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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (62 page)

¿Con quién se asociaría?

Bueno, podía llamarla y preguntárselo.

Pero temía hacerlo, tener que preguntar. ¡Temía hablar con ella! Por la consola y también en persona. Ann no le había dicho qué opinaba de que le hubiese administrado el tratamiento gerontológico contra su voluntad. Ni agradecimientos ni maldiciones; nada. ¿Qué pensaba?

Suspiró y bebió el kava. En el escenario el espectáculo había empezado, y Héctor recitaba algo en español con una voz tan musical y expresiva que a Sax le parecía entenderlo todo.

Ann, Ann, Ann. Ese interés obsesivo le causaba un gran malestar. Habría sido tan sencillo concentrarse en el planeta, en la roca y el aire, en la biología. Era una táctica que Ann comprendería. Y había en la ecopoesis algo fundamentalmente fascinante. El nacimiento de un mundo, un fenómeno que no podían dominar. Sin embargo, seguía preguntándose cómo lo veía Ann. Tal vez tropezara con ella otra vez.

Mientras tanto, el mundo. Volvió a recorrer la tierra rugosa que se extendía bajo la cúpula del cielo, cuyo color cambiaba a diario en la primavera ecuatorial; se necesitaba una carta cromática incluso para aproximarse a los tonos. Algunas veces tenia un intenso azul violeta, azul de clemátide, de jacinto o de lapislázuli, o un índigo purpúreo. O azul de Prusia, un pigmento que provenía del ferrocianuro; interesante, pues había mucho material férrico allí. Azul de hierro, con más púrpura que el de los cielos himalayos de las fotografías, pero por lo demás como los cielos terranos vistos desde esas grandes alturas. Todo en aquel lugar rocoso y recortado contribuía a la sensación de gran altitud: el color del cielo, la roca rugosa, el aire, tan gélido, tenue y puro. Caminaba con el viento a favor, en contra, oblicuo, un tacto siempre diferente que introducía por sus fosas nasales una droga suave que le inundaba el cerebro. Avanzaba pisando rocas cubiertas de liquen, de una losa a la siguiente, como si siguiera un mágico sendero particular que brotaba de la tierra fracturada, arriba y abajo, un paso detrás de otro, un momento detrás de otro, atento sólo a la identidad de cada instante, único, como los bucles de espaciotiempo de Bao, como las sucesivas posiciones de la cabeza de un pinzón, que pasaba de una posición cuántica a la siguiente. Tras un concienzudo examen esos momentos se revelaban como unidades irregulares cuya duración variaba según lo que ocurriera en ellos. Cesó el viento, los pájaros desaparecieron; de pronto todo se había detenido y en el silencio sólo se escuchaba el zumbido de los insectos. Esos momentos podían prolongarse muchos segundos. Mientras que eran infinitesimales cuando los gorriones ahuyentaban a un cuervo. Había que estar atento: a veces era una corriente fluida; otras, sucesivas quietudes cuánticas.

Saber. Existían distintas formas de saber, pero ninguna tan satisfactoria, decidió Sax, como el conocimiento directo proporcionado por los sentidos. Inmerso en la luz fría de aquella ventosa y brillante primavera, alcanzó el borde de un acantilado y contempló la lámina de azul ultramarino del fiordo Simud, azogado por el centelleo de innumerables lascas de luz en la superficie de las aguas. Los acantilados de la pared opuesta mostraban las bandas de los distintos estratos, que en algunos casos constituían verdes cornisas en el basalto. Gaviotas, frailecillos, golondrinas de mar, araos, halcones pescadores, volaban en los abismos aéreos que se abrían ante él.

Entre todos los fiordos, Sax tenía sus favoritos. La Florentina, al sudeste de Da Vinci, era un hermoso óvalo de agua. Un paseo por los acantilados bajos proporcionaba unas vistas espectaculares. La apretada hierba extendía un manto verde sobre la roca, y el conjunto recordaba la costa irlandesa. Las aristas de la roca iban suavizándose a medida que el mantillo y la flora llenaban las grietas y tomaban montículos que desafiaban los ángulos de reposo, y uno avanzaba sobre cojines que emergían entre los afilados dientes de las rocas aún desnudas.

Las nubes se precipitaban tierra adentro, hacia el norte, y la lluvia caía en continuas cortinas que lo empapaban todo. El día siguiente a una de esas tormentas el aire estaba lleno de vapor, el suelo rezumaba agua y cada paso fuera de la roca implicaba un cenagoso chapoteo. Brezales, páramos, pantanos. Diminutos bosques nudosos en los grábenes bajos. Un veloz zorro pardo entrevisto por el rabillo del ojo antes de desaparecer tras un enebro. ¿Huía de él, andaba tras alguna presa...? Ocupado en sus asuntos. Las olas que batían los acantilados luego retrocedían y se interponían en el camino de las que llegaban, que podían muy bien haber salido del tanque de olas de un laboratorio de física. Eran tan hermosas... Y era tan extraño que el mundo se conformara tan bien con la formulación matemática... La irrazonable efectividad de las matemáticas se hallaba en el corazón de la gran incógnita.

