Authors: Kim Stanley Robinson
Otra escena, pensó Maya, con cierto malestar ante la perspectiva. Jackie traía la sonrisa puesta, y Athos, a su lado, lo miraba todo con inocencia; o desconocía la relación entre ambas o tenía un perfecto dominio de su expresión. Maya supuso que se trataba de lo último por la mirada del hombre, demasiado inocente para ser real.
—Este canal es muy hermoso, ¿no crees? —comentó Jackie.
—Una trampa para turistas —respondió Maya—. Pero muy bonita, hay que reconocerlo. Y mantiene a los turistas felizmente agrupados.
—Oh, vamos —dijo Jackie riendo. Tomó a Athos por el brazo—. ¿Dónde está tu espíritu romántico?
—¿Qué espíritu romántico? —dijo Maya, complacida por aquella manifestación pública de afecto. La Jackie de antes jamás lo habría hecho. La desconcertó también descubrir que la joven ya no lo era; había sido una estupidez olvidarlo, pero su noción del tiempo era tan confusa que su cara en el espejo era un continuo sobresalto para ella, cada mañana se levantaba en el siglo equivocado; y ver a Jackie con aire de matrona con Athos colgado de su brazo acentuaba la sensación. ¡Aquélla era la muchachita fresca y peligrosa de Zigoto, la joven diosa de Dorsa Brevia!
—Todo el mundo tiene espíritu romántico —dijo Jackie.
Los años no la habían hecho más sabia. Otra discontinuidad cronologica. Tal vez recibir el tratamiento tan a menudo le había atorado el cerebro. Era curioso que a pesar de un uso tan asiduo del tratamiento siguieran quedando señales de envejecimiento; en ausencia de error en la división celular, ¿de dónde procedía Jackie? No tenía la cara arrugada, y en algunos aspectos se la podía tomar por una mujer de veinticinco años; y la expresión de feliz confianza booneana, que era el único parecido que guardaba con John, parecía tan firme como siempre, resplandeciente como el rótulo de neón del café. No obstante, aparentaba los años que tenía: algo en la mirada, en la manera de moverse a pesar de las manipulaciones médicas.
Una de las muchas auxiliares de Jackie llegó jadeante y llorosa, y le tiró del brazo.
—¡Jackie, lo siento, lo siento, ha muerto, ha muerto...! —repetía entre sollozos, temblorosa.
—¿Quién? —preguntó Jackie con brusquedad.
—Zo —contestó la joven (no tan joven) con desolación.
—¿Zo...?
—Un accidente de vuelo. Cayó al mar. Esto la detendrá, pensó Maya.
—Ya... —dijo Jackie.
—Pero los trajes de pájaro —protestó Athos. También él envejecía—. ¿Es que no...?
—No sé nada más.
—No importa —dijo Jackie, silenciándolos. Más tarde Maya escuchó el relato del accidente de boca de un testigo presencial, y la imagen se le grabó en la mente: las dos mujeres pájaro debatiéndose entre las olas como libélulas mojadas, manteniéndose a flote hasta que una de las gigantescas olas del mar del Norte las estrelló contra la base de un farallón. La corriente espumosa había arrastrado los cadáveres.
Jackie parecía abstraída, lejana, meditabunda. Zo y ella nunca habían estado muy unidas, según había oído Maya, y algunos decían que se odiaban cordialmente. Pero era su hija, y se suponía que uno no debía sobrevivir a los hijos; incluso alguien sin descendencia como Maya lo sentía así. Aunque ellos habían abrogado toda ley, y la biología ya no tenía ningún valor, si Ann hubiese perdido a Peter en la caída del cable, si Nadia y Art perdían alguna vez a Nikki... Incluso la insensata Jackie tenía que sentirlo.
Y así era. Pensaba frenéticamente, tratando de encontrar una salida. Pero no la había, y ella se convertiría en una persona distinta. El envejecimiento no tenía ninguna relación con la edad, ninguna.
—Oh, Jackie —dijo Maya, y tendió la mano. Jackie dio un respingo y Maya retiró la mano—. Lo siento.
Pero justamente cuando más necesitaban ayuda, más extremo era el aislamiento de las personas. Maya lo había aprendido la noche de la desaparición de Hiroko, cuando había tratado de consolar a Michel. No podía hacerse nada.
Maya deseaba abofetear a la llorosa auxiliar, pero se contuvo.
—¿Por qué no acompaña a la señora Boone al barco?
Jackie se mostraba aturdida. El respingo ante Maya había sido instintivo, la incredulidad absorbía toda su energía. Era lo que se podía esperar de cualquier ser humano, y acaso era peor si uno no se había llevado bien con el hijo, peor que si uno los amaba... Ah, Dios.
—Vayan —dijo Maya a la auxiliar, y con una mirada ordenó a Athos que ayudara. El hombre causaría impresión en Jackie, de una manera o de otra. Entre los dos se la llevaron. Seguía teniendo la espalda más hermosa del mundo, y porte de reina. Eso cambiaría cuando la noticia se filtrara en su interior.
