Authors: Kim Stanley Robinson
Y por eso cada vez con menos frecuencia reparaba en la fealdad del poder. Pero una vez, después de un día particularmente poco sentimental, se dejó caer en una silla y casi se echó a llorar de puro asco. Sólo habían pasado siete meses de sus tres años marcianos. ¿En qué se habría convertido cuando el mandato terminara? Ya se había acostumbrado al poder; para entonces tal vez hasta le gustara.
Preocupado por todo esto, Art la miró con las cejas arqueadas mientras desayunaban.
—Bien —dijo, después de que ella le confiara su inquietud—, el poder es el poder. Eres el primer presidente de Marte, y en cierto modo estás definiendo el oficio. Tal vez debieras anunciar que sólo trabajarás en la presidencia periódicamente y delegar en tu equipo para los intervalos. O algo por el estilo.
Esa misma semana Nadia abandonó Sheffield rumbo al sur, y se unió a una caravana que viajaba de cráter en cráter y se ganaba la vida instalando sistemas de drenaje. Cada cráter tenía sus peculiaridades, pero básicamente se trataba de elegir el ángulo apropiado de salida en las pendientes, y después poner a trabajar a los robots. Von Karman, Du Toit, Schmidt, Agassiz, Heaviside, Bianchini, Lau, Chamberlin, Stoney, Dokuchaev, Trumpler, Keeler, Charlier, Suess... Instalaron sistemas de drenaje en todos esos cráteres y en muchos más que no tenían nombre, aunque los adquirían deprisa, antes de que ellos terminaran de perforar:
85 Sur, Demasiado Oscuro, Esperanza de los Tontos, Shanghai, Hiroko Durmió Aquí, Fourier, Colé, Proudhon, Bellamy, Hudson, Kaif, 47 Ronin, Makoto, Kino Doku, Ka Ko, Mondragón. La migración de un cráter a otro le recordaba sus viajes alrededor del casquete polar durante los años de la resistencia; salvo que ahora todo se hacia al aire libre, y durante los días casi sin noche de medio verano el equipo disfrutaba del sol y del resplandor de la luz en los lagos de los cráteres. Cruzaron accidentados pantanos helados en los que brillaban el agua derretida y los pastos, y por supuesto el paisaje rocoso, rojo y negro, que irrumpía, anillo tras anillo, cresta tras cresta. Instalaron tuberías en cráteres y cuencas, y agregaron procesadoras de gases de invernadero a las excavadoras allí donde la roca contenía depósitos.
Pero nada de eso resultó ser trabajo real en el sentido que le daba Nadia. Echaba de menos los días del pasado. Conducir un bulldozer tampoco había sido un verdadero trabajo manual, pero el golpe de la pala era algo muy físico y el cambio de marchas, agotador, y todo poseía un grado de compromiso muy superior al de su trabajo actual, que consistía en dar órdenes a las IA y luego andar de acá para allá observando la actividad de los zumbantes equipos de robots excavadores de un metro de altura, las factorías móviles del tamaño de una manzana de ciudad, los topos de túnel con dientes de diamante que crecían hacia adentro como los de un tiburón; todo fabricado con aleaciones metálicas y biocerámicas más fuertes que el cable del ascensor, y todos trabajando por su cuenta. No era precisamente lo que ella anhelaba.
Un nuevo intento. Nadia inició un nuevo ciclo: vuelta a Sheffield, compromiso con el trabajo en el consejo, asco creciente mezclado con desesperación; buscaba cualquier cosa que la sacara de allí, descubría algún proyecto prometedor y se aferraba a él, corría a estudiarlo. Como Art había dicho, podía mangonear a su antojo. También eso era poder.
La vez siguiente fue el suelo lo que la atrajo.
—Aire, agua, tierra —dijo Art—. Después serán los bosques pirófilos, ¿no?
Nadia se había enterado de que en Bogdanov Vishniac había científicos que intentaban manufacturar suelo, y eso le interesaba. De modo que voló a Vishniac, en el sur, donde no había estado hacía años. Art la acompañó.
—Será interesante ver cómo se han adaptado las viejas ciudades de la resistencia ahora que no hay necesidad de ocultarse.
—Si he de serte franca, no comprendo cómo hay gente que se queda allí —dijo Nadia mientras sobrevolaban la accidentada región polar meridional—. Están tan al sur que el invierno dura todo el año. Seis meses sin sol. ¿Quién querría quedarse?
—Siberianos.
—Ningún siberiano en su sano juicio se instalaría allí. Ya conocen el paño.
—Lapones, entonces, o innuit. Gente a la que le gustan los polos.
—Supongo.
Resultó que nadie en Bogdanov Vishniac hacía demasiado caso del invierno. Habían redistribuido la pared del agujero de transición en un anillo que rodeaba el agujero, creando de ese modo un inmenso y escalonado anfiteatro circular que miraba al vacio, la Vishniac de superficie. Durante los veranos sería un oasis verde, y durante los oscuros inviernos, un oasis blanco; pensaban iluminarla con cientos de farolas, una ciudad que se contemplaba a sí misma sobre un abismo circular, y que desde el muro superior miraba el caos helado de las tierras altas polares. Tenían intención de quedarse, era evidente. Aquél era su hogar.
