Poco a poco, bajo el tutelaje sin duda poco habitual de Ferbin, Oramen había aprendido a buscar una especie de serenidad en su interior y luego a amplificar el sentimiento que quedara para utilizarlo como indicador. De modo que, si después de una pequeña inmersión en un grupo social, todavía se sentía tenso cuando no tenía ninguna razón especial para estarlo, era que el sentimiento compartido por el grupo debía de ser algo parecido. Si él se sentía cómodo, eso significaba que el ambiente general también era plácido.
Lo que había allí, pensó (mientras observaba a todos los que se habían reunido en la gran salita) era una tristeza sincera además de un trasfondo de aprensión sobre lo que ocurriría una vez desaparecido el gran rey (la estatura de su padre había aumentado incluso más con la muerte, como si ya se estuviera convirtiendo en una leyenda) pero también había una especie de agitación. Todo el mundo sabía que los preparativos para el ataque contra los ya casi indefensos deldeynos se estaban acelerando y que la guerra (quizá, tal y como había creído el difunto rey, la última guerra) se estaba acercando por tanto a su conclusión.
Los sarlos lograrían un objetivo que llevaban persiguiendo casi toda la vida del fallecido rey, derrotarían a los deldeynos, confundirían a los detestables y odiados aultridia y protegerían al Dios del Mundo (¿quién sabía? quizá incluso lo salvasen). Y los oct, los aliados de siempre de los sarlos, estarían agradecidos; se podría incluso decir que estarían en deuda. La nueva era de paz, satisfacción y progreso de la que el rey Hausk tanto había hablado al fin llegaría. Los sarlos habrían demostrado su valía como pueblo y ocuparían, a medida que crecía su poder e influencia dentro del mundo mayor y con el tiempo en los cielos habitados por alienígenas que había más allá, el lugar que les correspondía como uno de los principales jugadores, una de las especies y civilizaciones involucradas, un pueblo digno (quizá, algún día, sin duda todavía en un futuro muy lejano) de tratar incluso a los óptimos de la galaxia (los morthanveld, las culturas y quién sabía qué otros alienígenas) como iguales.
Oramen sabía que ese siempre había sido el objetivo último de su padre, aunque Hausk había sabido que nunca vería ese día (ni tampoco Oramen ni ninguno de los hijos que pudiera tener), pero era suficiente saber que habías contribuido con tu pequeña parte a conseguir ese gran aunque lejano objetivo, que tus esfuerzos habían formado una parte sólida de los cimientos de esa gran torre de ambiciones y logros.
«El escenario es pequeño, pero el público muy numeroso», había sido uno de los lemas favoritos del rey Hausk. Hasta cierto punto quería decir que el Dios del Mundo observaba y con un poco de suerte incluso apreciaba un poco lo que estaban haciendo en su nombre, pero también estaba la implicación de que, aunque los sarlos eran un pueblo primitivo y la suya una civilización casi cómicamente subdesarrollada para los estándares de, digamos, los oct (por no hablar ya de los nariscenos y mucho menos los morthanveld y los demás óptimos), no obstante, la grandeza se encontraba en hacer todo lo que se pudiese con lo que te daban y esa grandeza, esa determinación clara, esa resolución inquebrantable y esa firmeza de acción sería observada y anotada por aquellos pueblos mucho más poderosos que los juzgarían no en una escala absoluta (en la que apenas si aparecerían) sino en otra relativa a los recursos comparativamente primitivos de los que disponían los sarlos.
En cierto sentido, le había dicho su padre una vez (sus ratos contemplativos eran escasos y por tanto memorables), los sarlos y los pueblos como ellos tenían más poder que los pueblos óptimos, supremos e inalcanzables, con sus millones de mundos artificiales girando por el cielo, sus máquinas inteligentes que avergonzaban a los simples mortales y sus miles de millones de naves estelares que surcaban los espacios entre las estrellas del mismo modo que un buque de guerra de hierro cruzaba las olas. A Oramen aquella afirmación le había parecido extraordinaria, por decirlo de forma suave.
Su padre le había explicado que esa misma sofisticación de la que disfrutaban los óptimos y demás actuaba como ataduras sobre ellos. A pesar del legendario tamaño de la gran isla de estrellas que existía más allá de su mundo de Sursamen, la galaxia era un lugar atestado, colonizado y muy vivido. Los óptimos (los morthanveld, la Cultura y demás) eran pueblos civilizados, cohibidos y educados que existían casi pegados a los demás habitantes de aquella inmensa lente. Sus reinos y campos de influencia (y hasta cierto punto sus historias, culturas y logros) tendían a entremezclarse y superponerse, lo que reducía su cohesión como sociedad y hacía que una guerra defensiva fuera difícil.
De forma similar, había poco o nada por lo que tuvieran que competir y por lo que por tanto pudieran tomar las armas. En lugar de eso estaban obligados por numerosos tratados, pactos, acuerdos, convenciones e incluso entendimientos nunca articulados del todo, todos diseñados para mantener la paz, para evitar fricciones entre aquellos cuyas formas eran totalmente alienígenas entre sí, pero totalmente similares al haber alcanzado la cima del desarrollo civilizado, donde el siguiente paso del progreso solo podía alejarte de la vida real de la galaxia en sí.