Cada atardecer era distinto como resultado de las partículas residuales en las capas altas de la atmósfera, que subían tanto que a menudo seguían recibiendo la luz del sol mucho después de que todo lo demás hubiese caído bajo la gran sombra del ocaso. Sax se sentaba en el acantilado occidental y contemplaba extasiado la puesta de sol, y después, durante la hora que duraba el crepúsculo, observaba el cambio de los colores del cielo hasta que todo se oscurecía. A veces aparecían nubes noctilucientes, treinta kilómetros por encima del planeta, anchas franjas que centelleaban como la concha de una oreja de mar.

El cielo de peltre de un día calinoso. El arrebol crepuscular y el fuerte viento. La cálida caricia del sol en la piel en una tranquila tarde sin viento. Los dibujos de las olas marinas. El roce del viento, sus manifestaciones.

Pero cierto día, durante un crepúsculo embebido de añil, bajo una centelleante red de estrellas, se sintió inquieto. «Los polos nevados del Marte sin lunas», había escrito Tennyson. Marte sin lunas. En otro tiempo aquella era la hora en que Fobos cruzaba el horizonte occidental como una llamarada. Un momento que representaba la areofanía como ningún otro. Terror y Pavor. Y él había coronado la desatelización. Habrían podido destruir cualquier base militar instalada en Deimos; ¿en qué estaba pensando cuando lo hizo? No lo recordaba. Tal vez el deseo de mantener la simetría; arriba, abajo; pero la simetría era una cualidad sobrevalorada por los matemáticos. Arriba. En algún lugar Deimos orbitaba aún alrededor del sol. Lo comprobó en su consola. Se establecían muchas colonias en los asteroides: se los vaciaba, se les imprimía un giro para crear un efecto gravitatorio en su interior y luego se habitaban. Nuevos mundos.

Una palabra captó su atención:
Pseudofobos
. Buscó la referencia y leyó: nombre informal de un asteroide semejante en forma y tamaño a la luna perdida. Sax pidió una fotografía. Bueno, la semejanza era superficial: un elipsoide triaxial, pero ¿acaso no lo eran todos los asteroides? Figura de patata, la medida apropiada, aplastado por un extremo, con un cráter como el que albergara Stickney, aquella hermosa ciudad. ¿Qué era un nombre? Podían eliminar el
Pseudo
, instalar un par de conductores de masa, algunas IA y cohetes de posición... Ese momento tan peculiar en que Fobos cruzaba el horizonte occidental... Sax siguió rumiando.

Los días pasaban, y las estaciones. Ocupaba su tiempo en estudios de campo y de meteorología. Los efectos de la presión atmosférica en la formación de nubes; eso significaba salir a recorrer la península en coche y a pie, y luego soltar globos y cometas. Los globos sonda modernos eran ingenios elegantes, paquetes de instrumentos de menos de diez gramos de peso elevados por un globo de ocho metros de altura capaz de alcanzar la exosfera.

Sax disfrutaba extendiendo el globo sobre una porción lisa de arena o hierba, con el extremo a favor del viento. Luego se sentaba y sostenía el delicado paquete en la mano, accionaba la palanca para inyectar hidrógeno comprimido en el interior del globo y éste subía velozmente hacia el cielo. Si asía la cuerda, su fuerza casi lo levantaba, y sin guantes le habría cortado la palma, como sabía por experiencia. La soltaba, pues, volvía a desplomarse en la arena y observaba la mancha roja hasta que se convertía en un punto y desaparecía. Eso ocurría a unos mil metros, aunque dependía de la transparencia del aire; una vez había dejado de verla a cuatrocientos setenta y nueve metros, y en un día particularmente claro, a mil trescientos cincuenta y dos. Después echaba una ojeada a las lecturas en su consola, con la sensación de que una pequeña parte suya volaba por el espacio. Las cosas que lo hacían a uno feliz, qué extraño...

Las cometas eran igualmente hermosas; algo más complejas que los globos, proporcionaban un placer singular durante el otoño, cuando los alisios soplaban con fuerza a diario. En uno de los acantilados occidentales, y tras una corta carrera de Sax contra el viento, la cometa alzaba el vuelo, una gran cometa de color anaranjado que se balanceaba. Cuando encontraba viento constante, se estabilizaba y Sax soltaba cordel, sintiendo las sacudidas en los razos. O bien encajaba un palo con bobina en alguna grieta, lo afirmaba y observaba la cometa subir cada vez más. El cordel era casi invisible y murmuraba al desenrollarse, y sí lo rozaba con los dedos percibía las fluctuaciones del viento como una música. Las cometas podían permanecer semanas en el aire, invisibles o, si estaban lo suficientemente bajas, pequeñas manchas en el cielo, transmitiendo datos de continuo. Un objeto cuadrangular era visible a mucha mayor distancia que uno circular de la misma área. La mente era un animal extraño.

Michel lo llamó sin ningún motivo concreto. Ésa era la clase de conversación más difícil para Sax. La imagen de Michel miraba al suelo y mientras hablaba era evidente que tenía la cabeza en otro sitio, que se sentía infeliz, y Sax tenía que tomar la iniciativa.

