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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (16 page)

Un número creciente de las ciudades de Sarl comenzaba a albergar algo parecido a una euridicía, aunque estas instituciones urbanas ofrecían una instrucción más práctica que las euridicías antiguas, situadas por lo general en lugares remotos y rurales. Muchos mercaderes e incluso algunos nobles estaban empezando a enviar a sus hijos varones a esas academias modernas y Ferbin había oído hablar de una en Reshigue que aceptaba solo chicas. (Aunque eso era en Reshigue y todo el mundo sabía que la gente de esa por suerte lejana ciudad estaba loca).

–Ninguna conexión telegráfica que se vea –señaló Holse mientras observaba el batiburrillo de edificios–. Puede que sea para bien. Veremos.


¿Hmm?
–dijo Ferbin.

Ferbin pocas veces rezaba. Era un defecto, ya lo sabía, pero un defecto muy noble, se decía siempre. Estaba seguro que hasta los dioses debían de tener una paciencia e incluso atención limitadas. Al no rezar él, dejaba el terreno de la corte divina un poco menos concurrido y por tanto más libre para personas más merecedoras y menos afortunadas cuyas plegarias tendrían por tanto, y según esa misma proporción, más posibilidades de ser escuchadas por encima de la algarabía que con toda seguridad debía de llenar la susodicha asamblea. De hecho, se consolaba pensando que, siendo príncipe, se habría dado, por supuesto, prioridad a sus ruegos en la corte de solicitudes del Dios del Mundo (él habría tenido un mayor tono de voz, por así decirlo) y así, con su modesta y humilde ausencia, él hacía más bien del que habría hecho un tipo de importancia más limitada con un sacrificio parecido.

Con todo, el Dios del Mundo estaba allí y (si bien ir a verlo, como había sugerido Holse, era a todas luces ridículo) no cabía duda de que las plegarias se escuchaban. De hecho, a veces se decía que el Dios del Mundo intervenía en los asuntos de la gente, adoptaba la causa de los buenos y justos y castigaba a aquellos que habían pecado. Por lo cual sería con toda seguridad un abandono de sus deberes principescos no rogar a la deidad. E incluso si el dios ya conocía (como no cabía duda de que así era) los terribles acontecimientos que le habían acontecido a Ferbin y que podrían estar a punto de acontecerle al pueblo sarlo en general con un usurpador entre ellos y, de hecho, al cargo de todo, el Dios del Mundo quizá pensara que no podía actuar hasta haber recibido una especie de petición formal por su parte, el rey legítimo. Ferbin no estaba muy seguro de cómo funcionaban esas cosas, ya que nunca había prestado mucha atención en las clases de divinidad, pero tenía la sensación de que tenía que ser algo así.

–Dios bendito, Dios del Mundo. Apóyame en mi causa, permíteme escapar de mis perseguidores si, esto, suponiendo que haya perseguidores. Y si no, entonces permite que siga sin haber ninguno. Ayúdame a salir de este mundo y a encontrar a Xide Hyrlis y a mi querida hermana Djan para que ella pueda socorrerme. No permitas que la aparten de su hermano los lujos y, eh, exuberancias del pueblo de la Cultura. Por favor, Dios, haz caer las más terribles y fétidas tribulaciones y humillaciones sobre el inmundo usurpador Tyl Loesp, que mató a mi padre. ¡Ese sí que es un malvado pestilente, Dios! ¡Es un monstruo con forma de hombre! Debes de haber visto lo que ocurrió, Dios, y si no, mira en mi memoria y lo verás grabado allí a fuego, ardiendo y clavado para siempre, ¿acaso ha habido crimen más horrendo? ¿Qué espantoso delito se ha cometido alguna vez entre tus cielos que pueda superar a esa atrocidad?

Ferbin se dio cuenta de que se estaba quedando sin aliento y tuvo que parar para serenarse.

