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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (43 page)

Los pueblos que vivían en Sursamen, sobre todo aquellos como los sarlos, que no habrían sospechado de la presencia de semejante supervisión oculta y además estarían indefensos contra ella, se encontraban entre los que se suponía que estaban protegidos contra ese tipo de depredadores. Pero solo porque algo no era público, eso no significa que no estuviera ocurriendo. La Cultura tenía uno de los dataversos más abiertos y globales de la galaxia, pero incluso así no lo veía ni lo sabía todo. Seguían pasando muchas cosas en los planos más ocultos y privados. Como regla general siempre se terminaba sabiendo todo, pero para entonces, el daño casi siempre estaba hecho.

Pero, de momento, del Octavo no se sabía nada. O bien no había nadie espiando o si lo había no estaba soltando prenda. Los morthanveld podrían hacerlo sin dificultad, pero eran demasiado orgullosos y cumplidores y además desdeñaban ese tipo de cosas (de forma muy similar a la Cultura, por cierto); los nariscenos seguramente se consideraban también muy por encima de esa clase de comportamiento y los oct, bueno, a los oct en realidad no parecía importarles nada que no fuera hacer valer su reivindicación de que eran los herederos auténticos del legado de los velo.

Incluso para acceder de forma rutinaria a las partes oct del dataverso había que soportar una charla grabada sobre la historia de la galaxia según los oct, cuyo argumento principal era poner de relieve las semejanzas entre los velo y los oct y enfatizar que los oct tenían todo el derecho a reclamar la herencia de los involucra. Para los oct ese legado incluía, como era obvio, tanto los mundos concha en sí como el respeto que pensaban que debía acompañarlos, un respeto que les parecía, con bastante razón, que nadie les otorgaba. Los programas de interfaz de la Cultura filtraban de forma igual de rutinaria todas esas tonterías (las reivindicaciones de los oct eran sólidas solo según ellos mismos; la inmensa mayoría de estudiosos de probada confianza, que contaban con el respaldo de pruebas bastante irreprochables, sostenían que los oct eran una especie relativamente reciente, sin demasiada relación con los velo), pero siempre estaba allí.

Los oct sí que vigilaban a los sarlos, pero de una forma muy desigual, infrecuente y (tal y como se había acordado) con mecanismos de más de un centímetro. Aparatos lo bastante grandes como para que los viera un ser humano. Por lo general iban acoplados a máquinas tripuladas por los oct: ascensonaves, naves aéreas, vehículos de tierra y los trajes medioambientales que llevaban.

No había mucho material público disponible de los últimos cientos de días, pero alguno había. Djan Seriy vio las grabaciones de la gran batalla que había decidido el destino de los deldeynos en las tierras que rodeaban la torre Xiliskine. Los comentarios y los datos que los acompañaban, los que había, sugerían que los aultridia se habían apoderado de las secciones pertinentes de la torre y habían transportado a las fuerzas deldeynas hasta una posición desde la que habían podido llevar a cabo su ataque furtivo contra el corazón de los sarlos. Un apéndice final añadido a la grabación y marcado con las siglas de CE sugería que la implicación de los aultridia era mentira; habían sido los oct los que se habían encargado de todo.

Todas las imágenes eran de la última parte de la batalla y tomadas desde posiciones estáticas situadas muy por encima de la acción, seguramente desde la torre en sí. Anaplian se preguntó si por alguna parte de lo que estaba mirando habría detalles de las heridas que había sufrido su padre y del destino que había sorprendido a Ferbin. Intentó enfocar mejor con el zoom y pensó que podía darle instrucciones a un agente para que buscara cualquier cosa relevante, pero la grabación era demasiado burda y se perdían los detalles mucho antes de que se pudieran reconocer a los individuos en el campo de batalla.

Vio (una vez más desde arriba, aunque en esa ocasión las cámaras estaban montadas en algo que volaba) que las fuerzas sarlas, en esa ocasión bajo el mando de Mertis tyl Loesp, cruzaban un canal en el desierto, cerca de las Hyeng-zhar, con sus altas brumas en la calinosa distancia, y observó su último y corto asedio seguido de un ataque todavía más corto contra Rasselle, la capital deldeyna.

No parecía haber más, un noticiario o un documental normal y corriente habría incluido las celebraciones de la victoria en Pourl, a Tyl Loesp aceptando la rendición del comandante deldeyno, montones de cadáveres sepultados en pozos, estandartes estallando en llamas o las lágrimas de los inconsolables familiares de los difuntos, pero a los oct no se les había ocurrido hacer algo remotamente artístico o crítico.

Solo ese tipo de guerra cautivadora, primitiva, barbárica pero llena de gallardía que a la gente que vivía con desahogo le gustaba ver, pensó Anaplian. Era casi una pena que a nadie se le hubiera ocurrido documentarlo en todos sus sangrientos detalles.