En el aeropuerto, Nadia fue recibida como un huésped especial, como siempre que estaba entre bogdanovistas. Antes de unirse a ellos esto le había parecido ridículo e incluso ofensivo: ¡la novia del Fundador! Pero esta vez aceptó la suite que le ofrecían en el reborde del agujero de transición, con una ventana que sobresalía ligeramente sobre los dieciocho mil metros de caída vertical. Las luces en el fondo del agujero parecían estrellas vistas a través del planeta.
Art estaba petrificado, no por la vista sino por el mero hecho de pensar en semejante vista, y ni siquiera se acercó a esa mitad de la habitación. Nadia se rió de él, y cuando hubo visto bastante, corrió las cortinas.
Al día siguiente fue a visitar a los científicos del suelo, a quienes les halagó el interés que ella mostraba. Querían conseguir el autoabastecimiento alimentario, y en vista de que cada vez más colonos se instalaban en el sur, sin más suelo sería imposible. Pero habían descubierto que fabricar suelo era uno de los desafíos técnicos más difíciles a los que se habían enfrentado. Nadia se sorprendió al oír esto; al fin y al cabo, aquéllos eran los laboratorios de Vishniac, líderes mundiales en ecologías con soporte tecnológico, que llevaban décadas viviendo ocultos en un agujero de transición. Y el mantillo era, caramba, pues tierra, tierra con aditivos, presumiblemente, y los aditivos podían añadirse.
Cuando ella expuso estas reflexiones, el científico que le hacía de guía, un tal Arne, le dijo con cierta exasperación que el suelo era un asunto muy complejo. Alrededor de un cinco por ciento de su masa eran seres vivos, y ese cinco por ciento crítico consistía en densas poblaciones de nematodos, gusanos, moluscos, artrópodos, insectos, arácnidos, pequeños mamíferos, hongos, protozoos, algas y bacterias. Las bacterias estaban representadas por miles de especies diferentes y podían contarse cien millones de individuos por gramo de tierra. Y los demás miembros de la microcomunidad eran igualmente numerosos, tanto en variedad como en cantidad.
Una ecología tan compleja no podía fabricarse como Nadia había imaginado, es decir, produciendo los ingredientes por separado y luego mezclándolos como si fuera un pastel. Además los científicos no conocían todos los ingredientes ni podían fabricarlos todos, y algunos de los que obtenían morían al mezclarlos.
—Los gusanos son especialmente sensibles, y los nematodos. bastante delicados. Todo el sistema sucumbe y nos deja con minerales y materia orgánica muerta. Eso es el humus. Somos muy buenos fabricando humus, pero el mantillo tiene que formarse.
—Que es lo que sucede en el proceso natural.
—Así es. Sólo podemos intentar acelerar el proceso natural de formación. Además, no podemos trabajar con grandes cantidades. Y la mayoría de los componentes vivos se desarrollan mejor en suelo ya formado, así que es problemático añadir cepas de organismos a un ritmo más rápido que el del proceso natural.
—Humm —murmuró Nadia.
Arne la llevó a visitar los laboratorios e invernaderos, atestados de pedones, altas cubas y tubos cilíndricos alineados en anaqueles que contenían suelo o sus componentes. Aquello era agronomía experimental, y por su experiencia con Hiroko, seguramente no entendería nada. El esoterismo de la ciencia se le escapaba. Comprendió que estaban efectuando ensayos factoriales, alterando las condiciones en cada pedón y viendo qué ocurría. Con una fórmula describían los aspectos generales del problema:
S
= f (M
M
, C, R, B, T) que venía a decir que cualquier propiedad del suelo
S
era una función (f) de las variables semiindependientes, material matriz (M
M
), clima (C), topografía o relieve (R), biota (B) y tiempo (T). El tiempo era evidentemente el factor que estaban intentando acelerar; y el material matriz en muchos de sus ensayos era la ubicua arcilla de la superficie marciana. El clima y la topografía se habían alterado en algunos ensayos para imitar las diferentes situaciones de campo; pero sobre todo jugaban con los elementos bióticos y orgánicos. Eso significaba microecología altamente sofisticada, y cuanto más aprendía Nadia sobre el tema, más complicada le parecía la tarea; no era tanto construcción como alquimia. Muchos elementos tenían que sufrir una serie de transformaciones dentro del suelo para poder contribuir al crecimiento de las plantas, y cada elemento tenía su ciclo particular, influido por una serie distinta de agentes. Estaban los macronutrientes (carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, azufre, potasio, calcio y magnesio) y luego los micronutrientes (hierro, manganeso, zinc, cobre, molibdeno, boro y cloro). Ninguno de estos ciclos de nutrientes era cerrado, puesto que se producían pérdidas a causa de la lixiviación, la erosión, la explotación minera y la desgasificación; la adición era igualmente variada e incluía la absorción, la erosión, la acción microbiana y la aplicación de fertilizantes. Las condiciones que permitían la circulación de estos elementos eran tan variadas que algunos suelos favorecían los ciclos y otros los entorpecían en diferentes grados; cada suelo tenía niveles distintos de pH, salinidad, compactación, etcétera. De manera que había cientos de suelos en aquellos laboratorios y miles más en la Tierra.
