Authors: Kim Stanley Robinson
Vendana le dijo que la campaña de Jackie consistía en un crucero que recorrería el Gran Canal de norte a sur en una gran embarcación que hacía las veces de cuartel general. Allí estaban ahora, en el extremo norte del canal, preparándose en los Pasos.
Así que cuando los historiadores se marcharon, le dijo a Michel:
—Vayamos a Odessa por el Gran Canal, como propusiste.
Michel se sintió complacido. De hecho, pareció aliviarle de una cierta melancolía que se había abatido sobre él tras la inmersión en Burroughs; el efecto de la experiencia sobre Maya le había parecido satisfactorio, pero quizá no beneficioso para él. Había mostrado una desacostumbrada reticencia a compartir sus impresiones, como si lo que representaba para él aquella gran capital hundida bajo las aguas le resultara abrumador, aunque no podía asegurarlo. El caso es que la buena respuesta de Maya a la experiencia y la inesperada oportunidad de visitar el Gran Canal (una ocasión gigantesca, en opinión de Maya) le hizo reír. Y a ella le gustó su reacción. Michel pensaba que Maya necesitaba mucha ayuda, pero ella sabía perfectamente que era él quien se debatía internamente.
Unos días más tarde subían por una pasarela a la cubierta de un esbelto velero con mástil y vela en una sola pieza de material blanco sin lustre con forma de ala de pájaro. El barco era una especie de ferry de pasajeros que bordeaba el mar del Norte en continuas circunnavegaciones. Cuando todos estuvieron a bordo salieron del pequeño puerto de Dumartheray impulsados con motor, viraron al este y empezaron el periplo manteniendo siempre la tierra a la vista. La velamástil resultó ser increíblemente flexible: se desplazaba y curvaba en respuesta a las órdenes de la IA para aprovechar los vientos.
En la segunda tarde de viaje por los Pasos, el resplandor rojizo del macizo de Elysium apareció en el horizonte contra el color jacinto del cielo, y también la costa continental, que parecía alzarse para ver el gran macizo del otro lado de la bahía; los acantilados alternaban con marismas, y a una larga extensión de arenas doradas siguió un acantilado aún más empinado de rojos estratos horizontales atravesados por bandas de color ébano y marfil y cuyas cornisas estaban recubiertas por un manto de hinojo marino y pastos y salpicadas de guano blanco. Las olas embestían sin tregua la base de aquella formidable pared. El viaje merecía la pena: el deslizamiento sobre las olas, la fuerza del viento, sobre todo por las tardes, la espuma, el aire salado (porque el mar del Norte se estaba volviendo salado) agitándole los cabellos, el blanco tapiz de la estela del barco, luminosa sobre el mar índigo... días hermosos que le hacían desear no abandonar nunca el barco, navegar alrededor del mundo eternamente, sin tocar tierra, y sin cambiar... Había oído que algunos vivían así, en gigantescos navios invernadero autosuficientes que surcaban el gran océano, una talasocracia...
Pero delante los Pasos se estrechaban. El viaje desde Dumartheray tocaba a su fin. ¿Por qué los buenos períodos eran siempre tan cortos? Momentos, días encantadores, y de pronto ya habían pasado, antes de que pudiera absorberlos plenamente, vivirlos de verdad. Surcar la vida mirando la estela, el mar, el viento... El sol estaba bajo y la luz caía oblicuamente sobre los acantilados, acentuando su agreste irregularidad, sus prominencias y cuevas y sus extrañas paredes lisas que descendían limpiamente hacia el mar, roca roja y agua azul, un paisaje inviolado (aunque el mar fuese humana), súbitos fragmentos de esplendor interiorizados. Pero el sol pronto desaparecería y la abertura en los acantilados marcaba el primer puerto importante de Los Pasos, Rhodos, donde atracarían. Cenarían en algún café cerca del mar con las largas sombras del crepúsculo y ese glorioso día de navegación habría pasado para siempre. Extraña nostalgia, del momento que acaba de pasar, del que estaba por llegar. «Ah, me siento viva otra vez», dijo para sus adentros, maravillada de que hubiese ocurrido. Michel y sus trucos; algunos podían pensar que a esas alturas ella ya era insensible a aquel revoltijo de química y psiquiatría. Era más de lo que el corazón podía soportar, pero lo prefería a la insensibilidad, sin duda. Y aquella sensación tan aguda poseía un cierto esplendor doloroso, que podía soportar y hasta disfrutar a ratos. Aquellos colores crepusculares tenían una intensidad sublime, y bajo ese flujo de luz nostálgica el puerto de Rhodos parecía encantador: el gran faro en el cabo oeste, el par de boyas resonantes, verde y roja, a babor y estribor. Y luego las tranquilas aguas oscuras de un fondeadero, los botes de remos surcándolas entre una exótica colección de barcos anclados en la que no había dos iguales, pues el diseño de embarcaciones atravesaba un período de innovaciones en que los nuevos materiales hacían posible casi cualquier cosa, y los viejos modelos eran drásticamente alterados, y luego recuperados: aquí un clíper, allá una goleta, y más allá uno que al parecer consistía exclusivamente en balancines... Y por último el bullicioso muelle de madera en la oscuridad.
