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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (15 page)

Se formó otra línea, al parecer de forma espontánea, en la transparencia, una línea recta casi perfecta que le mostraba lo rápido que la unidad disponible más cercana de la flota de Piquetes Muy Rápidos de la Cultura podía llevarla a casa. El vuelo en sí era de algo más de doce días, aunque a la nave le llevaría casi el mismo tiempo acercarse a Prasadal para recogerla. Otras naves podrían haber hecho el viaje en menos tiempo incluso, aunque estaban demasiado lejos. Había cierto margen de incertidumbre favorable en la proyección, se aplicaba solo a los navíos de la Cultura que en ese momento hacían saber su paradero. Era muy posible que alguna otra nave de la flota de los Activos Rápidos que en ese momento no se estuviera molestando en hacer circular su ubicación estuviera incluso más cerca y respondiera de forma positiva a la petición que se emitiera.

Pero eso no iba a ocurrir, Batra se lo había dejado muy claro. Anaplian borró la transparencia ofensiva. Tendría que tomar la ruta prescrita y dejar que la pasaran como un testigo de una nave a otra. Parecía complicado.

En su encaje neuronal ya se habían producido una buena cantidad de procesamientos inteligentes para predecir lo que quería ver en realidad antes de que ella misma lo supiese y (por fabuloso, práctico e impresionante que fuera, técnicamente hablando) era ese aspecto del uso del encaje lo que más inquietaba a Anaplian y hacía que redujera su aplicación al mínimo imprescindible. Al final, ni siquiera tuvo que pedir ningún dato concreto para comprobar las cifras puras: había una ruta bastante obvia que pasaba por un garabato enmarañado y que llevaba de Prasadal a Sursamen y era cierto que le llevaría al menos ciento veintinueve días y pico si partía en menos de dos días y suponiendo que en el espacio morthanveld las cosas fueran de forma tan fortuita como cabía esperar. Mucho parecía depender de si la Gran Nave morthanveld
Inspiración, fusión, punto final
decidía pasar por el mundo nido Syaung-un de camino de un macizo globular a otro.

Estaba a punto de desconectar cuando un pensamiento apenas formado sobre lo que eran en realidad una Gran Nave morthanveld y un mundo nido comenzó a florecer y tomar forma, convertido en toda una jerarquía de explicaciones cada vez más complicadas a medida que el encaje se precipitaba a recuperar y presentar la información relevante con todo el entusiasmo desesperado de un niño sobreexcitado al que se le hubiera pedido que tocara algo en una fiesta. Anaplian lo apagó con una especie de portazo interno y lo desconectó otra vez con la sensación habitual de alivio y cierta culpabilidad. El último vestigio de la presencia del encaje le informó de que su corazón estaba terminando de completar el latido que comenzaba cuando se había conectado.

Era como cuando despertaban, aunque de un mundo soñado donde todo era más detallado, vivido, espléndido e incluso plausible que la realidad, no menos. Esa era otra razón para que no le gustara utilizar el encaje. Anaplian se preguntó por un instante cómo se comparaba la normalidad de Jerle Batra con la suya.

–Lo siento. Creo que tengo que irme –le dijo.

–¿Cree, Djan Seriy? –preguntó Batra, que parecía triste.

–Me voy –respondió la agente–. Debo hacerlo.

–Entiendo. –El hombre que parecía un arbusto pequeño y rizado parecía disculparse–. Habrá un precio, Djan Seriy.

–Lo sé.

6. La euridicía

F
erbin otz Aelsh-Hausk'r y su criado Choubris Holse viajaban por un camino mal mantenido que, a través de un bosque de árboles nube, llevaba a la euridicía Hicturean-Anjrinh. Habían decidido viajar durante la larga noche media de la estrella rodante Guime, que aparecía como un fulgor rojo y hosco que se extendía como un cardenal rosado por el horizonte de polo lejano. Solo se habían salido del camino dos veces hasta el momento, una para evitar a una tropa de ichteuen montados y otra cuando había aparecido a lo lejos un camión de vapor. El príncipe ya no se parecía en nada a sí mismo. Holse le había cortado el pelo al cero y el vello facial le estaba creciendo a toda prisa (más oscuro que su pelo, casi castaño, cosa que le molestaba de una forma desproporcionada); también se había quitado todos los anillos y demás joyas reales e iba vestido con ropa que Holse había obtenido en el campo de batalla.

–¿De un cadáver? –había balbuceado Ferbin mientras se miraba con los ojos muy abiertos. A Holse se le había ocurrido informar al príncipe de la procedencia de su nuevo traje de paisano solo después de ponérselo.

–Un cadáver sin ninguna herida obvia, señor –le había asegurado Holse con tono razonable–. Solo un poco de sangre en los oídos y la nariz. Y además llevaba muerto sus buenos dos o tres días, así que con toda seguridad cualquier pulga que pudiera haber ya se habría muerto de frío y largado con viento fresco. Y permítame añadir que era un caballero. Un asentista del ejército, si no me equivoco.