»Dios, si lo castigas de la formo más severa, me regocijaré. Y si no, entonces lo tomaré como una señal segura y certera de que no le concedes ni siquiera el honor de un castigo divino sino que dejas su pena a la mano humana. Esa mano quizá no sea la mía (yo soy, como vuestra eminente persona sabe, más un hombre de paz que de acción) pero será a instigación mía, lo juro, y será una gran torre de angustia y desesperación bajo la que sufrirá ese malnacido. Y los otros, todos los que lo ayudaron, todos ellos también. ¡Lo juro, sobre el cuerpo violentado de mi amadísimo padre! –Ferbin tragó saliva y después tosió–. Sabes que pido esto por mi pueblo, no por mí, Dios. Yo nunca he querido ser rey aunque aceptaré esa carga cuando recaiga sobre mí. Elime, él debería haber sido el rey. U Oramen, que podría ser un buen rey algún día. Yo... yo no sé si se me daría muy bien. Jamás he estado muy seguro. Pero, señor, el deber es el deber.

Ferbin se secó unas lágrimas de los ojos que había apretado.

»Gracias por escuchar, mi Dios. Ah, y también me gustaría pedirte que hicieras que el idiota de mi criado viera cuál es su auténtico deber e hicieras que se quedara conmigo. Yo carezco de la habilidad para sortear las vulgaridades básicas de la vida que tiene él y, por mucho que sea un granuja amigo de las discusiones, hace que el viaje me resulte más fácil. Apenas me he atrevido a perderlo de vista desde que comenzó a preocuparme que pudiera huir y no quiero pensar lo abrumador que sería mi camino sin él. Por favor, permite también que el erudito mayor, un tal Seltis, se muestre bien dispuesto hacia mí y no recuerde que fui yo el que le puso las tachuelas en la silla aquella vez, o el gusano en la empanada en aquella otra ocasión. En realidad fueron dos veces, ahora que lo pienso. En cualquier caso, permite que tenga uno de esos permisos de viaje para las torres y que no le importe dejármelo para que yo pueda salir de aquí. ¡Concédeme todo esto, Dios del Mundo y por la vida de mi padre te juro que construiré un templo dedicado a tu grandeza, misericordia y sabiduría, que podrá desafiar a las propias torres!
Umm...
Vale. Con todo mi... eh, bueno, eso es todo. –Ferbin se sentó un momento, abrió los ojos y después los cerró y volvió a hincar una rodilla en el suelo–. Ah, y gracias.

Le habían asignado una pequeña celda en la euridicía cuando llegaron y se anunciaron como un caballero de paso y su asistente (un título, un ascenso incluso, en el que Holse había insistido) que solicitaban una audiencia con el erudito mayor. A Ferbin le pareció raro que lo trataran como a una persona normal. En cierto sentido era casi divertido pero también era un poco humillante e incluso molesto, a pesar de que bien podría ser ese disfraz de normalidad lo único que lo mantenía con vida. Que le pidieran que esperara mientras todos los demás salvo su padre siempre habían encontrado tiempo para verlo también era una experiencia novedosa. Bueno, no tan novedosa, quizá; ciertas damas que él conocía tenían cierta tendencia también a emplear esas tácticas. Pero esa era una espera deliciosa aunque, en su momento, le había parecido intolerable. Aquello no tenía nada de delicioso, era frustrante.

Se sentó en la pequeña plataforma de dormir que había en la diminuta habitación y miró a su alrededor, el espacio desnudo y apenas amueblado, y contempló por un instante el paisaje que se extendía hasta la torre Hicturean. La mayor parte de las ventanas de las euridicías tenían vistas de las torres si podían. Después se miró la ropa, robada a un muerto. Se estremeció y se estaba abrazando cuando alguien golpeó la puerta con estrépito y casi antes de que pudiera decir «Adelante», Choubris Holse ya se había metido en la habitación con aspecto vacilante y la cara colorada.