Una nube de comentarios, análisis, especulaciones y explotación, una nube que se extendía a toda prisa pero de una insipidez supina, se había adjuntado a la grabación oct a través de las organizaciones de noticias y temas de actualidad que se interesaban por ese tipo de acontecimientos. Muchos estudiosos de Sursamen y de los mundos concha (incluso había personas que se consideraban estudiosos del Octavo, o estudiosos de los sarlos) lamentaban la falta de datos decentes que dejaba tanto a la especulación. Para otros, esa falta de detalles parecía una simple oportunidad y se añadían ofrecimientos para participar en juegos de guerra basados en los recientes acontecimientos. También se estaba preparando entretenimientos inspirados en los recientes y emocionantes acontecimientos, o bien ya estaban disponibles en el mercado.

Djan Seriy se estremeció en su hamaca, junto a una piscina fragante (chapoteos, carcajadas, la calidez de la luz en su piel) mientras yacía allí con los ojos cerrados, observando, experimentándolo todo. De repente se sintió igual que al principio de su relación con la Cultura, allá por aquellos primeros días tan confusos, cuando todo parecía una locura y un choque constante. Era demasiado lo que tenía que asumir, demasiado cercano y a la vez tan horriblemente lejano, invasivo y extraño.

Dejaría que sus agentes recorrieran el dataverso por si había algo que se hubiera observado de una forma más directa y solo estuviera bien escondido.

Bienvenidos al futuro, pensó Anaplian mientras observaba toda aquella palabrería y tanta basura. Todas nuestras tragedias y triunfos, nuestras vidas y muertes, nuestras vergüenzas y alegrías, no son más que el relleno de vuestro vacío.

Decidió que se estaba poniendo melodramática. Comprobó que no había nada más que ver que le pusiera ser de utilidad, se desconectó, se levantó y fue a unirse a un ruidoso juego de pilla-pilla junto a la piscina.

Una nave, otra nave. De la
Sembradora
la pasaron al UCG
Monstruitos traviesos.
Otro traslado, como si fuera un simple testigo en una carrera, la llevó al
Xenoglosicista,
un Vehículo de Sistemas Limitados de clase Aire. La último noche que pasó a bordo hubo un baile para todas las tripulaciones. Anaplian se sumió con abandono en aquella música salvaje y en los bailes más salvajes todavía.

La última nave de la Cultura que la transportó antes de entrar en el dominio morthanveld se llamaba
Vas a limpiar eso antes de irte,
un Piquete Muy Rápido de clase Gángster y ex Unidad de Ofensiva Rápida.

Seguía odiando aquellos estúpidos nombres.

17. Partidas

O
ramen despertó con el sonido de un millar de campanas, el ruido de las trompas de los templos, las sirenas de las fábricas, los cláxones de los carruajes y los vítores apenas audibles de las masas y supo de inmediato que la guerra se había terminado, y que además debían de haber ganado. Miró a su alrededor. Estaba en una casa de juego y de putas conocida como Botrey's, en el distrito Schtip de la ciudad. Entre las mantas, a su lado, había una forma que pertenecía a la chica cuyo nombre no tardaría en recordar.

Droffo, su nuevo caballerizo, que estaba recién casado y decidido a serle fiel a su esposa, optaba por hacer la vista gorda cuando Oramen se llevaba una ramera a la cama, pero solo si la diversión se llevaba a cabo en casas de juego y tabernas, en un burdel normal ni siquiera se planteaba entrar. Su nuevo criado, Neguste Puibive, antes de dejar la granja le había prometido a su madre que jamás pagaría por sexo y, como buen hijo que era, estaba cumpliendo su palabra al pie de la letra, aunque no más allá; había tenido cierto éxito a la hora de convencer a algunas de las chicas más generosas para que le entregaran sus favores por pura amabilidad, además de simpatía por alguien que había hecho una promesa tan bienintencionada, aunque desesperadamente ingenua.

Las ausencias de Oramen de la corte no habían pasado desapercibidas ni se habían dejado de comentar. Justo la mañana anterior, en un desayuno tardío de gala ofrecido por Harne, lady Aelsh, para darle la bienvenida a su último astrólogo (Oramen ya había logrado olvidar el nombre del tipo), lo había reñido Renneque, que iba del brazo de Ramile, aquella cosita tan joven y bonita a la que Oramen recordaba de la anterior fiesta de Harne, la de los varios actores y filósofos.

–¡Vaya, pero si es ese tipo joven! –había exclamado al verlo–. ¡Mira, Ramile! Recuerdo esa cara bonita, aunque no el nombre después de tanto tiempo. ¿Cómo os halláis, señor? Yo me llamo Renneque, ¿y vos?

Oramen había sonreído.

–Lady Renneque, lady Ramile. Me alegro mucho de verlas. ¿He sido muy descuidado?

Renneque sorbió por la nariz.

–Vaya si lo habéis sido. De un modo insondable. Permitidme deciros que hay quienes se han ausentado a causa de la guerra que pasan por la corte con más frecuencia que vos, Oramen. ¿Tan aburridas somos que nos evitáis, príncipe?

