Oramen puso la mano en el brazo del alto guerrero.
–Gracias, Loesp.
–Es un placer para mí y mi obligación, mi joven príncipe. No soy más que el poste que sujeta a un árbol joven.
–Me habéis apoyado bien en esto y estoy en deuda con vos.
–En absoluto, señor. En absoluto. –Tyl Loesp le sonrió a Oramen durante un momento o dos, después su mirada se fijó en algo que había detrás del príncipe y dijo–: Disculpad, señor. Mirad, una cara más agradable.
–Mi príncipe –dijo una voz detrás de Oramen.
Este se volvió y se encontró a su viejo amigo Tove Lomma allí de pie, sonriendo.
–¡Tove! –dijo Oramen.
–Caballerizo Tove, si me aceptáis, príncipe regente.
–¿Caballerizo? –preguntó Oramen–. ¿Conmigo? ¿Para mí?
–¡Eso espero! Nadie más me aceptaría.
–De hecho, es un joven de lo más capacitado –dijo Tyl Loesp al tiempo que daba unas palmadas en los hombros de ambos jóvenes–. Recordad solo que su función es evitar que os metáis en líos, no prepararos el camino. –Tyl Loesp le sonrió a Oramen–. Os dejaré para que planeéis todo ese buen comportamiento. –Hizo una pequeña reverencia y se fue.
Tove lo miró triste.
–No es día para meterse en líos, mi príncipe. Hoy no. Pero esperemos que haya muchos en el futuro.
–No compartiremos ninguno si no me llamas por mi nombre, Tove.
–Tyl Loesp me ha dado instrucciones muy estrictas, sois el príncipe regente y no debo usar nada más familiar –dijo Tove y fingió fruncir el ceño.
–Considera esa orden rescindida, por mí.
–Tomo la debida nota, Oramen. Vamos a tomar una copa.
-T
e estoy diciendo que fue el destino, si no fue la mano del propio Dios del Mundo... o él apéndice manipulador que posea el Dios del Mundo. En cualquier caso, la mano, metafóricamente hablando, del Dios del Mundo. Es muy posible.
–Creo que subestimáis el funcionamiento de la pura casualidad, señor.
–¿La pura casualidad fue lo que me llevó a ese horrendo lugar?
–De forma indiscutible, señor. Vuestra asustada montura corrió campo a través hasta que encontró un camino. Como es natural, optó por tomar entonces la carretera nivelada en lugar de continuar por el campo basto y por supuesto tomó la ruta más fácil, cuesta abajo. Entonces apareció esa vieja fábrica, en el primer sitio donde se ensancha y se allana el camino. El lugar más natural para que se detuviera.
Ferbin contempló la forma echada de su criado, tirado en el suelo a un par de pasos sobre la tierra cubierta de hojas y con una gran hoja azul colocada sobre la cabeza. Choubris Holse le devolvió la mirada con calma.
Habían salido volando directamente de la euridicía hasta que los ocultó una serie de colinas bajas, después se posaron en un brezal inclinado por encima del límite de las tierras cultivadas.
–Creo que he oído hablar de la torre D'neng-oal –dijo Ferbin mientras inspeccionaban a los dos caudes, que no dejaban de gruñir y resoplar–, pero que me aspen si sé por dónde se va.
–Pues yo tampoco, señor –dijo Holse. Después abrió una de las alforjas de su bestia–. Aunque con un poco de suerte habrá un mapa aquí dentro. Dejadme revolver un momento. –Metió la mano hasta el codo en la bolsa.
Las alforjas les reportaron mapas, un poco de comida, algo de agua, un telescopio, un heliógrafo, dos pesados cronómetros de bolsillo, un barómetro/altímetro, algo de munición para pistolas y rifles pero sin armas, cuatro bombas pequeñas, como granadas de mano lisas y con espoletas cruciformes, cazadoras forradas, guanteletes, una manta pequeña en cada bestia y la habitual parafernalia de arreos que se asocia con los caudes, incluyendo una buena provisión de las nueces krisk que los animales encontraban tan estimulantes. Holse metió una en la boca de cada animal, y estos maullaron y gimieron agradecidos.
–¿Alguna vez habéis probado una de estas, señor? –preguntó Holse levantando la bolsa de krisk.
–No –mintió Ferbin–. Por supuesto que no.
–Asquerosas, diablos. Amargas como el pis de una bruja. –Guardó la bolsa, cerró las alforjas y ajustó su silla de montar–. Y esos malnacidos de caballeros que llegaron a la euridicía debían de ser una especie de ascetas, no hay ni rastro de esos pequeños placeres que hacen la vida más soportable al hombre normal, señor. Como vino, unge o crile. Puñeteros aviadores. –Holse sacudió la cabeza ante semejante falta de consideración.
–Ni gafas ni máscaras tampoco –señaló Ferbin.
–Debían de llevarlas encima.
Holse estaba comparando uno de los cartuchos de bala que habían descubierto en las alforjas con uno de su propia pistola.
–Vamos a echar una rápida ojeada y después nos vamos, ¿eh, señor? –dijo, después sacudió la cabeza y tiró toda la munición en el brezal.
