Marte Azul (81 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Pues claro, ella había sido una de las primeras exploradoras de la cuenca de Hellas, en los primeros años de la Colina Subterránea; lo había olvidado. Había intervenido en la localización de Punto Bajo y luego había recorrido toda la cuenca en coche, explorándola antes que nadie, antes que Ann incluso. Por eso después, trabajando para Aguas Profundas, al ver los nuevos asentamientos se había sentido ajena a la escena contemporánea.

—¡Dios mío! —exclamó, aterrada. Estrato sobre estrato, una vida tras otra... ¡habían vivido tanto! En cierto modo era como la reencarnación o el eterno retorno.

Quedaba un pequeño grano de esperanza. Al experimentar aquella primera dislocación, había iniciado una nueva vida. Sí, se mudó a Odessa y se distinguió en la revolución, contribuyó a su éxito trabajando duro y meditando sobre lo que impulsaba a la gente a apoyar el cambio, cómo cambiar sin provocar un amargo retroceso, que siempre parecía aplastar cualquier éxito revolucionario. Y al parecer habían conseguido evitar esa amargura.

Hasta el momento al menos. Tal vez lo que estaba sucediendo en aquellas elecciones era un inevitable retroceso. Quizá no había tenido tanto éxito como pensaba, quizás había fracasado, menos dramáticamente que Arkadi, John o Frank; pero era tan difícil saber qué estaba sucediendo realmente en la historia, era demasiado vasta, demasiado rudimentaria. Ocurrían tantas cosas en todas partes que podía suceder cualquier cosa en cualquier lugar. Cooperativas, repúblicas, monarquías feudales... De manera que cualquier caracterización de la historia fuera parcialmente válida. Lo que la ocupaba esos días, los nuevos asentamientos de jóvenes nativos que pedían agua, que habían salido de la red y escapaban al control de la UNTA... Pero no era eso...

De pie delante de la puerta del piso de Praxis fue incapaz de recordar de qué se trataba. Diana y ella tomarían un tren hacia el sur al día siguiente, seguirían la curva sudeste de Hellas para ver la Zea Dorsa y el túnel de lava que habían transformado en acueducto. No, estaba allí para...

No podía recordarlo. Lo tenía en la punta de la lengua... Aguas Profundas, Diana... acababan de recorrer el fondo de Dao Vallis, donde nativos e inmigrantes estaban creando una compleja biosfera bajo su enorme tienda. Algunos hablaban ruso, ¡se le habían llenado los ojos de lágrimas al oírlos! Sí, la voz de su madre, áspera y sarcástica mientras planchaba en la pequeña cocina del apartamento... el olor acre de la col.

No era eso. Volvió la vista al oeste, hacia el mar que resplandecía en la oscuridad. El agua había inundado las dunas de arena de Hellas Este. Al menos había pasado un siglo desde eso. Estaba allí por otra razón... docenas de barcos, pequeños puntos en un puerto de postal, detrás de un rompeolas. No podía recordarlo, no podía. La horrible sensación le dio vértigo, y luego náuseas, como si vomitando pudiera descubrirlo. Se sentó en el escalón. ¡Su vida entera en la punta de la lengua! ¡Su vida entera! Lanzó un sonoro gemido y unos niños que arrojaban piedras a las gaviotas la miraron. Diana. Había encontrado a Nirgal por casualidad, habían cenado... Pero Nirgal había enfermado, ¡había enfermado en la Tierra!

Y todo le vino a la memoria como un puñetazo, una ola que la derribaba. El viaje por el canal, claro, la inmersión en Burroughs, Jackie, la pobre Zo, insensata... Claro, claro. En realidad no lo había olvidado, era tan obvio ahora que lo recordaba. No lo había olvidado, había sido un lapsus momentáneo mientras su atención vagaba por otros lugares, por otra vida. Un recuerdo vivido tiene su propia integridad, sus peligros, igual que un recuerdo borroso. Era la consecuencia de pensar que el pasado era más interesante que el presente, lo cual en muchos aspectos era cierto.