Más tarde Maya se encontró en el extremo sudeste de la ciudad iluminada, donde negras bermas de escoria bordeaban la lámina estrellada del canal. Parecía el documento de una vida: brillantes garabatos que se desplazaban hacia un negro horizonte. Estrellas en el cielo y a sus pies. Una pista oscura sobre la que se deslizaban sin ruido.
Regresó al barco y subió por la pasarela tambaleándose. Era angustioso sentirse así por un enemigo, perderlo como consecuencia de un desastre de esa magnitud.
—¿A quién voy a odiar ahora? —le gritó a Michel.
—Bueno... —dijo Michel, sobresaltado, y en un tono tranquilizador añadió—: Seguro que encontrarás a alguien.
Maya soltó una risotada. Michel esbozó una breve sonrisa y luego se encogió de hombros, con expresión grave. Él nunca se había dejado engañar por el tratamiento. Eran cuentos de inmortalidad en carne mortal, insistía siempre. Mostraba un pesimismo categórico, y ahí tenían una nueva prueba.
—Así que lo demasiado humano la atrapó por fin —comentó.
—Era una idiota arriesgándose tanto, se lo estaba buscando.
—Ella no lo creía posible.
Maya asintió. Seguramente tenía razón. Pocos creían en la muerte en esos tiempos, sobre todo los jóvenes, que nunca habían creído en ella, ni siquiera antes de que apareciera el tratamiento. Y ahora menos que nunca. Pero creyeran en ella o no, cada vez tenía más incidencia, especialmente en los muy ancianos. Nuevas enfermedades, o viejas enfermedades que reaparecían, o bien un rapido colapso holístico sin causa aparente. Esto último había acabado con Derek Hastings y Helmut Bronski en los últimos años, personas que Maya había conocido aunque no hubiera intimado con ellas. Ahora un accidente se había llevado a alguien mucho más joven, pero eso respondía únicamente a la inconsciencia juvenil. Un accidente. La casualidad.
—¿Sigues pensando en hacer venir a Peter? —preguntó Michel desde una esfera de pensamiento distinta. ¿Qué significaba aquello,
realpolitik
en boca de Michel? Ah, trataba de distraerla. Estuvo tentada de echarse a reír otra vez.
—Me pondré en contacto con él —dijo—, y le pediré que venga. —Pero dijo esto para tranquilizar a Michel; en realidad no tenía ánimo para eso.
Aquélla fue la primera de una serie de muertes.
Pero ella no lo sabía entonces. En ese momento sólo fue el final de su viaje por el canal.
El tajo de la lupa espacial se había interrumpido a poca distancia del borde oriental de la cuenca de Hellas, entre los valles Dao y Harmakhis. El tramo final del canal se había realizado con métodos convencionales, y caía tan abruptamente con la pendiente oriental de la cuenca que habían tenido que instalar numerosas esclusas, que allí actuaban a modo de presas y cambiaban el aspecto que el canal mostraba en las tierras altas y lo convertían en una serie de embalses conectados por anchos y breves ríos rojizos que nacían a los pies de los diques transparentes. Cruzaron los lagos y descendieron en un lento desfile de gabarras, barcos de vela, yates y vapores, y mientras entraban en las esclusas veían a través de sus muros transparentes la serie de lagos como una gigantesca escalera de peldaños azules que descendía hasta la distante lámina broncínea del mar de Hellas. En algún punto de las tierras agrestes que se extendían a derecha e izquierda, los cañones Dao y Harmakhis penetraban profundamente en la meseta de roca rojiza y bajaban la gran pendiente siguiendo su curso natural; pero ahora que ya no estaban cubiertos, no eran visibles hasta que no se estaba en el mismo borde.
A bordo del barco la vida continuaba. Al parecer la campaña de Marte Libre seguía desarrollándose con normalidad, y Jackie habia recibido el golpe con entereza. Veía a Athos cuando los dos barcos atracaban en la misma ciudad, aceptaba las condolencias graciosamente y luego cambiaba de tema, refiriéndose a los asuntos de la campaña, que iba bastante bien. Bajo la tutela de Maya la campaña de los verdes se había encarrilado, pero el sentimiento de antiinmigración era fuerte. Allá donde fueran los consejeros y candidatos de Marte Libre hablaban en los mítines, y Jackie aparecía ocasionalmente, en breves y dignas intervenciones. Se había convertido en una oradora poderosa e inteligente, pero observando a los otros candidatos Maya pudo determinar quiénes estaban en la cúpula de la organización, y quiénes entre ellos parecían ufanos. Nanedi, otro de los jovencitos de Jackie, descollaba particularmente y Jackie no parecía complacida con ello; lo trataba con frialdad y dedicaba cada vez más tiempo a Athos, Mikka e incluso Antar. Algunas noches parecía una verdadera reina entre sus consortes. Pero bajo las apariencias Maya veía la verdad, en virtud de lo que había presenciado en Antaeus. Podía ver la oscuridad en el corazón de las cosas.
Cuando Peter contestó a su llamada, Maya le propuso que se encontraran para discutir sobre las próximas elecciones, y cuando llegó, Maya descansó, pero siempre vigilante. Pronto ocurriría algo.
