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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (3 page)

«Ésta es una cuestión muy importante».

Cierta mañana, pensando en el desconcierto de Sax, Nirgal esperó en la clase hasta que él y Sax se quedaron solos, y entonces le preguntó:

—¿Por qué te disgusta tanto no poder explicar el porqué de algo? Sax volvió a fruncir el ceño. Tras un largo silencio, dijo con lentitud:

—Yo intento comprender. Presto atención a las cosas, las examino muy de cerca. Me aproximo cuanto puedo. Me concentro en la especificidad de cada momento y deseo comprender por qué las cosas ocurren como ocurren. Soy curioso y creo que todo sucede por alguna razón. Todo. Por tanto, en teoría tendríamos que ser capaces de encontrar esas razones siempre. Cuando no podemos... bien, me siento ultrajado. A veces lo llamo... —miró con timidez a Nirgal, y éste comprendió que Sax nunca le había contado aquello a nadie—, lo llamo la Gran Incógnita.

Nirgal tuvo la súbita certeza de que Sax estaba definiendo el mundo blanco. El mundo blanco dentro del verde, lo opuesto al mundo verde de Hiroko dentro del blanco. Y ambos tenían sentimientos opuestos con relación a ellos. En el mundo verde, cuando se enfrentaba a algo misterioso, Hiroko lo reverenciaba y se sentía feliz: era la viriditas, un poder sagrado. Cuando eso mismo le ocurría a Sax en su mundo blanco, para él era la Gran Incógnita, peligrosa y angustiante. A él le interesaba la verdad, mientras que a Hiroko le interesaba lo real. O tal vez fuera al revés, esas palabras eran engañosas. Era mejor decir que ella amaba el mundo verde y Sax, el mundo blanco.

—¡Exactamente! —exclamó Michel cuando Nirgal compartió con él esta observación—. Muy bien, Nirgal. Eres muy perspicaz. Según la terminología arquetípica, llamaríamos al verde y al blanco el Místico y el Científico, ambas figuras muy poderosas, como ya sabes. Pero lo que necesitamos, si me lo preguntas, es una combinación de las dos, lo que llamamos el
Alquimista
.

El verde y el blanco.

Los niños tenían las tardes libres y podían hacer lo que quisieran, y a veces se quedaban con el profesor del día. Pero con más frecuencia corrían por la playa o jugaban en la aldea, que se acurrucaba entre un grupo de colinas bajas, entre el lago y el túnel de entrada. Trepaban por las escaleras de caracol de las grandes casas de bambú y jugaban al escondite en las habitaciones superpuestas y los puentes colgantes que comunicaban las diferentes ramas. Los dormitorios de bambú formaban una medialuna que ceñía la mayor parte de la aldea. Los grandes troncos tenían una altura de seis o siete segmentos, y cada segmento albergaba una habitación, más reducida cuanto más arriba estuviese. Los niños ocupaban habitaciones individuales en la parte alta: cilindros verticales con ventanas de tres o cuatro metros de ancho, como las torres de los castillos de los cuentos. En los segmentos intermedios se alojaban los adultos, casi siempre solos, aunque también había algunas parejas. Las salas comunes ocupaban los segmentos inferiores. Desde las ventanas de las habitaciones superiores se dominaban los tejados de la aldea, apiñados en el círculo de colinas, bambúes e invernaderos como los mejillones en los bajíos del lago.

En los juegos, Jackie y Harmakhis solían llevar la voz cantante, y Nirgal y los otros los seguían. El grupo se regía por unas complicadas relaciones jerárquicas, y a veces Nirgal se cansaba de esos juegos y bajaba a correr solo alrededor del lago. El ritmo continuo y lento de la carrera parecían envolver el mundo entero.

Siempre hacía frío bajo la cúpula, pero la luz cambiaba continuamente. En verano, la cúpula mostraba un blanco azulado y unos lápices luminosos surgían de los huecos de las claraboyas. En invierno reinaba la oscuridad, la cúpula reflejaba la luz de las lámparas y semejaba el interior de una concha marina. En primavera y otoño la luz se debilitaba por las tardes hasta convertirse en una penumbra gris y espectral, y los colores desaparecían o sólo se insinuaban en los diferentes tonos grises, y las hojas de los bambúes y las agujas de los pinos parecían trazos negros contra el débil blanco de la cúpula. En esas horas, los invernaderos brillaban como grandes lámparas encamadas en las colinas, y los niños, como gaviotas, regresaban a casa, hacía los baños. Allí, en el edificio alargado contiguo a la cocina, se desnudaban y se sumergían en el vapor del baño principal, se deslizaban sobre los azulejos del fondo y el calor volvía a las manos, pies y caras mientras chapoteaban alegremente alrededor de los issei empapados con caras de tortuga y cuerpos arrugados y velludos.

