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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (4 page)

—Oh, tú eres Nirgal —dijo una mujer pelirroja que llevaba el pelo cano—. He oído decir que eres brillante.

Nirgal, siempre al límite de su capacidad de comprensión, se ruborizó y sacudió la cabeza mientras ella lo inspeccionaba con detenimiento. La mujer pareció quedar satisfecha con el examen, sonrió y le tendió la mano.

—Me alegro de conocerte.

Una vez, cuando tenían cinco años, Jackie llevó a la escuela una vieja IA. Ignorando la mirada furiosa de Maya, la profesora de ese día, la mostró a los demás.

—Ésta es la IA de mi abuelo. Conserva un montón de las cosas que dijo. Kasei me la ha dado.

Kasei iba a abandonar Zigoto para ir a vivir a otro refugio, aunque no al refugio donde vivía Esther.

Jackie activó el atril.

—Pauline, reproduce algo de lo que dijo mi abuelo.

—Bien, aquí estamos —dijo una voz de hombre.

—No, algo diferente. Lo que decía sobre las colonias ocultas. La voz del hombre dijo:

—La colonia oculta tiene que tener por fuerza contacto con asentamientos en la superficie. Hay demasiadas cosas que ellos no pueden elaborar si permanecen ocultos. Por ejemplo, las barras de combustible nuclear. Hay un control muy estricto, y los archivos podrían revelar que han estado desapareciendo.

La voz calló. Maya ordenó a Jackie apagar el atril, y empezó con otra lección de historia, el siglo XIX explicado en un ruso tan seco y con frases tan cortas que la voz le temblaba. Y después siguieron con álgebra. Maya insistía en que tenían que aprender bien las matemáticas.

—Estáis recibiendo una educación horrorosa —solía decir, sacudiendo la cabeza amenazadoramente—. Pero sí aprendéis matemáticas, podréis recuperaros más tarde. —Les echaba una mirada furibunda y les exigía la siguiente respuesta.

Nirgal la miraba y recordaba el tiempo en que había sido la Bruja Mala para ellos. Era extraño ser ella, tan sombría unas veces y tan alegre otras. Nirgal podía mirar a la mayoría de los habitantes de Zigoto y sentir cómo sería ser ellos. Podía leerlo en las caras, del mismo modo que podía ver el segundo color en el interior del primero: era como un don, como su hiperaguda sensación de la temperatura. Pero no entendía a Maya.

En invierno hacían incursiones en la superficie, hasta el cráter cercano donde Nadia estaba construyendo un refugio, y las dunas salpicadas de hielo, más allá. Pero cuando el manto de niebla se levantaba, debían quedarse bajo la cúpula, o como mucho en la galería de los ventanales. Tenían que cuidarse de no ser vistos desde arriba. Nadie sabía con certeza si la policía seguía vigilando desde el espacio, pero era mejor mantenerse a cubierto. Eso decían los issei. Peter se ausentaba a menudo, y sus viajes le habían hecho llegar a la conclusión de que la caza de las colonias ocultas había terminado. Y que, de todas formas, la caza era inútil.

—Hay asentamientos de la resistencia al descubierto y mucho ruido ahora allá afuera, térmico y visual, e incluso de radio —dijo—. No hay forma de que identifiquen todas las señales que reciben.

Sax no estaba de acuerdo.

—Los programas algorítmicos de búsqueda son muy eficaces.

Maya insistía en que se mantuviesen a cubierto y reforzasen los sistemas electrónicos, y enviasen el excedente de calor al corazón del casquete polar. A Hiroko le parecieron razonables estas medidas, y por tanto los demás también las aceptaron.

—Es diferente para nosotros —le dijo Maya a Peter, con una expresión angustiada.