–Eso no es un caballero –le había dicho Ferbin a su criado con tono paciente–. Eso es un mercader. –Se había tirado de las mangas, había estirado las manos y sacudido la cabeza.

Si había alguna actividad aérea (poco probable con aquella oscuridad), no la vieron. En cualquier caso, nadie se abalanzó sobre ellos desde el aire para inspeccionar su paso cansino, Holse a lomos de su rowel y Ferbin en el mersicor que su criado había llevado cuatro días antes al templete que se asomaba al río. Holse había sacado un par de bolas de raíz de crile de una alforja para que los mantuvieran despiertos durante la cabalgada y las iban masticando mientras charlaban. Le daba a su conversación lo que a Holse le parecía un aire bastante cómico, como de boca llena, aunque optó por no mencionárselo a Ferbin.

–Choubris Holse, es tu deber acompañarme allá donde yo fuere.

–Permitidme disentir, señor.

–No hay disensión posible. El deber es el deber y el tuyo es para conmigo.

–Dentro de los límites del reino y según las normas de la ley del rey, no os lo discutiría, señor. Es el deber más allá de esos límites lo que quizá se me ocurriría cuestionar.

–¡Holse! ¡Eres un criado! ¡Yo soy un príncipe! Más prudente sería que hicieras lo que se te manda, diablos, incluso aunque fuera yo un humilde gentilhombre sin más propiedad que un fuerte desvencijado, un jamelgo pulgoso y demasiados hijos a su cargo. Como criado de un príncipe (y el príncipe de mayor rango, debería añadir) de la casa real de Hausk... –Ferbin se interrumpió con la voz ahogada de asombro e indignación al toparse con semejante obstinación en un simple sirviente–. ¡Mi padre te habría hecho azotar por esto, Holse, te lo juro! ¡O algo peor! ¡Maldita sea, hombre, soy el rey!

–Señor, ahora estoy con vos y es mi intención permanecer con vos hasta que arribemos a la academia y de ahí hasta el medio de transporte que podáis hallar más allá del que os puedan recomendar. Hasta ese punto y momento permaneceré a vuestro lado, fiel como siempre.

–¡Y así tienes que quedarte, diablos! ¡Ir allá donde yo fuere!

–Señor, habéis de disculparme, pero mi lealtad (en el fondo y tras toda reducción, por así decirlo) es para con el trono más que para con vuestra inestimable persona. Una vez que vos abandonéis los límites más remotos de las conquistas de vuestro padre, a mi entender estoy obligado a regresar a la sede de la autoridad (que yo diría que se encuentra en el palacio real de Pourl, si todos los demás asuntos guardan el debido equilibrio) para allí recibir nuevas instrucciones de, bueno, de quien fuere...

–¡Holse! ¿Es que eres abogado?

–¡El buen Dios me libre, señor!

–Entonces cállate. Tu deber es quedarte conmigo. Y se acabó, no hay más que hablar.

–Mi deber, si me disculpáis, señor, es para con el rey.

–¡Pero es que yo soy el rey! ¿No llevas cuatro días enteros diciéndome que soy el legítimo heredero del trono?

–Señor, perdonad mi franqueza, pero sois un rey sin corona que en estos momentos se aleja con la mayor determinación de su trono.

–¡Sí! ¡Sí, para salvar mi vida! Para buscar ayuda y poder así regresar a reclamar ese trono, si el Dios del Mundo me lo permite. Y señalaría que al hacerlo no hago más que seguir los más insignes precedentes. ¿Acaso el Dios del Mundo no encuentra aquí, en el núcleo de nuestro bendito mundo, un santuario que le permite huir de sus inquietudes? ¿Acaso el propio pueblo sarlo no huyó de la persecución de su mundo natal y escapó aquí, a nuestro querido Sursamen?

–Con todo, señor. Para ser rey hay que cumplir con ciertas expectativas y una es avisar a la gente de que se está vivo.

–¿No me digas? Vaya, vaya –dijo Ferbin, que había decidido ser desdeñoso y sarcástico–. ¿Y me dices eso ahora? ¿Y qué más, se podría preguntar?

–Bueno, señor, para actuar de un modo digno de un rey con respecto a la asunción de las riendas del poder, disputándolas si necesario fuera en lugar de permitir que cayeran en...

–¡Choubris Holse, no querrás darme clases a mí sobre el oficio de rey o sobre mis obligaciones y responsabilidades reales!

–Desde luego que no, señor. Estoy totalmente de acuerdo. Las lecciones son competencia de esos monjes escolásticos hacia los que nos dirigimos. No es algo que os vaya a discutir, señor.

La rowel de Holse roncó como si asintiera. A aquellos animales los habían criado para caminar por la noche y, literalmente, podían caminar dormidos, aunque necesitaban algún que otro empujón para que no se salieran del camino.

–¡Yo decido cuál es mi deber, Holse, no tú! ¡Y mi deber es no permitir que me asesinen aquellos que ya han matado a un rey y no vacilarían en añadir otro, es decir a mí, a su marcador!