En los laboratorios de Vishniac el material matriz era la base de la mayoría de los experimentos. Eones de tormentas de polvo habían reciclado ese material por todo el planeta hasta que acabó teniendo más o menos el mismo contenido en todas partes: la típica unidad de suelo marciano estaba formada por partículas de hierro y sílice. En la superficie a menudo había partículas sueltas, y debajo los distintos grados de cementación entre partículas habían formado un material aterronado más compacto conforme se ganaba profundidad.
En otras palabras, arcillas; arcillas esmécticas, similares a la montmorillonita y nontronita terrestres, con la adición de materiales como talco, cuarzo, hematites, anhidrita, dieserita, calcita, beidellita, rutilo, yeso, maghemita y magnetita. Y todo eso revestido de oxihidróxidos férricos amorfos y otros óxidos de hierro más cristalizados, que explicaban los colores rojizos.
Aquél era su material matriz universal: arcilla esméctica rica en hierro. Su estructura suelta y porosa sostendría las raíces a la vez que les dejaría espacio suficiente para crecer. Pero no contenía seres vivos y sí demasiadas sales y escaso nitrógeno. Por tanto, el trabajo consistía en reunir material matriz y extraer por lixiviación sales y aluminio a la vez que introducían el nitrógeno y la comunidad biótica lo más deprisa posible. Expuesto así parecía simple, pero tras la frase «comunidad biótica» se ocultaba todo un mundo de problemas.
—¡Dios mío, es como intentar hacer que este gobierno funcione! — exclamó Nadia hablando con Art una tarde—. ¡Están en un buen brete!
En el campo, la gente se limitaba a introducir bacterias en la arcilla y luego algas y otros microorganismos, líquenes y por último plantas halófilas. Entonces esperaban a que esas biocomunidades transformaran la arcilla en suelo después de muchas generaciones de vivir y morir en ella. Y el método funcionaba, aunque era muy lento. En Sabishii lo habían calculado: se generaba en la superficie del planeta alrededor de un centímetro de mantillo cada siglo, y eso utilizando poblaciones genéticamente manipuladas para maximizar la velocidad.
En las granjas invernaderos los suelos utilizados habían sido profusamente mejorados con nutrientes, fertilizantes e inoculaciones de todo tipo; el resultado era algo semejante a lo que los científicos de Vishniac buscaban, pero la cantidad de suelo de un invernadero era minúscula comparada con lo que querían poner sobre la superficie. Producir suelo en masa era el objetivo, pero la empresa era mucho más ardua de lo que habían imaginado, deducía Nadia del aire absorto y vejado de los científicos, como el del perro que roe un hueso demasiado grande para su boca.
La biología, la química, la bioquímica y la ecología envueltas en estos problemas quedaban fuera del alcance de Nadia, poco podía sugerir. En ocasiones ni siquiera comprendía los procesos. No, aquello no era construcción, ni siquiera algo análogo.
Sin embargo, tendrían que incorporar la construcción a cualquier método de producción que probaran, y ahí Nadia al menos entendía de lo que se hablaba. Empezó a concentrarse en ese aspecto estudiando el diseño mecánico de los pedones y de los contenedores de los constituyentes vivos del suelo. Estudió también la estructura molecular de las arcillas matrices para ver si le sugería alguna manera de trabajar con ellas. Descubrió que las esmécticas marcianas eran aluminosilicatos, lo que significaba un patrón básico de una lámina de octaedros de aluminio emparedada entre láminas de tetraedros de sílice. En las diferentes clases de esmécticas variaba esta conformación y cuanto mayor era la divergencia más fácil le resultaba al agua filtrarse como en la arcilla más común en Marte, la montmorillonita, que mojada se expandía y seca se contraía hasta el punto de cuartearse.
A Nadia le pareció interesante.
—Miren —le dijo a Arne—, ¿qué me dicen de un pedón con una red de venas alimentadoras que diseminarían la biota por el material matriz? — Explicó que podían humedecer el material matriz, dejarlo secar, insertar en las grietas las venas alimentadoras y luego verter en ellas las bacterias y demás constituyentes que pudieran desarrollar. Si las bacterias y las otras criaturas podían abrirse camino comiendo y digiriendo material, podían acabar interactuando en la arcilla. Sería un proceso complicado, que necesitaría muchos ensayos para determinar las cantidades críticas iniciales de las diferentes biotas, para evitar explosiones y caídas demográficas, pero si conseguían las poblaciones adecuadas, tendrían suelo vivo.— Existen sistemas de venas alimentadoras similares que se emplean en ciertos materiales de construcción de fraguado rápido, y he oído decir que los médicos introducen pasta de apatita en los huesos rotos con el mismo método. Las venas alimentadoras se hacen con geles proteínicos apropiados para la sustancia que vayan a contener y poseen la estructura tubular pertinente.