Las ciudades portuarias eran todas iguales por la noche. Una cornisa, un parque curvo y estrecho, hileras de árboles, un arco de hoteles y restaurantes destartalados detrás de los muelles... Se inscribieron en uno de los hoteles y luego bajaron al puerto y cenaron bajo un toldo, como Maya había imaginado. Se entregó a la sólida estabilidad de su silla, contemplando el arco de luz líquida sobre las viscosas aguas negras del puerto, escuchando a Michel hablar con los ocupantes de la mesa contigua, saboreando el aceite de oliva y el pan, los quesos y el ouzo. Era extraño lo mucho que a veces dolía la belleza, o la felicidad. Y sin embargo deseó que aquella lasitud postprandial en esas sillas duras durase para siempre.
Se levantaron y echaron a andar hacia el hotel tomados de la mano, y ella se aferró a Michel. Al día siguiente arrastraron sus maletas de viaje por la ciudad hasta el puerto interior, al norte de la primera esclusa del canal, y subieron a uno de los grandes botes que lo recorrían, largo y lujoso, una gabarra convertida en nave de recreo. Cerca de cien pasajeros viajarían en el barco entre ellos Vendana y sus amigos. Y unas esclusas más adelante en un barco privado, Jackie y su corte estaban a punto de iniciar su viaje hacia el sur. En más de una ocasión coincidirían en la misma ciudad ribereña.
—Interesante —dijo Maya, arrastrando las sílabas, lo que pareció complacer tanto como preocupar a Michel.
El lecho del Gran Canal había sido abierto por la lupa espacial concentrando la luz emitida por la soletta. La lupa volaba en la atmósfera superior sobre la nube térmica de los gases emitidos por la roca fundida, quemando la tierra en línea recta, sin el menor miramiento con la topografía. Maya recordaba vagamente algunos vídeos sobre el proceso, pero las fotos estaban tomadas a mucha distancia, por razones obvias, y no daban una idea del formidable tamaño del canal. El largo barco de poco calado en el que viajaban penetró en la primera esclusa, que lo alzó al llenarse de agua; después salió por un portón a un lago de aguas rizadas de unos dos kilómetros de ancho que se extendía hacia el sudoeste, hacia el mar de Hellas, a dos mil kilómetros de distancia. Numerosos barcos de todos los tamaños iban y venían, y los más lentos se mantenían a la derecha, pegados a las riberas, según las normas clásicas de la circulación rodada. Casi todas eran embarcaciones de motor, aunque algunas lucían un aparejo de velas completo, y otras más pequeñas, equipadas con grandes velas latinas, no tenían motor. Michel le señaló una embarcación al parecer de diseño árabe.
En algún lugar, más adelante, estaba el barco de campaña de Jackie. Maya apartó ese pensamiento y se dedicó a observar el canal. La roca no había sido excavada sino volatilizada, como delataban las riberas. La temperatura bajo el haz de luz concentrada por la lupa había alcanzado los cinco mil kelvins y la roca se había disociado en sus átomos constituyentes. Al enfriarse, parte del material había caído y se había estancado en forma de lava; por eso el canal tenía el fondo llano y márgenes de varios centenares de metros de altura, diques de escoria en los que poco podía crecer, de manera que seguían tan negros y desnudos como cuando se enfriaron, cuarenta años marcianos antes, y sólo en alguna grieta llena de arena brotaba la vegetación. Las aguas del canal eran oscuras en las orillas, pero se iban aclarando hasta adquirir el color del cielo en el centro, o mejor dicho, de un cielo oscurecido por efecto del fondo, y atravesado por verdes franjas zigzageantes.
Las pendientes de obsidiana de las riberas y la recta cuchillada de agua oscura entre ellas; barcos de todos los tamaños, la mayoria, largos y estrechos para aprovechar al máximo el espacio en las esclusas; a trechos una ciudad incrustada en la ribera. La mayoría de esas ciudades habían recibido el nombre de los canales de los mapas de Lowell y Antoniadi, astrónomos obsesionados por los canales que habían tomado los nombres de la antigüedad clásica. Las primeras ciudades por las que pasaron estaban muy próximas al ecuador y bosques de palmeras flanqueaban los puertos detrás de los cuales se atrincheraban bulliciosos barrios marineros; las riberas aparecían ocupadas por agradables vecindarios dispuestos en terrazas, y en la zona llana de la cima se amontonaba el grueso de la ciudad. Era evidente que el corte recto de la lupa espacial iba del Gran Acantilado al altiplano de Hesperia, un desnivel de cuatro kilómetros; de manera que había una esclusa cada pocos kilómetros. Éstas, como las presas de aquellos tiempos, eran de paredes transparentes y parecían tan finas como papel de celofán; pero se decía que tenían una resistencia muy superior a la necesaria. A Maya su transparencia le parecía ofensiva, un hubris caprichoso que un día se vendría abajo, cuando una de las delgadas paredes reventara y sembrara el caos y la destrucción, y la gente volvería otra vez al viejo y confiable hormigón y al filamento de carbono.
