–Iniquidad tras infamia –jadeó Ferbin, al que se le había secado la boca al hablar–. Injusticia que multiplica el ultraje. Intolerable. Intolerable. –Una cólera terrible comenzaba a invadirlo y le hacía temblar las manos. Se quedó mirando los dedos temblorosos y se maravilló ante semejante efecto físico. Tragó saliva y miró a su antiguo tutor con lágrimas en los ojos–. Déjame decirte, Seltis, que cada vez que siento que mi cólera ya no podría crecer más, tras haber alcanzado el límite más extremo de lo que es posible que soporte un hombre, me impulsa a alcanzar profundidades mayores de esta furia indecente la siguiente acción de ese incalificable charco de excrementos que es Tyl Loesp.
–Habida cuenta de todo lo que dices –dijo Seltis mientras se levantaba–, no es algo que haya de maravillarnos. –Se acercó entonces a una cinta que colgaba junto al muro, detrás de su escritorio–. ¿Quieres beber algo?
–Un poco de vino respetable no me vendría mal –dijo Ferbin con la cara iluminada–. Mi criado prefiere una sustancia con la que se dudaría en lavarle el culo a un rowel.
Seltis tiró de la cinta. A lo lejos resonó un
gong.
Después regresó y se sentó otra vez con el príncipe.
–He de entender que deseas que te recomiende a los oct, para un entorreamiento, para que te transporten a la superficie.
–Como se llame –dijo Ferbin con impaciencia; se había echado un poco hacia delante en la silla–. Sí. Como es natural, en teoría hay prerrogativas reales que podría utilizar, pero eso sería un suicidio. Con un pase tuyo quizá podría eludir a los espías e informadores de Tyl Loesp.
–Hay algo más que solo espías e informadores; existe la posibilidad al menos de que sea el ejército entero e incluso todo el pueblo –dijo Seltis–. Todo el mundo, creyéndose súbditos leales, se volverán contra aquel al que deberían ser leales.
–Dices bien –respondió Ferbin–. Debo confiar solo en mi propio ingenio y en el de mi exasperante pero astuto criado.
Seltis parecía preocupado, pensó Ferbin.
Apareció un criado en la puerta y pidieron el vino. Cuando se volvió a cerrar la puerta, Ferbin se inclinó hacia delante y se dirigió al erudito mayor con tono solemne.
–Le he rezado al Dios del Mundo, mi buen Seltis.
–Eso no puede hacer ningún daño –dijo el erudito mayor, que no por eso parecía menos preocupado.
Alguien dio unos fuertes golpes en la puerta.
–¡Adelante! –exclamó Seltis–. Las cocinas no suelen ser por lo general tan...
Choubris Holse irrumpió en la habitación, saludó con un breve asentimiento al erudito mayor y después se dirigió a Ferbin.
–Señor, me temo que nos han descubierto.
Ferbin se puso en pie de un salto.
–¿Qué? ¿Cómo?
Holse miró a Seltis sin saber qué hacer.
–Un erudito bajito en el tejado, señor; le envió un heliograma a una patrulla que pasaba y hay tres caballeros en caudes que acaban de aterrizar.
–Munhreo –dijo el erudito mayor, que también se había puesto en pie.
–¿Quizá solo están de... visita? –sugirió Ferbin.
–Dadas las circunstancias, hay que suponer lo peor –le dijo Seltis mientras se acercaba a su escritorio–. Será mejor que os vayáis. Intentaré retenerlos todo el tiempo que pueda.
–¡Jamás los dejaremos atrás con nuestras monturas! –protestó Ferbin–. Seltis, ¿tenéis aquí alguna bestia voladora?
–No, Ferbin. No tenemos ninguna. –El erudito mayor sacó una llave pequeña de un cajón, apartó de una patada una alfombra que tenía detrás del escritorio, junto a la pared, se arrodilló con un gruñido sobre las tablas de madera, abrió una pequeña portezuela que tenía en el suelo y sacó dos gruesos y pesados sobres grises que alguien había cerrado a cal y canto con unas finas bandas metálicas. Abrió una solapa en cada paquete y escribió a toda prisa sus nombres, después los cerró con el sello de la euridicía.