–Por supuesto que no. Al contrario. Determiné que yo era tan indescriptiblemente tedioso que decidí abandonar nuestros lances más cotidianos con la esperanza de pareceres, por contraste, más interesante cuando nos encontráramos.

Mientras Renneque seguía examinando con detalle el comentario, Ramile le dedicó una sonrisa astuta a Oramen, pero a Renneque le dijo:

–Creo que el príncipe halla en otras partes damas más de su gusto.

–¿Ah, sí? –preguntó Renneque fingiendo inocencia.

Oramen esbozó una sonrisa vacía.

–Es posible que nuestra presencia no sea bienvenida –sugirió Ramile.

Renneque alzó la delicada barbilla.

–Cierto. Quizá no seamos lo bastante buenas para el príncipe.

–O puede que seamos demasiado buenas para él –meditó Ramile.

–¿Cómo sería eso posible? –preguntó Oramen a falta de algo mejor.

–Es cierto –asintió Renneque, que se había aferrado con más fuerza al brazo de su compañera–. Algunos aprecian más la disponibilidad que la virtud, según he oído.

–Y una lengua que ha soltado el dinero aunque no la haya conmovido el ingenio –sugirió Ramile.

Oramen sintió que enrojecía.

–Mientras que otros –dijo– confían más en una ramera honesta que aquella que parece la más virtuosa y elegante de las mujeres.

–Quizá algunos confíen, por pura perversidad –dijo Renneque, que había abierto mucho los ojos al oír la palabra «ramera»–. Aunque el que un hombre de honor y con buen criterio denomine «honesta» a una de esas mujeres podría dar lugar a cierta controversia.

–Los valores de una persona, como tantas otras cosas, podrían infectarse con semejantes compañías –sugirió Ramile y echó hacia atrás su bonita cabeza y la larga melena de apretados rizos rubios.

–A lo que me refería, señoras –dijo Oramen– es a que una puta coge su recompensa en el momento y no busca progresar de otros modos. –Esa vez, cuando dijo «puta», tanto Renneque como Ramile lo miraron sorprendidas–. Ama por dinero y no lo oculta. Eso es ser honesto. Hay quienes, sin embargo, son capaces de ofrecer cualquier favor, al parecer sin pedir nada a cambio, pero más tarde lo esperan todo del joven que tiene ciertas perspectivas de futuro.

Renneque se lo quedó mirando como si hubiera perdido el juicio. Abrió la boca, quizá para decir algo. La expresión de Ramile cambió mucho más, pasó a toda prisa de algo parecido a la furia a la mirada pícara de antes y después asumió una ligera sonrisa de complicidad.

–Vámonos, Rennesque –dijo mientras tiraba de la otra mujer–. El príncipe está muy confundido con nosotras, como si tuviera fiebre. Será mejor que nos retiremos para dejar que le baje la calentura, no vaya a ser que la cojamos nosotras también.

Las damas se volvieron como una sola, con las narices en el aire.

Oramen se arrepintió de su grosería casi de inmediato, pero tuvo la sensación de que ya era demasiado tarde para hacer las paces. Suponía que ya estaba un poco disgustado. El correo de esa mañana le había llevado una carta de su madre, llegada desde la remota Kheretesuhr, en la que le decía que se encontraba en avanzado estado de gestación de su nuevo marido y sus médicos le habían aconsejado que no hiciera viajes muy largos, era impensable que se desplazara en esos momentos hasta la corte, en Pourl.
¿Se ha casado otra vez?
había pensado Oramen.
¿Embarazada? De hecho, ¿en avanzado estado de gestación?
¿Así que no era nada reciente? Pero si él no sabía nada. A su madre no se le había ocurrido decirle nada. La fecha de la carta era de varias semanas atrás, había sufrido un serio retraso para encontrarlo o bien había quedado tirada por alguna parte, sin enviar.

Se sentía herido, como si lo hubieran engañado, además de celoso y quizá un poco rechazado. Todavía no sabía muy bien cómo responder. Incluso había pensado que quizá fuera mejor no responder en absoluto. Eso era lo que quería hacer una parte de él, dejar que su madre se preguntara por qué no la mantenía informada, que se sintiera abandonada, como lo había hecho sentirse a él.

Mientras permanecía allí echado, escuchando los sonidos lejanos del triunfo e intentando averiguar qué sentía con exactitud sobre la victoriosa conclusión de la guerra y mientras le daba vueltas al hecho de que su reacción inmediata no terminaba de ser de total e ilimitada alegría, Neguste Puibive, su criado, entró corriendo en la habitación y se detuvo, sin aliento, a los pies de la cama. Luzehl, la chica con la que Oramen había pasado la noche, también empezaba a despertarse, se frotaba los ojos y miraba con recelo a Puibive, un muchacho alto, de ojos grandes y dientes de conejo recién llegado del campo. Estaba lleno de habilidad y buena voluntad y tenía el insólito talento de parecer desgarbado hasta cuando dormía.

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