Authors: Kim Stanley Robinson
—Considéralos compañeros de viaje nada más —le aconsejó Michel, como en las anteriores ocasiones en que Maya había compartido con él ese sentimiento—. Serán jóvenes el mismo tiempo que nosotros lo fuimos... un chasquido de los dedos y su juventud habrá pasado. Es ley de vida, y un siglo de diferencia importa poco. Y de todos los humanos que han existido y existirán ellos son los únicos que están vivos al mismo tiempo que nosotros, son nuestros contemporáneos, los únicos que pueden entendernos.
—Sí, sí, tienes razón. Pero a pesar de todo los detesto.
El surco producido por la lupa espacial tenía una profundidad casi uniforme y cuando alcanzó el Cráter de las Tormentas cortó una amplia banda en las faldas nordeste y sudoeste, en las cuales luego tuvieron que realizar cortes suplementarios para construir las esclusas, y el cráter interior se convirtió en un lago elevado, un bulbo en el largo termómetro del canal. El antiguo sistema lowelliano, por alguna misteriosa razón, no se empleó allí, y las esclusas nororientales quedaron enmarcadas por una pequeña ciudad dividida llamada Trincheras de Abedul, mientras que la ciudad mayor de las esclusas sudoccidentales recibió el nombre de Riberas. Esta última cubría la zona fundida por la lupa y luego trepaba en anchas terrazas curvas por el cono hasta el borde de Tormenes, desde donde dominaba el lago interior. La ciudad vivía a un ritmo frenético; tripulaciones y pasajeros bajaban estrepitosamente las pasarelas y se unían a un casi continuo jolgorio, que esa noche estaba vinculado a la llegada de la comitiva de Marte Libre, gente se apretujaba en una plaza grande y herbosa, encaramada en una alta cornisa sobre la esclusa del lago, algunos atentos a los discursos que se pronunciaban desde un estrado, otros comprando, paseando y bebiendo, o devorando la comida comprada en los humeantes puestos callejeros, bailando o explorando la hermosa ciudad.
Durante todo el tiempo que duraron los discursos electorales Maya permaneció en una terraza sobre el escenario, lo que le permitía observar la actividad entre bastidores de Jackie y la cúpula de Marte Libre. Antar estaba allí, y también Ariadne, y otros que le sonaban de haberlos visto en algún noticiario. Se desplegaba la dinámica de dominación del primate de la que tanto hablaba Frank. Dos o tres hombres andaban siempre detrás de Jackie y, de distinta manera, un par de mujeres. Mikka formaba parte del consejo global y era uno de los dirigentes de Marteprimero, uno de los partidos políticos más antiguos de Marte, fundado para oponerse a los términos de la renovación del primer tratado marciano. A Maya le parecía recordar que ella había intervenido en eso. Ahora la política marciana seguía el modelo de los regímenes parlamentarios europeos, es decir, un amplio espectro de pequeños partidos en torno a algunas coaliciones centristas, en este caso Marte Libre, los rojos y los habitantes de Dorsa Brevia, con los que los demás establecían alianzas temporales que favorecieran sus pequeñas causas. En este marco, Marteprimero se había convertido en algo semejante al brazo político de los ecosaboteadores rojos que aún actuaban en las tierras salvajes, una despreciable organización, oportunista y sin escrúpulos, separada de Marte Libre por la ideología y sin embargo incluida en esa supermayoría, sin duda por algún acuerdo secreto. O tal vez por algo más personal: Mikka no dejaba a Jackie ni a sol ni a sombra, y la miraba de un modo particular; Maya habría apostado la cabeza a que eran amantes o lo habían sido hasta hacía poco. Además, había oído rumores.
