de Arles, desde Martigues al este a Aigües-Mortes al oeste, había sido invadida por las aguas. Aigües-Mortes había sucumbido, pues sus edificios industriales estaban anegados. Las instalaciones portuarias se habían reflotado y trasladado a Arles o Marsella. Estaban esforzándose por crear rutas de navegación seguras; tanto la Camarga como la Plaine de la Crau, más al este, mostraban estructuras de todo tipo, aunque no todas se distinguían fácilmente, el agua estaba demasiado opaca a causa del limo.

—Mire, allí está la estación... pueden verse los silos pero no las dependencias. Y ahí tiene uno de los malecones que forman los canales, ahora actúan a modo de arrecifes. ¿Ve la línea de agua gris? Cuando la corriente del Ródano es fuerte suele desmoronarlos.

—Menos mal que las mareas no son fuertes —dijo Michel.

—Cierto. Si lo fueran, la ruta a Arles sería demasiado traicionera para los barcos.

En el Mediterráneo las mareas eran insignificantes y los barcos de pesca y los cargueros descubrían a diario rutas seguras; se intentaba reforzar el cauce principal del Ródano mediante un nuevo lago y restaurar los canales adyacentes para que los botes no tuvieran que desafiar el río cuando remontaban la corriente. Sylvie señalaba detalles que Michel no advertía y hablaba de los súbitos cambios del cauce del Ródano, de barcos encallados, de boyas sueltas, cascos hendidos, rescates nocturnos, vertidos de petróleo, de falsos faros, destinados a confundir a los incautos, e incluso de piratería clásica en alta mar. La vida parecía excitante en las nuevas bocas del Ródano.

Después de un rato regresaron al coche y Sylvie condujo hacia el sur y el este; al fin alcanzaron la costa, la verdadera costa, entre Marsella y Cassis. Esa parte del litoral mediterráneo, al igual que la Costa Azul más al este, estaba formada por una cadena de colinas escarpadas que caían abruptamente hacia el mar. Las colinas seguían aún muy por encima de las aguas, naturalmente, y a primera vista Michel tuvo la impresión de que allí la costa había cambiado mucho menos que en la inundada Camarga. Pero después de unos minutos de contemplar en silencio el paisaje cambió de parecer. La Camarga siempre había sido un delta, y por tanto en esencia no había cambiado. Pero allí...

—Las playas han desaparecido.

—Sí.

Era de esperar. Pero las playas habían sido la esencia de aquella costa, con sus largos veranos dorados y multitud de animales humanos desnudos que veneraban el sol, con bañistas, veleros y colores carnavalescos, y noches largas, cálidas y excitantes. Todo eso se había desvanecido.

—Nunca regresarán. Sylvie asintió.

—Ha ocurrido lo mismo en todas partes —dijo.

Michel miró hacia el este; las colinas caían a pico hacia el mar pardo hasta donde alcanzaba la vista; tenía la sensación de que podía ver hasta el cabo Sicié. Más allá estaban los grandes centros turísticos, Saint-Tropez, Cannes, Antibes, Niza, su pequeña Villefranche-sur-mer, y todas las playas de moda, pequeñas y grandes, todas anegadas, como la que tenían debajo: las aguas lodosas del mar lamían una franja de piedra fracturada y amarillentos árboles muertos, y los caminos que bajaban a la playa se hundían en la sucia espuma de la resaca que bañaba las calles de las ciudades abandonadas.

Los árboles verdes que estaban sobre la nueva línea de costa oscilaban sobre la roca blanquecina. Michel había olvidado lo blanca que era la roca. El follaje consistía básicamente en matorral bajo y polvoriento; la deforestación se había convertido en un problema en los últimos años, le dijo Sylvie, porque la gente talaba los árboles para conseguir combustible. Pero Michel apenas la oía; miraba las playas inundadas, tratando de recordar su belleza cálida, erótica y arenosa. Y mientras contemplaba la espuma sucia, descubrió que ya no las recordaba, ni tampoco los días pasados en ellas, los innumerables días ociosos que ahora no eran sino manchas brumosas, como el rostro de un amigo muerto. Ya no las recordaba.

