Marte Azul (93 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Al abrir los ojos vio que Zeyk lo miraba.

—¿Los conocías? —graznó Zeyk—. ¿Recuerdas qué aspecto tenían? Sax meneó la cabeza y el movimiento pareció desatar una imagen, oscura. El vídeo mostraba las calles oscuras de Nicosia, en las que la luz parpadeaba como los pensamientos en el cerebro de Zeyk.

—Un hombre alto de rostro enjuto y bigote negro. Todos tenian bigote negro, pero el suyo era más largo. Les gritaba a los hombres que estaban atacando a Boone.

Zeyk y Nazik intercambiaron una mirada.

—Yussuf —dijo Zeyk—. Yussuf y Nejm. Lideraban la Fetah en aquel entonces y su rencor hacia Boone superaba el de la Ahad, Y cuando Selim se presentó en casa horas más tarde, agonizante, dijo: «Boone me ha matado, Boone y Chalmers». No dijo: «He matado a Boone»; dijo:

«Boone me ha matado». —Miró a Sax.— ¿Qué ocurrió después? ¿Qué hiciste?

Sax se estremeció. Por eso no había vuelto nunca a Nicosia ni había querido recordarlo: aquella noche, en el momento crítico, había vacilado, había sentido miedo.

—Los vi desde el otro lado de la plaza, estaba lejos y no supe qué hacer. Derribaron a John y se lo llevaron a la rastra. Yo... yo me quedé mirando. Después... después me encontré corriendo con un grupo que salió en su persecución; ignoro quiénes eran, y casi me llevaron a la fuerza. Los atacantes arrastraron a John por el laberinto de calles laterales y los perdimos en la oscuridad.

—Seguramente había cómplices de los atacantes en vuestro grupo —dijo Zeyk—. Como parte del plan, para guiar la persecución en la dirección equivocada.

—Ah —dijo Sax. Recordó que había hombres con bigote en el grupo— . Probablemente.

Se sintió enfermo. Se había quedado paralizado, no había movido un dedo. Las imágenes de la pantalla parpadeaban, fogonazos en la oscuridad, y el córtex de Zeyk hervía de vida, con relámpagos microscópicos.

—Así pues no fue Selim —dijo Zeyk dirigiéndose a su esposa—. No fue Selim, y por tanto tampoco Chalmers.

—Deberíamos decírselo a Maya —dijo Nazik—. Tenemos que decírselo.

Zeyk se encogió de hombros.

—No cambiará las cosas. Que Frank azuzara a Selim contra John y luego fueran otros los autores materiales del crimen, ¿acaso importa?

—¿Pero es que cree que los asesinos fueron otros?

—Sí. Yussuf y Nejm. De la Fetah. O quienquiera que fuera el que estaba calentando los ánimos de unos y otros. Tal vez Nejm...

—Que ha muerto.

—O Yussuf —dijo Zeyk con aire sombrío—. Y el que provocó los disturbios aquella noche... —Meneó la cabeza y la imagen suspendida osciló ligeramente.

—Cuénteme lo que sucedió después —dijo Smadar mirando su pantalla.

—Unsi al-Khan llegó corriendo a la hajr y nos dijo que habían atacado a Boone. Unsi... bueno, el caso es que unos cuantos fuimos hasta la Puerta Siria para averiguar si alguien la había utilizado. El método árabe de ejecución en la época era arrojarte al exterior. Y descubrimos que habían abierto la puerta.

—¿Recuerda el código de apertura? —preguntó Smadar.

Zeyk frunció el ceño, sus labios se movieron, apretó los párpados.

—Recuerdo haber advertido que era parte de la secuencia de Fibonacci. 581321.

Sax se quedó boquiabierto. Smadar asintió.

—Continúe.

—Una mujer que no conocía pasó corriendo y nos gritó que habían encontrado a Boone en la granja. La seguimos hasta el flamante hospital de la medina, limpio y reluciente; aún no habían tenido tiempo de colgar cuadros en las paredes. Sax, tú estabas allí, y los demás de los Primeros Cien que había en la ciudad: Chalmers, Toitovna y Samantha Hoyle.

