Materia (53 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Djan Seriy aceleró y giró a la izquierda para evitar una corriente de proa, encontró una corriente de popa muy útil, rodeó una serie de hábitats largos y bulbosos como enormes frutos colgantes y después se dirigió sin dudar hacia un alto racimo de esferas de color negro verdoso de entre diez y treinta metros de anchura que colgaban en el aire como hebras enormes de algas. Desconectó la unidad de propulsión y entró nadando en una de las esferas más grandes a través de un círculo plateado de un par de metros de diámetro, después dejó que el agua que salía la posara en el suelo suave y húmedo. Había regresado a la gravedad. A medida que exploraba aquella inmensa nave espacial pasaba más tiempo en un medio acuático que en cualquier otro, incluso cuando dormía. Era el quinto día que pasaba a bordo y solo le quedaban otros cuatro. Y había tantas cosas que ver.

El traje, que hasta ese momento le ceñía el cuerpo casi como una capa de pintura, se encrespó de inmediato, obligó al agua a desprenderse y asumió el aspecto de algo que cualquier joven dama de la buena sociedad decidiría ponerse en un entorno no acuático. Djan se metió el collar de agallas en un bolsillo y (cuando la parte de la cabeza del traje bajó con un movimiento fluido para adoptar la forma de un atractivo cuello de volantes) conectó un pendiente para activar un campo estático temporal. Con eso se arregló el pelo que era, ese día, rubio. Se dejó puesta la fina película ocular. Le parecía que le quedaba bien, que le daba un aspecto vagamente pirata.

Djan Seriy atravesó el campo adherente y entró en el Salón 303 para Alienígenas, donde la música se ponía muy alta y el aire estaba lleno de incienso y del humo de las drogas.

La fue a recibir enseguida una pequeña nube de criaturas diminutas de colores brillantes, como pajaritos, arrojados cada uno por alguno de los clientes del bar. Algunos cantaban canciones de bienvenida, otros batían mensajes estroboscópicos en sus alas calinosas y unos cuantos le lanzaron mensajes de aromas. Esa parecía ser la última moda para recibir a los recién llegados al Salón 303 para Alienígenas. A veces aquellas criaturitas voladoras llevaban notas o pequeños paquetes de narcóticos o declaraciones de amor, o quizá empezaban a declamar insultos, frases ingeniosas, epigramas filosóficos u otros mensajes. Por lo que había entendido Djan Seriy, se suponía que era divertido.

Esperó hasta que la nube de criaturitas revoloteadoras comenzó a disiparse sin dejar de pensar un instante en lo fácil que habría sido aplastar, coger y espachurrar a todas y cada una de las veintiocho formitas que piaban a su alrededor si hubiera contado con todas sus capacidades. Cogió del aire a la última en llegar de aquellas criaturas y miró con severidad al humanoide de aspecto anciano y piel violeta que la había lanzado.

–Esto es suyo, señor –dijo al pasar junto a su mesa. El hombre murmuró una respuesta. Había otros cerca que la llamaban. Los parroquianos del 303 eran sociables y no tardaban en hacer amigos. A ella ya la consideraban una cliente habitual después de solo tres visitas. Rechazó varios ofrecimientos de compañía y alejó con un movimiento de la mano el humo especialmente denso y acre de alguna droga; el 303 era una especie de garito para colgados humanoides de amplio espectro.

Saludó a unas cuantas personas mientras se acercaba a la barra circular que había en medio del salón y que resplandecía en aquel espacio oscurecido como un halo gigante.

–¡Shjan! ¡Esyás aquí! –gritó Tulya Puonvangi, que era lo que se podría llamar el embajador de la Cultura en el
Inspiración, fusión, punto final. A
Djan Seriy aquel hombre le parecía lo mismo que aquella moda de las criaturitas voladoras: inmaduro y un tanto molesto. Se había presentado poco después de la llegada de Djan y desde entonces había hecho todo lo posible por convertirse en una molestia. Puonvangi era un hombre obeso, rosado, calvo y de aspecto básicamente humano salvo por dos incisivos largos y con aspecto de colmillos que le distorsionaban el lenguaje (por ejemplo, era incapaz de pronunciar el sonido duro de la «d» de su nombre). Además tenía un ojo en la nuca que afirmaba poder utilizar pero que, al parecer, en realidad no era más que una afectación. Con frecuencia, como en ese momento, lo llevaba cubierto por un parche, aunque el susodicho parche (una vez más, como en ese momento) solía ser transparente. También tenía (como le había contado a Djan Seriy en su primer encuentro tras un periodo de tiempo sorprendentemente corto) unos genitales alterados con exquisitez que se había ofrecido a mostrarle y a lo que Djan había objetado.