–Toma –le dijo a Ferbin al darle los sobres–. Torre D'neng-oal. El administrador de la torre es un tal Aiaik.
–Ake –dijo Ferbin.
Seltis chasqueó la lengua y le deletreó el nombre.
»Aiaik –dijo Ferbin–. Gracias, Seltis. –Después se dirigió a su criado–. Holse, ¿qué vamos a hacer?
Holse parecía angustiado.
–He tenido, muy a mi pesar, una idea, señor.
Los tres caudes estaban atados a una argolla que había en el tejado plano del edificio principal de la euridicía. Se había reunido una pequeña multitud compuesta en su mayor parte por eruditos jóvenes y sirvientes que habían acudido a contemplar con la boca abierta a las grandes bestias aéreas que se habían acomodado en cuclillas en el tejado y estaban masticando tan contentas lo que fuera que les hubieran puesto en los morrales y que daban la sensación, con cierto grado de desdén incluso, de no estar haciendo ningún caso de la multitud que los rodeaba. Un viento cálido y racheado les agitaba las crestas y hacía ondear las chillonas mantas que llevaban bajo las alforjas. Ferbin y Holse subieron corriendo los escalones y cruzaron el tejado.
–¡Abrid paso! –gritó Holse, atravesando a zancadas la multitud. Ferbin se irguió todo lo alto que era y caminó con grandes zancadas y el mismo gesto viril, con una expresión que pretendía ser arrogante en el rostro.
–¡Sí! ¡Fuera de mi camino! –chilló.
Holse apartó a un par de jóvenes eruditos con la palma de la mano y después señaló a otro.
–¡Tú! Desata a las bestias. Solo a dos. ¡Venga!
–Sus jinetes me ordenaron que las vigilara –protestó el joven.
–Y yo te estoy diciendo que las desates –dijo Holse desenvainando su espada corta.
Qué vida tan protegida debían de llevar allí, pensó Ferbin cuando el jovencito abrió unos ojos como platos y empezó a manosear las riendas de una de las bestias. ¡Asombrado de ver un caude e impresionado cuando alguien sacaba una espada!
–¡Tú! –le gritó Holse a otro joven–. Ayúdalo.
Ferbin se sintió bastante orgulloso de Holse, si bien también un poco envidioso. Incluso resentido, admitió para sí. Ojalá él pudiera hacer algo dinámico, o al menos útil. Miró a las veinte caras o así que lo observaban e intentó recordar el aspecto que tenía el escolar llamado Munhreo.
–¿Está aquí Munhreo? –dijo en voz muy alta, interrumpiendo una docena de conversaciones murmuradas.
–Señor, se fue con los caballeros –dijo una voz. Se reanudaron las conversaciones. Ferbin les echó un vistazo a las escaleras que llevaban al tejado.
–¿Quién es aquí el que tiene más rango? –bramó.
Se intercambiaron miradas. Un momento después se adelantó un erudito alto.
–Yo.
–¿Eres consciente de lo que es esto? –preguntó Ferbin mientras se sacaba los dos gruesos sobres de la chaqueta. Más ojos como platos y algunos asentimientos–. Si eres leal a tu erudito mayor y tu rey legítimo, vigila esa escalera con tu vida. Asegúrate de que nadie más sube por ahí y que nadie deja el tejado tampoco, hasta que nos hayamos ido.
–Señor. –El erudito alto en un principio pareció vacilar pero después cogió a un par de sus compañeros y fue a colocarse junto a los escalones.