Consultaron los mapas, uno de los cuales tenía la escala suficiente como para mostrar la tierra que rodeaba Pourl, un plano de casi diez días de vuelo que describía los cientos y cientos de grandes torres además de los límites de las sombras y los períodos de las varias estrellas rodantes.
–Ahí está –dijo Ferbin dando unos golpecitos en el mapa.
–¿Qué diríais vos, señor? ¿Un vuelo de cuatro días cortos?
–Más bien tres –dijo Ferbin, que se alegraba de haber encontrado un tema práctico del que él sabía mucho más que su criado–. Cinco torres en línea recta y luego se baja una, cuatro veces seguidas y después tres y una. Y dejando Pourl atrás, mucho mejor. –Le echó un vistazo a Obor. Su forma teñida de rojo seguía su curso lento y fijo y apenas había superado el horizonte–. Hoy es un día largo. Tendremos que dejar que las bestias duerman de día, pero deberíamos llegar a la torre antes del anochecer.
–A mí tampoco me vendría mal una siestecita –bostezó Holse. Miró con desprecio a su montura, que había metido el largo cuello bajo el inmenso cuerpo y se estaba lamiendo los genitales–. Os confieso, señor, que esperaba no tener que volver a ver jamás a uno de estos bichos tan de cerca. –El caude de Holse sacó la cabeza de entre las patas aunque solo el tiempo suficiente para echar un pedo largo y ruidoso, como si quisiera confirmar la pobre opinión que le merecía a su nuevo jinete.
–¿No te entusiasman las bestias aéreas, Holse?
–Desde luego que no, señor. Si los dioses hubieran querido que volásemos, nos habrían dado a nosotros las alas y a los caudes la viruela.
–Si no hubieran querido que volásemos, la gravedad sería más fuerte –respondió Ferbin.
–No sabía que se pudiera ajustar, señor.
Ferbin esbozó una sonriso tolerante. Se dio cuenta de que su criado quizá no estuviera versado en la clase de conocimientos alienígenas que insistían que lo que él y Holse habían conocido toda su vida como gravedad normal era más o menos la mitad de la gravedad estándar, fuera eso lo que fuera en realidad.
–En fin –dijo Holse–. Vamos a ponernos en marcha, ¿eh? –Y los dos fueron a montar.
–Será mejor que nos pongamos estas cazadoras –dijo Ferbin–. Va a hacer frío ahí arriba. –Señaló el cielo con un gesto–. Las nubes se están despejando, así que podremos subir bastante.
Holse suspiró.
–Si no queda más remedio, señor.
–Yo me encargo del reloj, ¿de acuerdo? –Ferbin levantó el cronómetro.
–¿Es necesario, señor?
–Creo que es aconsejable –dijo Ferbin, que se había perdido demasiadas veces mientras volaba al pensar por error que era imposible contar mal cosas tan grandes como las torres (o quedarse dormido en la silla, para el caso).
Habían volado sin incidentes a la altitud más adecuada para la resistencia de crucero de los caudes. Habían visto otros aviadores a lo lejos, pero no se les había acercado nadie. El paisaje se movía con lentitud bajo ellos, pasando de campos diminutos a extensiones de terrenos yermos y páramos que eran colinas bajas y vuelta de nuevo a los campos, pueblos pequeños y grandes zonas relucientes de color verde brillante que marcaban las plantaciones de roasoaril, cuyos frutos se destinaban a alimentar las refinerías que producían el combustible que sustentaba los motores de vapor de la era moderna.
Poco a poco aparecieron sobre el horizonte un puñado de largos dedos de agua resplandeciente, los lagos Quoluk. Ferbin reconoció la isla que albergaba la finca familiar de Moiliou, perteneciente a los Hausk. El río Quoline reunía el agua de todos los lagos y después se alejaba serpenteando hacia el lejano ecuador y se desvanecía entre la calima. Los canales parpadeaban y reflejaban la luz del sol como finas hebras de plata, lanzas rectas en las zonas llanas que describían contornos sinuosos en el terreno elevado.
Incluso con la cazadora puesta Ferbin estaba temblando. Tenía frío sobre todo en las rodillas, cubiertas solo por las calzas y las trusas. Como no llevaba gafas ni máscara, los ojos se le llenaban de lágrimas todo el rato. Se había envuelto la parte inferior de la cara con el pañuelo del cuello, pero de todos modos era muy incómodo. Vigilaba el cronómetro que había sujetado al frontal alto de la silla de montar y utilizaba un bloc impermeable y un lápiz de cera también sujetos a la silla para marcar el paso de cada gran torre a medida que se cernía y después se perdía a su derecha.