Holse levantó la cabeza y miró la inmensidad casi impía de la torre Hicturean, que se alzaba a su izquierda como el destino. El tallo que sostenía el cielo estaba rodeado de laderas cubiertas de hierba y bosques, y su pendiente iba aumentando según se acercaban al borde superior, donde, apilado contra la superficie lisa y misteriosa de la torre, el suelo y el follaje rompían como una ola verde y oscura contra la inmensa redondez pálida del tronco, que refulgía bajo la suave luz roja como el hueso de algún dios muerto mucho tiempo atrás.

Holse se aclaró la garganta.

–Esos documentos en cuya búsqueda vamos, señor. No funcionan en el otro sentido, ¿verdad?

–¿En el otro sentido? ¿Se puede saber a qué te refieres, Holse?

–Bueno, ¿os permitirían viajar al fondo, al núcleo, para ver al Dios del Mundo, señor? –Holse no tenía ni idea de cómo funcionaban esas cosas, nunca se había molestado demasiado con la religión aunque siempre había defendido a la iglesia, al menos de boquilla, para que no se le complicara la vida. Hacía mucho tiempo que sospechaba que el Dios del Mundo era otra especie de ficción conveniente que sujetaba toda la estructura que confirmaba a los ricos y poderosos en sus privilegios–. ¿Para ver si su divinidad podría ayudaros? –Se encogió de hombros–. Nos ahorraría todas las molestias de viajar a la superficie y de allí a las estrellas externas, señor.

–Eso es imposible, Holse –dijo Ferbin con paciencia, intentaba no perder los estribos con todas aquellas tonterías infantiles–. A los oct y (gracias a Dios) a los aultridia se les prohíbe que interfieran con el Dios del Mundo, así que no pueden descender al núcleo. Por tanto, tampoco nosotros. –Podría haber respondido con más detalle pero, tras una inhalación parcial muy poco oportuna de una bolita bien masticada de raíz de crile, sufrió un gran ataque de tos y se pasó buena parte de los siguientes minutos resollando, escupiendo y rechazando los repetidos ofrecimientos de Holse para administrarle una fuerte palmada en la espalda.

La euridicía Hicturean-Anjrinh se asentaba en una colina baja a un día de viaje de la torre Hicturean en dirección a polo cercano, de modo que la gran columna se alzaba casi justo entre la abadía y Pourl. Al igual que la mayor parte de las euridicías, aquel lugar tenía un aspecto imponente, aunque, técnicamente hablando, carecía de fortificaciones. Parecía un castillo largo y bajo sin contramuralla. Tenía dos torreones, pero albergaban telescopios en lugar de cañones. Los muros visibles, de hecho, tenían un aspecto bastante alegre, pintados con todo tipo de colores diferentes, pero a Ferbin le seguían pareciendo bastante lúgubres. Siempre le habían impresionado bastante ese tipo de lugares y la gente que habitaba en ellos. Entregarse a una vida de estudio, pensamiento y contemplación le parecía, bueno, una pérdida de tiempo. Se debatía de continuo entre el desdén que le inspiraba cualquiera que se aislara de todo aquello que hacía divertida la vida solo para perseguir esa abstracción que llamaban sabiduría, y algo parecido al respeto reverencial. Le impresionaba mucho que personas tan inteligentes eligieran de forma voluntaria una existencia tan abstemia.

Era a uno de esos lugares adonde sabía que Djan Seriy habría querido ir si hubiera tenido la libertad de escoger. Que no la había tenido, por supuesto, y además, la Cultura se la había llevado. Algunas de las cartas que había enviado a casa después de irse con ellos hablaban de lugares de estudio que se parecían mucho a las euridicías de Sursamen. Ferbin se había formado la impresión de que su hermana había aprendido mucho. (Demasiado, según la burlona opinión de su padre). Cartas posteriores parecían insinuar que se había convertido en una especie de guerrera, casi una paladina. Al principio les había preocupado la cordura de la antigua princesa, pero las mujeres guerreras tampoco eran algo desconocido. Todo el mundo pensaba que pertenecían al pasado más remoto pero, bueno, ¿quién sabía? Las costumbres de los alienígenas, las razas de los óptimos, sus superiores y mentores, y quién sabía qué otras razas, estaban fuera de su comprensión. Había tantas cosas de la vida que daban vueltas en grandes círculos, en ruedas de buena y mala fortuna, que quizá las mujeres guerreras formaran parte de algún tipo de futuro extraño e incomprensible.

Ferbin esperaba que fuera una guerrera. Si podía llegar hasta ella, o al menos hacerle llegar un mensaje, Djan Seriy quizá pudiera ayudarlo.

La estrella rodante Obor extendía un amanecer lento y reticente a su derecha cuando se acercaron al recinto. Pasaron junto a aprendices de eruditos que abandonaban el complejo de la euridicía para trabajar en los campos, huertas y arroyos que rodeaban el revoltijo de edificios pintados de alegres colores. Los jóvenes los saludaron con la cabeza, les gritaron holas y agitaron sombreros. Ferbin pensó que parecían casi felices.

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