Marsella se las había arreglado para sobrevivir: la única zona de la costa que no le importaba a nadie, la más fea, la ciudad. Naturalmente. Los muelles se habían inundado y también los barrios inmediatamente detrás de ellos; pero el terreno se elevaba rápidamente y los barrios más altos habían continuado con su vida dura y sórdida: los barcos aún anclaban en el puerto y unos largos muelles flotantes maniobraban hasta llegar a ellos para descargar las mercancías, mientras los marineros se derramaban por la ciudad y se desmadraban, en conformidad con una larga tradición. Sylvie dijo que Marsella era el lugar en el que había escuchado las aventuras más espeluznantes ocurridas en la desembocadura del Ródano y el resto del Mediterráneo, donde las cartas de navegación ya no servían para nada: casas de los muertos entre Malta y Túnez, ataques de corsarios de Berbería...

—Marsella es más Marsella que nunca —concluyó, sonriendo, y Michel tuvo una súbita visión de la vida nocturna de la mujer, desenfrenada y tal vez peligrosa. Era evidente que le gustaba la ciudad. El coche se sacudió al pasar sobre uno de los muchos baches de la carretera y a Michel se le antojó que él y el mistral pasaban velozmente sobre la vieja y fea Marsella sacudidos por el pensamiento de una mujer joven y salvaje.

Más ella misma que nunca. Tal vez eso era cierto para toda la costa. Ya no había turistas; sin las playas, el concepto de turismo se desvanecía. Los grandes hoteles y apartamentos de color pastel estaban invadidos por las aguas, como los castillos de arena de los niños por la marea. Mientras cruzaban Marsella, Michel advirtió que los pisos superiores de muchos edificios parecían haber sido reocupados; pescadores, le dijo Sylvie. Sin duda amarraban los botes en los pisos inferiores, como el Pueblo del Lago de la Europa prehistórica. Retornaban a formas de vida ancestrales.

Michel siguió mirando por la ventana, intentando pensar la nueva Provenza, esforzándose por asimilar el sobresalto de tanto cambio. En verdad todo era muy interesante, aunque no fuera como él lo recordaba. Con el tiempo se formarían nuevas playas, se dijo para tranquilizarse, a medida que las olas erosionaran la base de los acantilados y los ríos y arroyos aportasen sedimentos. Hasta era posible que el proceso fuera rápido, aunque al principio las playas serían sólo barro y piedras. Esa arena dorada... bueno, las corrientes podían devolver parte de la arena sumergida a las nuevas playas, por qué no. Pero lo cierto era que la mayor parte de ella se había perdido para siempre.

Sylvie detuvo el coche en otro apartadero ventoso que miraba sobre el mar. El agua parda se extendía hasta el horizonte y el viento de la costa alejaba las olas de la playa, un efecto extraño. Michel trató de recordar el viejo azul bajo la luz del sol. En otro tiempo habían existido distintas variedades de azul mediterráneo: la pureza cristalina del Adriático, el Egeo, con su homérico toque vinoso... Ahora todo era pardo. Un mar terroso, acantilados sin playas, pálidas colinas de piedra, desérticas, abandonadas. Un yermo. No, nada era igual, nada.

Sylvie acabó por notar su silencio. Se dirigieron al oeste, hacia Arles, y allí a un pequeño hotel en el corazón del pueblo. Michel nunca había vivido en Arles, ni tenía un particular interés por el lugar, pero las oficinas de Praxis estaban junto al hotel y a él no se le ocurría ninguna alternativa. Salieron del coche; sentía la pesadez de la gravedad. Sylvie esperó en el vestíbulo mientras él subía a dejar el equipaje. Y allí estaba, vacilante en una diminuta habitación de hotel, con su bolsa sobre la cama y su cuerpo deseoso de reencontrar su tierra, de regresar al hogar. Pero aquello no lo era.

Bajó al vestíbulo y fueron al edificio contiguo, donde Sylvie atendió otros asuntos.

—Hay un lugar que quiero visitar —le dijo a la muchacha.

—Iremos adonde usted quiera.

—Está cerca de Vallabrix. Al norte de Uzés. Ella dijo que sabía a qué lugar se refería.

Había caído la tarde cuando llegaron: un claro al costado de una carretera antigua y estrecha, junto a un olivar que trepaba por una pendiente, golpeado por el mistral. Michel le pidió a Sylvie que lo esperase en el coche, salió al viento y subió por la pendiente entre los árboles, a solas con el pasado.