Sax no guardaba ningún recuerdo del hospital. Un momento... Veía a Frank, sonrojado, y a Maya, con un dominó blanco, la boca una línea pálida. Pero eso había sucedido fuera, en el bulevar lleno de cristales rotos. Él les había dicho que habían atacado a John y Maya había gritado:

¿Por qué no los detuviste? ¿Por qué no los detuviste? Y de pronto él se había dado cuenta de que no había hecho nada para detenerlos, que le había fallado a John, que se había quedado paralizado por la sorpresa y se había limitado a mirar mientras atacaban a su amigo y se lo llevaban. Lo intentamos, le había dicho a Maya. Lo intenté. Aunque no era cierto.

Pero del hospital no recordaba nada, no guardaba ningún recuerdo del resto de la noche. Cerró los ojos, como Zeyk, y apretó los párpados como si asi pudiera exprimir otra imagen. La memoria era extraña: recordaba los momentos críticos del drama, su comportamiento, que se le había clavado como un puñal, pero el resto había desaparecido. Sin duda el sistema límbico y la carga emocional desempeñaban un papel crucial en el encadenamiento, la codificación o la fijación de un recuerdo.

Y sin embargo, ahí estaba Zeyk, nombrando a todos los conocidos que esperaban en la salita del hospital, que debían de haber sido muchos, y describiendo la expresión de la doctora que había salido para comunicarles la muerte de Boone.

—Dijo: «Ha muerto. Ha estado demasiado tiempo en el exterior». Maya apoyó una mano en el hombro de Frank y él dio un respingo.

—Tenemos que decírselo a Maya —musitó Nazik.

—Frank le dijo: «Lo siento», lo que me pareció extraño, y ella replicó que él nunca había apreciado a John, o algo por el estilo, y era cierto. Incluso Frank lo admitió, pero de pronto se marchó, furioso con Maya. Le dijo: «¿Qué sabrás tú de lo que aprecio o no aprecio?» Habló con mucha amargura; no le agradó que ella presumiera de conocerlo a fondo. —Zeyk meneó la cabeza.

—¿Y yo estaba allí mientras eso sucedía?

—... Sí, estabas sentado al lado de Maya, pero parecías ausente y llorabas.

Sax no recordaba nada de aquello, y de pronto se le ocurrió que así como había muchas cosas que había hecho de las que nadie sabría nunca nada, había también muchas que otros recordaban y él ya había olvidado.

¡Sabía tan poco, tan poco!

Zeyk prosiguió con su relación de lo acaecido aquella noche: la aparición de Selim, su muerte, la partida de Zeyk y Nazik a la mañana siguiente, el día después. Más tarde Ursula dijo que podía narrar con todo detalle cada semana de su vida.

Esa vez, sin embargo, Nazik interrumpió la sesión.

—Este episodio es muy penoso —le dijo a Smadar—. Será mejor que continuemos mañana.

Smadar asintió y tecleó algo en la consola que tenía al lado. Zeyk miraba el techo oscuro como un hombre atormentado, y Sax comprendió que entre los muchos trastornos de la memoria podía incluirse una memoria que funcionaba con demasiada eficacia. ¿Pero cómo? ¿Qué mecanismo la regía? Aquella imagen del cerebro de Zeyk indicando las pautas de actividad cuántica, el relámpago recorriendo su córtex... una mente que recuperaba el pasado infinitamente mejor que las demás, insensible a la aflicción de una memoria que se desmoronaba, un proceso inexorable a juicio de Sax... Bueno, estaban sometiendo el cerebro a todos los exámenes de que disponían, pero era muy probable que el secreto quedara sin resolver; sencillamente, ocurrían demasiadas cosas que ignoraban. Como aquella noche en Nicosia.

Muy agitado, Sax se puso ropa más abrigada y salió a pasear. La tierra que rodeaba Acheron ya le había proporcionado un agradable bienestar cuando descansaba de su trabajo en el laboratorio, y le alegró tener un lugar al que huir.