Una mañana en la escuela, Sax les explicó que había un agujero de transición a unos doscientos kilómetros al noroeste. La nube que veían a veces en esa dirección era el penacho termal del agujero; algunos días era compacta y permanecía inmóvil; otros, el viento arrastraba delgados jirones hacia el este. En la siguiente visita de Coyote, durante la cena, le preguntaron si lo había visitado, y él les dijo que sí y les explicó que el agujero casi había alcanzado el centro de Marte y el fondo era lava líquida y burbujeante.

—Eso no es cierto —dijo Maya, despectivamente—. Sólo han bajado diez o quince kilómetros. El fondo es de roca dura.

—Pero roca caliente —dijo Hiroko—. Y ahora ya son veinte kilómetros.

—Claro, y eso significa que están haciendo el trabajo por nosotros — se quejó Maya—. ¿No crees que somos parásitos de los asentamientos de la superficie? Tu viriditas no llegaría muy lejos sin la ingeniería del exterior.

—Al final se revelará que es una simbiosis —dijo Hiroko, serena. Miró a Maya hasta que ésta se levantó y salió de la habitación. Hiroko era la única persona en Zigoto que podía obligar a Maya a bajar la mirada.

Hiroko era muy extraña, pensó Nirgal al observar a su madre después de este intercambio. Hablaba con él y con todo el mundo como con iguales, era evidente que para ella todos eran iguales, y que nadie era especial. Nirgal recordaba vivamente el tiempo en que las cosas habían sido diferentes, cuando ellos dos eran las dos partes de un todo. Pero ahora ella tenía el mismo interés por él que por los demás, impersonal y distante. Hiroko actuaría siempre del mismo modo, sin importarle lo que pudiera ocurrir, pensó. Nadia o Maya se preocupaban más por él. Y sin embargo Hiroko era la madre de todos. Y Nirgal, como el resto de los residentes de Zigoto, todavía bajaba a la pequeña casita de bambú cuando necesitaba algo que no podía encontrar en la gente corriente: consuelo, consejo...

Pero cuando lo hacía, la mitad de las veces encontraba a Hiroko y a su pequeño grupo de allegados «en silencio», y si quería quedarse tenía que callar. A veces esto se prolongaba durante días, y él acababa por desistir. O quizá llegaba durante la areofanía y se elevaba en el canto extático de los nombres de Marte, y se convertía en parte integrante del pequeño grupo cerrado en el corazón del mundo, con Hiroko a su lado, rodeándolo con el brazo, apretándolo fuerte.

Eso era una especie de amor, y él lo atesoraba. Pero ya no era como en los viejos días, cuando paseaban juntos por la playa.

Una mañana Nirgal entró en la escuela y encontró a Jackie y Harmakhis en el vestuario. Se sobresaltaron cuando entró, y Nirgal se quitó el abrigo y se dirigió al aula con la certeza de que habían estado besuqueándose.

Después de la escuela fue a pasear alrededor del lago bajo el resplandor blanco-azulado de la tarde estival, y observó la máquina de las olas, que subía y bajaba como la opresión que le atenazaba el pecho. El dolor le ondeaba por el cuerpo como las olas sobre la superficie del agua. Era ridículo, lo sabía, pero no podía evitarlo. En los últimos tiempos era cosa común entre ellos eso de besarse, sobre todo cuando chapoteaban, forcejeaban y se hacían cosquillas en los baños. Las chicas se besaban entre ellas y decían que esas «prácticas» no contaban, y a veces lo hacían con los chicos. Rachel había besado muchas veces a Nirgal, y también Emily y Tiu y Nanedi lo habían abrazado y le habían besado las orejas para avergonzarlo con una erección delante de todos en el baño común. En otra ocasión, Jackie lo había liberado de ellas y lo había empujado hacia el fondo y le había mordido en el hombro mientras luchaban. Y éstos eran sólo los más memorables de los cientos de contactos húmedos y resbaladizos que estaban convirtiendo el baño en el momento culminante del día.