Los discursos hablaban del maravilloso Marte y de que la superpoblación lo destrozaría, a menos que cerraran la puerta a la inmigración terrana, una postura que gozaba de gran aceptación a juzgar por las ovaciones de la multitud, que era profundamente hipócrita, pues muchos de los que aplaudían vivían del turismo terrano y todos eran inmigrantes o hijos de inmigrantes; pero de todas maneras aplaudían. Era un tema provechoso. Sobre todo si se olvidaba el riesgo de guerra, la inmensidad de la Tierra y su supremacía. Desafiarla de aquella manera... Pero a aquella gente le traía sin cuidado la Tierra y tampoco la comprendían. La postura desafiante de Jackie la hacía parecer aún más hermosa y la ovación para ella fue calurosa y prolongada; había mejorado mucho sus torpes discursos durante la segunda revolución.
Cuando los oradores verdes defendieron un Marte abierto, y expusieron los riesgos que entrañaba una política aislacionista, el auditorio respondió con mucho menos entusiasmo: esa posición sonaba a cobardía o a ingenuidad. Antes de llegar a Riberas Vendana le había ofrecido a Maya la oportunidad de hablar que ella había rechazado, y ahora veía que había hecho bien; no les envidiaba a aquellos oradores su impopular posición ante la menguante multitud.
Después del mitin los verdes celebraron una pequeña fiesta postmortem y Maya los criticó con severidad:
—Nunca había visto tal incompetencia. Ustedes tratan de asustarlos, pero son ustedes los que suenan aterrorizados. El palo es necesario, pero también la zanahoria. El riesgo de la guerra es el palo, pero deben explicarles asimismo, a ser posible sin parecer unos idiotas, por qué sería beneficioso permitir que los terranos siguieran viniendo. Deben recordarles que todos tenemos orígenes terranos, que todos somos inmigrantes. Porque nunca se puede abandonar la Tierra.
Le dieron la razón, entre ellos Athos, que tenía un aire pensativo. Maya se llevó aparte a Vendana y la interrogó sobre los últimos líos amorosos de Jackie. Efectivamente, incluían a Mikka, y seguramente aún eran amantes. Marteprimero tenía una postura más recalcitrante contra la inmigración, si cabía, que el partido mayor. Maya empezó a vislumbrar las líneas generales de un plan.
Cuando la reunión terminó Maya y los otros pasearon por la ciudad hasta que tropezaron con una gran banda que ejecutaba lo que habían dado en llamar «sonido Sheffield», que para Maya sólo era ruido: veinte ritmos diferentes y simultáneos arrancados de instrumentos no concebidos para la percusión, y menos para la música. Pero servía a sus propósitos, porque con aquel sonido estruendoso pudo conducir inadvertidamente a los jóvenes verdes hasta Antar, a quien había visto al otro lado de la pista de baile, cuando estuvieran cerca podría decir:
—¡Oh, ahí está Antar! iHola, Antar! Esta es la gente con la que viajo. Al parecer vamos detras de vosotros. Nos dirigimos a La Puerta del Infierno, y de Odessa. ¿Cómo va la campaña?
Antar conservaba su aire indulgente y principesco, un hombre al que era difícil oponerse, sabiendo lo reaccionario que llegaba a ser, cómo había secundado a las naciones árabes de la Tierra. Ahora se volvía contra sus viejos aliados, otro aspecto peligroso de aquella estrategia. Era curioso que la cúpula de Marte Libre hubiera decidido desafiar los poderes terranos y al mismo tiempo intentase dominar los nuevos asentamientos en el sistema solar exterior. Hubris. Quizá se sentían amenazados; Marte Libre siempre había sido el partido de los jóvenes nativos, y si la inmigración sin restricciones traía millones de nuevos issei, el estatus de Marte Libre peligraría, no ya su supermayoría, sino la mayoría simple. Hordas con todo su fanatismo intacto: iglesias y mezquitas, banderas, brazos armados ocultos, rivalidades... Todo esto favorecía la posición de Marte Libre, porque durante la inmigración masiva de la década anterior, los recién llegados habían tratado de construir una nueva Tierra, tan estúpida como la otra. John se habría puesto frenético, Frank se habría reído, Arkadi habría dicho «Te lo dije», y habría sugerido otra revolución.