Echó a andar hacia el norte, en dirección al mar. Algunas de sus ideas más brillantes sobre la memoria se le habían ocurrido yendo hacia esa costa, por rutas tan laberínticas que jamás repetía la misma, en parte porque la vieja lava de la meseta estaba muy fracturada por grábenes y escarpes, en parte porque nunca prestaba atención a la topografía general, siempre perdido en sus pensamientos o bien en el paisaje inmediato, y sólo intermitentemente miraba alrededor para saber dónde estaba. En realidad, allí era imposible perderse: subías cualquier pequeña cresta y aparecía Acheron, semejante al lomo de un dragón inmenso. Y en la dirección contraria, ocupando cada vez más campo de visión a medida que se acercaba, el azul de la bahía de Acheron. Entre ambas, un millón de microentornos, la meseta rocosa salpicada de oasis escondidos, y cada grieta repleta de plantas. Un paisaje bastante distinto de la orilla polar, al otro lado del mar, destrozado por el deshielo. Esa meseta y sus pequeños y recónditos hábitats parecían inmemoriales a pesar de que los ecopoetas de Acheron eran los responsables de su existencia. Muchos eran experimentos y Sax los trataba como tales: se asomaba a las dolinas y las examinaba a distancia, preguntándose qué trataba de descubrir con su trabajo el ecopoeta responsable. Allí podía esparcirse suelo sin temor de que fuese arrastrado al mar, aunque los estridentes verdes que cubrían estuarios y valles demostraban que parte del suelo se había desplazado hacia abajo. Los marjales de los estuarios se llenarían con los suelos erosionados, al tiempo que se volvían más salados, como el mar del Norte...

Durante ese paseo, sin embargo, el recuerdo de John interrumpió con frecuencia sus observaciones. John Boone había trabajado para él durante los últimos años de su vida y habían mantenido más de una discusión a propósito del rápido desarrollo de la situación marciana; años vitales durante los cuales John había conservado su alegría, su optimismo; digno de confianza, leal, servicial, amistoso, cortés, bondadoso, obediente, alegre, valeroso, puro y reverente... No, no exactamente; también era brusco, impaciente, arrogante, perezoso, negligente, adicto a las drogas, orgulloso. A pesar de todo Sax había llegado a confiar en él y lo había amado como a un hermano mayor que lo protegía en el vasto mundo exterior. Pero lo habían asesinado. Esas personas son siempre el objetivo de los asesinos, que no pueden soportar su coraje. Lo habían matado y Sax se había quedado mirando sin hacer nada. Paralizado por el miedo y la sorpresa. ¿Por qué no los detuviste?, había gritado Maya; recordaba la voz áspera de ella.

No estaba asustado, no, no hice nada. De todos modos, habría podido hacer muy poco a aquellas alturas. Antes, cuando empezaron a producirse los ataques contra John, podía haberle encomendado otras tareas y asignado guardaespaldas, o, puesto que John los habría rechazado, contratarlos para que lo siguieran en secreto y lo protegieran mientras los amigos se quedaban paralizados por el terror. Pero no lo había hecho. Y su hermano había acabado asesinado, el hermano que se reía de él pero también lo amaba, que lo había amado mucho antes de que nadie reparara en él.

Sax vagó por la llanura fracturada, afligido por la pérdida de su amigo ciento cincuenta y tres años antes. A veces el tiempo parecía no existir.

De pronto se detuvo en seco, devuelto al presente por la visión de la vida. Unos pequeños roedores blancos husmeaban en un prado húmedo, seguramente pikas de la nieve, aunque su blancura las hacía tan semejantes a las ratas de laboratorio que Sax se sobresaltó. Ratas blancas de laboratorio, pero sin rabo, ratas de laboratorio mutantes, libres al fin, fuera de sus jaulas, merodeando por los pastos verdes, una alucinación surrealista, parpadeando y olisqueando en busca de alimento, mascando semillas, nueces y flores. A John siempre le había divertido el mito de Sax y las cien ratas de laboratorio. La mente de Sax, liberada y dispersa. Éste es nuestro cuerpo.

Se puso en cuclillas y observó los pequeños roedores hasta que sintió frío. Había criaturas mayores en esa llanura que no dejaban de sorprenderlo: venados, wapitis, alces, carneros, renos, caribúes, osos pardos, osos grises, incluso manadas de lobos, grises sombras fugitivas, y todos le parecían salidos de un sueño, lo sobresaltaban y desconcertaban; nada de eso era natural, y sin embargo allí estaban. Como aquellas pikas de la nieve, felices en su oasis. No era naturaleza, ni cultura: era Marte.