Pero fuera de los baños, como si intentaran contener esas fuerzas volátiles, mantenían unas relaciones escrupulosamente formales entre ellos, y chicos y chicas formaban grupitos que por lo general jugaban separados. Así pues, besarse en el vestuario era algo nuevo, y serio; y Jackie y Harmakhis lo habían mirado con aire de superioridad, como si supieran algo que él ignoraba, lo que era cierto. Y esa exclusión era dolorosa. Sobre todo porque en realidad no era tan ignorante: Nirgal estaba seguro de que se habían acostado juntos y habían hecho el amor. Eran amantes, los delataba la mirada. Su risueña y hermosa Jackie había dejado de ser suya. Aunque en realidad nunca lo había sido.

Las noches siguientes Nirgal durmió muy mal. La habitación de Jackie estaba en el tronco situado detrás del suyo, y la de Harmakhis, dos troncos más allá en dirección contraria. Los crujidos en los puentes colgantes sonaban como pasos, y a veces en la ventana de ella brillaba una vacilante luz anaranjada. Para evitar la tortura, Nirgal empezó a quedarse levantado hasta tarde en las salas comunes, leyendo y escuchando a hurtadillas las conversaciones de los adultos.

Por eso, cuando empezaron a hablar de la enfermedad de Simón, él estaba allí. Simón era el padre de Peter, un hombre silencioso que pasaba mucho tiempo fuera, de expedición con Ann, la madre de Peter. Al parecer, tenía una cosa que ellos llamaban leucemia resistente. Vlad y Ursula advirtieron que Nirgal estaba escuchando y trataron de tranquilizarlo, pero Nirgal supo que no le estaban diciendo toda la verdad. De hecho lo miraban con una extraña expresión especulativa. Cuando más tarde Nirgal trepó a su habitación y se metió en la cama, activó el atril, buscó «Leucemia», y leyó el resumen inicial.
Enfermedad potencialmente mortal. Por lo general responde favorablemente al tratamiento.
Enfermedad potencialmente mortal, sonaba aterrador. Durmió inquieto esa noche, y las pesadillas lo atormentaron hasta que los pájaros anunciaron el alba gris. Las plantas morían, los animales morían, pero las personas no. Aunque también eran animales.

La noche siguiente volvió a quedarse levantado con los adultos, exhausto y en un extraño estado de ánimo. Vlad y Ursula se sentaron en el suelo junto a él y le explicaron que un transplante de médula ósea ayudaría a Simón. Él y Nirgal tenían el mismo tipo de sangre, un grupo sanguíneo muy raro. Ni Ann ni Peter la tenían, ni tampoco ninguno de los hermanos y hermanas o parientes de Nirgal. Él la había recibido de su padre, que tampoco la tenía. Sólo él y Simón, en todos los refugios. La población de los refugios era de unas cinco mil personas, y la presencia del grupo sanguíneo de Nirgal y Simón era de uno en un millón. Le pidieron que donase un poco de su médula ósea.

Aunque no solía pasar las tardes en la aldea, Hiroko estaba allí y lo miraba. Nirgal no necesitaba mirarla para saber lo que estaba pensando. Estaban hechos para dar, les había dicho siempre, y éste sería el regalo último. Un acto puro de viriditas.

—Claro que sí —dijo Nirgal, feliz por la oportunidad que se le presentaba.

El hospital estaba al lado de los baños y la escuela. Era más pequeño que la escuela y tenía cinco camas. Tendieron a Simón en una y a Nirgal en otra.

El hombre le sonrió. No parecía enfermo, sólo viejo. Igual que los otros ancianos. Simón raras veces hablaba, y ahora sólo dijo:

—Gracias, Nirgal.

Nirgal asintió, pero para su sorpresa Simón continuó:

—Aprecio mucho lo que estás haciendo por mí. La extracción te dolerá durante una semana o dos, en lo profundo del hueso. Lo que haces es demasiado importante para hacerlo con cualquiera.

—No si la persona lo necesita —dijo Nirgal.

—En todo caso, es un regalo que trataré de retribuirte.

Vlad y Ursula le anestesiaron el brazo a Nirgal con una inyección.