–El resto, por favor tened la bondad de poneros allí –dijo Ferbin al tiempo que indicaba la otra esquina del tejado. Hubo unos cuantos murmullos, pero los eruditos obedecieron. Ferbin se dio la vuelta. Holse estaba quitándole el morral a uno de los caudes. Vació el morral de un papirotazo mientras la criatura protestaba con lloriqueos, le dio la vuelta al caude para que quedara mirando el borde más cercano del tejado y después echó a toda prisa el morral vacío sobre la cabeza de la bestia.
–Haced lo mismo con la otra, ¿queréis, señor? –le pidió a Ferbin mientras se acercaba al caude que seguía atado–. Aseguraos que mira en el mismo sentido que ese.
Ferbin hizo lo que le habían pedido, empezaba a entender por qué. Se estaba poniendo malo. Los dos caudes que tenían los morrales sobre la cabeza habían posado la cabeza como animalitos buenos en la superficie del tejado y quizá ya estuvieran dormidos.
Holse acarició al tercer caude, le dio unos golpecitos en el morro y le murmuró al tiempo que acercaba la espada corta a su largo cuello. Después le rebanó la garganta con un corte seco y profundo, la criatura se echó hacia atrás con una sacudida, tiró de las riendas atadas y cayó hacia atrás, extendió un poco las alas y después las volvió a plegar, pateaba con las largas patas y después (ante los gritos escandalizados de varios de los eruditos), se quedó muy quieto, con la sangre oscura formando charcos en el pavimento polvoriento del tejado.
Holse limpió la sangre de la espada, la envainó y pasó con zancadas firmes junto a Ferbin. Les quitó los morrales a los dos caudes supervivientes, estos levantaron la cabeza y emitieron unos gruñidos profundos con las grandes bocas.
–Subíos, señor –le dijo–. E intentad evitar que vea al muerto.
Ferbin montó en el caude más cercano, se acomodó en la profunda silla y se ató bien el cinturón mientras Holse hacía lo mismo en el otro. Ferbin se estaba abotonando la chaqueta cuando su caude dobló el largo y correoso cuello y lo miró con lo que podría haber sido una expresión confusa, quizá porque había caído en la cuenta de que tenía un jinete diferente al que estaba acostumbrado. Los caudes eran unos animales fabulosamente estúpidos, la inteligencia se les había ido eliminando al tiempo que se les reforzaba la obediencia y la resistencia. Ferbin jamás había oído hablar de un caude al que hubieran adiestrado para que aceptara un solo jinete. Dio unas palmaditas en la cara de la bestia y estiró las riendas, después le azuzó los costados con los pies y consiguió que se levantara sobre sus grandes patas largas y que abriera un poco las alas con un crujido seco. De repente se alzaba sobre aquella colección de eruditos sorprendidos y escandalizados.
–¡Listo! –gritó Holse.
–¡Listo! –chilló Ferbin.
Azuzaron a los caude, que se adelantaron hasta el borde del tejado. Los animales saltaron al parapeto y con aquel mismo movimiento que casi deja sin aliento a sus jinetes se lanzaron al aire justo cuando comenzaron a resonar unos gritos en la escalera del otro extremo del tejado. Ferbin dio un alarido, en parte de miedo y en parte de emoción, cuando las grandes alas se abrieron con un sonido seco y él y el caude empezaron a caer hacia un patio enlosado una media docena de pisos más abajo, con el aire rugiendo en sus oídos. El cande empezó a salir del picudo y su jinete se hundió un poco más en la silla, el viento chillaba a su alrededor y pudo vislumbrar por un momento a Holse a su lado, muy serio y apretando las riendas con las manos al tiempo que se estabilizaban en el aire y las bestias gigantes daban el primer aleteo. Tras ellos se oyeron unos estallidos lejanos que podrían haber sido disparos. Algo pasó zumbando entre su caude y el de Holse, pero para entonces ya estaban alejándose entre aleteos de la euridicía y sobrevolando campos y arroyos.
