Read Materia Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (13 page)

–No está mal –dijo Anaplian.

Batra cruzó la cubierta flotando y se acomodó en otro de los sillones que colgaban del techo y se posó en él como una especie de bola rizada vagamente metálica. A parte del lado que miraba a Anaplian le había dado la forma de una especie de cara simulada de modo que los sensores visuales estaban donde deberían estar los ojos y su voz salía de donde habría estado una boca humana. Era desconcertante. Anaplian pensó que la habría alarmado mucho menos ver hablar a una especie de bola rizada.

–Tengo entendido que los acontecimientos no han terminado tan bien como podrían haberlo hecho en la situación zeloy-nuertotisa.

–Hace un año inutilizamos e hicimos regresar a un ejército que iba de camino a saquear una ciudad –dijo Anaplian con tono cansado–. Hoy, los aspirantes a atacantes se convirtieron en atacados. La tendencia más progresista, como diríamos nosotros, debería prevalecer a partir de ahora. Aunque hay un precio. –La mujer frunció los labios por un instante–. Parte del cual acabo de presenciar.

–He visto algo de eso. –La imagen de la cara sugerida por la masa de zarcillos acerados de Batra expresó un ceño fruncido, después cerró los ojos para indicar de modo formal que estaba revisando los datos procedentes de otro sitio. Anaplian se preguntó si estaba mirando unas vistas generales del asedio y saqueo de la ciudad o algo que incluía su injustificada excursión con la silla de viaje.

Batra abrió otra vez los ojos.

–El hecho de saber que cosas mucho peores ocurren allí donde no hacemos nada y que siempre ha sido así, desde mucho antes de que llegáramos, y que cosas mucho peores podrían ocurrir si acaso no hiciéramos nada, parece carecer casi de importancia cuando hemos de enfrentarnos a la horripilante realidad de una agresión que no hemos llegado a evitar. Y mucho más cuando hemos intervenido para permitirla o incluso posibilitarla. –Parecía sinceramente afectado. Anaplian, que sentía una suspicacia innata hacia los humanos básicos, cien por cien naturales y carentes por completo de cualquier tipo de enmienda, se preguntó si Batra, (aquella extraña criatura de dos mil años y alienígena muchas veces que todavía se consideraba «hombre») estaba expresando una emoción genuina o solo actuaba. La agente se lo preguntó solo por un instante, ya hacía mucho tiempo que había comprendido que el ejercicio no tenía ningún sentido.

–Bueno –dijo entonces–, ya está hecho.

–Y mucho más que queda por hacer –dijo Batra.

–Eso también se hará –dijo Anaplian, que empezaba a perder la paciencia. No tenía mucha, y le habían dicho que eso era un defecto–. Me imagino –añadió.

El arbusto metálico rodó un poco hacia atrás y el rostro de su superficie pareció asentir.

–Djan Seriy, tengo una noticia –dijo Batra.

Hubo algo en el modo que tuvo de decir aquello la criatura que hizo que Anaplian se echara a temblar.

–¿De veras? –dijo mientras sentía que se encerraba en sí misma y se encogía.

–Djan Seriy, debo decirle que su padre está muerto y que su hermano Ferbin quizá también haya fallecido. Lo siento. Tanto por la noticia en sí como por ser yo el que ha de transmitírsela.

Anaplian se echó hacia atrás en el sillón y levantó los pies de modo que quedó casi encerrada en el huevo del sillón suspendido, que se mecía con suavidad. Respiró hondo y se estiró con movimientos deliberados.

–Bueno –dijo–. Bueno. –Apartó los ojos.

Era, por supuesto, algo para lo que había intentado prepararse. Su padre era guerrero. Había vivido guerras y batallas toda su vida adulta y por lo general encabezaba el frente. También era político, aunque ese era un oficio que había tenido que prepararse para desempeñar bien en lugar de adoptarlo de forma totalmente natural y sobresalir en él. Anaplian siempre había sabido que era muy probable que muriera antes de que se lo llevara la senectud. Durante todo el primer año, cuando se había ido a vivir entre aquel extraño pueblo que se hacía llamar la Cultura, casi había esperado oír que estaba muerto y que se solicitaba que regresara para el funeral.

Poco a poco, a medida que pasaban los años, había dejado de preocuparse por ello. Y también poco a poco había empezado a creer que incluso cuando se enterase de que estaba muerto, significaría relativamente poco para ella.

Había que estudiar mucha historia antes de poder convertirte en parte del Contacto e incluso más antes de que te permitieran unirte a Circunstancias Especiales. Cuanto más había aprendido de las maneras en las que las sociedades y las civilizaciones tendían a desarrollarse y cuantos más ejemplos de otros grandes líderes le presentaban, menos respeto, en muchos sentidos, sentía por su padre.

Se había dado cuenta de que no era más que otro hombre fuerte en una de esas sociedades, en una de esas etapas, en las que era más fácil ser el hombre fuerte que ser valiente de verdad. El poder, la furia, la fuerza decisiva, la disposición de castigar, cuánto le habían gustado a su padre tales términos e ideas, qué superficiales empezaban a parecer cuando los veías utilizados una y otra vez a lo largo de siglos y milenios por mil especies diferentes.