–¡Hola, queyida! –le dijo Puonvangi mientras la sujetaba por los codos y la acercaba para darle un beso en las mejillas. Djan se lo permitió, aunque permaneció rígida e insensible. El hombre olía a mar, a fruta acre y a un aroma dulce y desvergonzadamente psicotrópico. Llevaba una ropa suelta, voluminosa, que ondeaba con suavidad y mostraba escenas de pornografía humanoide a cámara lenta. Llevaba las mangas subidas y Djan pudo ver por las finas líneas grabadas que resplandecían con fiereza en sus antebrazos que había estado usando unas drogas tatuaje. El embajador la soltó–. ¿Cómo esyás? ¡Esyás yan yayiante como siempre! ¡Aquí yienes al joven que queyía que conocieyas! –Señaló al joven de miembros largos que estaba sentado a su lado–. Shjan Sheree Ayapian, esye es Kra'syi Kruike. ¡Kra'syi, yi hola!

El joven parecía avergonzado.

–Encantado –dijo con una voz queda y profunda y un acento delicioso. Tenía una piel que resplandecía con suavidad, de un color que estaba entre el bronce profundo y un verde muy oscuro y una mata de cabello negro brillante y lleno de rizos. Vestía unos pantalones de un corte perfecto, totalmente negros y ceñidos y una americana corta. Su rostro era bastante largo, con una nariz más bien plana y unos dientes normales pero muy blancos y su expresión, bajo los ojos entornados, era insegura, divertida, quizá un poco cauta aunque modulada por lo que parecía una sonrisa permanente. Tenía arrugas de reírse, lo que hacía que alguien de aspecto por otro lado tan joven pareciera extrañamente vulnerable. Lucía unas cejas cortadas con forma de galón y un bigote que parecía una novedad reciente y que no estaba muy seguro que funcionara. Tenía los ojos oscuros, moteados de pintas doradas.

Era tan atractivo que resultaba casi insoportable y por tanto, Djan Seriy había adoptado de forma natural lo que ella consideraba su nivel más alto de alerta.

–Yo soy Djan Seriy Anaplian –le dijo–. ¿Cuál es la pronunciación correcta de su nombre?

El joven sonrió y miró con gesto de disculpa a Puonvangi, que esbozaba una sonrisa radiante y agitaba las cejas.

–Klatsli Quike –le dijo.

Djan asintió.

–Es un placer conocerle Klatsli Quike –dijo. Después se sentó en el taburete que había en el lado contrario del joven, con lo que este quedó entre ella y Puonvangi, que pareció decepcionarse, aunque solo por un momento. El embajador dio una fuerte palmada en la barra con una mano que llevó a una unidad de servicio a su lado con un zumbido rápido sobre los brillantes raíles tendidos por el otro lado de la barra.

–¡Bebiyas! ¡Cigayos! ¡Yragos! ¡Incisiones!

Djan Seriy accedió a tomar algo para hacerle compañía a Puonvangi. Quike encendió una pequeña pipa de una hierba de aroma fabuloso, pero solo por el aroma, ya que no tenía ningún efecto narcótico conocido, aunque el olor era casi tan embriagador como cualquier droga. Puonvangi pidió un par de agujas de drogas tatuaje y (cuando tanto Djan Seriy como Quike rechazaron acompañarlo) se raspó cada brazo con una, desde la muñeca al codo. Las líneas de la droga brillaron con tanta fuerza al principio que le colorearon de verde la cara rosada. El embajador suspiró, se recostó en su alto sillón, exhaló y cerró los ojos antes de quedarse inerte.

–¿Es usted de Sursamen? –dijo Quike mientras su anfitrión disfrutaba de su primer subidón. Era casi como si se disculpara, como si no debiera saberlo.

–Así es –dijo Djan–. ¿Lo conoce?

–Más o menos. Los mundos concha son uno de mis temas favoritos. Los estudio. Me parecen fascinantes.

–No es el único.

–Lo sé. De hecho, me parece desconcertante que no todo el mundo los encuentre fascinantes.

Djan Seriy se encogió de hombros.

–Hay muchos sitios fascinantes.

–Sí, pero los mundos concha son algo especial. –El joven se llevó la mano a la boca. Dedos largos. Quizá se estuviera ruborizando–. Lo siento. Usted ha vivido allí. No hace falta que le diga lo fabulosos que son.

–Bueno, para mí es, era, mi casa. Cuando se crece en un sitio, por muy exótico que les pueda parecer a los demás, sigue siendo donde ocurren todas las banalidades e indignidades de la infancia. La norma siempre es tu casa. Es lo demás lo que es maravilloso.

Djan bebió un poco y el joven fumó de su pipa por un momento. Puonvangi exhaló un profundo suspiro sin abrir los ojos.

–¿Y usted? –dijo Djan al recordar que debía ser educada–. ¿De dónde es usted? ¿Me permite preguntarle su nombre completo?

–Astle-Chulinisa Klatsli P. C. Quike dam Uast.

–¿«P. C»? –preguntó Djan–. ¿Las letras «p» y «c»?

–Las letras «p» y «c» –confirmó Quike con un pequeño asentimiento y una sonrisa traviesa.

–¿Significan algo?

–Así es. Pero es un secreto.

Djan lo miró con aire incierto.

El joven se echó a reír y abrió los brazos.