Pensó en Ann. Quería que ella los viera.

Pensaba en ella a menudo. Ann estaba viva, y por tanto aún existía la posibilidad de hablar con ella. En el curso de sus averiguaciones había descubierto que vivía integrada en una pequeña comunidad de escaladores rojos que ocupaban la caldera de Olympus Mons. Por lo visto la habitaban por turnos, para mantener la densidad de población baja a pesar del atractivo que tenían para ellos las condiciones primitivas imperantes en las paredes escarpadas de aquellos grandes agujeros, aunque por lo que había oído, Ann podía quedarse cuanto quisiera, y de hecho abandonaba la caldera muy raramente. Eso le había contado Peter, que se había enterado por terceros. Era triste ver el distanciamiento al que madre e hijo habían llegado; absurdo, pero entre familiares parecían producirse los distanciamientos más intransigentes.

El caso es que Ann estaba en Olympus Mons, y por tanto casi a la vista, tras el horizonte meridional. Y él quería hablar con ella. Todas sus reflexiones sobre lo que sucedía en Marte parecían darse en el marco de una conversación interior con Ann, no tanto una discusión como un continuo intento de persuasión. Si la realidad de Marte azul lo había cambiado tanto a él, ¿por qué no podía hacerlo con Ann también? ¿No era casi inevitable, incluso necesario? ¿Había ocurrido ya, tal vez? Para Sax los años de amar aquello que Ann amaba de Marte habían pasado, había llegado la hora de que ella le correspondiera, si eso era posible. Para su profundo malestar, Ann se había convertido en el rasero con el que medía cuanto había hecho, su valor, su admisibilidad; algo insólito para él, pero incuestionable.

Otro nudo incómodo en su mente, como el sentimiento de culpabilidad por la muerte de John súbitamente redescubierto, que trataría de olvidar de nuevo. Si los pensamientos interesantes podían desaparecer de su cabeza, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con los desagradables? John había muerto y probablemente nada de lo que Sax hubiera podido hacer lo habría evitado. De todos modos era algo que nunca llegarían a saber y no se podía volver atrás. Habían asesinado a John y Sax no lo había ayudado, y así estaban las cosas, Sax vivía y John había muerto, no era más que un sistema de nodos y redes en la mente de cuantos lo habían conocido.

Pero Ann estaba viva, escalando las paredes de la caldera de Olympus. Podía hablar con ella si quería, aunque ella no saldría de su refugio. Él tendría que ir en su busca, y ahí estaba el quid de la cuestión, que podía hacerlo. El aguijón de la muerte de John obedecía a la muerte de esa posibilidad; ya nunca podría hablar con él, pero con Ann aún sí.

Las investigaciones para encontrar el paquete anamnésico continuaban. Acheron era una delicia en ese aspecto: los días en el laboratorio, comentando con los científicos los experimentos y colaborando en la medida de sus posibilidades, seminarios donde podían reunirse delante de las pantallas y compartir resultados y elaborar teorías y estrategias. La gente interrumpía su trabajó para ayudar en la granja o en otras tareas comunales, o para viajar; pero otros los reemplazaban, y quienes regresaban traían a menudo nuevas ideas y siempre energías renovadas. Sax se sentaba en la sala de seminarios después de los resúmenes semanales y miraba las tazas, los círculos marrones de café y las manchas negras de kava en los tableros de las mesas, las blancas pantallas cubiertas de esquemas y diagramas químicos con grandes flechas que señalaban acrónimos y símbolos alquímicos, que a Michel le habrían gustado mucho, y experimentaba un fervor tan intenso que llegaba a producirle dolor físico, seguramente alguna reacción parasimpática que desbordaba su sistema límbico... Aquello era ciencia, por Dios, la ciencia marciana, en manos de los científicos, que trabajaban concertadamente para alcanzar un objetivo que redundaría en el bien común, que llevaban al límite sus conocimientos, retrocediendo y avanzando, descubriendo cada semana algo más, persiguiendo algo más, y extendían el gran partenón invisible hasta el territorio ignoto de la mente humana, de la vida. Eso lo hacía tan feliz que casi dejaba de importarle que tal vez nunca desentrañaran el misterio; el placer estaba en la búsqueda.

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