Peter parecía tranquilo. Vivía en los Charitum Montes y trabajaba en el proyecto de conservación de Argyre como espacio salvaje y también en una cooperativa que construía aviones espaciales para quienes no querían depender del ascensor. Sosegado, casi retraído. Como Simón.
Antar estaba furioso con Jackie por ponerlo en evidencia más de lo habitual con su falta de discreción con Athos. Mikka estaba aún más furioso que Antar. Y ahora Jackie desconcertaba y enfurecía también a Athos, pues dedicaba toda su atención a Peter. Era tan fiable como un imán, pero se sentía irremediablemente atraída por Peter, que seguía siendo inmune a sus encantos, como siempre, hierro indiferente al imán. Deprimía ver lo predecibles que eran, aunque eso la beneficiara: la campaña de Marte Libre empezó a perder impulso imperceptiblemente. Antar ya no se atrevió a proponer a los Qahiran Mahjaris que se olvidaran de Arabia en los tiempos difíciles, Mikka intensificó las críticas de Marteprimero a la posición de Marte Libre en cuestiones no relacionadas con la inmigración y atrajo a varios miembros del consejo ejecutivo a su esfera. Sí, la presencia de Peter acentuaba la imprudencia de Jackie, ahora errática e ineficaz. Todo se desarrollaba como Maya había previsto, y sin embargo no se sentía triunfante.
Al fin, después de la última esclusa, salieron a la bahía Malaquita, un entrante en forma de embudo en el mar de Hellas de aguas poco profundas batidas por el viento. El barco cabeceó suavemente sobre el mar oscuro, donde la mayoría de las gabarras y embarcaciones pequeñas viraban al norte rumbo a La Puerta del Infierno, el puerto más importante de la costa oriental de Hellas. Siguieron a esa caravana y pronto el gran puente tendido sobre Dao Vallis, luego las paredes cubiertas de edificios a la entrada del cañón y por último los mástiles y los malecones del puerto se divisaron en el horizonte.
Maya y Michel bajaron a tierra y se encaminaron a los viejos dormitorios de Praxis. La semana siguiente se celebraría la fiesta de la cosecha de otoño, que Michel no quería perderse, y luego partirían hacia la isla Menos Uno y Odessa. Después de inscribirse y dejar el equipaje, Maya fue a dar un paseo por las escalonadas calles de adoquines de la ciudad, contenta de abandonar el confinamiento del barco y de poder salir sola. El ocaso estaba cerca, el fin de un día que había empezado en el Gran Canal. Ese viaje había terminado.
Maya había estado en La Puerta del Infierno por última vez en 2121, durante su primera visita a la cuenca como parte de su trabajo para Aguas Profundas, Viajaba con... ¡con Diana, ése era el nombre! La nieta de Esther, y prima segunda de Jackie. Aquella chica alegre y grandota le había servido para conocer a los jóvenes nativos, no sólo mediante sus contactos en toda la cuenca, sino por sus actitudes e ideas; para ella la Tierra sólo era un nombre, y dedicaba todo su interés y esfuerzo a la gente de su generación. Fue entonces cuando Maya empezó a sentir que resbalaba sobre el presente y caía en los libros de historia, y sólo un gran esfuerzo le había permitido seguir asida al momento de influir en él. Pero había hecho el esfuerzo y había influido, y ésa había sido una de las mejores épocas de su vida, quizá la última de las importantes. Los años posteriores fueron como una corriente en las tierras altas del sur, discurriendo entre grietas y grabenes para hundirse luego en alguna marmita de gigante inesperada.
Pero una vez, sesenta años antes, había estado de pie allí, bajo el gran puente sobre el que circulaba la pista que salvaba el vacío entre las dos paredes de la cabecera del cañón Dao, el famoso Puente de La Puerta del Infierno, la ciudad que se derramaba por las soleadas y abruptas faldas que flanqueaban el río y miraba al mar. Entonces sólo había arena y una banda de hielo en el horizonte. La ciudad era más pequeña y vulgar, y habia toscos y polvorientos peldaños de piedra en las calles. Pero ahora el roce de los pies ya los había pulido y el polvo se había ido con los años, todo estaba limpio y cubierto de una oscura pátina; un hermoso puerto mediterráneo en la ladera de una colina, acurrucado bajo la sombra de un puente que hacía de la ciudad una miniatura, algo dentro de un pisapapeles o una postal de Portugal. Muy hermoso al caer la tarde en un día otoñal, todo en sombras y rojizo hacia el oeste, durante un momento atrapado en ámbar. Pero una vez había recorrido aquel camino en compañía de una vibrante y joven amazona, cuando un mundo nuevo empezaba a abrirse, el Marte nativo al que ella había contribuido a dar vida... cuando todavía formaba parte de él.
El sol se puso sobre esos recuerdos y Maya regresó al edificio de Praxis, que seguía bajo el puente, y subió la empinada escalera final trabajosamente. Mientras lo hacía se vio acometida por una súbita y abrumadora sensación de
déjá vu
: había hecho eso mismo antes, no sólo subir los escalones, sino subirlos con el convencimiento de que ya los había subido antes, con la misma sensación de que en una visita anterior había formado parte efectiva de aquel mundo.