–He viajado mucho, señorita Seriy, soy un nómada. Soy mayor de lo que parezco, he conocido a mucha gente y dado, compartido y recibido muchas cosas. He estado en la mayor parte de los sitios, a cierta escala. He pasado tiempo con todos los involucrados importantes, he hablado con dioses, compartido pensamientos con los sublimados y saboreado, hasta el punto en que puede hacerlo un humano, parte de la alegría de lo que las mentes llaman el espacio de diversión infinita. No soy la persona que era cuando adopté mi nombre completo y ya no se me puede definir solo por eso. Un misterio acurrucado en el centro de mi nombre no es más de lo que merezco. Confíe en mí.

Djan Seriy lo pensó un momento. Aquel hombre se había denominado nómada (estaban hablando en maraino, el idioma de la Cultura; tenía un fonema para indicar que se refería a un pueblo concreto). Siempre había habido una proporción de personas en la Cultura, o al menos de personas que procedían de la Cultura en un principio, que se hacían llamar así. A Djan le resultaba difícil no considerarlos una clase en sí. Era cierto que se limitaban a vagar como los nómadas. La mayoría lo hacían dentro de la Cultura, iban de orbital en orbital, de un sitio a otro; por lo general viajaban en naves cruceros y vapores y en naves de Contacto cuando podían.

Otros viajaban entre el resto de las especies involucradas y aspirantes y se mantenían (cuando se encontraban con sociedades tan poco iluminadas, por espeluznante que pareciera, como para no haberse desprendido de los últimos grilletes del intercambio monetario) gracias a acuerdos de apoyo mutuo entre civilizaciones o bien utilizando una fracción microscópica y casi invisible de los supuestos recursos infinitos de los que disponía la Cultura para pagar sus gastos.

Algunos emprendían aventuras más amplias todavía, que era cuando se producían problemas en ocasiones. La simple presencia de una persona así en una sociedad que todavía no se había desarrollado lo suficiente podía cambiar la susodicha sociedad, a veces de forma profunda, si esa persona era ciega a lo que su presencia allí podría producir entre aquellos con quienes había ido a vivir o, al menos, a los que había ido a observar. No todas esas personas accedían a que Contacto los monitorizara durante sus viajes y, si bien Contacto no tenía ningún problema en espiar, quisieran ellos o no, a viajeros que se descarriaban por sociedades vulnerables, lo cierto era que en ocasiones perdían de vista a algunos individuos. Había toda una sección de la organización dedicada a observar a civilizaciones en vías de desarrollo para vigilar que alguno de los que se hacían llamar nómadas (de forma premeditada, oportunista o incluso accidental) no se convirtiera en el profesor loco, el déspota, el profeta o el dios de turno de la zona. Había otras categorías, pero esas cuatro formaban los caminos más populares y predecibles por los que las fantasías de la gente los llevaban cuando perdían sus principios morales entre los primitivos.

Sin embargo, la mayor parte de los nómadas no causaban ese tipo de problemas y tales itinerantes por lo general encontraban con el tiempo un sitio al que podían llamar hogar, en la mayor parte de los casos de vuelta en la Cultura. Algunos, por otro lado, jamás llegaban a asentarse en ningún sitio y vagaban toda su vida y de estos, unos pocos (una proporción sorprendentemente grande comparada con el resto de la población de la Cultura) vivían, de hecho, para siempre. O al menos vivían hasta que encontraban un final, de forma casi inevitable, violento e irrecuperable. Había rumores (por lo general en forma de alardes personales) sobre individuos que llevaban en el mundo desde la formación de la propia Cultura, vagabundos que llevaban miles y miles de años recorriendo la galaxia y su casi infinitud de pueblos, sociedades, civilizaciones y lugares.

Confíe en mí,
había dicho el joven.

–Creo que no –le dijo Djan al fin al tiempo que entrecerraba un poco los ojos.

–¿De veras? –preguntó él, que parecía herido–. Le estoy diciendo la verdad –dijo sin alzar la voz. Parecía en parte un niño pequeño y en parte un hombre tranquilo y anciano, dueño de una serenidad oscura.

–Estoy segura de que a usted se lo parece –dijo Djan con una ceja arqueada. Después tomó otro sorbo de su bebida, había pedido una venganza de za, pero la máquina del bar no conocía dicho brebaje y había hecho su propia especialidad. Le servía. Quike tomó otra pipa de hierbas de incienso.

–¿Y usted es del Octavo? –dijo Quike, que tosió un poco, aunque con una amplia sonrisa envuelta en un humo violeta.

–Sí –dijo Djan. El joven esbozó una sonrisa tímida y se ocultó tras el humo–. Está muy bien informado.

–Gracias. –De repente puso una expresión de lo que podría haber sido miedo fingido–. Y además agente de CE, ¿sí?

–Yo no me emocionaría demasiado –le dijo Djan–. Me han desmilitarizado.

El joven volvió a sonreír. Casi con descaro.

–De todos modos.

Djan Seriy habría suspirado si se hubiera sentido capaz. Tenía la sensación de que le estaban tendiendo una trampa, (el señor Quike era tan guapo y atractivo que resultaba de lo más sospechoso) pero no estaba segura de quién se la estaba tendiendo.

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