El resultado era que sus individuos tenían lo que parecía una libertad absoluta dentro de sus sociedades pero las sociedades mismas tenían muy poca libertad de movimientos, y desde luego no la que parecía implicar su colosal potencial militar. Era así de sencillo, ya no les quedaba mucho por hacer a gran escala. No había grandes guerras (o al menos muy pocas) en ese nivel, ni inmensas riñas por la posición y el poder salvo por las maniobras más lentas y sutiles posibles. El último gran conflicto, o al menos bastante sustancial, había sido un milenio de años cortos del Octavo atrás, cuando la Cultura se había enfrentado a los idiranos y eso había sido, por extraño que pareciera, por una cuestión de principios, al menos por parte de la Cultura. (Oramen sospechaba que si no hubiera sido el propio Xide Hyrlis el que lo había confirmado, su padre jamás habría creído algo que le parecía tan decadente y ridículo).
Los óptimos no tenían reyes capaces de mover a todo un pueblo con un único propósito, no tenían en realidad ningún enemigo al que sintieran que no tenían más remedio que enfrentarse y no tenían nada que valoraran que no pudieran producir de algún modo, se podría decir que a voluntad, sin grandes costes y en las cantidades que quisieran, así que tampoco había recursos por los que luchar.
Pero ellos, los sarlos, el pueblo del Octavo, esa pequeña raza de hombres, ellos y sus semejantes eran libres de dar rienda suelta a su naturaleza y dejarse llevar por sus disputas sin limitaciones. ¡Podían hacer, de hecho, y dentro de los límites de su tecnología, lo que quisiesen! ¿No era una sensación estupenda? Algunos de los tratados que se permitían firmar los óptimos entre ellos estaban formulados de tal modo que se podía consentir que pueblos como los sarlos se comportaran así, sin traba alguna, en nombre de la no interferencia y de la resistencia al imperialismo cultural. ¿No era increíble? ¡Tenían permiso para abrirse camino hacia el poder y la influencia peleando, mintiendo y engañando y además ese permiso estaba garantizado por un estatuto promulgado por el espacio alienígena!
Al rey aquello le había parecido divertidísimo. El escenario es pequeño pero el público numeroso, había repetido. Pero no olvides nunca, le había dicho a Oramen, que quizá estés en un teatro más grande de lo que piensas. Las habilidades de los óptimos abarcaban sin dificultad la observación de todo lo que estaba ocurriendo entre pueblos tan indefensos ante tales tecnologías como los sarlos. Era una de las formas que tenían los óptimos para refrescar sus hastiados paladares y recordar cómo era una vida más bárbara. Ellos observaban, casi como auténticos dioses, y si bien había varios acuerdos y tratados que se suponía que debían controlar y restringir semejante espionaje, no siempre se respetaban.
Decadente quizá fuera pero era el precio que un pueblo como el de los sarlos tenía que pagar, quizá, a cambio de la autorización para comportarse de modos que los óptimos en otro caso podrían encontrara demasiado desagradables y decidieran no permitir. Pero todo eso daba igual, ¡quizá algún día los descendientes de los propios sarlos se pasaran el tiempo volando entre las estrellas y vigilando las primitivas disputas de sus propios protegidos! Por fortuna para entonces, le había informado su padre al joven Oramen, ellos dos ya llevarían mucho tiempo muertos.
¿Quién sabía hasta qué punto se observaba a los sarlos? Oramen miró a su alrededor, aquella gran sala, y se preguntó eso mismo. Quizá había ojos alienígenas contemplando aquella multitud de personas, todas vestidas con ropa de color rojo profundo. Quizá lo estuvieran vigilando a él en ese mismo instante.
–Oramen, mi joven y dulce príncipe –dijo lady Renneque, que había aparecido de repente junto a él–. ¡No debéis quedaros ahí plantado! ¡La gente creerá que sois una estatua! Ven, acompañadme a ver a la afligida viuda, le daremos juntos las condolencias que proceden. ¿Qué me decís?
Oramen sonrió y tomó la mano que le ofrecía la dama. Renneque estaba radiante con su traje de color carmesí. Su gorra del color escarlata de luto no contenía del todo su cabello, oscuro como la noche, y se habían escapado algunos rizos y tirabuzones que enmarcaban un rostro perfecto e inmaculado.
–Tenéis razón –dijo Oramen–. Debería ir a ver a esa dama y decir lo que es menester.
Atravesaron juntos la multitud, cuyo tamaño se había incrementado mucho desde la última vez que Oramen le había prestado atención. Eran muchos los dolientes que habían llegado en sus carruajes. En aquel salón había ya cientos de personas, todas ataviadas con un centenar de tonos de rojo. Solo el emisario de los mercenarios urletinos y el comandante caballero de los guerreros divinos ichteuen parecían haber sido excusados, e incluso ellos habían hecho un esfuerzo. El emisario se había quitado casi todas las partes secas enemigas que llevaba en la ropa y lucía una gorra marrón que sin duda a él le parecía roja mientras que el comandante caballero había ocultado sus cicatrices faciales más escandalosas con un velo de color carmesí. Y no solo estaba representada la humanidad, Oramen podía oler la presencia del embajador oct, Kiu.