Después del baño caliente se vestían y desfilaban hacia la cocina; húmedos y con la piel sonrosada, hacían cola y llenaban sus bandejas, y luego se sentaban a las mesas mezclados con los adultos. Zigoto tenía ciento veinticuatro residentes permanentes, pero era habitual que el número se elevara a doscientos. Cuando se sentaban, tomaban las jarras de agua y se servían unos a otros, y luego atacaban la comida caliente con fruición, y engullían patatas, tortillas, pasta, tabouli, pan, cien vegetales distintos y de vez en cuando pescado o pollo. Tras las comidas, los adultos hablaban de las cosechas o el Rickover, un viejo reactor nuclear rápido del que estaban muy orgullosos, o de la Tierra, mientras los niños despejaban las mesas, y luego tocaban música o jugaban, y todos iniciaban el lento proceso de quedarse dormidos.

Un día, poco antes de la cena, un grupo de veintidós personas llego a Zigoto desde el otro lado del casquete polar, porque su pequeña cúpula había perdido su ecosistema debido a lo que Hiroko llamaba desequilibrio complejo en espiral, y sus reservas se habían agotado. Necesitaban asilo.

Hiroko los acomodó en tres de las nuevas casas-árbol. Los visitantes treparon por las escaleras en espiral de la cara externa de los gruesos troncos redondos, lanzando exclamaciones de admiración al ver los segmentos cilíndricos con las puertas y ventanas encajadas en ellos. Hiroko les asignó la conclusión del acondicionamiento de las habitaciones y la construcción de un nuevo invernadero en las afueras de la aldea. Era evidente que ahora Zigoto no producía comida suficiente para todos. Los chicos imitaban a los adultos y trataban de comer con moderación.

—Teníamos que haber llamado Gameto y no Zigoto a este lugar —le comentó Coyote a Hiroko, con una risa áspera, en su siguiente visita.

Ella lo ignoró. Pero quizá la preocupación explicara el aire cada vez más distante de Hiroko. Pasaba los días trabajando en los invernaderos, y raras veces daba clase a los niños. Cuando lo hacía, ellos se limitaban a seguirla y a trabajar a sus órdenes, cosechando, abonando o escardando las malas hierbas.

—Nosotros no le importamos nada a ella —dijo Harmakhis furioso, una tarde mientras paseaban por la playa, y dirigió la queja a Nirgal—. De todas formas, ella no es nuestra madre en realidad.

Y llevó al grupo a los laboratorios situados junto al invernadero de la colina. En el interior señaló una hilera de gruesos tanques de magnesio que parecían refrigeradores.

—Éstos son nuestros padres. Nosotros crecimos ahí dentro. Kasei me lo dijo y yo le pregunté a Hiroko, y es verdad. Nosotros somos ectógenos, y no nacimos, nos
decantaron
—dijo, y miró con aire triunfal a la pequeña banda de niños asustados y fascinados. Entonces le dio un empujón a Nirgal que lo envió al otro extremo del laboratorio y se marchó sentenciando—: Nosotros no tenemos padres.

Los visitantes suponían una carga ahora, pero cuando llegaban había una gran animación y muchos pasaban la primera noche hablando y escuchando las noticias de otros refugios. Había toda una red de ellos en la región polar; en el atril de Nirgal unos puntos rojos señalaban la posición de treinta y cuatro refugios. Y Nadia e Hiroko sospechaban que había más, agrupados más al norte o completamente aislados, pero no podían estar seguras porque el silencio de la radio era absoluto. De modo que las noticias eran bien recibidas: por lo general eran lo más preciado que los viajeros traían consigo, aunque viniesen cargados de regalos, como era habitual, y compartiesen con sus huéspedes aquello que pudiese serles útil.

Durante esas visitas, Nirgal escuchaba con atención las animadas conversaciones que se prolongaban toda la noche; se sentaba en el suelo o circulaba llenando las tazas de té vacías. Tenía la aguda sensación de que no entendía las reglas que regían el mundo; le parecía inexplicable que la gente actuase como lo hacía. No se le escapaba la situación básica, que dos bandos se disputaban el control de Marte, y Zigoto lideraba el bando que tenía razón, y que con el tiempo la areofanía saldría vencedora. Le parecía extraordinario estar involucrado en esa lucha, ser una parte importante de la historia, y a menudo, en la cama, el alba lo sorprendía perdido en ensoñaciones sobre su participación en ese gran drama, que le valdría la admiración de Jackie y todo el mundo en Zigoto.

En su deseo de aprender más, a veces escuchaba a escondidas: se tumbaba en un sofá en cualquier esquina y miraba su atril con atención, garabateaba o fingía leer, o se hacía el remolón en el vestíbulo. Muchas veces los otros no advertían que él estaba escuchando, y hasta hablaban de los niños de Zigoto.

—¿Has notado que casi todos son zurdos?

—Apuesto a que Hiroko pellizcó los genes.

—Ella dice que no.

—Ya casi son tan altos como yo.

—Eso es por la gravedad. Vaya, sólo tienes que mirar a Peter y los demás nisei. Nacieron de forma natural, y la mayoría son muy altos. Pero en lo de ser zurdos tiene que haber una causa genética.

—Ella me explicó una vez que con una simple inserción transgénica se incrementaría el tamaño del cuerpo calloso. Tal vez jugueteó con eso y los niños salieron zurdos como efecto secundario.

