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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (49 page)

–Príncipe –suspiró Hyrlis–; ¿tendréis la amabilidad de sentaros? Hay más temas que debemos discutir. Quizá pueda ayudaros en otros sentidos. Además, deberíamos hablar de vuestra hermana. –Hyrlis agitó una mano y señaló la silla de Ferbin–. Por favor.

–Me sentaré, señor –le dijo Ferbin mientras lo hacía–, pero he de decir que estoy muy decepcionado.

Holse también se sentó. Cosa de la que se alegró, el vino era muy bueno y sería un crimen tener que abandonarlo.

Hyrlis reanudó su pose anterior, con las manos bajo la barbilla. Un pequeño ceño le arrugó la frente.

–¿Por qué haría Tyl Loesp lo que ha hecho?

–¡No es algo que me preocupe! –dijo Ferbin, furioso–. ¡Que lo hizo es lo único que importa!

Hyrlis sacudió la cabeza.

–Debo llevaros la contraria, príncipe. Si queréis tener la oportunidad de enderezar este entuerto, sería conveniente que supierais lo que motiva a vuestro enemigo.

–¡El poder, por supuesto! –exclamó Ferbin–. Quería el trono y lo tendrá, en cuanto haga matar a mi hermano menor.

–¿Pero por qué ahora?

–¡Por qué no! –dijo Ferbin, los puños apretados golpeaban la inmisericorde piedra de la gran mesa–. Mi padre ya había hecho todo el trabajo, ya estaban todas las batallas ganadas, o prácticamente ganadas. Es entonces cuando golpea el cobarde, cuando puede robar la gloria sin tener que mostrar la valentía que la conquistó.

–Con todo, suele ser más fácil ser el segundo al mando, príncipe –dijo Hyrlis–. El trono es un lugar solitario y cuanto más cerca se está de él, con más claridad se ve. Son muchas las ventajas de tener un gran poder sin tener que hacer frente a las responsabilidades últimas que lo acompañan. Sobre todo cuando sabes que ni siquiera el rey tiene el poder último, que siempre hay poderes por encima. Decís que Tyl Loesp era un vasallo en el que se confiaba, al que se premiaba, valoraba, respetaba... ¿Por qué arriesgaría todo eso por el último vestigio de poder que sabe que sigue encadenado a grandes limitaciones?

Ferbin permaneció sentado, hirviendo de frustración, pero había resuelto no decir nada. Lo que solo dio ocasión para que Hyrlis mirara hacia un lado y hablara en voz baja.

»¿Lo sabéis vosotros? ¿Veis aquello? ¿Se os permit...?

Ferbin no pudo soportarlo más.

–¡Queréis dejar de hablar con esos fantasmas! –gritó al tiempo que se levantaba otra vez de un salto, y esa vez tan rápido que volcó la silla. Holse, que había aprovechado la oportunidad para tomar un sorbo de su copa en lo que parecía un momento de tranquilidad muy oportuno, tuvo que acabarse el licor de un trago y levantarse otra vez a toda prisa mientras se limpiaba la boca con la manga–. ¡Esos demonios imaginados os han robado el ingenio que en otro tiempo tuvierais, señor!

Hyrlis sacudió la cabeza.

–Ojalá fueran imaginarios, príncipe. Y si hay sistemas parecidos de observación en Sursamen, quizá tengan una clave de vuestras dificultades.

–¿De qué diablos estáis hablando? –siseó Ferbin con los dientes apretados.

Hyrlis volvió a suspirar.

–Por favor, príncipe, sentaos otra vez... No, no, me levantaré yo –dijo, cambiando de opinión–. Levantémonos todos. Y permítanme mostrarles algo. Por favor, acompáñenme. Hay más que explicar.

La aeronave era una ampolla oscura gigantesca que cabalgaba por el aire envenenado sobre un campo de batalla todavía resplandeciente. Los habían llevado allí en el vehículo aéreo de Hyrlis, pequeño y esbelto, que se había alzado sin ruido del fondo de otro cráter gigantesco y había atravesado volando como un susurro las nubes y el humo, y después, con mejor tiempo, había perseguido un amanecer rojizo hasta adentrarse en una noche cuyo lejano horizonte estaba bordeado de diminutos destellos esporádicos de luz blanca amarillenta. Bajo ellos, anillos y círculos de rojo apagado y medio desvaído cubrían una tierra oscura y ondulada. La aeronave era brillante, perfilada de luces, iluminada por cada lado y cubierta de señales reflectantes. Flotaba sobre la tierra amoratada y lívida como una advertencia.

La pequeña nave atracó en una amplia cubierta suspendida bajo el cuerpo principal de la enorme nave. Había muchas otras naves llegando y partiendo en todo momento, llegaban llenas de soldados heridos acompañados por unos cuantos sanitarios y partían vacías, salvo por los médicos que regresaban. Unos gemidos quedos llenaban el aire cálido con olor a humo. Hyrlis los guió por unos escalones en forma de espiral hasta una sala llena de camas que parecían ataúdes; cada una contenía una figura pálida, achaparrada e inconsciente. Holse miró a aquellas personas que parecían sin vida y sintió envidia. Al menos ellos no tenían que levantarse, andar y subir escaleras con aquella horrible gravedad.