«Así es como funciona el poder, así se imponen la fuerza y la autoridad, así se convence a los pueblos para que se comporten de modos que, objetivamente hablando, no se corresponden con sus mejores intereses, esto es lo que necesitas para hacer que la gente lo crea, este es el papel que desempeña la distribución desigual de la escasez, en este momento concreto y esto, y lo otro...»

Esas eran las lecciones con las que se criaba cualquiera que hubiera nacido en la Cultura y que aceptaban como algo tan natural y obvio como el progreso de una estrella por la Secuencia Principal o la propia evolución. Para alguien como ella, que llegaba de fuera, con una serie de supuestos adquiridos en una sociedad que era tan profundamente diferente como francamente inferior, tal conciencia llegaba en un periodo de tiempo mucho más comprimido y con la fuerza de un golpe.

Y Ferbin quizá también muerto. Eso sí que no se lo esperaba. Habían bromeado antes de que Anaplian se fuera que quizá él muriera antes que su padre, de un navajazo en una partida de cartas o a manos de un marido cornudo, pero eso había sido del tipo de cosas que se decían por superstición, para inocular el futuro con la cepa debilitada de un infortunio.

Pobre Ferbin, que jamás había querido ser rey.

–¿Necesita tiempo para llorar? –preguntó Batra.

–No –dijo Anaplian sacudiendo la cabeza con fiereza.

–¿Está segura?

–Del todo –dijo–. Mi padre, ¿murió en una batalla?

–Eso parece. No en el campo de batalla, sino de sus heridas, poco después, antes de que pudiera recibir atención médica especializada.

–Él habría preferido morir en el campo en sí –le dijo a Batra–. Debió de odiar tener que conformarse con el segundo plato. –Se encontró con que estaba llorando un poco y sonriendo a la vez–. ¿Cuándo ocurrió? –preguntó.

–Hace once días. –Batra se erizó un poco–. Hasta las noticias de tanta importancia tardan en salir de un mundo concha.

–Supongo –dijo Anaplian con expresión pensativa–. ¿Y Ferbin?

–Desaparecido, en el mismo campo de batalla.

Anaplian sabía a qué se refería. La inmensa mayoría de los que se consideraban desaparecidos en batalla o bien nunca volvían a aparecer o aparecían muertos. ¿Y qué estaba haciendo Ferbin cerca de una batalla, para empezar?

–¿Sabe dónde? –preguntó–. Con exactitud, ¿en qué provincia remota fue?

–Cerca de la torre Xiliskine.

Anaplian se lo quedó mirando.

–¿Qué?

–Cerca de la torre Xiliskine –repitió Batra–. A la vista de Pourl. Es la capital, ¿no?

–Sí –dijo Anaplian. De repente se le había secado la boca. Dios bendito, entonces todo había caído. Todo se había derrumbado y desaparecido. La antigua princesa sintió un dolor que apenas comprendió.

»Así que fue una especie de... Discúlpeme. –Se aclaró la garganta–. ¿En ese caso lo que ocurrió fue que se resistieron hasta el final?

¿Y por qué no se había enterado ella? ¿Por qué no le había dicho nadie que las cosas habían llegado a un punto tan desesperado? ¿Temían que intentara regresar y utilizar sus recién adquiridas habilidades y poderes para interceder? ¿Les preocupaba que intentara unirse a la refriega, era eso? ¿Cómo habían podido?

–Bueno, Djan Seriy –dijo Batra–; si bien me han informado sobre el asunto, no puedo afirmar tener acceso inmediato a una base de datos especializada. Sin embargo, según tengo entendido fue el resultado de lo que se esperaba que fuera un ataque sorpresa por parte de los deldeynos.

–¿Qué? ¿Desde dónde atacaron? –dijo Anaplian, que ni siquiera pretendía ocultar su inquietud.

–Desde esa misma torre Xiliskine.

–Pero no hay forma de salir de... –empezó a decir la agente, después se llevó una mano a la boca, frunció los labios y el ceño y se quedó mirando el suelo–. Deben de haber abierto un nuevo... –dijo, más para sí que dirigiéndose a Batra. Entonces levantó la cabeza–. ¿Así que ahora la Xiliskine está controlada por los aultridia o...?

–En primer lugar permítame asegurarle que, por lo que yo he sabido, ni Pourl ni el pueblo de su padre están bajo amenaza alguna. Son los deldeynos los que se enfrentan al desastre.

El ceño de Anaplian se profundizó al tiempo que el resto de su cuerpo mostraba señales de relajación.

–¿Y cómo es eso?

–Su padre había completado a todos los efectos sus guerras de unidad, como él las había llamado.

–¿De veras? –La antigua princesa sintió una oleada de alivio y unas ganas perversas de reírse–. Vaya, ha estado muy ocupado.

–Al parecer los deldeynos habían asumido que ellos iban a ser su siguiente objetivo. Por tanto, prepararon lo que esperaban que fuera un ataque sorpresa decisivo y preventivo contra la capital de su padre tras haber sido convencidos por... ¿los oct? ¿los herederos?