–¡Señor! –dijo Holse, después pareció serenarse, se irguió y esbozó un asentimiento que podrían haber sido los restos de una reverencia. Olía a humo–. El erudito mayor os recibirá ahora, señor.

–Allí estaré de inmediato, Holse –dijo Ferbin y después, al recordar que se suponía que el Dios del Mundo ayudaba a aquellos más dados a ayudarse así mismos, un tratado que era obvio que Holse seguía, añadió–: Gracias.

Holse frunció el ceño y lo miró con expresión confusa.

–¡Seltis! ¡Mi querido y viejo amigo! ¡Soy yo! –Ferbin entró en el despacho del erudito mayor de la euridicía Hicturean-Anjrinh y abrió los brazos. El anciano de las túnicas escolásticas ligeramente gastadas se encontraba sentado al otro lado de un amplio escritorio cubierto de papeles y parpadeaba detrás de unas gafitas redondas.

–Que lo sois, señor, es una de las grandes verdades innegables de la vida –respondió–. ¿Solicitáis acaso un puesto cuando pronunciáis semejantes perogrulladas y afirmáis que son profundas?

Ferbin miró a su alrededor para asegurarse de que el erudito sirviente que le había abierto había cerrado la puerta tras él. Después sonrió y se acercó a la mesa del erudito mayor con los brazos todavía abiertos.

–¡No, Seltis, quiero decir que soy yo! –Bajó la voz–. Ferbin. El que en otro tiempo fue tu alumno más exasperante pero todavía espero que también el más amado. Debes perdonarme el disfraz y me alegro de que sea tan eficaz pero puedo asegurarte que soy yo. ¡Hola, viejo amigo y mi más sabio tutor!

Seltis se levantó con una expresión algo maravillada y un tanto incierta en el rostro marchito antes de hacer una pequeña reverencia.

–Por Dios, pero si creo que podríais ser. –Su mirada buscó algo en el rostro de Ferbin–. ¿Cómo estás, muchacho?

–Ya no soy un muchacho, Seltis –dijo Ferbin mientras se ponía cómodo a un lado del escritorio, en una pequeña ventana salediza. Seltis permaneció junto a su escritorio, mirando a su antiguo alumno por encima de un pequeño carrito lleno de libros. Ferbin dejó que una expresión seria, incluso atormentada, cubriera sus rasgos–. Más bien un joven, viejo amigo, y un joven feliz y despreocupado hasta hace solo unos días. Querido Seltis, vi a mi propio padre asesinado en la más obscena de las circunstancias...

Seltis pareció alarmarse y levantó una mano. Le dio la espalda a Ferbin y dijo algo.

–Munhreo, déjanos, por favor.

–Sí, erudito mayor –dijo otra voz y para cierto horror de Ferbin un joven vestido con las túnicas de un erudito de menor rango se levantó de un escritorio pequeño repleto de papeles situado en un vano de la habitación y, con una mirada fascinada hacia Ferbin, se dirigió a la puerta.

–Munhreo –le dijo el erudito mayor al joven cuando estaba abriendo la puerta. El joven erudito se dio la vuelta–. No has oído nada, ¿me entiendes?

El joven erudito hizo una pequeña reverencia.

–Desde luego, señor.

–Ah. Ese debe de estudiar el arte de la ocultación, ¿eh? –dijo Ferbin con tono incómodo cuando se cerró la puerta.

–Es digno de confianza, creo –dijo Seltis. Acercó su sillón y se sentó junto a Ferbin sin dejar de estudiar su rostro–. Recuérdame algo, el ayudante que yo tenía en palacio, ¿quién habría sido?

Ferbin frunció el ceño e hinchó los carrillos.

–Oh. No sé. Un chaval jovencito. No recuerdo su nombre. –Esbozó una gran sonrisa–. Lo siento.

–¿Y pude implantar el nombre de la capital de Voette lo bastante bien en tu cerebro como para que echara raíces?