Las torres, como siempre, eran una especie de extraño consuelo. Desde aquella altura se veían más de las que se veían desde el suelo y uno se podía formar una impresión más adecuada de su número y de los intervalos regulares que las separaban. Solo desde aquella altitud, pensaba Ferbin, se podía apreciar de verdad que se vivía en un mundo mayor de lo que parecía, un mundo de varios niveles, de suelos y techos separados por intervalos regulares y con torres que sostenían unos sobre otros. Se alzaban como inmensos palos de pálida luminiscencia, mástiles de una nao celestial de gracia infinita y un poder absoluto e inconcebible. Muy por encima de ellos, apenas visible, el encaje de la filigrana mostraba el lugar en el que las cimas biseladas de las torres (todavía a mil cuatrocientos kilómetros por encima de su cabeza y de la Holse, a pesar de la gélida altitud a la que estaban) se acanalaban como una red imposiblemente fina de ramas de una sucesión de árboles inmensos.
Un millón de torres sostenían el mundo. El derrumbamiento de una única torre podría destruirlo todo, no solo en ese nivel, su querido Octavo, sino también en todos los demás. El propio Dios del Mundo quizá no estuviera tampoco libre de riesgos. Claro que se decía que las torres eran casi invulnerables y Sursamen llevaba allí un millón de años multiplicado por mil veces. Si eso significaba sus años cortos o años largos o los llamados años estándar, él no lo sabía; con semejante cantidad tampoco importaba tanto.
Ferbin se secó los ojos y miró con cuidado a su alrededor, se tomó el tiempo necesario para dejar reposar la mirada en una serie de puntos distantes para percibir mejor cualquier movimiento. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en llegar a Pourl la noticia de lo que había pasado en la euridicía. En mersicor les llevaría unos cinco días pero (si usaban el heliógrafo) quizá atraerían a otra patrulla y, en realidad, los caballeros que habían perdido sus monturas solo tenían que llegar a la estación de telégrafo más cercana. Además, echarían de menos a la patrulla cuando no regresara, se enviarían partidas de búsqueda y sin duda recibirían las señales de la euridicía. No cabía duda de que interrogarían a Seltis. ¿Se rebajarían a torturarlo? ¿Y si les hablaba de los documentos y la torre D'neng-oal?
Bueno, Holse y él tampoco tenían muchas alternativas. Adelantarían todo lo que pudieran. El resto quedaba en manos de la suerte y del Dios del Mundo.
Las bestias comenzaron a mostrar señales de fatiga. Ferbin comprobó el cronómetro. Llevaban en el aire casi diez horas y debían de haber volado más de seiscientos mil pasos, seiscientos kilómetros. Habían pasado doce torres por la derecha y habían girado a la izquierda cada Cinco torres. Obor, una estrella rodante lenta y naranja, se acercaba a su cénit. Estaban a medio camino, más o menos.
Descendieron, encontraron una isla al borde de una inmensa cuenca marina con una magnífica cosecha de fruta calva y aterrizaron en un pequeño claro. Los caude se pusieron a engullir fruta hasta que estuvieron a punto de reventar. Empezaron a tirarse pedos otra vez y no tardaron en quedarse dormidos bajo la sombra más cercana sin dejar de expeler gases. Ferbin y Holse ataron a las bestias, comieron algo ellos también, encontraron otro rincón de sombras profundas y cortaron una hoja gigante cada uno para protegerse mejor de la luz mientras dormían. Fue aquel el momento que eligió Ferbin para compartir sus pensamientos con su criado sobre el curso de los últimos acontecimientos y por qué ideas como la predestinación, el destino y los hados habían estado muy presentes en su mente durante aquellas largas, frías y dolorosas horas pasadas a lomos del caude.
–Ah, ya veo –dijo Ferbin–. ¿Estás familiarizado con la ubicación de esa antigua fábrica?
–Lo único que digo, señor, es que se podría decir que era el único edificio intacto que había en medio día de viaje a la redonda. Incluso el viejo pabellón de caza que era, por así decirlo, la causa de que casi todos los edificios de la zona que tuvieran un tejado tan útil como ese templo en el que os encontré...
–Templete.
–... ese templete en el que os encontré, estaban hechos una auténtica mierda. Los había machacado la artillería. En fin, señor, que el que vuestra montura os llevara allí no creo que fuera ninguna sorpresa.
–Muy bien –dijo Ferbin, dispuesto a demostrar lo razonable que era haciendo una concesión–. Que yo llegara allí quizá no se debiera a la mano del destino. Que los traidores llevaran allí a mi padre, eso sí. La providencia estaba echando una mano. Quizá hasta fuera el Dios del Mundo. Se diría que el destino de mi padre estaba sellado y no había forma de salvarlo, pero al menos a su hijo se le permitiría ser testigo del despreciable crimen y poner la venganza en marcha.
–Estoy seguro que así lo parecía y os lo parece a vos. Sin embargo, sin edificio alguno por allí, en pleno calor de la batalla y cuando comenzaba a caer una lluvia de polvo, llevar a un hombre herido a un lugar con techo era lo que tenía más sentido. Si la lluvia de polvo se mete en una herida, convierte el riesgo de podredumbre e infección en una absoluta certeza.
Ferbin tuvo que pensarlo un poco. Recordó que cuando había salido arrastrándose del edificio en llamas a las hojas y ramas húmedas y viscosas del exterior, era cierto que lo que caía era una lluvia de polvo. Por eso se había sentido tan pegajoso, sucio y mugriento.