–Sinónimos. –Anaplian volvió a agitar una mano–. Da igual.

–De que ellos, los oct, trasladarían a las fuerzas deldeynas en secreto adonde se abriría un nuevo portal en la torre Xiliskine a través del que podrían efectuar el ataque para tomar la ciudad. No fue más que un ardid, un ardid del que formaba parte el pueblo sarlo. Las fuerzas de su padre estaban esperando a los deldeynos y los destruyeron.

Anaplian parecía confusa.

–¿Por qué querían engañar los oct a los deldeynos?

–Parece que eso sigue siendo motivo de conjeturas.

–¿Y los aultridia?

–La otra especie conductora. En el pasado apoyaron a los deldeynos. Se cree que se están planteando acciones militares y diplomáticas contra los oct.


Hmm.
¿Entonces por qué...? –Anaplian sacudió la cabeza una vez más–. ¿Qué está pasando por esos pagos? –preguntó. Una vez más, Jerle Batra sospechó que la pregunta no estaba dirigida en realidad a él, así que la dejó continuar–. Así que Ferbin está al mando, no, claro que no, lo más probable es que también esté muerto. ¿Oramen, entonces? –preguntó la agente, que parecía preocupada y escéptica a la vez.

–No, a su hermano menor se le ha considerado demasiado joven para heredar todo el poder de su padre de forma inmediata. Un hombre llamado Mertis tyl Loesp es el regente hasta el próximo cumpleaños de su hermano.

–Tyl Loesp –dijo Anaplian con tono pensativo. Después asintió–. Al menos todavía sigue por allí. Debería hacerlo bien.

–Su hermano menor no correrá ningún peligro, ¿verdad?

–¿Peligro?

La cara fingida de Batra configuró una débil sonrisa.

–Ha llegado a mis oídos que, al igual que a las madrastras malvadas, a los regentes ambiciosos no suele gustarles mucho abandonar sus puestos. Quizá solo sea en los cuentos de hadas.

–No –dijo Anaplian con lo que parecía alivio y se secó los ojos–. Tyl Loesp ha sido el mejor amigo de mi padre desde que eran niños. Siempre ha sido leal y siempre ha fusionado sus ambiciones con las de mi padre. Dios sabe que eran bastante grandiosas para dos. Lo bastante grandiosas para todo un ejército. –Anaplian apartó la mirada, el aire brillante y tropical de aquel lugar que ya casi había llegado a considerar su hogar en los últimos dos años le pareció tan remoto como cuando había llegado por primera vez a la Cultura–. ¿Aunque qué sé yo? Han pasado quince años.

Se preguntó cuánto habría cambiado Ferbin en ese tiempo, y Oramen. Tenía la fuerte sospecha de que su padre apenas habría cambiado; desde que ella lo conocía siempre había sido el mismo individuo totalmente centrado, intimidante, de vez en cuando sentimental y en muy raras ocasiones tierno. Totalmente centrado pero siempre con un ojo puesto en la historia, en su legado.

¿Lo había llegado a conocer alguna vez? La mayor parte del tiempo ni siquiera había estado allí para que lo conociera, siempre luchando en sus lejanas guerras. Pero incluso cuando regresaba a Pourl, a su palacio, con sus concubinas y sus hijos, siempre le habían interesado más los tres varones, sobre todo Elime, el mayor y con mucho el más parecido a él en carácter. Ser la segunda en edad, su sexo y las circunstancias de su nacimiento habían hecho que la única hija del rey fuera hasta el último momento la última en sus afectos.

–¿Quiere que la deje, Djan Seriy? –preguntó Batra.


¿Hmm?
–Anaplian volvió a mirarlo.

–Me pareció que quizá necesitara un momento a solas. ¿O necesita hablar? Ambas cosas...

–Necesito que me hable usted –le dijo la agente a él–. ¿Cuál es ahora la situación?

–¿En lo que se llama el Octavo? Estable. Se llora al rey con todo el debido...

–¿Se le ha enterrado?

–Así estaba programado, hace siete días. La información que tengo es de hace unos ocho o nueve días.

–Ya veo. Perdone. Continúe.

–Se celebra también la gran victoria. Continúan a buen ritmo los preparativos para la invasión de los deldeynos. Según todos los indicios, se espera que la invasión tenga lugar dentro de diez o veinte días. Los oct han sido censurados por sus mentores nariscenos, aunque ellos han culpado a todos los demás por lo ocurrido, incluyendo a elementos de su propio pueblo. Los aultridia han amenazado, como ya he dicho, con represalias. Los nariscenos están intentando mantener la paz. Los morthanveld hasta el momento no se han implicado, aunque se les ha mantenido informados.

Anaplian se pellizcó el labio inferior con los dedos y respiró hondo antes de hablar.

Other books

Curious Minds by Janet Evanovich
Darkwater by V. J. Banis
The Wedding Date by Ally Blake
The Jew's Wife & Other Stories by Thomas J. Hubschman