–Ah. Voette. Una vez conocí a la hija de un embajador de allí. Una chica encantadora. Era de... ¿Nottle? ¿Gottle? ¿Dottle? Algo así. ¿Es eso?

–La capital de Voette es Wiriniti, Ferbin –dijo Seltis con tono cansado–. Y ya estoy convencido de que eres quien dices que eres.

–¡Estupendo!

–Bienvenido, señor. Debo decir, sin embargo, que nos habían informado que habíais muerto, mi príncipe.

–Y si los deseos de ese zurullo asesino e intrigante de Tyl Loesp pudieran cumplirse, lo estaría, viejo amigo.

Seltis lo miró, alarmado.

–¿El nuevo regente? ¿Cuál es la causa de ese odio?

Ferbin le relató las partes fundamentales de su historia desde el momento en que él y su grupo habían coronado la cresta Cherien y contemplaban el gran campo de batalla. Seltis suspiró, se limpió las gafas dos veces, se arrellanó en el sillón, volvió a adelantarse, en cierto momento se levantó, rodeó el sillón, miró por la ventana y se sentó de nuevo. También sacudió la cabeza unas cuantas veces.

–Y por ello aquí estamos yo y mi poco fiable criado para pedirte ayuda, mi querido Seltis, en primer lugar para hacerle llegar un mensaje a Oramen y también para ayudarme a salir del Octavo y del propio gran mundo. Debo advertir a mi hermano y buscar a mi hermana. A eso me he visto reducido. Mi hermana lleva muchos años con esos óptimos de la Cultura y, según su propio relato, ha aprendido tales cosas que hasta a ti te parecerían impresionantes. Es posible incluso que se haya convertido en una especie de guerrera, por lo que he entendido. En cualquier caso, podría tener (o podría invocar) poderes e influencias que yo no puedo. Ayúdame a llegar a ella, Seltis y ayúdame a advertir a mi hermano y mi gratitud, te lo juro, será grande. Soy el rey legítimo aunque no sea el monarca ungido; mi ascensión formal se producirá en el futuro, como futura será tu recompensa. Incluso así, alguien tan sabio y erudito como tú comprende sin duda incluso mejor que yo el deber que un súbdito le debe a su soberano. Confío que comprenderás que no te pido más de lo que tengo derecho a esperar.

–Bueno, Ferbin –dijo el viejo erudito mientras se acomodaba en su sillón y se quitaba otra vez las gafas para inspeccionarlas–. No sé qué sería más desconcertante: que todo lo que has dicho sea verdad o que tus habilidades para la composición de obras ficticias hubieran mejorado de repente un millón de veces. –Volvió a ponerse las gafas y continuó:– A decir verdad, preferiría que lo que dices no fuera cierto. Preferiría creer que no has tenido que presenciar lo que has presenciado, que tu padre no ha sido asesinado y que nuestro regente no es un monstruo, pero creo que tengo que creer que todo lo que afirmas es verdad. Recibe mi más sentido pésame, Ferbin, lo siento más de lo que puedo expresar. Pero en cualquier caso, espero que entiendas que lo más conveniente es que intente restringir tu estancia aquí al mínimo imprescindible. Desde luego que haré todo lo que pueda para ayudarte en tu camino y enviaré a uno de mis tutores de mayor rango para que le lleve un mensaje a tu hermano.

–Gracias, viejo amigo –dijo Ferbin, aliviado.

–Sin embargo, deberías saber que hay rumores contra ti, Ferbin. Se dice que desertaste del campo de batalla poco antes de tu muerte y muchos otros crímenes, grandes y pequeños, domésticos y sociales, se están acumulando sobre ti ahora que se cree que estás muerto.

–¿Qué? –gritó Ferbin.

–Lo que he dicho –dijo Seltis–. Intentan, por lo que parece, que no se te eche de menos y quizá, si sospechan que no estás muerto, hacer que sea más probable que te traicione cualquiera al que reveles tu presencia. Ten mucho cuidado, joven que fue niño y príncipe que espera ser rey.

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