S
e celebró una recepción en una gran salita del palacio después del funeral de estado del fallecido rey y tras haberlo internado en el mausoleo familiar de los Hausk, que se encontraba a cierta distancia, fuera de las murallas de la ciudad, en el extremo de polo lejano. Había llovido desde por la mañana y el día seguía siendo oscuro tras las altas ventanas de la gran sala. Cientos de velas ardían junto a muros espejados. El rey había instalado en los últimos tiempos lámparas que consumían luz pétrea y otras con electricidad voltaica para iluminar, pero ambos sistemas habían resultado problemáticos en su aplicación y Oramen se alegró de ver las velas. Arrojaban una luz más suave y la sala no apestaba a los gases nocivos que emitían los otros tipos de lámparas.
–¡Fanthile! –dijo Oramen al ver al secretario de palacio.
–Señor. –Fanthile, con sus galas más formales, todas ellas ribeteadas por el rojo del luto, le hizo una profunda reverencia al príncipe–. Este es el más triste de los días, señor. Debemos esperar que marque el final de los más tristes de los tiempos.
–Mi padre no lo hubiera querido de otro modo. –Oramen vio a un par de los ayudantes de Fanthile esperando tras él, prácticamente saltaban de un pie a otro como niños que necesitaran ir al baño, y sonrió–. Creo que os necesitan, Fanthile.
–Con vuestro permiso, señor.
–Por supuesto –dijo Oramen y dejó que Fanthile fuera a disponer lo que hubiera que disponer. Suponía que aquel era un día de mucho trabajo para el tipo. Por su parte, él se conformaba con quedarse allí y mirar.
A Oramen le pareció que el ambiente en aquel gran espacio lleno de ecos era casi de alivio. No hacía mucho tiempo que había desarrollado cierta sensibilidad para cosas como el ambiente de una habitación. Por asombroso que fuera, era algo que Ferbin había estado decidido a enseñarle. Antes, Oramen había tendido a desdeñar eso tan abstracto de «el ambiente» como si no tuviera demasiada importancia; cosas de las que los adultos hablaban por falta de algo que realmente mereciera la pena comentar. Pero ya sabía que eso no era así y era consciente que si medía su propio humor subyacente, podía intentar calibrar el tenor emocional de una reunión como aquella.
A lo largo de los años, Oramen había aprendido mucho de su hermano mayor. Sobre todo cosas como la forma de evitar palizas, que los tutores se tiraran de los pelos, que prestamistas escandalizados le pidieran a tu padre fondos para pagar deudas de juego, que te vieran padres y maridos encolerizados que exigían una satisfacción, ese tipo de cosas. Pero el del ambiente era un ejemplo en el que Ferbin había tenido una lección de verdad que enseñarle a su hermano pequeño, en lugar de limitarse a ilustrar las cosas con su mal ejemplo.
Ferbin le había enseñado a Oramen a escuchar sus propios sentimientos en tales situaciones. Cosa que no había sido nada fácil. Oramen se sentía muchas veces abrumado en entornos sociales complicados y había llegado a creer que sentía cada emoción que se podía sentir en tales momentos (de modo que unas se anulaban a otras) o bien no sentía ninguna en absoluto. En cualquier caso, el resultado era que se quedaba allí plantado, o sentado, o, bueno, se quedaba allí, en la ceremonia o reunión en la que tenía que hacer acto de presencia, en un estado que se podía llamar catatónico; se sentía totalmente indiferente y aislado, una pérdida de tiempo para él y una vergüenza para los demás. Nunca había sufrido demasiado por culpa de esa ligera incapacidad social, uno podía ser casi como le diera la gana si se era el hijo del rey, como Ferbin parecía haber pasado la mayor parte de su vida intentando demostrar. Sin embargo, ese tipo de incidentes habían terminado por molestarlo y había sabido que solo irían en aumento a medida que se fuera haciendo mayor y (aun siendo solo el príncipe más joven) se esperase de él que comenzara a tomar parte más activa en las ceremonias y actos sociales de la corte.