—Yo creía que el hecho de ser zurdo se debía a algún daño cerebral.

—No se sabe con certeza. Creo que ni siquiera Hiroko lo sabe.

—No puedo creer que manipulara los cromosomas para conseguir un mayor desarrollo cerebral.

—Son ectógenos, recuerda: un acceso más fácil.

—He oído que tienen una densidad ósea pobre.

—Es cierto. Tendrían problemas en la Tierra. Les están dando suplementos para paliarlo.

—Eso también es por la gravedad. En realidad es un problema para todos.

—A mí me lo vas a decir. Me rompí el antebrazo agitando una raqueta de tenis.

—Nos estamos convirtiendo en pájaros humanos gigantes y zurdos. Y te diré que me parece muy extraño. Los ves correr por las dunas y esperas que echen a volar en cualquier momento.

Esa noche Nirgal tardó en dormirse, como siempre. Ectógenos, transgénicos... se sentía extraño. Lo blanco y lo verde en la doble hélice de sus cromosomas... Pasó horas revolviéndose en la cama, sin acertar a comprender la razón de su desasosiego, preguntándose qué
debería
sentir.

Al fin, exhausto, se quedó dormido. Hasta entonces siempre había soñado con Zigoto, pero esa noche soñó que volaba sobre la superficie de Marte. Unos inmensos cañones rojos cruzaban el suelo y los volcanes se elevaban a unas alturas casi inimaginables para él. Pero algo lo perseguía, algo mucho más grande y rápido que él; la criatura venía desde el sol y se abatió sobre él batiendo las alas y con las garras extendidas. Él le apuntó con los dedos y de las puntas brotaron unos rayos que hicieron oscilar a la criatura alada. Cuando ésta remontaba el vuelo para atacar otra vez él se despertó, sudoroso, los dedos temblando y el corazón latiéndole como la máquina de olas:
ka-bump, ka-bump, ka-bump.

A la mañana siguiente, la máquina producía demasiadas olas, como dijo Jackie. Estaban jugando en la playa, y creían tener las olas grandes controladas; pero de repente una muy grande se alzó sobre la filigrana de hielo y derribó a Nirgal de rodillas, y al retirarse lo arrastró con una fuerza irresistible. Él intentó incorporarse, pero no lo consiguió y volvió a hundirse en el agua helada. Las olas lo envolvieron y lo vapulearon con violencia.

Jackie lo agarró por el brazo y el pelo y lo arrastró hasta la orilla. Harmakhis los ayudó a ponerse de pie, gritando:

—¿Estáis bien, estáis bien?

Si se mojaban, la norma era ir a la aldea lo más deprisa que pudieran, y Nirgal y Jackie echaron a correr por las dunas, los demás niños siguiéndolos, muy rezagados. El viento penetraba hasta los huesos. Se dirigieron directamente a los baños, atravesaron las puertas y se quitaron las ropas tiesas con manos temblorosas, ayudados por Nadia, Sax, Michel y Rya, que estaban allí bañándose.

Mientras los empujaban hacía el gran baño común, Nirgal recordó su sueño y dijo:

—Esperad, esperad.

Los otros se detuvieron, confusos. Nirgal cerró los ojos y contuvo la respiración. Asió el brazo frío de Jackie y volvió a verse en el sueño: nadando en el aire, sintió el calor en las puntas de los dedos. El mundo blanco dentro del verde.

Buscó en su interior el punto que siempre estaba caliente, incluso cuando tenía tanto frío, como ahora. Mientras viviese, ese punto estaría allí. Lo encontró y con el ritmo de la respiración empujó el calor a través de su carne. Era difícil, pero lo sentía moverse: el calor extendiéndose por sus costillas como el fuego, bajándole por los brazos y las piernas hasta las manos y los pies. Nirgal había aferrado a Jackie con la mano izquierda, y ahora temblaba ligeramente, aunque no por el frío. Miró el cuerpo desnudo de la muchacha, que tenía la carne de gallina, y se concentró en enviarle calor.

—¡Estás caliente! —exclamó Jackie.

—Siéntelo —dijo Nirgal, y por un momento ella se abandonó a él. Luego, alarmada, se separó de Nirgal y se metió en la piscina. El se quedó en el borde hasta que dejó de temblar.

—Caramba —dijo Nadia—. Una especie de combustión metabólica. Había oído hablar de eso, pero nunca había presenciado ninguna.

—¿Sabes cómo lo haces? —le preguntó Sax. Nadia, Michel y Rya lo miraban con una expresión curiosa que él no deseaba enfrentar.

Nirgal negó con la cabeza y se sentó en el borde de la piscina, de repente exhausto. Sumergió los pies y sintió el agua como fuego líquido. Peces que saltan libres hacia el aire, el fuego interior, el blanco dentro del verde, la alquimia, el vuelo con las águilas... ¡rayos brotando de las puntas de sus dedos!

La gente lo miraba. Los habitantes de Zigoto le echaban miradas de soslayo cuando él reía o decía algo inusual, cuando creían que no los veía. A ellos era fácil ignorarlos, pero con los visitantes era más difícil, porque eran muy directos.

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