Pero había que tratar con la Tierra de un modo más realista, no se esfumaría por arte de magia ni se podía mantenerla alejada con prohibiciones. Y Antar se mostraba extremadamente amable, como si pensara que Maya podía serle útil. Y como siempre seguía a Jackie, a Maya no la sorprendió que de pronto ella y su cohorte aparecieran por allí. Después de saludarla con una inclinación de la cabeza, Maya hizo las oportunas presentaciones. Cuando llegó a Athos descubrió un amistoso intercambio de miradas entre él y Jackie. Rápidamente, pero como al desgaire, Maya le preguntó a Antar por Zeyk y Nazik, que ahora vivían en la bahía de Acheron. Los dos grupos fueron acercándose lentamente a los músicos, y de seguir así pronto se habrían mezclado por completo y sería difícil escuchar más conversación que la propia.
—Me gusta el sonido Sheffield —le confesó Maya a Antar—. ¿Podrías ayudarme a llegar a la pista de baile?
Una estratagema evidente, pues ella no necesitaba a nadie para abrirse camino entre las multitudes. Pero Antar la tomó del brazo y no advirtió que Jackie conversaba con Athos... o fingió no advertirlo. Para él quizás era agua pasada. Pero Mikka, alto y poderoso, seguramente de ascendencia escandinava y de carácter impulsivo, siguió al grupo con expresión agria. Maya frunció los labios, satisfecha de que su táctica hubiese empezado con buen pie. Si Marteprimero era aún más aislacionista que Marte Libre, las disensiones entre ambos serían muy útiles.
Por eso bailó con un entusiasmo que no experimentaba desde hacia muchos años. En realidad, si uno seguía el ritmo de la bateria, era como el martilleo de un corazón excitado, y sobre el estruendo de los cacharros de cocina, los bloques de madera y las piedras recordaba el rugido del estómago o un pensamiento fugaz. Tenía un cierto sentido, aunque no musical precisamente. Bailó, sudó, miró a Antar danzando graciosamente a su alrededor. Era un imbécil, pero no lo parecía. Jackie y Athos habían desaparecido, y también Mikka; tal vez perdiera los estribos y los matara. Maya sonrió y siguió bailando.
Llegó Michel y ella le dedicó una gran sonrisa y un sudoroso abrazo. A él le gustaban esas efusiones y pareció complacido, aunque intrigado:
—Creía que detestabas esta música.
—A veces.
Al sudoeste de Tormentas una serie de esclusas escalonadas elevaban el canal hasta las tierras altas de Hesperia, y mientras las cruzaba, al este del macizo de Tyrrhena, se mantenía en la línea de los cuatro mil metros, a cinco mil metros sobre el nivel del mar, y por tanto no se necesitaban esclusas. A veces navegaban durante días, con motor o impulsados por la velamástil, deteniéndose en algún pueblo costero o bien pasando ante ellos. Oxus, Jaxartes, Scamander, Simois, Xanthus, Steropes, Polifemo... se detuvieron en todos ellos al compás de la campaña electoral de Marte Libre, como el resto de embarcaciones con destino a Hellas. El paisaje se extendía inalterado de horizonte a horizonte, aunque en aquella zona a veces la lupa espacial había quemado un material distinto del habitual regolito basáltico, y la volatilización y posterior precipitación habían creado franjas de obsidiana o siderometanos, remolinos de brillantes colores, o pórfidos verdes y jaspeados, violentos amarillos sulfúricos, conglomerados llenos de protuberancias e incluso una sección de riberas de cristal transparente, que distorsionaban las tierras que flanqueaban el canal y reflejaban el cielo, llamadas Riberas Vitrificadas. Era una zona muy desarrollada, entre las ciudades discurrían senderos de mosaico sombreados por palmeras en gigantescos tiestos de cerámica y bordeados de casas de campo con césped y setos. En las encaladas ciudades de Riberas