Descubrió que prefería permanecer sentada un rato más. La náusea persistía y sentía una presión residual en la cabeza, había sido un mal momento, era difícil negarlo cuando aún sentía el latido de aquella búsqueda desesperada de la lengua.

El crepúsculo tiñó la ciudad de un intenso naranja, y luego sobrevino una incandescencia, como una luz brillando dentro de una botella marrón. La Puerta del Infierno, sin duda. Se estremeció, se puso de pie, bajó tambaleante hasta el barrio marinero, donde los restaurantes que rodeaban el muelle eran globos luminosos de luz que atraían a las polillas. El puente se perfilaba en lo alto como un negativo de la Vía Láctea. Maya pasó detrás de los muelles, hacia el puerto deportivo.

Jackie venía hacia ella, seguida a cierta distancia de algunos auxiliares, y parecía no haberla visto. Cuando reparó en Maya frunció apenas la boca, nada más. Pero en ese gesto Maya descubrió que Jackie debía de tener cerca de cien años. Era bella y poderosa, pero ya no joven. Los sucesos pronto empezarían a dejarla atrás, como le ocurría a todo el mundo; la historia era una ola que avanzaba ligeramente más deprisa que la vida del individuo, de manera que cuando éste moría la cresta de la ola ya lo había dejado muy atrás, y en esos tiempos aún más. Ningún velero los mantendría a la par, ningún traje de pájaro les permitiría flotar en el aire como los pelícanos. Ah, era eso, la muerte de Zo, lo que Maya veía en el rostro de Jackie. Había tratado de olvidarla, de dejar que resbalara como el agua en el plumaje de un pato, pero no lo había conseguido y ahora se asomaba a las aguas manchadas de estrellas de La Puerta del Infierno como una anciana.

Conmocionada por la intensidad de esa visión Maya se detuvo y Jackie la imitó. Se escuchaba el tintineo de platos, el rumor de las conversaciones de los restaurantes. Las dos mujeres se miraron. Maya no recordaba que lo hubieran hecho nunca... el acto fundamental del reconocimiento, encontrar la mirada del otro. Sí, eres real, soy real. Aquí estamos, tú y yo. Grandes láminas de cristal resquebrajadas por dentro. En cierto modo liberada, Maya se volvió y se alejó.

Michel consiguió pasaje en una goleta que se dirigía a Odessa haciendo escala en Menos Uno. La tripulación les dijo que se esperaba la participación de Nirgal en una carrera en la isla, noticia que alegró a Maya. Siempre era bueno ver a Nirgal y además esta vez necesitaba su ayuda. Y tenía curiosidad por ver Menos Uno; la última vez que la había visitado aún no era una isla, sólo una estación meteorológica y una pista aérea en un promontorio en el fondo de la cuenca.

La goleta era larga y de poco calado, e iba equipada con cinco velasmástil ala de pájaro. Al llegar al final del malecón, los mástiles extruyeron sus extensiones triangulares, y como tenían viento de popa, la tripulación izó el spinnaker a proa. El navio se zambullía en las aguas azules y levantaba cortinas de espuma. Después del confinamiento entre riberas oscuras del Gran Canal era maravilloso estar en mar abierto, expuesta al viento y viendo el paso veloz de las olas, que la libraron de la confusión que había sentido en La Puerta del Infierno. Olvidó a Jackie y llegó a la conclusión de que el mes anterior había sido un carnaval maligno que no tendría que revivir nunca más... nunca regresaría allí, ¡Que le dieran el mar abierto y una vida expuesta al viento!

—¡Oh, Michel! Esto es vida para mí.

—Es hermoso, ¿verdad?