Su antiguo
mas
estaba en el extremo norte del bosque, en el borde de una meseta que daba sobre un barranco. Los olivos estaban retorcidos por la edad. Del
mas
sólo subsistía una cáscara de mampostería, casi sepultada por las densas y enredadas matas espinosas de las zarzamoras que crecían junto a las paredes exteriores.

Al mirar las ruinas, Michel descubrió que recordaba el interior, o al menos parte de él. Cerca de la puerta había habido una cocina, con la mesa donde comían, y más allá, después de pasar bajo una gran viga de madera, una sala de estar con sofás y una mesita baja de café, y la puerta del dormitorio. Había vivido allí dos o tres años con una mujer llamada Eve. Hacía más de un siglo que no pensaba en aquella casa y habría sido lógico suponer que no recordaría nada, pero delante de las ruinas fragmentos dispersos de ese tiempo pasaban por su mente, ruinas de otra índole: en ese rincón ahora lleno de cascotes de yeso había habido una lámpara azul. En esa pared de la que sólo quedaban algunos mampuestos cubiertos por montones de hojas colgaba en otro tiempo una lámina de Van Gogh sujeta con chinchetas. La gran viga de madera había desaparecido y sus soportes en la pared también. Debían de habérsela llevado; costaba creer que alguien hiciese el esfuerzo, porque pesaba centenares de kilos. La deforestación, claro; quedaban pocos árboles capaces de proporcionar una viga de ese tamaño. La gente había vivido durante siglos en aquella tierra.

Con el tiempo la deforestación dejaría de ser un problema. Durante el viaje Sylvie le había hablado del violento invierno de la inundación, de las lluvias, del viento; el mistral había soplado durante todo un mes. Algunos sostenían que no amainaría nunca. Mirando la casa en ruinas, Michel no sintió tristeza. Necesitaba el viento para orientarse. Era extraño cómo funcionaba la memoria, o cómo se resistía a funcionar. Se acercó al muro derruido y trató de recordar más del lugar, de su vida allí con Eve, un esfuerzo deliberado para recuperar el pasado... En vez de eso, le vinieron a la cabeza escenas de la vida que había compartido con Maya en Odessa, con Spencer de vecino. Probablemente aquellos dos períodos tenían suficientes aspectos en común para crear la confusión. Eve tenía el mismo temperamento apasionado de Maya, y en cuanto a lo demás,
la vie quotidienne
era
la vie quotidienne
en todas las épocas y lugares, sobre todo para un individuo específico, que se acostumbra a sus hábitos como a los muebles que se llevan de un lugar a otro. Quizá.

En otro tiempo láminas que reproducían obras pictóricas habían adornado las paredes enyesadas de color beige. Ahora lo que quedaba del enlucido se veía rugoso y descolorido, como las paredes exteriores de una vieja iglesia. Eve se movía por la cocina como una bailarina de piernas esbeltas y poderosas. Se volvía para mirarlo por encima del hombro y reía, y sus cabellos castaños volaban en cada giro. Sí, recordaba aquella acción repetida. Una imagen sin contexto. Él la había amado, aunque siempre la ponía furiosa. Al final, ella lo había dejado por otro; ah, sí, un maestro de Uzés. ¡Cuánto dolor! Lo recordaba, pero ya no significaba nada para él, no sentía ni una pizca de aquel dolor. Una vida anterior. Las ruinas no le devolvían aquellas sensaciones. Apenas evocaban imágenes. Era aterrador, como si la reencarnación fuese real y le hubiese ocurrido a él, y lo que en ese momento experimentaba se redujese a fugaces flashbacks de una vida de la que lo separaban varias muertes. Debía de ser muy extraño que la reencarnación fuera real y uno empezara a hablar lenguas que no conocía, como Bridey Murphy, y sintiera el torbellino del pasado, de otras existencias, en su mente... Quizá algo semejante a lo que él sentía en ese momento. Pero no recobrar ningún sentimiento del pasado, no experimentar otra cosa que la sensación de que uno no sentía...

Other books

An Heiress at Heart by Jennifer Delamere
The Broken Sun by Darrell Pitt
A Vile Justice by Lauren Haney
Texas Woman by Joan Johnston
The Other Hand by Chris Cleave
Penal Island by K. Lyn