Y entre todos ellos los animales de la corte: los ynt, como olas peludas que llegaban a los tobillos de los presentes y se escabullían sinuosos por el suelo, sin dejar de olisquear un instante y arrastrando tan contentos unos lazos de color bermellón; los ryres, que andaban muy dignos de puntillas, por lo general junto a las paredes, muy delgados, te llegaban a las rodillas y siempre se dejaban hechizar por su propio reflejo, eran criaturas cautas y apenas toleraban los collarines de color carmesí que llevaban; los choup, que saltaban y resbalaban por los resplandecientes azulejos de madera y chocaban contra los muslos y las cinturas de todos, que se alarmaban ante cualquier objeto o persona alienígena y que lucían con orgullo sillitas de montar para niños, con los flancos cubiertos de rojo para marcar el luto, como las monturas grandes de todo el reino en ese día, que iban todas enjaezadas con tonos escarlatas.
Mientras se abría camino entre la multitud siguiendo la estela roja y crujiente de Renneque, Oramen esbozaba sonrisas débiles dedicadas a muchos rostros un tanto nerviosos que intentaban dar con la combinación adecuada de dolor, pesar y cordialidad alentadora. Renneque mantenía el rostro bajo, con modestia, pero parecía percibir cada mirada que lanzaban en su dirección y sentirse reanimada por toda aquella atención.
–Habéis crecido, Oramen –le dijo tras retrasarse un poco y colocarse a su lado–. Parece que era ayer cuando podía miraros desde arriba, pero ya no. Ya sois más alto que yo, casi un hombre.
–Confío en haber sido yo el que ha crecido y no vos la que habéis encogido.
–¿Qué? ¡Oh! –dijo Renneque y le apretó una mano con aparente timidez. Después alzó la cabeza–. ¡Cuánta gente, Oramen! Y ahora todos querrían ser amigos vuestros.
–No me parecía que careciera de amigos antes, pero supongo que debo aceptar que me equivocaba.
–¿Iréis ahora con el ejército, Oramen, bajaréis al Noveno para enfrentaros a esos horrendos deldeynos?
–No lo sé. Lo cierto es que no soy yo el que debe decidir eso.
Renneque bajó la cabeza y miró su magnífica túnica roja, que se apartaba de ella con cada paso.
–Quizá deberíais serlo.
–Quizá.
–¡Espero que la victoria sea rápida! Quiero ver las grandes cataratas Hyeng-zhar y la Ciudad Sin Nombre.
–He oído que son espectaculares.
–Mi amiga Xidia, es mayor que yo, por supuesto, pero bueno, las vio una vez, en una época de paz. Su padre era embajador con los deldeynos y la llevó. Dice que no se parecen a nada. ¡Una ciudad entera! ¡Imagínate! A mí me gustaría verlo.
–Estoy seguro de que lo veréis.
Llegaron adonde se encontraba sentada Harne, lady Aelsh, rodeada por sus damas, muchas de las cuales se agarraban a sus pañuelos y se secaban de vez en cuando los ojos. Harne no estaba llorando aunque lucía una expresión lúgubre.
El difunto padre de Oramen nunca había convertido a ninguna dama en su reina, pensaba que era mejor dejar esa posición libre por si necesitaba usarla como método para obtener un territorio problemático o muy necesario. Se decía que el rey Hausk había estado pronto a contraer matrimonio en varias ocasiones, desde el luego el tema había surgido entre los embajadores y diplomáticos de la corte con bastante frecuencia, y si se creían todos los rumores, había estado a punto de casarse con casi todas las princesas elegibles del Octavo y al menos una del Noveno. Pero resultó que con sus hazañas bélicas había obtenido todos los territorios necesarios sin tener que recurrir a un matrimonio diplomático o estratégico, en lugar de eso había optado por llegar a una serie de alianzas tácticas dentro de la nobleza de su propio reino a través de una elección juiciosa de concubinas de honor.
La madre de Oramen, Aclyn, lady Blisk (que también había alumbrado a su hermano mayor, el difunto y todavía muy llorado Elime) había sido desterrada poco después del nacimiento de Oramen, al parecer por insistencia de Harne que, al ser mayor, se decía que se sentía amenazada. O quizá había habido una pelea entre las dos mujeres, las versiones variaban según a quién se escuchara dentro del palacio. Oramen no recordaba a su madre, solo niñeras y criados y alguna visita ocasional de un padre que de alguna forma lograba parecer más lejano que su madre ausente. La habían desterrado a un lugar Humado Kherenresuhr, una provincia de un archipiélago del océano Vilamian, al otro lado del mundo con respecto a Pourl. Uno de los objetivos de Oramen, ya que al fin comenzaba a acercarse a la verdadera sede del poder, era lograr su regreso a la corte. Jamás le había expresado ese deseo a nadie, sin embargo siempre había tenido la sensación de que Harne lo sabía.