Y al final del viaje se instalarían en Odessa, ahora una ciudad costera como La puerta del Infierno. Allí podrían salir a navegar cuando quisieran, siempre que hiciera buen tiempo, y la vida sería como ahora, soleada y ventosa. Momentos brillantes, el presente era la unica realidad que de verdad poseían. El futuro era visión, el pasado, una pesadilla, o viceversa, poco importaba, porque sólo en el presente podían sentir el viento y maravillarse ante la cordillera de olas. Maya señaló una colina azul que se deslizaba siguiendo una línea fluctuante e irregular y Michel soltó una carcajada. La observaron con más atención y rieron aún más, hacía años que Maya no sentía con tanta intensidad que se encontraban en un mundo distinto: aquellas olas no se comportaban con normalidad, volaban y se desmoronaban, se elevaban y se ondulaban mucho más de lo que la gélida brisa justificaba; era un espectáculo alienígena. ¡Ah, Marte, Marte!

El mar estaba siempre agitado en Hellas, les dijo un miembro de la tripulación. La ausencia de mareas no influía en el oleaje, pero sí la gravedad y la fuerza del viento. Contemplando la azul llanura encrespada, sus emociones se agitaban de la misma manera. La g de su ánimo era ligera y los vientos soplaban con fuerza en ella. Era una de las primeras marcianas y había estudiado aquella cuenca, había contribuido a llenarla de agua, a construir los puertos y a que los marineros libres navegaran por su mar. Ahora también ella navegaba por ese mar, y eso le bastaría para vivir.

Maya pasaba los días de pie en la proa, cerca del bauprés, aferrada a la barandilla para no perder el equilibrio, fustigada por el viento y la espuma, y Michel se le unía a menudo.

—Es tan agradable haber salido del canal —dijo Maya.

—Sí.

Hablaron de la campaña y Michel meneó la cabeza.

—El movimiento contra la inmigración goza de mucha popularidad.

—¿Crees que los yonsei son racistas?

—Es poco probable, dada nuestra mezcolanza racial. Creo que simplemente son xenófobos. Desdeñan las dificultades que atraviesa la Tierra y tienen miedo de que los invadan. Jackie está articulando un miedo real generalizado, pero no tiene por qué ser racista.

—Y tú eres un buen hombre. Michel resopló.

—Bueno, no soy el único.

—Vamos —dijo Maya; a veces el optimismo de Michel era excesivo—. Sea o no sea racista, apesta. La Tierra está mirando ávidamente el espacio que tenemos, y si les cerramos la puerta en las narices vendrán con un ariete y la echarán abajo. La gente no lo cree posible, pero cuando los terranos estén desesperados traerán a la gente y la dejarán caer aquí, y si tratamos de detenerlos se defenderán y tendremos una guerra, y aquí, no en la Tierra ni en el espacio, sino en Marte. Puede ocurrir, la amenaza se percibe en advertencias de la UN. Pero Jackie no escucha, no le importa. Esta foméntando la xenofobia en pro de sus fines particulares. Michel la miraba fijamente. Se suponía que había dejado de odiar a Jackie, aunque era difícil abandonar semejante hábito. Entonces Maya procuró contrarrestar todo lo que había dicho y olvidar el malevolente politiqueo alucinatorio del Gran Canal. Tratando de convencerse a sí misma añadió:

—Quizá sus motivos sean loables, y sólo quiere lo mejor para Marte. Pero se equivoca y por eso hay que detenerla.

—No es sólo ella.

—Lo sé, lo sé. Tendremos que pensar en una estrategia. Pero mira, prefiero no hablar de ello ahora. A ver si divisamos la isla antes de que lo haga la tripulación.

Dos días después la avistaron, y mientras se aproximaban a Menos Uno la complació ver que no se parecía al Gran Canal. Si bien había pequeñas aldeas pesqueras de casitas encaladas junto al mar, éstas ofrecían un aspecto artesanal, nada tecnificado. Y sobre ellas, en lo alto de los acantilados, crecían bosquecillos de árboles-casa, pequeñas aldeas aéreas. Cooperativas de salvajes y pescadores ocupaban la isla, según los marineros. La tierra aparecía desnuda en los promontorios y cubierta de cosechas que verdeaban en los valles costeros. Ocres colinas de arenisca penetraban en el mar, alternando con caletas arenosas sin más ocupantes que las hierbas de las dunas que el viento azotaba.