–¿Saben que hay una teoría –dijo Hyrlis en voz baja mientras pasaba entre aquellas camas parecidas a ataúdes que resplandecían con suavidad con Ferbin y Holse detrás y los cuatro guardias vestidos de negro por allí cerca, invisibles– que dice que todo lo que experimentamos como realidad no es más que una simulación, una especie de alucinación que nos han impuesto?

Ferbin no dijo nada.

Holse supuso que Hyrlis se estaba dirigiendo a ellos en lugar de a sus demonios o lo que fueran, así que le contestó:

–En casa tenemos una secta que tiene un punto de vista más o menos similar, señor.

–No es una postura insólita –dijo Hyrlis. Después señaló con un gesto los cuerpos inconscientes que los rodeaban–. Estos duermen y les imponen sueños, por varias razones. Creerán, mientras sueñan, que el sueño es la realidad. Nosotros sabemos que no lo es, ¿pero cómo podemos saber que nuestra propia realidad es la última y definitiva? ¿Cómo sabemos que no hay una realidad superior, externa a la nuestra, a la que quizá despertemos algún día?

–Con todo –dijo Holse–. ¿Qué va a hacer un tipo como yo, eh, señor? La vida hay que vivirla sea cual sea nuestra condición en ella.

–Así es. Pero pensar en esas cosas afecta cómo vivimos esa vida. Hay personas que sostienen que, estadísticamente hablando, debemos de vivir en una simulación; las posibilidades son demasiado extremas para que no sea verdad.

–Me parece, señor, que siempre hay personas que pueden convencerse de casi cualquier cosa –dijo Holse.

–Pues yo creo que se equivocan, en cualquier caso –dijo Hyrlis.

–¿Debo entender entonces que habéis estado pensando en esto? –preguntó Ferbin, que quiso adoptar un tono de superioridad.

–Así es, príncipe –dijo Hyrlis mientras continuaba guiándolos entre la multitud de heridos dormidos–. Y baso mi argumento en la moralidad.

–¿Ah, sí? –dijo Ferbin. Y no le hizo falta fingir desdén.

Hyrlis asintió.

–Si asumimos que todo lo que nos han contado es tan real como lo que experimentamos por nosotros mismos, en otras palabras, que la historia, con todas sus torturas, masacres y genocidios, es verdad, entonces, si todo ello está de algún modo bajo el control de alguien o algo, ¿aquellos que dirigen esa simulación no deben de ser monstruos? ¿Hasta qué punto tendrían que estar desprovistos de decencia, piedad y compasión para permitir que ocurra esto, y que siga ocurriendo bajo su control explícito? Porque eso precisamente es buena parte de la historia, caballeros.

Se habían acercado al borde de un espacio enorme donde unos ventanales inclinados permitían ver el paisaje acribillado de la superficie. Hyrlis barrió el espacio con el brazo e indicó tanto los cuerpos en sus camas ataúd como los trozos de tierra que brillaban más abajo.

–Guerras, hambrunas, enfermedades, genocidio. Muerte en un millón de formas diferentes, con frecuencia dolorosas y prolongadas para los pobres desgraciados que se ven implicados. ¿Qué dios dispondría así el universo para predisponer a sus creaciones a experimentar semejante sufrimiento o que fueran la causa del sufrimiento de otros? ¿Qué maestro de las simulaciones o arbitro de un juego establecería las condiciones iniciales para lograr ese mismo efecto despiadado? Dios o programador, los cargos serían los mismos: una crueldad y un sadismo casi infinitos; una barbarie premeditada a una escala horrenda e indescriptible.

Hyrlis los miró expectante.

»¿Lo ven? –dijo–. Según este razonamiento, debemos estar, después de todo, en el nivel más básico de la realidad, o en el más exaltado, como se quiera verlo. Del mismo modo que la realidad puede exhibir tan contenta las coincidencias más absurdas de las que ninguna ficción podría convencernos, de igual modo solo la realidad (producida, en último caso, por la materia en su estado más puro) puede ser tan irreflexivamente cruel. Nada capaz de pensar, nada capaz de comprender la culpabilidad, la justicia o la moralidad, podría poner en práctica un salvajismo tan resuelto sin representar la definición absoluta del mal. Es esa falta de reflexión lo que nos salva. Y lo que nos condena también, por supuesto. Somos el resultado de nuestros propios agentes morales y no hay forma de escapar de esa responsabilidad, no se puede apelar a un poder superior del que se pudiera decir que nos ha obligado o dirigido de forma artificial.

Hyrlis dio unos golpecitos en el material que los separaba de la visión del campo de batalla oscuro.

»Somos información, caballeros, como todas las criaturas vivas. Sin embargo, tenemos la fortuna de estar codificados en forma de materia y no dando vueltas en algún sistema abstraído en forma de patrones de partículas u ondas constantes de probabilidad.

Holse lo había estado pensando un poco.

–Claro, señor, que vuestro dios también podría ser un malnacido –sugirió–. O esos simuladores, si es que son ellos los responsables.