—En realidad, no es necesario hacer las dos operaciones a un tiempo — le dijeron—, pero es bueno que estéis juntos. Vuestra amistad favorecerá la curación.

Así que se hicieron amigos. Al salir de la escuela, Nirgal esperaba a la puerta del hospital y Simón salía caminando despacio, y los dos recorrían el sendero de las dunas y bajaban a la playa. Contemplaban las olas ondularse sobre la superficie blanca y levantarse y desplomarse sobre la orilla. Simón era la persona menos habladora que Nirgal había conocido; era como estar en silencio con el grupo de Hiroko, sólo que con él no se acababa nunca. Al principio se sentía un poco incómodo, pero después advirtió que el silencio le proporcionaba tiempo para mirar de verdad las cosas: las gaviotas revoloteando bajo la cúpula, las burbujas de los cangrejos en la arena, los círculos que rodeaban cada mata de hierba en la playa. Peter pasaba muy a menudo por Zigoto, y muchas veces los acompañaba. E incluso Ann interrumpía de cuando en cuando sus perpetuos viajes y los visitaba. Peter y Nirgal corrían y jugaban al pillapilla o al escondite, mientras Ann y Simón paseaban por la playa tomados del brazo.

Simón sin embargo estaba cada vez más débil. Era difícil no juzgar lo que estaba sucediendo como una especie de fracaso moral; Nirgal nunca había estado enfermo y el concepto le disgustaba. Eso sólo les podía ocurrir a los viejos. Y ni siquiera a ellos, porque se suponía que el tratamiento gerontológico tenía que salvarlos, de modo que no morirían nunca. Sólo las plantas y los animales morían. Y aunque las personas también fuesen animales, habían inventado el tratamiento. Preocupado por estas discrepancias, Nirgal estudiaba por las noches la información de su atril sobre la leucemia, y la leyó entera aunque tenía la extensión de un libro. Cáncer de la sangre. Los glóbulos blancos proliferaban en la médula ósea, invadían el organismo y atacaban los sistemas sanos. Para eliminar los glóbulos blancos, administraban a Simón quimioterapia, irradiaciones y pseudovirus, y trataban de reemplazar su médula enferma por la de Nirgal. Además, le habían aplicado el tratamiento gerontológico tres veces. Nirgal también había leído sobre eso. Era cuestión de buscar enlaces defectuosos en el genoma, encontrar los cromosomas dañados y repararlos para evitar los errores en la división celular. Pero era muy difícil introducir las células autorreparadoras en la médula ósea, y en el caso de Simón unas pequeñas bolsas de células cancerígenas habían subsistido después de cada tentativa. El atril dejaba bien claro que los niños tenían más posibilidades de recuperación que los adultos. Pero con el tratamiento gerontológico y las transfusiones de médula por fuerza tenía que mejorar. Sólo era cuestión de tiempo y de dar. Los tratamientos finalmente lo curaban todo.

—Necesitamos el biorreactor —le dijo Ursula a Vlad.

Estaban tratando de reconvertir uno de los tanques de los ectógenos en un biorreactor: lo habían llenado de un tejido esponjoso compuesto de colágeno animal donde habían inoculado células de la médula de Nirgal, con la esperanza de generar una serie de linfocitos, macrófagos y granulocitos. Pero no habían conseguido que el sistema circulatorio funcionase del todo bien, o quizá el problema estaba en la matriz, no estaban seguros. Nirgal continuaba siendo un biorreactor viviente.

Las mañanas en que Sax era el profesor, les enseñaba la química del suelo. De cuando en cuando los llevaba a los laboratorios para que practicasen: introducían biomasa en la arena y después la carreteaban a los invernaderos o a la playa. Era un trabajo entretenido, pero Nirgal apenas lo advertía, se movía como un sonámbulo. Bastaba que viese a Simón fuera, caminando dificultosamente, para que olvidara lo que había ido a hacer con la clase.

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