—Parece tan vacío —comentó Maya mientras doblaban el cabo norte y descendían por la costa occidental—. La gente ve documentales sobre esta zona en la Tierra. Por eso no nos dejarán cerrar la puerta.

—Sí, pero también es cierto que aquí la población vive muy agrupada. Los habitantes de Dorsa Brevia importaron la costumbre de Creta. La gente vive en los pueblos y sale a trabajar los campos durante el día. Lo que parece vacío es el sostén de esas pequeñas comunidades.

La isla no tenía puerto y el navio entró en una bahía poco profunda dominada por una aldea de pescadores y echó el ancla, perfectamente visible sobre el fondo arenoso diez metros más abajo. El bote que los llevaba a tierra pasó entre grandes balandras de pesca fondeadas cerca de la playa.

Mas alla de la aldea, casi desierta, un serpenteante cauce seco subía a las colinas. El cauce se interrumpía en un cañón del que partía un sendero que zigzagueaba hasta la cima de la meseta. En aquel rugoso páramo rodeado de mar hacía mucho tiempo habían plantado arboledas de grandes robles, cuyos troncos aparecían ahora festoneados de escaleras que llevaban a las pequeñas estancias acurrucadas en las ramas altas. Esos árboles-casa le recordaron a Zigoto, y no le sorprendió enterarse de que entre los ciudadanos prominentes de la isla se contaban varios ectógenos de la colonia (Rachel, Tiu, Simud, Emily) y que habían participado en la creación de una forma de vida de la que Hiroko se habría sentido orgullosa. Consecuentemente se rumoreaba que los isleños ocultaban a Hiroko y los suyos en alguno de los robledales más remotos, lo que les permitía vagabundear sin temor a ser descubiertos. Mirando alrededor, Maya pensó que era posible. Pero poco importaba: si Hiroko estaba determinada a permanecer oculta, como era de esperar si estaba viva, no valía la pena preocuparse por saber dónde. Por qué eso tenía que preocupar a alguien era algo que se le escapaba a Maya, lo cual no era nuevo; todo lo referente a Hiroko siempre la había desconcertado.

El extremo septentrional de Menos Uno era menos accidentado que el resto, y mientras bajaban hacia esa planicie divisaron los edificios allí concentrados. Estaban dedicados a las olimpiadas isleñas y les habían dado un deliberado aire griego: estadio, anfiteatro, un bosque sagrado de altas secoyas y, sobre un promontorio que miraba al mar, un pequeño templo sostenido por pilares de un material semejante al mármol, tal vez alabastro o sal recubierta de diamante. En las colinas se levantaban campamentos provisionales de yurts. Varios miles de personas pululaban por ese escenario, al parecer buena parte de la población de la isla más los visitantes de la cuenca de Hellas... los juegos seguían siendo un acontecimiento inseparable de Hellas. Por eso les sorprendió encontrar a Sax en el estadio, colaborando en las mediciones de las pruebas de lanzamiento. Los abrazó, tan difuso como siempre.

—Annarita lanza el disco hoy. Estará bien —comentó.

Y en aquella tarde agradable Maya y Michel se unieron a Sax y se olvidaron de todo excepto del día que estaban viviendo. Permanecieron en el campo y se acercaron cuanto quisieron a los participantes. El salto de pértiga era la prueba favorita de Maya, pues ilustraba mejor que cualquier otra las posibilidades que ofrecía la gravedad marciana. Aunque era evidente que se necesitaba un gran dominio técnico para aprovecharla: una carrera elástica y precisa, la colocación exacta del extremo de la larga pértiga, el salto, el impulso con los pies apuntando al cielo; luego el vuelo sobre la pértiga flexionada, arriba, arriba, el limpio cabeza abajo, y la larga caida sobre una almohadilla de aerogel. El récord marciano estaba en catorce metros y el joven que se disponía a saltar intentaba los quince, pero fracasó. Cuando el joven se levanto de la colchoneta Maya se fijó en lo alto que era, con unos hombros y brazos poderosos, aunque el resto de su cuerpo era casi escuálido.

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