–Es posible –dijo Hyrlis, cuya sonrisa se iba desvaneciendo–. Aquellos que están por encima de nosotros podrían ser el mal personificado, sin duda. Pero es un punto de vista un tanto desesperado.

–¿Y todo esto nos concierne cómo, con exactitud? –preguntó Ferbin. Le dolían los pies y empezaba a cansarse de lo que a él le parecía una especulación sin sentido, por no mencionar algo peligrosamente parecido a la filosofía, un campo del saber humano que él se había encontrado solo de forma fugaz a través de varios exasperados tutores, aunque el tiempo suficiente para haberse formado la inquebrantable impresión de que su propósito principal era demostrar que uno era igual a cero, el negro era blanco y los hombres cultos podían hablar con el culo.

–A mí me vigilan –dijo Hyrlis–. Quizá vigilen vuestro hogar, príncipe. Es posible que máquinas diminutas parecidas a las que me observan a mí espíen también a vuestro pueblo. La muerte de vuestro padre podrían haber sido vista por más ojos de los que pensabais que estaban presentes. Y si se observó una vez, puede observarse de nuevo porque solo la realidad más básica no se puede volver a poner. Cualquier cosa que se transmita puede grabarse y por lo general ese es el caso.

Ferbin se lo quedó mirando.

–¿Grabado? –dijo, horrorizado–. ¿El asesinato de mi padre?

–Es posible, no más –le dijo Hyrlis.

–¿Grabado por quién?

–¿Los oct, los nariscenos, los morthanveld? –sugirió Hyrlis–. Quizá la Cultura. Quizá cualquier otro con los medios necesarios, lo que incluiría por lo menos varias docenas de civilizaciones involucradas.

–¿Y eso lo habrían hecho –sugirió Holse– los mismos agentes invisibles a los que vos os dirigís de vez en cuando, señor?

–Cosas muy parecidas –asintió Hyrlis.

–Invisibles –dijo Ferbin con desdén–. No se oyen, no se tocan, no se huelen, no se saborean, no se detectan. En una palabra, imaginaciones.

–Oh, hay cosas pequeñas e invisibles que con frecuencia nos afectan de la forma más profunda, príncipe. –Hyrlis sonrió con tristeza–. He aconsejado a gobernantes para quienes los mayores servicios bélicos que yo podía ofrecerles no tenían nada que ver con estrategias, tácticas o tecnología armamentística. Solo tenía que limitarme a informarles y convencerles para que aceptaran la teoría de los gérmenes de la enfermedad y la infección. Creer que estamos rodeados por entidades microscópicas que afectan de una forma profunda y directa a los destinos de los individuos y a través de ellos a las naciones ha sido el primer paso en el ascenso al poder de muchos grandes gobernantes. He perdido la cuenta de las guerras que he visto ganar a médicos e ingenieros más que a los simples soldados. Esas criaturas infecciosas, demasiado pequeñas para verlas, os aseguro que existen, príncipe, y creedme que también existen las diseñadas, fabricadas y controladas por poderes que están más allá de vuestro entendimiento. –Ferbin abrió la boca para decir algo pero Hyrlis continuó:– Vuestra propia fe sostiene la misma idea en el fondo, príncipe. ¿No creéis que el Dios del Mundo lo ve todo? ¿Cómo creéis que lo hace?

Ferbin se sintió atacado y se precipitó.

–¡Es un dios! –dijo, fanfarrón.

–Si lo tratáis como tal, entonces tal es –dijo Hyrlis con tono lógico–. Sin embargo, no cabe la menor duda de que es un miembro de una especie en franca decadencia desde hace mucho tiempo, con un linaje galáctico y una línea evolutiva que no cuesta nada rastrear. Es otro ser corpóreo, príncipe, y el hecho de que vuestro pueblo haya decidido llamarlo dios no significa que tenga un poder especial ni que lo vea todo ni siquiera dentro de los límites de Sursamen, ni siquiera que esté cuerdo. –Ferbin quiso hablar, pero Hyrlis levantó una mano–. Nadie sabe por qué los xinthianos habitan los núcleos de los mundos concha, príncipe. Entre las teorías se incluye la de que fueron enviados allí por los de su propia especie para castigarlos, o para aislarlos porque han contraído una enfermedad infecciosa o se han vuelto locos. Algunos especulan que están ahí porque a los xinthianos en cuestión les fascinan los mundos concha, sin más. Según otras suposiciones cada uno de ellos pretende defender su mundo concha elegido, aunque de qué nadie lo sabe y lo cierto es que los aeronatauros tensilos no son en realidad unas criaturas especialmente poderosas y además parecen desdeñar ese tipo de armas de alto nivel que podrían compensar sus carencias. Visto lo visto, como dios no da para mucho, príncipe.

–Lo reconocemos como nuestro Dios, señor –dijo Ferbin con tono gélido–. No como una especie de creador universal mítico. –Después miró a Holse en busca de apoyo, o, al menos, de cierta comprensión.

Holse no estaba por la labor de involucrarse en ninguna discusión teológica. Los miró muy serio y asintió, con la esperanza de que con eso bastase.

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