Sin embargo, por el momento le pareció navegar por el mar Rojo abierto para permitir el paso de los israelitas, los peces asomando aquí y allá en lo alto como aves primitivas, una visión salida de un grabado de Escher, una tumba de paredes acuosas, y luego arriba, hasta un nivel superior del gran río de paredes rectas que atravesaba la tierra negra.daban una idea del formidable tamaño del canal. El largo barco de poco calado en el que viajaban penetró en la primera esclusa, que lo alzó al llenarse de agua; después salió por un portón a un lago de aguas rizadas de unos dos kilómetros de ancho que se extendía hacia el sudoeste, hacia el mar de Hellas, a dos mil kilómetros de distancia. Numerosos barcos de todos los tamaños iban y venían, y los más lentos se mantenían a la derecha, pegados a las riberas, según las normas clásicas de la circulación rodada. Casi todas eran embarcaciones de motor, aunque algunas lucían un aparejo de velas completo, y otras más pequeñas, equipadas con grandes velas latinas, no tenían motor. Michel le señaló una embarcación al parecer de diseño árabe.
La cuarta noche atracaron en una pequeña ciudad llamada Naarsares. Al otro lado del canal había una ciudad aún más diminuta, Naarmalcha; ambos nombres eran mesopotámicos. Desde el restaurante tenían una amplia vista del canal y las áridas tierras altas que lo flanqueaban. Delante alcanzaban a ver el punto donde el canal cortaba el cono del Cráter de las Tormentas, lleno de agua, que se había convertido en una especie de burbuja, un deposito de embarcaciones y mercancías.
Después de cenar Maya se quedó en la terraza contemplando la abertura en la pared de Tormentas. Vendana y algunos compañeros salieron del negro talco del crepúsculo y se acercaron a ella.
—¿Qué le parece? —preguntaron.
—Muy interesante —contestó Maya, escueta; no le gustaba que la interrogaran ni estar en el centro de un grupo, se parecía demasiado a ser una pieza de museo. No le sacarían ni una palabra más. Los miró fijamente y uno de los hombres jóvenes se dio por vencido y se puso a hablar con la mujer que tenía al lado. El rostro del joven era extraordinariamente bello, de facciones bien cinceladas bajo los abundantes cabellos negros, sonrisa dulce, risa inconsciente; en resumen, cautivador. Joven pero no tanto como para parecer inmaduro. Por la piel oscura y los dientes regulares y blancos parecía hindú; fuerte, delgado como un lebrel, bastante más alto que Maya, aunque lejos de ser uno de los nuevos gigantes, de una escala humana aún, nada impresionante pero sólido, grácil. Sexy.
Fue acercándose lentamente a él a medida que el grupo se relajaba, como si estuvieran en un cóctel, y cuando tuvo ocasión de hablar con él, el joven no reaccionó como si lo abordara Helena de Troya o un fósil. Debía de ser muy agradable besar aquella boca, pero quedaba descartado, naturalmente, y en realidad ni siquiera lo deseaba. Pero le gustaba pensar en ello, y ese pensamiento le dio ideas. Las caras tenían tanto poder.
El joven se llamaba Athos y procedía de Licus Vallis, al oeste de Rhodos. Sansei, de una familia de marineros, abuelos griegos e indios. Había colaborado en la formación de aquel nuevo partido verde, convencido de que ayudar a la Tierra a afrontar su problema demográfico era la única manera de no ser arrastrados por el torbellino: la controvertida postura del perro que mueve la cola, como admitió él mismo con una sonrisa distendida y hermosa. Se había presentado como candidato a representante de las ciudades de la bahía Nepenthes y colaboraba en la coordinación de la campaña general de los verdes.
—¿Alcanzaremos pronto el barco de Marte Libre? —preguntó Maya a Vendana más tarde.
—Sí. Tenemos intención de enfrentarlos en un debate en Tormentas.
De vuelta en el barco, los jóvenes se olvidaron de ella para seguir con la fiesta en la cubierta de proa. Maya los miró alejarse y luego se reunió con Michel en el pequeño camarote que compartían. No podía ayudarle. Algunas veces odiaba a los jovenes. Los odio, le dijo a Michel. Y simplemente porque eran jovenes. Podía disfrazarlo como reproche por su irreflexión, su estupidez, su inexperiencia, su mentalidad pueblerina, pero sobre todo, detestaba su juventud, no la perfección física, sino la edad, mera cronología, el hecho de que tuvieran toda una vida por delante. Todo lo que los esperaba era bueno, todo. A veces despertaba de sueños ingrávidos en los que había estado contemplando Marte desde el Ares, después del aerofrenado, cuando estabilizaban su órbita para el descenso, y aturdida por el brusco regreso al presente comprendía que aquél había sido el mejor momento de su vida, expectantes ante lo que los aguardaba allá abajo, donde todo era posible. Eso era la juventud.