Vitrificadas brillaban jardineras, contraventanas, puertas de colores pastel, tejas vidriadas y coloridos anuncios de neón sobre las marquesinas azules de los restaurantes del puerto. Era un Marte de ensueño, un cliché de los canales del antiguo paisaje onírico, pero no por eso menos hermoso, pues la obviedad formaba parte de su encanto. Los dias de la travesia por esa región fueron cálidos y sin viento, y las aguas del canal se mantuvieron tan lisas como sus riveras e igual de transparentes: un mundo de cristal. Maya se sentaba en la cubierta de proa, bajo un toldo, y miraba pasar las gabarras y los patines turísticos; el resto del pasaje siempre estaba en cubierta para disfrutar de la visión de las riberas de cristal y las ciudades llenas de color. Aquél era el corazón de la industria turística marciana, el destino favorito de los visitantes extra planetarios, algo ridículo aunque comprensible dada la belleza del paisaje. Maya pensó que fuese cual fuera el partido que ganara las próximas elecciones generales y el resultado de la batalla sobre la inmigración, ese mundo seguiría adelante, centelleando como un juguete al sol. Aún así, esperaba que su estrategia tuviera éxito.
A medida que se adentraban en el sur el otoño ponía notas gélidas en el aire. Los árboles de madera dura empezaron a poblar las riberas, de nuevo basálticas, y en sus hojas resplandecían el amarillo y el rojo. Y una mañana las aguas junto a las orillas aparecieron cubiertas por una capa de hielo. En la ribera occidental, los volcanes Hadriaca Patera y Tyrrhena Patera se perfilaban en el horizonte como Fujis achatados, Hadriaca adornado por blancos glaciares sobre la roca negra que Maya había visto desde el otro lado, saliendo de Dao Vallis durante aquella visita a la cuenca de Hellas cuando la estaban inundando, hacía tanto tiempo. Sí, con aquella jovencita, ¿cómo se llamaba? Pariente de alguien conocido.
El canal atravesó las crestas de dragón de Hesperia Dorsa, y conforme se alejaban del ecuador las ciudades fueron haciéndose más austeras, semejantes a las de la ribera del Volga o a los pueblecitos de pescadores de Nueva Inglaterra, pero con nombres como Astapus, Aeria, Uchronia, Apis, Eunostos, Agathadaemon, Kaiko... La ancha banda de agua los llevaba como siguiendo el rumbo marcado por una brújula día tras día, y al fin se hacía difícil recordar que aquél era el único canal, que no había otros que se entrelazaban cubriendo el planeta, como en los mapas del antiguo sueño. Aunque existía otro canal, el Estrecho de Boone, era más corto y su anchura crecía año tras año a medida que las dragas y la corriente oriental lo desgarraban; ya no era un canal, sino más bien un estrecho artificial. El sueño de los canales sólo había cobrado vida allí, y mientras navegaban apaciblemente, sin otra cosa a la vista que las altas riberas, el paisaje tenia un aire romántico y sus disensiones políticas y personales desaparecian.
Paseaba al atardecer bajo los neones de color pastel de las ciudades costeras. En una de ellas, Antaeus, Maya caminaba por el paseo marítimo mirando a los ocupantes de los barcos, jóvenes atractivos que charlaban y bebían ociosamente o cocinaban en braseros sujetos a la borda. En un ancho malecón que se adentraba en el canal había un café al aire libre del que llegaba la voz lastimera de un violín gitano; un impulso la llevó hacia allí, y descubrió a Jackie y Athos sentados a una mesa, con las cabezas casi juntas. Ciertamente Maya no deseaba interrumpir una escena tan prometedora, pero la brusquedad con que se había detenido llamó la atención de Jackie, que la miró sobresaltada. Maya se disponía a alejarse cuando vio que Jackie se levantaba para saludarla.