—Ven a verme y saldremos a pasear —le pidió Sax por enésima vez— . De veras creo que te convendría. —¿Cómo podía darle más énfasis?—. Te gustará. Da Vinci se parece a la costa del oeste de Irlanda. El límite de Europa, acantilados verdes que miran sobre una vasta lámina de agua.

Michel asintió, indeciso.

Y dos semanas más tarde allí estaba, acercándose por un pasillo en Da Vinci.

—No me importaría ver el límite de Europa.

—Buen chico.

Ese día salieron de excursión. Sax lo llevó hacia el oeste, a los acantilados de Shalbatana, desde donde siguieron a pie hasta el Punto Simshal, más al norte. Era estupendo gozar de la compañía de un viejo amigo en un lugar tan hermoso. Ver a cualquiera de los Primeros Cien era una grata interrupción de la rutina, un suceso que atesoraba por su rareza. Las semanas transcurrían sin sobresaltos y de pronto algún miembro de la vieja familia aparecía y él se sentía como si hubiese regresado al hogar, pero sin el hogar, lo que le hacía pensar que acaso debiera ir a vivir a Sabishii o a Odessa para experimentar esa sensación con más frecuencia.

Y ninguna compañía lo complacía más que la de Michel, aunque ese día su amigo se rezagase, distraído y evidentemente preocupado. Sax no sabía cómo ayudarlo. Durante los largos meses de su vuelta al habla Michel le había sido de gran ayuda; de hecho le había enseñado a pensar de nuevo, a ver las cosas de un modo distinto, y estaría bien hacer algo para corresponder a un regalo tan valioso, aunque no fuese más que parcialmente.

Bueno, sólo ocurriría si decía algo. Así que cuando se detuvieron y Sax sacó la cometa y la montó, le tendió la bobina a Michel.

—Toma —dijo—. Yo la sostengo y tú corres, contra el viento, ¿de acuerdo? —Y sostuvo la cometa mientras Michel se alejaba por los montículos herbosos hasta que la cuerda se tensó; Sax soltó entonces la cometa y Michel echó a correr y la caja se elevó en el aire.

Michel regresó sonriente.

—Toca la cuerda, aquí... se siente el viento.

—Aja, es cierto —dijo Sax, y la cuerda casi invisible tamborileó entre sus dedos.

Se sentaron, abrieron la cesta de mimbre de Sax y sacaron el pequeño refrigerio que éste había preparado. Michel volvió a quedar silencioso.

—¿Te preocupa algo? —preguntó Sax. Michel agitó un pedazo de pan y tragó.

—Creo que quiero volver a Provenza.

—¿Para siempre? —dijo Sax, azorado. Michel frunció el entrecejo.

—No necesariamente. Sólo de visita. Estaba empezando a disfrutar de la última cuando tuvimos que salir corriendo.

—La Tierra es pesada.

—Sí, pero me resultó sorprendentemente fácil adaptarme.

A Sax no le había gustado la vuelta a la gravedad terrana. Era cierto que la evolución había adaptado sus cuerpos a ella, y también que vivir en .38 g causaba numerosos problemas de salud. Pero se había acostumbrado a la gravedad marciana y ya ni siquiera la notaba, y cuando no era así, la sensación resultaba agradable.

—¿Sin Maya? —preguntó.

—Supongo que tendrá que ser sin ella. No quiere ir. Dice que algún día, pero siempre es más adelante, más adelante. Trabaja para el banco de crédito de la cooperativa de Sabishii y se cree indispensable. Bueno, no estoy siendo justo. Sencillamente no quiere perderse nada.

—¿No puedes crear una especie de Provenza donde vives, por ejemplo plantando un olivar?

—No es lo mismo.

—No, pero...

Sax no supo qué decir. Él no sentía nostalgia de la Tierra. Y en cuanto a vivir con Maya, lo imaginaba como vivir en una centrifugadora errática averiada; el efecto debía de ser el mismo. Eso explicaría quizás el deseo de Michel de pisar tierra firme, de pisar la Tierra.

—Tienes que ir —dijo Sax—. Pero espera un poco más. Si consiguen incorporar la pulsofusión a las naves espaciales, estarás allí en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero eso tal vez nos cause problemas serios en la gravedad terrestre. Creo que se necesitan los meses de viaje para adaptarse.

Sax asintió.

—Necesitarías un exoesqueleto que te sostuviera, y te sentirías como en una gravedad menor. Esos nuevos trajes de pájaro de los que he oído hablar han de tener la capacidad de endurecerse como una especie de exoesqueleto, pues de otro modo sería imposible mantener las alas en posición.

—Un caparazón cambiante de carbono —dijo Michel con una sonrisa— . Una concha fluida.

—Sí. Seguramente pronto se dispondrá de algo así y será más fácil moverse.

—Es decir que primero nos mudamos a Marte, donde nos vemos obligados a llevar traje durante todo un siglo; lo cambiamos todo, hasta el punto de que podemos sentarnos al sol sintiendo sólo un poco de frío, y después regresamos a la Tierra, donde tendremos que llevar traje otros cien años más.

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